El
Sueño del Fevre
estaba tranquilo, casi desierto. Joshua había enviado a tierra a casi todos; la cena sería lo más privada posible. No era lo que Marsh hubiera querido, pero no había manera de disuadir a Joshua cuando se le metía algo en la cabeza. En el comedor, la mesa ya estaba dispuesta. Todavía no se habían encendido las lámparas, y el humo, el vapor y la tormenta que se acercaba conspiraban para hacer que la luz que se filtraba por las claraboyas pareciera mortecina, sombría y cansada. Marsh sintió que el anochecer había llegado ya al salón y al barco entero. Las alfombras parecían casi negras y los espejos estaban llenos de sombras. Tras el gran mostrador del bar, de mármol negro, un camarero limpiaba vasos, pero incluso éste parecía difuso, como una aparición. Pese a todo, Marsh le hizo un gesto de cabeza y continuó hacia la cocina, a popa de las palas. Tras las puertas de la cocina bullía la actividad; un par de pinches de Toby removían el contenido de grandes ollas de cobre o freían pollos, mientras los camareros aguardaban gastándose bromas unos a otros. Marsh olfateó los pasteles que se cocían en los enormes hornos. Se le hizo la boca agua, pero siguió adelante impertérrito. Encontró a Toby en la galería de estribor, rodeado por todas partes de pilas de jaulas llenas de pollos y palomos y, aquí y allá, algunos patos y petirrojos y aves semejantes. Los pájaros armaban un escándalo terrible. Toby alzó la vista cuando entró Marsh. El cocinero había estado matando pollos. Junto a donde se encontraba, estaban amontonados tres animales sin cabeza, y un cuarto luchaba infructuosamente por liberarse en el tajo. Toby tenia en la mano una cuchilla de carnicero.
—Hola, capitán Marsh —dijo con una sonrisa—. ¿Qué puedo hacer por usted?
—Sólo quería decirte que esta noche, cuando esté hecha la cena, quiero que bajes del barco. Nos sirves como hay que hacerlo, y luego te bajas, y te llevas a los pinches y a los camareros. ¿Comprendes, verdad? ¿Oyes lo que te digo?
—Claro que sí, capitán —respondió Toby con una sonrisa—. Claro que sí. Van a hacer una pequeña fiesta, ¿no?
—No te preocupes de eso —dijo Marsh—. Limítate a bajar a tierra en cuanto termines el trabajo, ¿de acuerdo?
Se volvió para irse, con el rostro rígido y severo. Sin embargo, algo le hizo volverse:
—Toby.
—¿Si, señor?
—Ya sabes que nunca he sentido mucho aprecio por la esclavitud, aunque tampoco haya hecho gran cosa por combatirla. Lo haría, pero esos malditos abolicionistas son como predicadores. Sólo quería decirte que he estado pensando y me parece que, después de todo, los abolicionistas tienen razón. No se puede andar utilizando a otro tipo de personas como si no fueran tales personas. ¿Sabes a qué me refiero? Esto debe terminar, tarde o temprano. Será mejor si termina pacíficamente, pero si no es así, tendrá que ser a sangre y fuego, ¿sabes? Quizá sea eso lo que vienen diciendo los abolicionistas desde hace tiempo. Hay que ser razonable, desde luego, pero si así no funciona, hay que volverse resolutivo. Hay cosas que están muy mal, y hay que terminar con ellas.
Toby le miraba perplejo, limpiándose la mano en el delantal sin advertirlo, una y otra vez.
—Capitán —dijo en voz baja—, está usted hablando de la abolición, y éste es un país de esclavos. Se expone usted a que le maten por decir esas cosas.
—Quizá si, Toby, pero lo que es así es así, y no hay vuelta de hoja.
—Usted se ha portado bien con el viejo Toby, capitán, dándole la libertad y todo eso, y yo estoy contento de hacerle la comida.
Abner asintió.
—Toby —dijo—, por qué no me traes un cuchillo de la cocina, pero sin decírselo a nadie, ¿entiendes? Limítate a conseguirme un buen cuchillo afilado. Creo que me cabrá en la bota. Vamos, ¿puedes conseguirme ese cuchillo?
—Claro, capitán Marsh —dijo Toby, al tiempo que los ojos se le achicaban en su rostro negro y lleno de arrugas—. Claro que sí.
Corrió a obedecer, y regresó enseguida.
Durante las siguientes dos horas, Abner Marsh caminó un poco cojo, con el largo cuchillo de cocina metido a presión en su alta bota de cuero. Sin embargo, cuando cayó la oscuridad nocturna, la hoja había empezado a hacerse bastante cómoda y casi se olvidó de que la llevaba.
La tormenta estalló justamente antes del crepúsculo. La mayoría de los vapores que habían partido río arriba ya estaban lejos, pero otros habían llegado para ocupar sus puestos a lo largo de los embarcaderos de Nueva Orleans. La tormenta estalló con un terrible rugido como el de las calderas de los barcos a plena presión, y un relámpago cruzó el cielo, dando paso al agua que descendió con estrépito, torrencial como un diluvio de primavera. Marsh se quedó bajo la techumbre del paseo de la cubierta de calderas, escuchando cómo caía sobre el casco del barco y mirando a la gente que estaba en tierra correr para refugiarse bajo techado. Llevaba allí un buen rato, apoyado en la barandilla y dándole vueltas a la cabeza, cuando de repente apareció Joshua York a su lado.
—Está lloviendo, Joshua —dijo Marsh apuntando con el bastón hacia fuera—. Quizá ese Julian no venga esta noche. Quizá no quiera mojarse.
Joshua York tenía un aspecto de extraña solemnidad.
—Vendrá —dijo.
Sólo esa palabra «vendrá».
Y así fue.
Para entonces la tormenta ya había remitido. La lluvia caía todavía, pero más moderada, más suave, apenas una llovizna. Abner Marsh estaba todavía en la cubierta de calderas y los vio llegar, caminando por el desierto y resbaladizo embarcadero. A pesar de la distancia, supo que eran ellos. Había algo en su modo de andar, algo grácil y rapaz, lleno de una terrible belleza. Uno de ellos caminaba de forma diferente, jactanciosa y deslizante como si quisiera imitarlos, sin conseguirlo. Cuando estuvieron más cerca, Marsh vio que se trataba de Sour Billy Tipton. Transportaba un bulto, con dificultad.
Abner Marsh entró en el gran salón. Los demás estaban ya en la mesa: Simon y Katherine, Smith y Brown, Raymond y Jean y Valerie y todos los demás que Joshua había recogido a lo largo del río. Hablaban en voz baja, pero enmudecieron cuando Marsh hizo su entrada.
—Ahí vienen —anunció Marsh. Joshua York se levantó de su lugar a la cabecera de la mesa y salió a su encuentro. Abner Marsh se acercó al bar y se sirvió un whisky. Lo acabó de un trago, se sirvió otro rápidamente y se acercó a la mesa. Joshua había insistido en que Marsh se sentara a su izquierda, junto a la cabecera. La silla de la derecha estaba reservada para Damon Julian. Marsh se dejó caer en la silla pesadamente y contempló ceñudo la silla vacía que tenía ante sí.
Entonces entraron.
Marsh vio que sólo habían entrado en el salón los cuatro individuos de la noche. Sour Billy se había quedado fuera, en algún lugar, de lo cual se alegraba. Eran dos mujeres y un enorme tipo de rostro blancuzco y gesto inquietante que, en aquel momento, se sacudía el agua del abrigo. El otro era él. Marsh lo reconoció al instante. Tenía un rostro sin arrugas, de edad indefinible, enmarcado por unos rizos negros. Parecía un lord con su traje oscuro color borgoña y la camisa de seda sin corbata y con volantes en la pechera. En un dedo lucía un anillo de oro con un zafiro del tamaño de un terrón de azúcar. Engarzada en su chaleco negro llevaba una piedra reluciente, un diamante negro pulido con un fino engarce de oro amarillo. Avanzó por el salón y, tras dar la vuelta a la mesa, se detuvo junto a la silla de Joshua, en la cabecera de la mesa. A continuación, colocó sus manos lisas y blancas en el respaldo y miró a los presentes, uno por uno, recorriéndolos a todos.
Y todos se levantaron.
Los tres que habían llegado con él fueron los primeros, y luego Raymond Ortega, Cara, y el resto, de uno en uno, o por parejas. Valerie fue la última. Todo el mundo en la sala estaba de pie. Todos, menos Abner Marsh. Damon Julian mostró una sonrisa cálida y encantadora.
—Me alegro de estar con vosotros otra vez —dijo, mirando especialmente a Katherine—. ¡Querida mía!, ¡cuántos años han pasado! ¡Cuantísimos años...!
La sonrisa que apareció en la cara de buitre de Katherine era terriblemente desagradable, y así lo consideró Marsh. Decidió tomar la dirección de todo el asunto.
—Siéntese —le gritó a Damon Julian, al tiempo que le asía por la manga—. Tengo hambre, y ya llevamos demasiado tiempo esperando la cena.
—En efecto —dijo Joshua. Su intervención rompió el embrujo y todo el mundo volvió a sentarse. Sin embargo, Julian lo hizo en el asiento de Joshua, en la cabecera de la mesa.
Joshua se acercó y se quedó frente a Julian.
—Está usted en mi silla —le dijo. Su voz parecía tensa y forzada—. La suya es ésa. Si tiene la amabilidad... —le indicó—. Tenía los ojos fijos en Damon Julian, y Marsh observó el rostro de Joshua y vio en él poder, determinación fría y calculada intensidad. Damon Julian sonrió:
—¡Ah! —dijo en voz baja, al tiempo que se encogía de hombros—. Perdone.
Después, sin mirar ni un segundo a Joshua, se levantó y se trasladó a la otra silla.
Joshua se sentó muy erguido e hizo un gesto impaciente con los dedos. Un camarero apareció corriendo de entre las sombras y depositó una botella sobre la mesa, frente a York.
—Haga el favor de salir de la sala —le dijo Joshua al muchacho.
La botella ya estaba descorchada. Bajo las arañas de luz, rodeado de cristal y plata relucientes, la botella parecía oscura y amenazadora.
—Ya debe saber lo que es esto —le dijo Joshua York a Damon Julian con voz opaca.
—Sí.
York alargó el brazo, tomó la copa de vino de Julian y la llenó hasta el borde, dejándola a continuación precisamente en frente de su antagonista.
—Beba —le ordenó.
York tenía sus ojos en Julian y éste observaba la copa con una leve sonrisa en la comisura de los labios, como si estuviera abstraído en alguna diversión secreta. El gran salón estaba extrañamente silencioso. Marsh escuchó el lejano gemido de un vapor pugnando con la lluvia. El momento pareció durar una eternidad.
Damon Julian extendió el brazo, tomó la copa y bebió. La vació de un solo trago y fue como si se hubiera bebido toda la tensión acumulada allí. York sirvió tres copas más y se las pasó a los tres amigos de Julian. Los tres bebieron. Se mantuvieron varias conversaciones entre susurros.
Damon Julian sonrió a Abner Marsh.
Su barco es impresionante, capitán Marsh —dijo en tono cordial—. Espero que la comida esté al mismo nivel.
—La comida —dijo Marsh—, es mejor.
Emitió un rugido, sintiéndose casi como si volviera a ser el Marsh de siempre, y los camareros empezaron a servir el festín que Toby había preparado. Durante más de una hora, comieron. Los seres de la noche tenían buenos modales, pero sus apetitos no tenian nada que envidiar al de cualquier hombre del rio. Se lanzaron sobre la comida como un grupo de buitres, aunque guardando las formas. Todos, menos Damon Julian, quien comía lentamente, casi con delicadeza, deteniéndose a menudo para tomar un sorbo de vino y sonriendo con frecuencia sin razón aparente. Marsh había terminado el tercer plato y el primero de Julian aun estaba medio lleno. La conversación era relajada e intrascendente. Los del otro extremo hablaban en voz baja pero acaloradamente, y Marsh no pudo enterarse de qué decían. Más cerca de él, Joshua York y Damon Julian intercambiaron muchas palabras sobre la tormenta, el calor, el río y el
Sueño del Fevre
. Excepto cuando hablaban de su barco, Marsh no prestó gran atención, prefiriendo concentrarse en su plato.
Por último, los camareros sirvieron el café y el coñac, y desaparecieron. El salón principal del vapor quedó vacío a excepción de Abner Marsh y los seres de la noche. Marsh tomó un sorbo de su copa y oyó el ruido que hizo al beber antes de darse cuenta de que todas las conversaciones habian cesado.
—Por fin estamos juntos —dijo Joshua con voz traquila—, y esto es un nuevo inicio para nosotros, el pueblo de la noche. Quienes viven de día dirian que es un nuevo amanecer —sonrió—. Para nosotros, un nuevo crepúsculo seria una metáfora más acertada. Escuchad todos, permitidme que os hable de mis planes.
Y con estas palabras, se levantó y empezó a exponerlos con toda franqueza.
Abner Marsh no estaba seguro de cuánto tiempo duró el discurso de York. El ya había escuchado todo aquello anteriormente: la liberación de la sed roja, el fin del temor, la confianza entre el día y la noche, las grandes cosas que se conseguirían con la asociación, la gran nueva época. Joshua prosiguió, elocuente, apasionado, salpicando su charla de fragmentos de poemas y de palabras grandilocuentes. Marsh prestó más atención a los demás, a las hileras de rostros blanquecinos que rodeaban la mesa. Todos ellos tenían la mirada puesta en Joshua, y todos escuchaban en silencio. Sin embargo, no todos tenían la misma actitud. Simon parecía un poco excitado y su mirada iba de York a Julian y nuevamente a York. Jean Ardant parecía en trance, en actitud de adoración; en cambio, otros rostros estaban fríos e inexpresivos. Raymond Ortega sonreía maliciosamente, y el tipo enorme llamado Kurt mostraba un gesto ceñudo. Valerie parecía nerviosa, y Katherine reflejaba en su rostro tan gran aversión que Marsh no se atrevió a seguir mirándola.
Entonces, Marsh dirigió su vista al frente, al lugar que ocupaba Damon Julian, y se encontró la mirada de Julian fija en él. Tenía los ojos negros, duros y brillantes como trozos de carbón de la mejor calidad. Marsh vio en ellos dos pozos, dos agujeros sin fondo, dos abismos aguardando para absorberlos a todos. Rápidamente desvió la mirada, sin ningún deseo de aguantar la de Julian, como había tratado estúpidamente de hacer con York tiempo antes, en su primer contacto en el Albergue de los Plantadores. Julian sonrió, y miró otra vez hacia Joshua, tomó un sorbo de café frío y escuchó. A Abner Marsh no le gustó aquella sonrisa, y la profundidad de aquellos ojos. De repente, volvió a sentir miedo.
Por fin, Joshua terminó su discurso y se sentó.
—Lo del vapor es una buena idea —dijo Julian en tono paciente. Su voz suave recorrió toda la longitud del salón. Y su bebida puede tener incluso utilidad. De vez en cuando. El resto, querido Joshua, puede usted olvidarlo.
El tono era amable y su sonrisa relajada y brillante. Ardant respiró profundamente, pero ninguno se atrevió a hablar. Abner Marsh se irguió en su asiento y por el rostro de Joshua pasó una sombra de preocupación.
—Perdóneme —dijo. Julian hizo un gesto lánguido pidiendo silencio.