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Authors: George R.R. Martin

Tags: #Fantástica

Sueño del Fevre (28 page)

»Entonces, llegó a nuestro mundo procedente del sur vuestra raza. El pueblo del día, tan parecido a nosotros y tan diferente. El pueblo del día era débil. Nosotros matábamos a su gente con facilidad y disfrutábamos con ello pues nos parecíais hermosos y mi pueblo siempre se ha sentido atraído por la belleza. Quizá era su semejanza con nosotros lo que nos atraía tanto. Durante siglos, los humanos fueron simplemente nuestras presas favoritas.

»Pero con el tiempo se produjeron cambios. Mi raza es muy longeva, pero escasa en número. El impulso reproductor está curiosamente ausente de nosotros, mientras que en los humanos actúa con la misma furia irracional que la sed roja lo hace en nosotros. Cuando le pregunté por mi madre, Simon me contó que los varones de mi raza sólo sienten deseo cuando la mujer está totalmente excitada, y eso sucede muy pocas veces, casi únicamente cuando el varón y la mujer han compartido una muerte. Incluso entonces, la mujer rara vez es fértil, circunstancia que les alegra pues la concepción suele representar la muerte de nuestras hembras. Según me contó Simon, yo maté a mi madre al nacer, pues desgarré sus órganos internos en mi lucha por venir al mundo produciéndole tales heridas que ni siquiera sus poderes de recuperación pudieron salvarla. Y así es como entra en el mundo la mayor parte de los miembros de nuestra raza. Empezamos nuestras vidas entre la sangre y la muerte, e igual las vivimos.

»Hay en ello un cierto equilibrio. Dios, si cree en su existencia, o la Naturaleza, si no se cree, da y toma a la vez. Nosotros podemos vivir más de mil años. Si fuéramos tan fértiles como los humanos, pronto llenaríamos el mundo. Su raza, Abner, se reproduce una y otra vez, aumentando de número como las moscas, pero también muere como las moscas, a causa de pequeñas heridas y enfermedades que no constituyen para mi raza más que una pequeña molestia.

»No es de extrañar, pues, que al principio nos preocupáramos poco de ustedes. Pero ustedes crecieron, y construyeron ciudades y aprendieron. Tenían cerebros como los nuestros, pero nosotros nunca habíamos tenido necesidad de usarlos, tal era nuestra fuerza. Su raza, Abner, trajo al mundo el fuego, los ejércitos, los arcos y lanzas y el vestir, el arte, la escritura y el lenguaje. La civilización, en suma. Y, una vez civilizados, los hombres dejaron de ser presa fácil. Nos perseguían, nos mataban a base de llamas y estacas, merodeaban por nuestras cavernas cada día. Nuestro número, que nunca había sido elevado, se reducía lenta y continuamente. Luchábamos contra ustedes y morimos, o huimos, pero dondequiera que fuimos su gente siempre nos siguió. Al final, hicimos lo que nos forzaron a hacer: Aprendimos de ustedes.

»Vestidos y fuego, armas y lenguaje, todo. Nunca tuvimos nada propiamente nuestro, ya ve. Nos apropiamos de lo suyo. También nos organizamos, empezamos a pensar y a planear, y por último nos integramos perfectamente con su pueblo, viviendo a la sombra del mundo construido por ustedes, haciéndonos pasar por humanos, matando de noche para calmar nuestra sed con sangre humana y escondiéndonos durante el día por temor a ustedes y su posible venganza. Tal es la historia de mi raza, el pueblo de la noche, a lo largo de los siglos.

»Este relato lo escuché de labios de Simon, tal y como a él se lo habían contado otros, que ya están muertos y olvidados. Simon era el más anciano del grupo que había encontrado, y afirmaba tener casi seiscientos años.

»También escuché otras cosas. Relatos que se remontaban a tiempos anteriores a nuestra tradición oral hasta nuestros primeros orígenes, en el mismo amanecer del tiempo. Incluso allí yo vi la mano de su pueblo, pues nuestros mitos estaban extraídos de la Biblia cristiana. Brown, que en cierta época se había hecho pasar por sacerdote, me leyó pasajes del Génesis, sobre Adán y Eva y sus descendientes, Caín y Abel, que eran los primeros y únicos hombres. Sin embargo, cuando Caín mató a Abel, fue enviado al exilio y allí tomó una mujer de la tierra de Nod. ¿De dónde venía esa mujer, si Adán y sus hijos eran los únicos humanos del mundo? El Génesis no lo explica, pero Brown tenía una teoría; Nod era la tierra de la noche y la oscuridad, según él, y aquella mujer era la madre de nuestra raza. Por tanto somos nosotros los descendientes de Caín y no los negros, como creen algunos blancos. Caín mató a su hermano y se ocultó, y así nosotros tenemos que matar a nuestros primos lejanos y escondernos cuando se alza el sol, pues el sol es el rostro de Dios. Conservamos nuestra longevidad, característica de los humanos de los primeros tiempos, según se recoge en la Biblia; sin embargo, nuestras vidas están malditas y deben transcurrir en el temor y la oscuridad. Muchos de mi raza han seguido creyendo en Dios, según me han dicho. Otros se han adherido a diversos mitos, e incluso los hay que han aceptado los cuentos sobre vampiros tal como les han llegado, asumiendo la creencia de que eran representantes indestructibles del mal.

»He escuchado las historias de antecesores nuestros desaparecidos hace mucho, los relatos de luchas y persecuciones, y de nuestras migraciones. Smith me contó una gran batalla sostenida en las desoladas orillas del Báltico hace más de mil años, cuando unos centenares de miembros de mi raza descendieron una noche sobre una horda de miles de hombres, de modo que cuando amaneció el campo era un erial de cadáveres y sangre. La descripción me hizo recordar el “Senaquerib” de Byron. Simon me habló de la antigua y espléndida Bizancio, donde muchos de nuestra raza habían vivido prósperamente durante siglos, invisibles en la gran metrópolis, hasta que irrumpieron los cruzados, arrasando y destruyendo y llevando a muchos de los nuestros a la hoguera. Aquellos invasores aborrecían la cruz bizantina, y sospecho que quizá esa era la verdad que se oculta tras la leyenda de que mi raza teme y aborrece el símbolo cristiano. También escuché de los labios de mis compañeros la leyenda de una ciudad que habíamos construido nosotros, la gran ciudad de la noche, hecha de hierro y mármol negro en unas oscuras cavernas en el corazón de Asia, junto a las orillas de un río subterráneo y de un mar que nunca ha alcanzado el sol. Mucho antes que Roma o incluso que Ur, nuestra ciudad había sido magnífica, según decían, en flagrante contradicción con la historia que me habían contado anteriormente según la cual corríamos desnudos por los bosques invernales, a la luz de la luna. Según la leyenda, habríamos sido expulsados de nuestra ciudad por algún delito cometido, y desde entonces habríamos vagado perdidos y olvidados durante miles de años. Sin embargo, nuestra ciudad existía todavía y algún día nacería de nuestra gente un rey, un maestro de sangre mayor que los que habían existido, un rey que reuniría a nuestro pueblo desperdigado y lo guiaría de nuevo a la ciudad de la noche, junto a su mar sin sol.

»Abner, de todo cuanto escuché y aprendí, esa leyenda fue lo que más me afectó. Dudo de que exista una ciudad subterránea como la mencionada, dudo de que haya existido nunca, pero la misma existencia de la leyenda me demostraba que mi pueblo no eran los vampiros vacíos y diabólicos de las leyendas humanas. No teníamos arte, ni literatura, ni siquiera una lengua propia, pero el relato sobre la ciudad demostraba que teníamos capacidad de soñar, de imaginar.

»Nunca habíamos construido, nunca habíamos creado, sólo habíamos robado las ropas humanas, vivíamos en las ciudades y nos alimentábamos de la vida, la vitalidad y la misma sangre de los hombres; sin embargo, si se nos concedía la oportunidad, podíamos crear. Poseíamos el impulso interior de susurrarnos historias sobre nuestras propias ciudades. La sed roja había sido una maldición, había convertido en enemigos a su raza y la mía, Abner, había sustraído a mi pueblo toda noble aspiración. Era, realmente, la marca de Caín.

»Hemos tenido nuestros grandes líderes, Abner, maestros de sangre reales e imaginarios en las épocas pasadas. Hemos tenido nuestros Césares, nuestros Salomones... Sin embargo, estamos aguardando a nuestro redentor.

»Escondidos en las ruinas de aquel espantoso castillo, atentos al aullido del viento en el exterior, Simon y los demás bebieron mi pócima, me contaron relatos y me estudiaron con ojos poderosos y febriles, y me di cuenta de lo que estaban pensando. Cada uno de ellos tenía varios siglos más de edad que yo, pero yo era el más fuerte, el maestro de sangre. Les había dado un licor que borraba la sed roja y mi mi aspecto era casi humano. Ellos, Abner, me consideraban el redentor legendario, el rey de los vampiros. Y yo no podía negarlo. Era mi destino alzar a mi pueblo de las tinieblas. Entonces lo supe.

»Quiero hacer tantas cosas, Abner, tantísimas. Su pueblo está lleno de temores, supersticiones y odio, y por ello mi raza debe permanecer oculta por el momento. He visto cómo se combaten los hombres unos a otros, he leído acerca de Vlad Tepes —que, por cierto, no era uno de nosotros —y sobre Cayo Calígula y otros reyes. He visto a su raza quemar a unas viejas por ser sospechosas de pertenecer a nuestro pueblo. Aquí mismo, en Nueva Orleans, he presenciado cómo el hombre esclaviza a miembros de su propia raza, cómo les azota y les vende como animales por el mero hecho de que su piel sea más oscura. Y eso que los negros están mucho más cerca de los hombres blancos de lo que podamos estar nunca nosotros, pues incluso pueden tener hijos de sus mujeres, mientras que tal mezcla de razas es imposible entre el día y la noche. No, de momento debemos seguir ocultos, por nuestra propia seguridad. Sin embargo, una vez liberados de la sed roja, espero que con el tiempo podamos empezar a mostrarnos ante los más preparados de ustedes, sus hombres de ciencia y sus lideres. Podemos ayudarnos mucho mutuamente, Abner. Podemos enseñarnos nuestras respectivas historias, y el hombre puede aprender de nosotros el secreto de las curaciones y de la longevidad. Por nuestra parte, acabamos de empezar. Acabo de derrotar a la sed roja y, con el tiempo, sueño en que lleguemos a conquistar hasta la luz del sol, para así poder salir al exterior durante las horas del día. Los cirujanos y médicos humanos podrían ayudar a nuestras mujeres durante el parto, para que la procreación dejara de significar también la muerte.

»No hay límite a lo que mi pueblo pueda crear o conseguir. Mientras estaba en los Cárpatos, escuchando a Simon, me di cuenta de que podíamos formar uno de los grandes pueblos de la tierra. Pero antes tenía que encontrar a mi gente, para poder iniciar el plan.

»La tarea no resultó fácil. Simon me dijo que en su juventud habíamos sido casi un millar, repartidos por Europa desde los Urales hasta Inglaterra. La leyenda decía que algunos habían emigrado hacia el sur, a África, y al este, a Mongolia y Cathay, pero nadie tenía pruebas, ni rastros de aquellos. De los miles que habían habitado en Europa, la mayoría había muerto en las guerras o en los juicios por brujería, o habían caído victimas de las persecuciones al descuidarse. Simon pensaba que quizá siguieran con vida un centenar, o menos incluso. Los nacimientos habían sido escasos y, quienes sobrevivieron estaban esparcidos y ocultos.

»Así empezó una búsqueda que llevó una década. No le aburriré con todos los detalles. En una iglesia rusa descubrí esos libros que pudo ver usted en su visita furtiva a este camarote, y que constituyen la única muestra literaria escrita por uno de los nuestros. Con el tiempo, logré descifrarlos y leí la melancólica historia de una comunidad de cincuenta miembros del pueblo de la sangre, sus aflicciones, migraciones, batallas y muertes. Todos habían fallecido, crucificados y quemados en los tres últimos siglos antes de que yo naciera. En Transilvania, descubrimos los restos quemados de una fortaleza entre las montañas, y en sus bodegas los esqueletos de dos de los nuestros, con unas estacas de madera podridas sobresaliendo de su caja torácica y las cabezas clavadas en lo alto de sendas lanzas. Del estudio de aquellos huesos aprendí muchas cosas, pero seguíamos sin encontrar supervivientes. En Trieste supimos de una familia que nunca salía de día, y de la que se decía que sus miembros poseían una extraña palidez. Y, efectivamente, así era: se trataba de un grupo de albinos. En Budapest, conocimos a una mujer rica, un ser abyecto y enfermo, que azotaba a sus criadas, las hería con navajas y cuchillos y utilizaba su sangre para frotarse la piel con ella, creyendo conservar su belleza. Sin embargo, también ella era humana, y no una de los nuestros. Confieso que la maté con mis propias manos, tanta fue la repulsión que me causó. A ella no la asaltaba el impulso irrefrenable de la sed; sólo su malvada naturaleza la hacía actuar de aquella manera, y aquello me enfureció. Por último, sin haber descubierto nada, regresé con Simon y los suyos a mi hogar en Escocia.

»Pasaron los años. La mujer de nuestro grupo, compañera de Simon y criada de mi padre durante mi infancia, murió en 1840 por causas que nunca conseguí determinar. Tenía menos de quinientos anos de edad. Procedí a diseccionar su cuerpo y aprendí lo diferentes que somos de los humanos. Tenía por lo menos tres órganos que nunca había visto en los cadáveres humanos, y de los que sólo pude hacerme una vaga idea de su función. Su corazón era una vez y media mayor que un corazón humano, pero sus intestinos eran apenas una fracción de su longitud habitual. Además tenía un estómago secundario, creo que sólo para la digestión de la sangre. Había varias diferencias más, pero no vienen al caso en este momento.

»Leí mucho, aprendí otros idiomas, escribí algo de poesía y me interesé por la política. Acudíamos a las mejores reuniones de sociedad, al menos Simon y yo. Smith y Brown, como usted les llama, no mostraron nunca un gran interés por el inglés y siguieron usando su propia lengua. En un par de ocasiones, Simon y yo acudimos al continente juntos para proseguir las investigaciones y, en una ocasión, lo mandé a la India durante tres años, él solo.

»Por último, hace apenas un par de años, encontramos a Katherine, quien vivía en Londres, justo delante de nuestras narices. Ella era de nuestra raza, naturalmente, pero más importante que su persona fue la historia que nos contó.

»En efecto, nos explicó que hacia 1750, un grupo considerable de nuestro pueblo se había repartido por Francia, Bavaria, Austria e incluso Italia. Mencionó algunos nombres, que Simon reconoció. Llevábamos años buscando a aquel grupo infructuosamente. Katherine nos dijo que uno de sus componentes había sido acosado y muerto por la policía en Munich en 1753 aproximadamente, y que entre los demás había crecido el pánico. Su maestro de sangre decidió al fin que Europa estaba demasiado poblada y demasiado organizada para permanecer en ella con cierta seguridad. Vivíamos en las ruinas y las sombras, y ambas eran cada día más escasas, al parecer. Así pues, aquel maestro de sangre fletó un barco y todo el grupo habían partido de Lisboa con destino al Nuevo Mundo, donde los bosques salvajes e interminables y las rudas condiciones coloniales prometían a un tiempo la seguridad de un refugio y la certeza de presas fáciles. Katherine no conocía la razón por la que el grupo de mi padre no había sido incluido. Ella también iba a viajar con los demás, pero las lluvias y las tormentas y el accidente de un carricoche que la transportaba habían retrasado su llegada a Lisboa y, cuando por fin llegó, ya se habían marchado.

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