Sueño del Fevre (26 page)

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Authors: George R.R. Martin

Tags: #Fantástica

»Aquella noche corrí mucho, me alejé mucho, y pasé el día siguiente en la bodega de una granja que había sido quemada y abandonada.

»Tenía entonces veinte años. Entre la gente de la noche, todavía era un niño, pero ya iniciaba la edad adulta. Al despertarme en la bodega, cubierto de sangre seca y asido a la bolsa de dinero, recordé las palabras de mi padre. Por fin sabía lo que era la sed roja. Y sólo la sangre podía saciarla, había dicho. Yo estaba saciado. Me sentía más fuerte y más sano que nunca en mi vida, pero también horrorizado. Yo había crecido entre su pueblo, ¿comprende?, y pensaba del mismo modo que ustedes. No era ningún animal, ni ningún monstruo. Allí y entonces, decidí cambiar de modo de vida para que nunca más volviera a pasarme algo parecido. Me lavé, robé algunas ropas, las más finas que pude encontrar, y me alejé hacia el oeste, evitando el campo de batalla. Después tomé al norte. De día me albergaba en las posadas, y cada noche alquilaba un coche de caballos para viajar de ciudad en ciudad. Por fin, con las dificultades debidas a la guerra, conseguí llegar a Inglaterra. Tomé un nuevo nombre dispuesto a convertirme en un caballero. Tenía dinero, el resto podía aprenderlo.

»Mis viajes habían durado casi un mes. La tercera noche en Londres me sentí extraño, enfermo. Nunca anteriormente me había sentido mal. La noche siguiente fue peor. La tercera noche, por fin, supe a qué se debía aquel estado. Me asediaba la sed roja. Grité y rugí. Pedí en la comida un buen filete poco asado y jugoso que, pensé, calmaría mi inquietud. Lo devoré y me obligué a calmarme. No hubo modo.

Al cabo de una hora estaba merodeando por las calles. Encontré un callejón y aguardé. La primera en pasar fue una muchacha. Parte de mí admiró su belleza, que ardía en mí como un incendio. La otra parte de mi ser tenía sencillamente sed. Por suerte murió pronto. Después, lloré.

»Durante meses estuve desesperado. En los libros aprendí cuál era mi naturaleza. Durante veinte años me había considerado superior. Ahora descubría que era algo antinatural, una bestia, un monstruo sin alma. No pude definir si era un vampiro o un hombre lobo. Ni yo ni mi padre teníamos el poder de transformarnos en otra cosa, pero la sed roja me asaltaba cada mes, en lo que parecía un ciclo lunar, aunque no siempre coincidente con la luna llena. Aquella era una característica de hombre lobo, según leí. Estudié mucho aquellos temas por esa época, intentando comprenderme. Igual que el hombre lobo de las leyendas, yo desgarraba gargantas y comía un poco de carne, especialmente cuando la sed hacía presa en mí con intensidad. Y cuando no me acosaba la sed, parecía una persona bastante honrada, lo cual cumple también las leyendas sobre hombres lobos. Por el contrario, la plata no me afectaba, ni cambiaba de forma ni me crecía el pelo. Igual que los vampiros, sólo podía salir de noche y, según mi parecer, era la sangre lo que realmente me volvía loco, y no la carne. En cambio, dormía en camas, y no en ataúdes, y había cruzado corrientes de agua cientos de veces, sin problemas. Desde luego, no estaba muerto, y los objetos religiosos no me afectaban en absoluto. En una ocasión, para asegurarme, velé el cuerpo de una víctima, preguntándome si se levantaría como lobo o como vampiro. Siguió tan muerto como estaba. Al cabo de un tiempo empezó a oler mal, y lo enterré.

»Puede imaginarse mi terror. Yo no era humano, pero tampoco era una de aquellas criaturas legendarias. Decidí que los libros no me servían para resolver mi problema. Tendría que hacerlo yo solo.

»Mes tras mes, me entraba la sed roja. Aquellas noches se llenaban de una terrible y exultante alegría, Abner. Al tomar la vida de otro, yo vivía intensamente. Pero siempre había un después, y entonces me llenaba de angustia y remordimientos por haberme convertido en lo que era. Mataba, sobre todo, al joven, al sano, al hermoso. Ellos parecían tener una luz interior que provocaba la sed mucho más que los viejos o enfermos. Y muchas veces yo admiraba la misma cualidad que me disponía a destruir.

»Desesperado, intenté cambiar. Mi voluntad, habitualmente tan poderosa, se reducía a nada cuando me entraba la sed roja. Me volví esperanzado a la religión. Al notar que los primeros tentáculos de la fiebre me asaltaban, acudí a una iglesia y se lo confesé todo al sacerdote que acudió a mi llamada. No me creyó, pero accedió a quedarse a mi lado y rezar conmigo. Yo llevaba una cruz, me arrodillé ante el altar, recé con fervor, rodeado de velas e imágenes, seguro en la casa de Dios, con uno de sus ministros a mi lado. Al cabo de tres horas, me volví hacia el sacerdote y le maté allí mismo, en la iglesia. Esto causó una pequeña conmoción al día siguiente, cuando encontraron el cadáver.

»A continuación, probé con la razón. Si la religión no me había dado una solución, lo que me impulsaba no podía ser sobrenatural. Maté animales en lugar de personas, robé sangre humana de la consulta de un médico. Asalté la sala de un forense cuando sabía que había cadáveres recientes. Todo aquello ayudaba, apagaba algo la sed, pero no le ponía fin. La mejor de todas estas medidas a medias era sacrificar a un animal. Era la vida, ¿comprende?, la vida, tanto como la sangre.

»Mientras hacía todo esto, me protegía a mí mismo. Viajé por Inglaterra en varias ocasiones, para que las muertes y desapariciones de mis víctimas no se concentraran en un solo lugar. Enterré cuantos cuerpos pude. Y finalmente empecé a aplicar mi intelecto a la caza. Necesitaba dinero, así que busqué una presa rica. Me hice rico, y luego más aún. El dinero llama al dinero y, cuando tuve alguno, me llegó bastante más por conductos honrados, limpios. Para entonces ya hablaba inglés con toda corrección. Cambié de nombre otra vez, me comporté como un caballero, adquirí una mansión aislada en los páramos de Escocia, donde mi conducta atraería poco la atención, y contraté a una servidumbre discreta. Cada mes, salía en viaje de negocios, sólo por un par de noches. Ninguna de mis presas vivía cerca de allí, y los criados no sospechaban nada.

»Por último, tropecé con la que podía ser la respuesta. Una de mis sirvientas, una chica joven y bella, se había ido familiarizando cada vez más conmigo. Yo parecía gustarle, y no sólo como amo. Yo correspondí a su afecto. Era una chica honesta y alegre, y bastante inteligente, aunque poco educada. Empecé a pensar en ella como en una amiga y vi en ella una posible solución. A menudo había considerado la posibilidad de encadenarme, o de confinarme de alguna manera hasta que me hubiera pasado la sed roja, pero no había llegado a encontrar el sistema para llevarlo a cabo. Si dejaba la llave a mi alcance, la utilizaría cuando la sed me poseyera. Si la arrojaba lejos, ¿cómo iba a liberarme después? Necesitaba la ayuda de otra persona, pero siempre había obedecido el consejo de no confiar a ninguno de ustedes mi secreto.

»Entonces, decidí correr el riesgo. Despedí a los demás criados y les hice abandonar la casa, sin contratar a otros que les sustituyeran. Hice que me construyeran en la casa, una habitación pequeña y sin ventanas, de gruesas paredes le piedra y una puerta de hierro tan gruesa como yo recordaba que era la de la celda que compartí con mi padre. La puerta podía asegurarse desde fuera con tres grandes cerrojos de metal. Me sería imposible salir de allí. Cuando estuvo completada, llamé a la doncella y le di instrucciones. No confiaba en ella lo bastante para decirle toda la verdad. Tenía miedo, Abner, de que me denunciara si se enteraba de quién era yo en realidad, o de que huyera inmediatamente, despojándome de aquella solución que tan viable parecía, junto con la casa, y la propiedad, y toda la vida que había construido. Por tanto, sólo le conté que una vez al mes me daba un acceso de locura, un ataque como los que produce la epilepsia. Durante estos ataques, yo entraría en mi habitación especial y ella debería correr los cerrojos y mantenerme allí durante tres días completos. Yo entraría conmigo agua y comida, incluidos algunos pollos vivos para calmar los accesos más furiosos de sed.

»Ella se quedó asombrada, pensativa y un tanto confusa, pero al fin accedió a cumplir con el encargo. A su modo, me quería, creo, y deseaba hacer cualquier cosa por mí. Así pues, entré en la habitación y ella cerró la puerta.

»Y llegó la sed. Fue terrible. Pese a la falta de ventanas, podía darme cuenta del momento en que llegaba la noche. Durante las horas diurnas dormía, como siempre, pero las noches eran un estallido de horrores. Maté todos los pollos la primera vez que oscureció, y me atraqué con ellos. Exigí ser liberado, pero mi leal sirvienta se negó. Grité y la insulté, me lancé contra las paredes, golpeé la puerta hasta que me salió sangre de los puños, y entonces me eché en un rincón a sorber ávidamente mi propia sangre. Intenté excavar la pared por las piedras más blandas. Con todo, no pude salir.

»El tercer día, pensé con más claridad. Fue como si la fiebre hubiera desaparecido. Estaba ya en la bajada de la colina, volviendo a ser yo mismo otra vez. Podía notar cómo la sed se iba desvaneciendo. Llamé a mi criada a la puerta y le dije que ya había pasado, que podía dejarme salir. Ella se negó, alegando que yo le había ordenado tenerme confinado durante tres noches enteras, lo cual era cierto. Me reí y admití que así era, pero añadí que el ataque ya había pasado y que sabía que no se repetiría hasta el mes siguiente. Pese a todo, la muchacha no abrió la puerta. No me irrité con ella. Le dije que lo comprendía y que apreciaba mucho su interés por cumplir mis instrucciones. Le pedí que se quedara cerca, charlando conmigo, ya que me sentía muy solo en mi prisión. Ella accedió y pasamos casi una hora hablando. Yo estaba tranquilo y animado, amable incluso, y había aceptado la idea de pasar otra noche allí dentro. Hablamos tan razonablemente que pronto admitió que yo ya estaba completamente normal. Yo le dije que era una buena chica por cumplir tan bien su cometido, y me alargué en describir sus virtudes y mi afecto por ella. Por último, le pedí que se casara conmigo en cuanto yo volviera a estar libre otra vez.

»Abrió la puerta. Parecía tan feliz, Abner. Tan feliz y llena de vida... Sí, estaba llena de vida. Se acercó a besarme y yo pasé mis brazos por su talle y la atraje hacia mí. Nos besamos varias veces, y luego mis labios le recorrieron el cuello, y encontré la arteria y la abrí. Yo... me alimenté... durante largo rato. Tenía tanta sed, y la vida de la muchacha era tan dulce. Sin embargo, cuando la solté, estaba todavía viva y se apartó de mí, tambaleándose, desangrada y blanca y agonizante, pero aún consciente. La mirada de aquellos ojos, Abner... La mirada de aquellos ojos...

»De todas las cosas que he hecho, aquella fue la más terrible. Ella estará siempre conmigo, y la mirada en sus ojos.

»Después, mi desesperación no tuvo límites. Traté de suicidarme. Me compré un puñal de plata con el mango en forma de cruz; las supersticiones, como verá, todavía me tenían atenazado. Me abrí las venas y me metí en un baño de agua caliente para morir poco a poco. Me curé. Me lancé sobre la espada al modo de los antiguos romanos. Me curé. Cada día descubría alguna nueva facultad que había en mí. Me repuse en seguida, tras un breve período de dolores. La sangre se coagulaba prácticamente al instante, por grande que fuera la herida que me infligía. Fuera cual fuese mi naturaleza estaba claro que era una maravilla.

»Por último, encontré el medio. Fuera de la casa, dispuse dos grandes cadenas de hierro adosadas a la pared. De noche me coloqué las esposas y tiré la llave lo más lejos posible. Aguardé el alba. El sol era peor de lo que recordaba. Ardía y me cegaba. Todo se borró de mi vista. La piel ardía. Creo que empecé a gritar. Sé que cerré los ojos. Allí estuve varias horas, cada vez más próximo a la muerte. No había nada en mí salvo la sensación culpable de haber matado a la muchacha.

»Entonces, no sé cómo, entre la fiebre de la muerte, decidí vivir. ¿Cómo? ¿Por qué? No sabría decírselo. Pero sentí que siempre había amado la vida, tanto en mí como en los demás. Que esa era la razón de que me atrajera tanto la salud, la belleza y la juventud. Me odiaba a mí mismo por ofrecer al mundo sólo muerte y allí estaba, matando una vez más, aunque la víctima fuera yo mismo. Pensé que no podía lavar mis pecados con más sangre, con más muerte. Para expiarlos, debía vivir, devolver la vida, la belleza y la esperanza al mundo para que recuperara todo lo que yo le había robado. Recordé entonces a los criados desaparecidos de mi padre. Había otros de mi raza en el mundo. Vampiros, hombres lobo, o lo que fueran, allí debían estar, en mitad de la noche. Me pregunté cómo actuaban cuando llegaba la sed roja. Si podía encontrarlos, conviviría con los de mi propia clase, ya que no podía hacerlo con los humanos. Podríamos ayudarnos unos a otros a convencer al demonio que nos dominaba. Podría aprender de ellos.

»Decidí que no debía morir.

»Las cadenas eran muy fuertes. Me había preocupado de ello, tomando en cuenta la posibilidad de que me revelara contra el dolor y la muerte. Sin embargo, ahora encontraba en mi decisión una fuerza mucho mayor de la que nunca había tenido, ni aún cuando me dominaba la sed. Me propuse romper las cadenas, arrancarlas de la pared de piedra donde las había adherido. Tiré, giré y volví a tirar. No cedían, eran muy fuertes y estaban bien sujetas. Yo llevaba al sol horas y horas. No sabría decir qué era lo que me mantenía consciente. Tenía la piel negra y chamuscada y el dolor se hacía tan intenso que ya casi había dejado de sentirlo. Pese a todo, seguí tratando de liberarme de las cadenas. Por último, pude zafarme de una de ellas. La izquierda.

»El aro incrustado en el muro cayó con esquirlas de piedra. Estaba medio libre, pero agotado, a punto de morir, y presa de extrañas visiones. Me di cuenta de que pronto me desmayaría y que, en cuanto cayera al suelo, no volvería a levantarme más. Y la cadena derecha parecía tan fuerte y firme como cuando había empezado a luchar con ella, durante un tiempo interminable.

»La cadena no cedió, Abner. Pero yo quedé libre y pude encontrar la seguridad de mis sótanos fríos y negros, donde reposé durante más de una semana, entre pesadillas, ardores y dolores insoportables, pero sin que se interrumpiera mi proceso de curación ni un solo instante. Volví a ser yo mismo, ¿comprende? Para liberarme, hube de cortarme la mano derecha con las uñas de la otra y dejar la mano allí, colgada de la cadena, mientras deslizaba el muñón fuera de la argolla.

»Cuando recobré el conocimiento, una semana después, volvía a tener mano. Era suave y pequeña, a medio formar, y me dolía. Me dolía terriblemente. Pero con el tiempo la piel se endureció. Luego la mano creció y la piel se resquebrajó y saltó, dejando rezumar un fluido blancuzco. Cuando se hubo secado y pelado, la carne que apareció debajo parecía más saludable. El proceso se repitió por tres veces, y duró más de tres semanas, pero cuando estuvo concluido, nadie hubiera podido percatarse de lo que le había sucedido a mi mano. Yo me quedé asombrado.

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