—¿Quiere usted decir que no existen los vampiros, o qué? —preguntó Abner, confuso.
—No, no existen seres como los vampiros —contestó Joshua con tono paciente—. Son como esas historias del río que Karl Framm cuenta tan bien. El tesoro del Drennan White, el vapor fantasma de
Raccourci
, el piloto tan responsable que se levantó para hacer su guardia incluso después de muerto. Cuentos, Abner. Relatos para pasar el rato, y no para ser tomados en serio por un hombre adulto.
—Algunas de esas historias tienen parte de verdad —protestó débilmente Marsh—. Quiero decir que muchos pilotos afirman haber visto las luces del fantasma al pasar por el tramo donde el
Raccourci
se hundió, e incluso han oído a sus tripulantes maldiciendo y trabajando. Y el Drennan White... Bueno, yo no creo en maldiciones, pero el barco se fue a pique exactamente como lo dijo el señor Framm, y los demás barcos que acudieron en su rescate también se fueron. Y en cuanto al piloto muerto, ¡diablos, yo mismo le conocí! Era sonámbulo, y conducía el barco mientras estaba totalmente dormido, sólo que la historia se exageró un poco en las riberas del río.
—Bien, entonces le tomo las palabras, Abner. Si insiste usted en utilizar esa palabra, entonces sí, los vampiros existen. Pero los relatos acerca de nosotros también se han exagerado un poco. Ese sonámbulo amigo suyo pasó a ser un cadáver con apenas unos años de chismorreos. Piense qué se dirá de él dentro de un siglo o dos.
—¿Qué son ustedes entonces, si no son vampiros?
—No tengo una palabra que nos defina fácilmente —dijo Joshua—. En español, puede llamarme vampiro, hombre lobo, brujo, demonio, fantasma. Otros idiomas tienen otras palabras: nosferatu, odoroten, loup garou, warlock, upir. Todos estos nombres no llaman sus congéneres a los pobres seres que somos nosotros. No me gustan esos nombres. No quiero que me apliquen ninguno de ellos, pero no tengo otros que pueda servir de alternativa. No existe un nombre específico para nosotros.
—Su idioma... —dijo Marsh.
—No tenemos idioma. Utilizamos los idiomas humanos, los nombres humanos. Nuestro comportamiento ha sido siempre este. No somos humanos, pero tampoco somos vampiros. Somos... otra raza. Cuando nos referimos a nosotros mismos con alguna palabra, utilizamos una de las vuestras, en alguno de vuestros idiomas, a la que hemos otorgado un significado secreto. Nosotros somos la gente de la noche, la gente de la sangre. O, simplemente, el pueblo.
—¿Y nosotros? —preguntó Marsh—. Si ustedes son la gente, ¿qué somos nosotros?
Joshua York dudó un instante, e intervino Valerie.
—La gente del día —dijo rápidamente.
—No —dijo Joshua—. Ese es el término que yo utilizo, pero mi pueblo no lo usa con frecuencia. Valerie, ya ha pasado el tiempo de mentir. Dile a Abner la verdad.
—No le gustará —protestó ella—. Joshua, el riesgo es...
—Vamos —insistió Joshua—. Valerie, díselo.
Se produjo un momento de pesado silencio y luego, en voz baja, Valerie dijo al fin:
—El ganado. Así es cómo les llamamos, capitán. El ganado.
Abner Marsh frunció el ceño y apretó un puño grande y poderoso.
—Abner —dijo Joshua—, quería usted saber la verdad. Últimamente he estado pensando mucho en ello. Desde Natchez, he sentido el temor de tener que disponer un accidente para usted. No podemos atrevernos a correr riesgos y usted es una amenaza para nosotros. Simon y Katherine me pidieron que le matara, y estos recientes amigos que he tomado bajo mi protección, como Valerie y Jean Ardant, parecen estar de acuerdo con ellos. Sin embargo, aunque mi gente y yo estaríamos más seguros, ciertamente, con usted muerto, me he abstenido de ello. Estoy harto de muertes y de miedos, de padecer continuamente la desconfianza existente entre nuestras razas. Yo me preguntaba si podríamos, quizá, trabajar juntos en algo, pero nunca había llegado a estar seguro de poderme fiar de usted hasta aquella noche en Donaldsontown, aquella noche en que Valerie intentó convencerle para que cambiara de rumbo. Demostró usted tener una fuerza superior a la que yo calculaba al resistirse a ella, y también una gran lealtad. Allí y entonces, decidí que viviría usted, y que si volvía a preguntarme, le diría la verdad, toda la verdad, lo bueno y lo malo. ¿Será usted capaz de escucharme?
—¿Tengo alguna otra posibilidad? —preguntó Marsh.
—No —admitió Joshua York.
—Joshua —suspiró Valerie—. Te ruego que lo reconsideres. Marsh es uno de ellos, por mucho que simpatices con él. No comprenderá nada, y dentro de poco se nos echarán todos encima con estacas puntiagudas. Sabes que lo harán.
—Espero que no —contestó York. Después se volvió hacia Marsh para continuar—: Valerie tiene miedo, Abner. Lo que me propongo hacer es algo nuevo, y las novedades siempre son asuntos peligrosos. Haga el favor de escucharme, no me juzgue, y quizá todavía podamos mantener una sociedad provechosa y verdadera entre nosotros. Hasta ahora nunca había contado la verdad a uno de...
—A uno del ganado —gruñó Marsh—. Bueno, yo tampoco he escuchado hasta ahora a un vampiro, así que estamos empatados. Adelante, aquí tiene un toro que le escucha.
—Atienda pues, Abner, pero antes escuche mis condiciones. No quiero que me interrumpa. No quiero exclamaciones airadas, ni preguntas, ni juicios. No, hasta que haya terminado. Gran parte de lo que tengo que decirle le resultará repugnante y terrible, se lo advierto, pero si me deja hablar de principio a fin quizá llegue a comprender. Me ha llamado usted asesino, vampiro, y en cierto sentido lo soy. Pero también usted ha matado, son palabras suyas. Usted considera sus actos justificados por las circunstancias. Yo también. Si no justificados, al menos mitigados. Escuche todo lo que tengo que decir antes de condenarme a mí y a mi gente.
»Permítame empezar por mí mismo, por mi propia vida, y contarle el resto según lo fui aprendiendo.
»Me preguntaba mi edad, Abner. Bien, soy joven, estoy en el primer estadio de la vida adulta, para mi raza. Nací en la campiña francesa el año 1785. No llegué a conocer a mi madre, por razones que más adelante expondré. Mi padre era un noble poco importante; esto, se había adjudicado un título para moverse entre la sociedad francesa. Llevaba en Francia varias generaciones por lo que disfrutaba de una cierta posición, aunque afirmaba tener su cuna en la Europa oriental. Era rico y poseía algunas tierras. Había ocultado su longevidad mediante un truco, hacia 1760, cuando se hizo pasar por su propio hijo y, con el tiempo, se sucedió a sí mismo.
»Así pues, he cumplido 72 años y, realmente, tuve la fortuna de conocer a Lord Byron. Sin embargo, eso fue un poco después.
»Mi padre era lo que yo. Y también dos de nuestros criados, que verdaderamente no eran tales, sino compañeros. Los tres adultos de mi raza me enseñaron lenguas, modales, muchas cosas del mundo... y cautela. Dormía de día y salía sólo de noche; aprendí a temer la aurora como los niños de su raza aprenden a temer el fuego cuando se queman. Me explicaron que era distinto a los demás, superior y aparte, un amo. Sin embargo, no debía dar a conocer estas diferencias, o el ganado tendría miedo de mí y me mataría. Debía dar a entender que mi horario era simple cuestión de preferencia. Debía aprender y observar las formas del Catolicismo, e incluso asistir a misas especiales a medianoche, en nuestra capilla privada. Debía... bien, no seguiré. Debe comprender usted, Abner, que yo sólo era un niño. Con el tiempo podría haber aprendido más, podría haber empezado a comprender el dónde y el porqué de quienes me rodeaban y la vida que llevábamos, si las cosas hubieran seguido igual. Hubiera sido otra persona.
»Sin embargo, en 1789, los fuegos de la Revolución cambiaron mi vida irrevocablemente. Cuando llegó el Terror fuimos detenidos. Pese a sus cautelas, sus capillas y sus espejos, mi padre había despertado sospechas por sus hábitos nocturnos, su soledad y su misteriosa riqueza. Nuestros criados —los criados humanos —le denunciaron como brujo, satánico y discípulo del marqués de Sade. Además, él mismo se autoproclamó aristócrata, el peor de todos los pecados. Sus dos compañeros, al ser considerados simples sirvientes, pudieron escapar mientras mi padre y yo quedábamos prisioneros.
»Pese a ser entonces muy pequeño, tengo vívidos recuerdos de la celda en que nos hallábamos. Era fría y húmeda, de piedra, con una puerta de hierro tan gruesa y trabada que ni siquiera la gran fuerza de mi padre podía contra ella. La celda estaba llena de orina y dormíamos sin sábanas, sobre paja nauseabunda esparcida sobre el suelo. Había una ventana, pero estaba demasiado alta. La ventana se abría paso a través de los tres metros de grueso de la pared de la celda. Era muy estrecha, el final estaba obstruido por barrotes. En realidad, creo que estábamos en algún lugar bajo el suelo, en una especie de sótano. La luz que llegaba hasta nosotros era muy escasa, pero eso era, naturalmente, una bendición para mi padre y para mí. Cuando estábamos solos, mi padre me decía lo que tenía que hacer. El no podía ni acercarse a la ventana, de pequeño que era el agujero, pero yo sí podía. Y también tenía fuerza suficiente para arrancar los barrotes. Me ordenó que le dejara, y también me dio otros consejos. Llevar harapos y no atraer la atención sobre mí. Ocultarme de día y buscar alimento por la noche. No decirle a nadie que era diferente. Encontrar una cruz y ponérmela. No comprendí la mitad de lo que me dijo, y pronto olvidé muchas cosas, pero prometí obedecerle. Me pidió que abandonara Francia y que buscara a los criados que habían huido. No debía tratar de vengarle. Ya me vengaría suficientemente con el tiempo, pues todas aquellas personas morirían, y yo seguiría vivo. Luego dijo algo que nunca olvidaré: “No pueden hacer nada. La sed roja está en nuestro pueblo, y sólo la sangre la saciará. Esta es nuestra perdición.” Yo le pregunté qué era la sed roja. “Dentro de poco lo sabrás, es inconfundible”, me contestó. Después me instó a que me marchara. Me deslicé por la estrecha abertura hasta la ventana. Los barrotes eran viejos y estaban bastante oxidados. Como era imposible alcanzarlos, a nadie se le había ocurrido sustituirlos por otros. Se partieron entre mis manos.
»No volví a ver a mi padre, pero más tarde, tras la Restauración que siguió a Napoleón, indagué sobre él. Mi desaparición había sellado su destino. Era evidentemente un brujo, además de un aristócrata. Fue juzgado y condenado y perdió la cabeza en una guillotina de provincias. Después, quemaron su cuerpo bajo la acusación de brujería.
»Sin embargo, entonces yo no sabía nada al respecto. Había escapado de la cárcel y de la región y me encaminé a París, donde sobrevivir era fácil en aquellos días tan caóticos. De día me refugiaba en sótanos, cuanto más oscuros mejor. De noche salía a robar comida. Carne, sobre todo. No tenía mucho interés por las frutas o verduras. Me hice un hábil ladrón. Era rápido, silencioso y terriblemente fuerte. Mis uñas se hacían más afiladas y fuertes cada día. Cuando me lo proponía, podía subir por la madera clavándolas en ella. Nadie reparó en mí ni me preguntó nada. Hablaba un francés culto, bastante inglés y algo de alemán. En París adquirí también el argot de los bajos fondos. Busqué a los desaparecidos sirvientes, los únicos de mi raza a quienes conocía, pero no lo conseguí y mis esfuerzos fueron inútiles
»Así crecí entre vuestra gente, el ganado. La gente del día. Yo era listo y observador. Por mucho que me pareciera a quienes me rodeaban, pronto comprendí lo radicalmente distinto que era de ellos. Y superior, según me habían enseñado. Más fuerte, más rápido y, yo creía, con más posibilidades de longevidad. Mi único problema era la luz diurna. Guardé bien el secreto.
»Sin embargo, la vida que llevaba en París era mezquina, degradada y aburrida. Quería más. Empecé a robar dinero además de comida. Encontré a alguien que me enseñó a leer y, a partir de entonces, robé libros siempre que pude. Un par de veces casi me agarraron, pero siempre logré escapar. Podía fundirme en las sombras, escalar muros en un abrir y cerrar de ojos, moverme con el silencio de un gato. Quizá quienes me perseguían creyeron que me había transformado en niebla. A veces debe haberlo parecido.
»Cuando empezaron las campañas napoleónicas, tuve cuidado de zafarme del ejército, pues sabía que de lo contrario tendría que exponerme a la luz diurna. En cambio, seguí detrás de las tropas en sus avances. Viajé de este modo por toda Europa, y vi muchos desmanes y atrocidades. Allí donde llegó el emperador, hubo un buen botín para mí.
»En 1805, en Austria, vi mi gran oportunidad. Una noche, en el camino, topé por casualidad con un rico mercader vienés que huía de las tropas francesas. Llevaba con él todo su dinero convertido en oro y plata, una suma fabulosa. Le seguí hasta la posada donde iba a pasar la noche y cuando estuve seguro de que dormía entré para hacer mi fortuna. Sin embargo, no dormía. La guerra le había hecho precavido y me esperaba, armado. Sacó de debajo de las mantas una pistola y me disparó.
»El dolor y la conmoción me vencieron. El impacto me hizo caer al suelo. Me había dado en el estómago, de pleno, y sangraba profusamente. Sin embargo, de repente, la hemorragia comenzó a disminuir y el dolor a suavizarse. Me levanté. Debía tener un aspecto terrible, con el rostro tan pálido y cubierto de sangre. Y una extraña sensación me asaltó, algo que nunca había sentido hasta entonces. La luna brillaba en la ventana y el comerciante gritaba, y antes de darme cuenta de lo que estaba haciendo, me abalancé sobre él. Quería hacerle callar, taparle la boca con la mano pero... algo se apoderó de mí. Lancé las manos hacia él, con mis uñas tan fuertes y tan afiladas. Le desgarré la garganta, y se ahogó en su propia sangre.
»Me quedé inmóvil, temblando, observando la sangre negruzca que brotaba de él y su cuerpo agitándose a la pálida luz de la luna. Estaba agonizando. Yo ya había visto gente muriéndose, en París y en la guerra. Pero no era lo mismo. A éste lo había matado yo. Aquello excitó a un animal que llevaba en lo más hondo, dentro de mí. La sangre bañaba mis manos. Era espesa y caliente. Al brotar de su garganta humeaba. Me incliné y la probé. El sabor me volvió loco. De repente, enterré mi rostro en el cuello del hombre, sorbí la sangre, tragué... Dejó de moverse. Yo seguí. Entonces, se abrió la puerta y aparecieron varios hombres con cuchillos y fusiles. Alcé la mirada, perplejo. Debí aterrorizarles. Antes de que pudieran reaccionar, me lancé por la ventana y me perdí en la noche. Conservé la suficiente presencia de ánimo para asir la bolsa del dinero al salir. Sólo tenía una pequeña parte de la fortuna del hombre, pero me bastaba.