Sueño del Fevre (50 page)

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Authors: George R.R. Martin

Tags: #Fantástica

»Más tarde, no podía apartarle de mi mente. Debió darse cuenta de que yo no era del todo humano. Debió darse cuenta de que, por fuerte que fuera, no podía enfrentarse a mi fuerza, a mi velocidad y a mi sed. Yo me había abstraído en mi propia fiebre y en la belleza de su acompañante, y no había acertado a matarlo. Él pudo haberse ahorrado la muerte. Pudo haber corrido, o haber pedido auxilio. Incluso pudo haber ido a buscar un arma, pero no lo hizo. Vio a su dama en mis brazos, me vio chuparle la sangre y lo único que se le ocurrió fue levantarse y atacarme con sus enormes y inútiles puños. Cuando tuve un momento para reflexionar, sentí la gran admiración que habían provocado en mí su fuerza, su loco valor, el amor que debía profesarle a su dama

»Sin embargo, Abner, a pesar de todo eso no pude dejar de pensar también que había sido un estúpido. Ni se salvó él, ni salvó a su dama.

»Usted, Abner Marsh, me recuerda a ese hombre. Julian le ha arrebatado su barco y en lo único que piensa usted es en recuperarlo, así que cierra los puños y se lanza directo contra él, y Julian le derriba una y otra vez. Si prosigue con esos ataques, un día no podrá volverse a levantar. ¡Abandone, Abner, olvídelo!

—¿Qué diablos está diciendo? —preguntó Abner en tono airado—. Son Julian y sus vampiros los que tienen que preocuparse ahora. Ese maldito barco no puede ir a ninguna parte sin un piloto.

—Yo puedo ser ese piloto —dijo Joshua.

—¿Usted?

—Sí.

Marsh se sintió enfermo de ira, víctima de una traición.

—¿Por qué? —preguntó—. ¡Joshua, usted no es como ellos!

—Lo seré, a no ser que regrese —musitó York en tono grave—. A menos que tome mi pócima, la sed volverá a asaltarme, y con más fuerza después de todos estos años que me he pasado sin probar la sangre. Y entonces beberé y beberé, y me volveré como Julian. Y la próxima vez que entre en un dormitorio a medianoche, no será para charlar.

—¡Regrese, pues! ¡Quédese su maldita bebida, pero no mueva ese barco, al menos hasta que yo pueda llegar a él!

—Con hombres armados, ¿verdad? Con estacas afiladas y odio en los corazones, ¿no? Dispuesto a matar... No, no lo permitiré.

—Pero... ¿de qué lado está usted?

—Del de mi gente.

—O sea, con Julian —soltó Marsh.

—No —contestó Joshua, con un suspiro—. Escuche, Abner, e intente comprender. Julian es el maestro de sangre. Él los controla a todos. Algunos son como él, malvados y corruptos. Katherine, Raymond y otros le siguen por su propia voluntad. Pero no todos. Ya vio usted a Valerie, ya la escuchó hoy en la barca. No estoy solo. Nuestras razas no son tan diferentes, todos llevamos dentro de nosotros el bien y el mal, y todos tenemos sueños. Sin embargo, si ataca usted el barco, si hace algo contra Julian, ellos lo defenderán, no importa cuáles sean sus esperanzas como personas. Siglos de enemistad y de miedo los guiarán e impulsarán. Entre el día y la noche corre un río de sangre que no es fácil de cruzar. Y quienes duden, si los hay, tendrán que tomar partido.

»Si ese momento llega, Abner, si usted y los suyos van contra él, habrá una gran matanza. Julian no está solo. Los demás le protegen y morirán por él, y los suyos también morirán.

—A veces hay que correr el riesgo —dijo Marsh—. Y quienes ayuden a Julian se habrán merecido la muerte.

—¿De verdad? —Joshua parecía triste—. Quizá tenga razón. Quizá todos debamos morir. Estamos fuera de lugar en este mundo que ha construido su raza. Los suyos ya han matado a todos los míos, salvo un puñado. Quizá sea el momento para acabar con los últimos supervivientes —sonrió inexorable—. Si eso es lo que pretende, Abner, recuerde también quién soy yo. Usted es mi amigo, pero ellos son sangre de mi sangre, son mi pueblo y les pertenezco. Incluso pensaba que era su rey.

Su voz era tan amarga y desesperada que Abner Marsh sintió desvanecerse su ira, y su lugar lo ocupó la lástima.

—Al menos, lo intentó —dijo.

—Y fallé. Le fallé a Valerie y a Simon. Les fallé a todos los que creían en mí. Les fallé a usted y al señor Jeffers, y también a aquel bebé. Creo que incluso le fallé a Julian, no sé bien cómo.

—No fue culpa suya —insistió Marsh.

Joshua se encogió de hombros, pero en sus ojos grises había una mirada fría e inexorable.

—Lo pasado, pasado está. Lo que me preocupa es esta noche, y mañana por la noche, y la noche siguiente. Tengo que regresar. Me necesitan, aunque no lo sepan. Debo regresar y hacer lo que pueda, por poco que sea.

—¿Y usted me dice que abandone? —masculló Marsh—. ¿Cree que soy como ese maldito estúpido que se expuso a su ataque una y otra vez? Diablos, Joshua, ¿y qué hay de usted? ¿Cuántas veces ha bebido ya Julian de sus venas? Me parece que es usted tan tozudo y estúpido como dice que soy yo.

—Quizá —concedió, con una sonrisa.

—Diablos —soltó Marsh—, de acuerdo. Regrese con Julian, pedazo de idiota. ¿Qué demonios quiere que haga yo?

—Lo mejor será que escape de esta casa lo antes que pueda —dijo Joshua—, antes de que nuestros anfitriones se hagan más suspicaces de lo que ya son.

—Ya había pensado en ello.

—Bien, Abner, se acabó. No vuelva a buscarnos nunca más.

—Diablos —contestó Abner Marsh frunciendo el ceño. Joshua sonrió.

—Maldito loco —dijo—. Bueno, búsquenos si quiere. No nos encontrará.

—Ya lo veremos.

—Quizá todavía nos quede alguna esperanza. Regresaré y someteré a Julian y construiré mi puente entre el día y la noche, y usted y yo juntos venceremos al
Eclipse
.

Abner Marsh masculló algo en tono burlón, pero en lo más hondo de su alma quiso creer en ello.

—Cuide bien mi dichoso barco —le dijo—. Nunca ha habido otro más rápido, y será mejor que lo mantenga en buen estado para cuando vaya a recuperarlo.

Cuando Joshua sonrió, la piel seca y muerta alrededor de su boca se cuarteó y saltó. Se llevó una mano al rostro y la acabó de arrancar. Saltó toda entera, como si sólo fuera una máscara, una terrible máscara llena de arrugas y cicatrices. Debajo, la piel volvía a mostrar un tono lechoso, sereno y sin arrugas, lista para empezar de nuevo, lista para que el mundo y la vida escribieran sus páginas sobre ella. York estrujó su antiguo rostro en la mano; retazos de viejos dolores y escamas de piel se le escaparon de entre los dedos y cayeron al suelo. Se limpió la mano en el gabán y la tendió a Abner. Ambos apretaron con fuerza.

—Todos tenemos que tomar decisiones —dijo Marsh—. Fue usted quien me lo dijo, y tenía razón. Las decisiones no siempre son fáciles. Algún día también usted tendrá que escoger, me temo. Escoger entre sus amigos de la noche y... bueno, llámele el bien. Hacer el bien. Ya sabe a qué me refiero. Cuando llegue el momento, haga la elección correcta.

—Y usted también, Abner. Tome sus decisiones sabiamente.

Joshua York se volvió, con la capa ondulando tras él, y salió afuera. Saltó sobre la balaustrada con grácil facilidad y se dejó caer desde siete metros de altura al suelo como si lo hiciera todos los días, aterrizando sobre los pies. A continuación desapareció, moviéndose con tal rapidez que pareció fundirse con la noche. Quizá se había convertido en niebla, pensó Abner Marsh.

Lejos, en el resplandor distante que formaba el río, un vapor hizo sonar su sirena, una llamada difusa y melancólica, medio perdida y medio solitaria. Era una mala noche en el río. Abner Marsh se estremeció y se preguntó si estaría helando. Cerró las puertas del balcón y regresó al lecho.

CAPÍTULO TREINTA
Los años de la fiebre: noviembre de 1857-abril de 1870

Ambos fueron fieles a sus promesas. Abner Marsh siguió buscando, pero no encontró su barco.

Dejaron la plantación Gray en cuanto Karl Framm recuperó suficientes fuerzas para viajar, varios días después de la desaparición de Joshua. Gray y sus hijos se habían mostrado muy curiosos durante aquellos días, al ver que no publicaban nada los periódicos sobre la explosión de un vapor, que los vecinos no la habían oído, y que Joshua había escapado. Cuando Toby, Karl Framm y él ascendieron el río, el
Sueño del Fevre
no estaba, como era de esperar. Marsh regresó a San Luis.

Continuó la búsqueda durante el largo y terrible invierno. Escribió más cartas, merodeó por bares y billares próximos a los muelles, contrató varios detectives, leyó demasiados periódicos, encontró a Yoerger y Grove y el resto de la tripulación del
Eli
Reynolds
y los envió río arriba y abajo, en camarote, para que buscaran. Nada. Nadie había visto el
Sueño del Fevre
, ni tampoco el
Ozymandias
. Abner Marsh pensó que le habrían cambiado el nombre otra vez. Leyó todos los malditos poemas que Byron y Shelley habían escrito, pero en esta ocasión no hubo suerte. Llegó a aprendérselos de memoria, e incluso leyó a otros poetas, pero lo único que encontró por ese camino fue un vapor del Missouri de palas en popa y aspecto miserable, llamado el
Hiawatha
.

Marsh recibió, de hecho, un informe de los detectives, pero no le decía nada que no imaginara ya. El vapor de ruedas a los costados
Ozymandias
había salido de Natchez aquella noche de octubre con unas cuatrocientas toneladas de carga, cuarenta pasajeros de camarote y casi el doble en cubierta. La carga nunca fue entregada, ni se había vuelto a ver al vapor ni a los pasajeros, excepto en algunos puestos de leña justo a la salida de Natchez. Abner Marsh releyó aquel informe al menos media docena de veces, preocupado. Los tiempos de paso ante los puestos eran bastante mediocres, lo que indicaba que Sour Billy estaba haciéndolo condenadamente mal, a menos que estuviera manteniendo tal velocidad para que Julian y su gente de la noche tuvieran una apacible travesía. Ciento veinte personas se habían esfumado. A Marsh le entró un sudor frío. Contempló la carta y recordó lo que le había dicho Damon Julian: nadie en el río olvidará nunca su
Sueño del Fevre
.

Durante meses, Abner Marsh fue víctima de terribles pesadillas sobre un barco que se deslizaba por el río, todo negro, con todas las lámparas y velas apagadas, con grandes y negros lienzos alquitranados colgados alrededor de la cubierta principal para que ni el resplandor rojizo de los hornos escapara, un barco oscuro como la muerte y negro como el pecado, una sombra moviéndose a través de la niebla y bajo la luz de la luna, apenas visible, silencioso y rápido. En sus sueños, el barco no hacía ningún ruido al avanzar, y unas formas blancas merodeaban en silencio por sus cubiertas y por su gran salón, y en sus camarotes los pasajeros se apretujaban aterrados, hasta que las puertas se abrían a la medianoche y empezaban a gritar. Una o dos veces, Marsh se despertó gritando también y ni siquiera despierto podía olvidar su barco soñado envuelto en sombras y gritos, con un humo más negro que los ojos de Julian y un vapor del color de la sangre.

Cuando el hielo empezó a fundirse en la parte superior del río, Abner Marsh se tuvo que enfrentar con un difícil problema. No había encontrado el
Sueño del Fevre
y la búsqueda le había llevado al borde de la ruina. Los libros de contabilidad le relataban una triste historia: sus arcas estaban casi vacías. Poseía una compañía de vapores sin ningún barco y no le quedaban fondos para comprar o construir uno modesto. Así pues, aun contra su voluntad, Marsh escribió a sus agentes y detectives para terminar la cacería.

Con el poco dinero que le había quedado subió río arriba, donde el
Eli
Reynolds
seguía todavía posado en el atajo donde había embarrancado. Le ajustaron un nuevo timón y le arreglaron un poco la rueda de palas, y aguardó a las crecidas de primavera. La crecida llegó y el atajo se hizo practicable otra vez, y Yoerger y su tripulación condujeron al
Reynolds
a San Luis, donde se le puso una rueda de palas nueva, otro motor con el doble de potencia y una segunda caldera. Incluso lo volvieron a pintar, y compraron una alfombra amarilla esplendorosa para el salón principal. Luego, Marsh se lanzó al comercio de Nueva Orleans, para el cual el barco era demasiado pequeño, demasiado viejo y mal dotado, pero pudo continuar así la búsqueda con sus propios medios.

Abner sabía, ya antes de comenzar, que casi no había ninguna esperanza. Sólo entre Cairo y Nueva Orleans, había unos mil setecientos kilómetros de río. Después estaba el alto Mississippi, por encima de Cairo hasta las cataratas de St. Anthony, y estaba el Missouri, el Ohio y el Yazoo, y el río Rojo y unos cincuenta afluentes navegables para los vapores, la mayoría de los cuales tenían a su vez tributarios, por no mencionar todas las pequeñas cañadas y atajos que eran navegables sólo parte del año, cuando se tenía un buen piloto. El
Sueño del Fevre
podía estar oculto en cualquiera de ellos, y si el
Eli
Reynolds
pasaba ante él sin reconocerlo, significaría comenzar otra vez toda la búsqueda. Miles de vapores llenaban el Mississippi y su sistema de navegación fluvial, y muchos se iniciaban en el negocio cada mes, lo que significaba un montón de nombres nuevos que comprobar a través de los periódicos. Sin embargo, Marsh era, ante todo, obstinado. Siguió buscando, y el
Eli
Reynolds
se convirtió en su hogar.

No consiguió muchos contratos. Los vapores más grandes, rápidos y lujosos del río competían por el recorrido San Luis-Nueva Orleans, y el
Reynolds
, con lo viejo y lento que era, atraía a pocos pasajeros.

—No es que sea más lento que un caracol y dos veces más feo —le dijo uno de sus empleados a Marsh en el otoño de 1858, al darle aviso de que se iba para ocupar otro puesto—. Es también usted, si quiere que le diga la verdad.

—¿Yo? —rugió Marsh—. ¿Qué diablos quiere decir?

—La gente del río habla, ya sabe usted. Dicen que tiene encima una especie de maldición, peor que la del Drennan White. A uno de sus barcos le estallaron las calderas, dicen, y todo el mundo murió. Otros cuatro quedaron estrujados e inservibles entre el hielo. Otro fue quemado después de que todos los que iban en él murieran de la fiebre amarilla y el último, se dice que lo embarrancó usted mismo después de un ataque de locura y de golpear al piloto con un garrote.

—¡Maldito estúpido piloto! —exclamó Abner.

—Y ahora le digo, ¿quién querrá viajar con un hombre maldito como usted? O siquiera trabajar para él. Yo no, se lo aseguro. Yo no.

El hombre que había contratado para sustituir a Jonathon Jeffers le rogó una vez más a Abner que sacara el
Eli Reynolds
del tráfico de Nueva Orleans y que efectuara el trabajo en el alto Mississippi o en el Illinois, para los cuales estaba mejor dotado, o incluso el Missouri, que era duro y peligroso pero enormemente provechoso si el barco no se estrellaba contra los salientes. Abner Marsh se negó y se enfadó con el hombre al insistir éste. Pensaba que no había ninguna oportunidad de encontrar al
Sueño del Fevre
en los ríos del norte. Además, durante los últimos meses había estado haciendo paradas secretas en ciertos puestos de leña de Louisiana y en islas desiertas del Mississippi y de Arkansas, tomando a bordo esclavos fugitivos y llevándolos al norte, a los estados libres. Toby le puso en contacto con un grupo llamado el «ferrocarril subterráneo», que preparaba todos los detalles. Abner Marsh no tenía ninguna simpatía a los malditos ferrocarriles e insistía en llamarlo el «río subterráneo» pero de todos modos se sintió satisfecho de esa actividad pues consideraba que, de algún modo, estaba haciéndole daño a Damon Julian. En ocasiones, se mezclaba con los huidos en la cubierta principal y les preguntaba por la gente de la noche y el
Sueño del Fevre
, imaginándose que quizá los negros conocían cosas que los blancos ignoraban, pero ninguno supo decirle nada de utilidad.

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