Marsh estaba sentado en el salón, leyendo un libro de Dickens sobre sus viajes por el río a través de América, cuando la mujer le llevó una carta. Gruñó de sorpresa y cerró de golpe el libro de Dickens, murmurando para sí:
—Maldito estúpido inglés, me encantaría arrojarlo en mitad del río.
Tomó la carta y la abrió, dejando que el sobre resbalara al suelo. Ya era raro tener una carta, pero ésta era más rara ya que iba dirigida a «Paquebotes del río Fevre» en San Luis, desde donde se habían cuidado de redirigirla a Galena. Abner Marsh desplegó un papel crujiente y amarillento, y de pronto contuvo la respiración.
Era papel de carta muy antiguo, y lo recordaba muy bien. Lo había hecho imprimir unos trece años antes para ponerlo en los escritorios de los camarotes del barco. Sobre el encabezamiento había un bonito dibujo a pluma y tinta con su gran vapor de ruedas en los costados y el nombre «Sueño del Fevre» en letras adornadas y curvas. También reconoció aquella ligera y fluida caligrafía. El mensaje era corto:
Querido Abner:
He tomado mi decisión.
Si está bien y lo desea, reúnase conmigo en Nueva Orleans en cuanto pueda. Me encontrará en el «Arbol Verde» de
Gallatin Street.
Joshua York.
—¡Al infierno con él! —masculló Marsh—. Después de todos estos años, ¿cree ese estúpido que puede mandarme una de sus malditas cartas y obligarme a hacer un maldito viaje a Nueva Orleans? ¡Y sin una palabra de explicación siquiera! ¿Quién diablos se cree que es?
—Yo, desde luego, no lo sé —dijo el ama de llaves.
Abner Marsh se puso de pie.
—Mujer, ¿dónde diablos puso mi tabaco blanco? —rugió.
Gallatin Street de noche parecía la calle mayor del infierno, pensaba Abner Marsh mientras se apresuraba por ella. Estaba repleta de salas de baile, bares y prostíbulos, todos ellos abigarrados, sucios y estridentes, y las aceras bullían de borrachos, prostitutas y navajeros. Las mujeres lo llamaban al verlo pasar, con cómicas invitaciones que se tornaban en risotadas cuando él no les hacía caso. Hombres de ojos fríos y duros armados de navajas y nudillos de metal le miraban de arriba abajo con abierta enemistad e hicieron que Marsh deseara no parecer tan próspero y tan condenadamente viejo. Cruzó la calle para evitar un grupo de hombres reunidos frente a un salón de baile que mostraban en sus manos cachiporras de nogal, y se encontró frente al «Arbol Verde».
Era una sala de baile como las demás, un infierno rodeado de otros infiernos iguales. Marsh se abrió paso a un interior de luces mortecinas, humos y gente. Las parejas se movían dentro de una bruma azulada, moviéndose apenas al sol de una música vulgar y estridente. Uno de los hombres, un patán robusto y sin afeitar vestido con una camisa roja de franela, se tambaleaba por la pista con una pareja que parecía estar inconsciente. El hombre se aprovechaba de ella mientras la sostenía y la apretaba contra sí. Los demás bailarines los ignoraban. Las mujeres eran todas típicas muchachas de salas de baile, con descoloridas faldas de percal y zarrapastrosas chinelas. Mientras Marsh las observaba, el hombre de la camisa roja se tambaleó, dejó caer a su pareja y cayó sobre ella, provocando un estallido de risas. El tipo soltó una maldición y se levantó con dificultad mientras la mujer yacía en el suelo abierta de piernas. Después, cuando las risas se apagaron, se inclinó sobre ella, la asió del vestido tiró de él. La tela se desgarró y el hombre la acabó de romper y la apartó, sonriendo. La mujer no llevaba nada debajo, salvo una liga roja alrededor del muslo, en la que tenía una pequeña daga de puño rosa que acababa en forma de corazón. El hombre de la camisa roja había empezado a desabrocharse los pantalones cuando dos gorilas del local se colocaron a ambos lados de él. Eran unos tipos enormes de rostros enrojecidos, armados de puños de metal y cachiporras de roble.
—Llévala arriba —gruñó uno de ellos. El tipo de la camisa roja empezó a soltar una maldición, pero finalmente se cargó a hombros a la mujer y avanzó tambaleándose a través del humo, acompañado de risas burlonas.
—¿Quiere bailar, señor? —le susurró al oído a Marsh una chillona voz femenina. Se volvió y se quedó asombrado. La mujer debía pesar tanto como él. Tenía un color blanco pastoso e iba desnuda como el día que nació, salvo el cinturón de cuero del que colgaban dos puñales. La mujer sonreía y le pellizcó en la mejilla antes de que Marsh pudiera alejarse, abriéndose paso entre la gente. Dio una vuelta a la sala para encontrar a Joshua. En un rincón especialmente ruidoso una docena de hombres se apretujaban junto a una caja de madera, gritando y jurando mientras contemplaban una pelea de ratas. Junto a la barra los hombres se apretaban en doble fila, casi todos armados y de gesto hosco. Marsh, murmurando excusas, se abrió paso apartando a un tipo de aspecto poco recomendable con un garrote dispuesto al cinto, que hablaba acaloradamente con un individuo bajito que llevaba una ristra de pistolas. El tipo del garrote se detuvo y miró a Marsh amenazadoramente, hasta que el otro le gritó algo y volvió a atraerle a la conversación.
—Whisky —pidió Marsh, apoyándose en la barra.
—Este whisky le abrirá un agujero en el estómago —le contestó en voz baja el camarero, cuya tranquila voz se hacía oír sin problemas en el estrepitoso ambiente. Abner Marsh abrió la boca, sorprendido. El hombre que le sonreía desde detrás de la barra llevaba unos pantalones muy holgados de una tela basta, sostenidos con un cinturón de cuerda, una camisa blanca tan sucia que parecía gris, y un chaleco negro. Sin embargo, el rostro era el mismo de trece años antes, pálido y sin arrugas, enmarcado por un cabello blanco y liso, un poco revuelto en aquel momento. Los ojos grises de Joshua parecían brillar con luz propia bajo la penumbra cenicienta del salón. Extendió la mano sobre la barra y agarró a Marsh por un brazo.
—Vamos arriba —le dijo con urgencia—. Allí podremos hablar.
Mientras daba la vuelta a la barra, el otro camarero se quedó mirándolo y un tipo de aspecto duro y rostro picado de viruelas se interpuso en su camino.
—¿Dónde diablos crees que vas? —le preguntó—. Vuelve a tu sitio y sigue sirviendo whiskies.
—Me despido —le dijo Joshua.
—¿Despedirse? ¡Y yo te voy a rajar tu maldita garganta!
—¿De veras? —contestó Joshua. Aguardó paseando la mirada por el local, repentinamente silencioso, y retando a todos con su gesto. Nadie se movió—. Estaré arriba con mi amigo por si alguien quiere algo, —dijo a la media docena de gorilas que estaban apoyados en la barra. Después tomó del codo a Marsh y le condujo entre los bailarines hasta una estrecha escalerilla trasera. Arriba había un pequeño distribuidor iluminado por una única luz de gas parpadeante, y media docena de habitaciones. De detrás de una puerta cerrada surgían una serie de ruidos, gruñidos y gritos. Se abrió otra puerta y un hombre se derrumbó en el dintel, medio dentro y medio fuera, con el rostro contra el suelo. Al pasar sobre él, Marsh vio que se trataba del hombre de la camisa roja.
—¿Qué diablos le habrá sucedido? —preguntó Marsh.
Joshua York se encogió de hombros.
—Probablemente, Bridget se ha despertado, le ha atizado y se ha quedado con su dinero. Es un verdadero encanto. Creo que ha matado al menos a cuatro tipos con ese cuchillo que tiene. Por cada uno, hace una muesca en la empuñadura —sonrió—. En cuanto a sanguinario, Abner, su pueblo no tiene nada que aprender del mío.
Joshua abrió una puerta que daba a una habitación vacía.
—Entremos aquí —dijo, cerrando tras ellos después de encender una lámpara. Marsh se sentó pesadamente en una cama.
—Maldita sea —dijo—, vaya condenado lugar para vernos, Joshua. Esto es peor de lo que era Natchez-bajo-la-Colina hace veinte o treinta años. Que me aspen si esperaba encontrarle en un sitio así.
Joshua York sonrió y tomó asiento en un sillón roto y desvencijado.
—Tampoco lo esperarán Julian o Sour Billy. De eso se trata. Sé que me están buscando, pero nunca se les ocurrirá buscar en Gallatin Street y, aunque lo hagan, les resultará difícil localizarme. Julian sería atacado por su manifiesta riqueza, y a Sour Billy le conocen de vista por aquí. Se ha llevado demasiadas mujeres que nunca han regresado. Esta noche había al menos dos hombres abajo que hubieran acabado con Sour Billy nada más verle. La calle, fuera, pertenece a los Muchachos de la Cachiporra, que acabarían a golpes con Billy sólo por el placer de hacerlo, a menos que decidieran ayudarle —se encogió de hombros—. Ni siquiera la policía se atreve a entrar en Gallatin Street. Estoy más seguro aquí de lo que estaría en cualquier otra parte, y en esta calle mis hábitos nocturnos no son raros, sino completamente habituales.
—Olvide todo eso —le dijo Marsh, impaciente—. Me envió usted una carta. Decía que había tomado una decisión. Ya sabe usted por qué he venido, pero yo, en cambio, no sé todavía por qué me ha hecho venir. Será mejor que me lo diga.
—Me cuesta trabajo empezar. Ha pasado mucho tiempo, Abner.
—Para ambos —añadió Marsh con un grunido. Después, su tono se hizo más suave—. Le busqué, Joshua. Durante más años de los que podría recordar ahora, intenté encontrarle a usted y a ese barco mío. Sin embargo, había demasiado río y poco tiempo y dinero.
—Abner —dijo York—, aunque hubiera tenido todo el tiempo y el dinero del mundo, no hubiera encontrado el barco en el río, pues durante los últimos trece años el
Sueño del Fevre
ha estado en tierra firme, oculto cerca de las tinas de extracto de índigo de la plantación que posee Julian, a unos quinientos metros de la ensenada, pero muy bien escondido.
—¡Cómo diablos...! —exclamó Marsh.
—Fue idea mía. Déjeme empezar por el principio y contárselo todo —suspiró—. Debo remontarme a trece años atrás, a la noche en que nos despedimos.
—La recuerdo.
—Caminé río arriba lo más rápidamente que pude —explicó entonces Joshua—, ansioso por llegar y con miedo de que me asaltara la sed. El viaje resultó arduo, pero alcancé el
Sueño del Fevre
a la segunda noche de mi partida de la plantación. El vapor había avanzado poco y estaba lejos de la orilla, con las aguas oscuras batiéndolo por ambos costados. Era una noche fría y neblinosa, y el barco estaba absolutamente silencioso y a oscuras. No había humo ni vapor ni una vela encendida en ninguna parte, y estuve a punto de pasar sin verlo. No quería regresar pero sabía que debía hacerlo. Nadé hasta el barco —dudó un instante antes de proseguir—. Abner, ya sabe el tipo de vida que he llevado. He visto y hecho cosas terribles. Sin embargo, nada me había preparado para lo que encontré a bordo, nada, nada.
—Prosiga —dijo Marsh con la mirada más penetrante.
—Una vez le dije que Julian estaba loco...
—Lo recuerdo.
—Loco y ansioso por morir —dijo Joshua—. Y lo demostró. Vaya si lo demostró. Cuando subí a la cubierta, el vapor estaba totalmente silencioso. Ningún ruido, ningún movimiento, sólo el rumor que el río hacía al pasar. Vagué por el vapor sin que nadie me molestara.
Joshua tenía los ojos fijos en Marsh, pero como si no los tuviera, como si estuviera viendo otra cosa, alguna imagen que no olvidaría jamás. Se detuvo un instante.
—Cuénteme, Joshua —insistió Marsh. York apretó los labios.
—Aquello era un matadero, Abner —dejó que la frase colgara en el aire un momento, antes de proseguir—. Por todas partes había cadáveres. Por todas partes. Y no enteros. Recorrí la cubierta principal y encontré cuerpos muertos entre la carga y entre los motores. Había... brazos, piernas... arrancados, desgarrados. Los esclavos, los fogoneros que había comprado Sour Billy, la mayoría de los cuales llevaba puestas las esposas, estaban muertos con las gargantas abiertas. El maquinista había sido colgado del revés en el cilindro... y se debió desangrar... como si la sangre pudiera tomar el lugar del aceite. —Joshua hizo un gesto de desagrado con la cabeza—. La cantidad de muertos, Abner... No se lo puede imaginar. La niebla inundaba el barco, así que el panorama se me fue presentando parcialmente. Caminé, errabundo, y aquellas cosas aparecían ante mí de repente, donde un instante antes no había habido más que sombras vagas y el velo húmedo de la niebla. Y a cada paso me encontraba con un nuevo horror que la niebla me había ocultado, y al alejarme de aquel horror encontraba algo más aterrador aún.
»Por último, asqueado y lleno de una ira que me quemaba como una fiebre, subí las escaleras hacia la siguiente cubierta. En el gran salón, la escena era la misma. Cuerpos y restos de cuerpos. Tanta era la sangre derramada que la alfombra aún estaba húmeda. Por todas partes, aparecían signos de lucha. Docenas de espejos rotos, tres o cuatro puertas de camarotes hundidas y mesas volcadas. Sobre una de ellas, aún en pie, había una cabeza humana sobre una bandeja de plata. Nunca había conocido horrores como los que vi al pasar por el salón, aquellos terribles noventa metros. En la oscuridad, entre la niebla, nada se movía. Nada quedaba con vida. Avancé y retrocedí horrorizado, sin saber qué hacer. Me detuve ante el refrigerador de agua, aquel gran aparato adornado de plata que había colocado usted en el extremo del salón. Tenía seca la garganta. Tomé una de las tazas de plata y abrí la espita. El agua... El agua bajó lentamente, Abner, muy lentamente. Aun en la oscuridad del salón, pude ver que era negra y viscosa, medio... medio coagulada.
»Me quedé con la taza en la mano, dando vueltas a ciegas, con la nariz impregnada de aquel hedor... El hedor, Abner; me había olvidado de mencionarlo. Era terrible, no se lo puede imaginar, estoy seguro. Me quedé entre la niebla, contemplando el lento y agonizante fluir del refrigerador del agua. Sentí que me sofocaba. El horror, las atrocidades... Noté mi estómago revuelto. Corrí por el salón, arrojé lejos la taza y me puse a gritar.
»Entonces empezaron los gritos. Silbidos, golpes, sonidos implorantes, llantos, amenazas. Voces, Abner, voces humanas. Miré a mi alrededor y creció mi angustia, mi rabia. Las puertas de una docena de camarotes habían sido clavadas dejando aprisionados a sus ocupantes, esperando la llegada de la noche siguiente, o de la otra. Empecé a temblar. Me acerqué a la primera puerta y empecé a quitar los clavos que la mantenían cerrada. Desde dentro empujaban haciendo crujir la madera, casi en un lamento de agonía. Estaba todavía luchando con la puerta cuando escuché una voz a mis espaldas.