—Quedémonos aquí —le gritó Marsh a Toby—. Tenemos que llevarles a tierra, y después arrastraremos la maldita barca y la volcaremos del revés. Ellos podrán ponerse debajo.
Toby asintió. Primero llevaron a la orilla a Framm, y después a Valerie. Cuando Marsh la tomó en sus brazos y la levantó, ella se agitó con fuerza. Su rostro tenía tan mal aspecto que Marsh tuvo miedo de tocarla, no fuera a quedarse con la carne entre sus manos.
Cuando regresó a buscar a Joshua, éste ya estaba fuera de la barca.
—Ayudaré —dijo—. Esto es pesado.
Se quedó apoyado en el costado de la barca. Marsh le hizo una señal a Toby y los tres sacaron la yola del agua. Realmente, era pesada. Abner Marsh puso todas sus fuerzas en juego. El fango de la orilla luchaba contra ellos con dedos húmedos y pegadizos. Sin Joshua, quizás nunca lo habrían logrado. Por fin, consiguieron sacarla del fango y llevarla a tierra firme. Resultó fácil darle la vuelta. Marsh tomó de nuevo a Valerie por debajo de los brazos y la arrastró bajo la barca.
—Póngase usted también a la sombra, Joshua —le dijo, volviéndose de espaldas a él. Toby estaba con Karl Framm, cuidándole y forzándole a beber un poco de agua del río que llevaba en el hueco de las manos. No se veía a Joshua por ninguna parte. Marsh murmuró algo y dio la vuelta a la yola. Los pantalones, empapados y pesados por el fango, se le pegaban a las piernas.
—Joshua —rugió—, ¿dónde diablos se ha metido...?
Joshua se había desmayado en el suelo, con una mano quemada clavada en el fango.
—¡Maldita sea! —gritó—. ¡Toby!
El cocinero se acercó corriendo y entre ambos pusieron a York a la sombra. Tenía los ojos cerrados y Marsh tomó la botella y se la puso en la boca.
—Beba, Joshua, beba. Maldito sea...
Por fin, Joshua empezó a beber. No dejó de tragar hasta que la botella estuvo vacía. Abner la sostuvo en la mano, con gesto preocupado. La volvió del revés. La última gota de la pócima privada de Joshua York cayó sobre las botas enfangadas de Abner.
—Diablos —dijo, al tiempo que tiraba la botella vacía al río—. Quédate con ellos, Toby. Voy a buscar ayuda. Debe haber alguien por aquí.
—Sí, capitán Marsh —asintió Toby.
Marsh empezó a cruzar el campo. La caña de azúcar había sido ya recolectada. Los campos estaban vacíos, pero más allá de una colina Marsh divisó una débil columna de humo. Se encaminó hacia allí con la esperanza de que fuera una casa, y no otra maldita pila de bagazos. Su esperanza fue en vano pero, unos minutos después de pasar la fogata, vio un grupo de esclavos que trabajaban los campos y les llamó, iniciando una carrera. Los esclavos le llevaron a la casa de la plantación, donde relató al capataz la triste historia de la explosión de la caldera que había hundido su vapor y había matado a todos los que iban a bordo, excepto a unos pocos que habían podido escapar en la yola de sondeo. El hombre asintió y le llevó a presencia del plantador.
—Tenemos a un par de personas gravemente quemadas le explicó Marsh—. Tenemos que ir rápidamente.
Unos pocos minutos después, engancharon un par de caballos a una carreta y empezaron a cruzar los campos.
Cuando llegaron a la barca volcada, Karl Framm estaba en pie, con aspecto débil y aturdido. Abner Marsh saltó de la carreta y le hizo un gesto.
—Muévanse rápido —les dijo a los hombres que le acompañaban—. Tenemos que recoger a los quemados de ahí debajo. Llévenles dentro —se volvió hacia Framm y le preguntó—: ¿Se encuentra bien, señor Framm?
El aludido le sonrió débilmente.
—He estado mejor, capitán —le dijo—, pero también he estado muchísimo peor.
Dos hombres transportaron a Joshua a la carreta. Llevaba su traje blanco manchado de fango y vino, y no se movía. El tercer hombre, el hijo menor del plantador, salió arrastrándose de debajo de la barca y se limpió las manos en los pantalones con expresión grave. Parecía un poco mareado.
—Capitán Marsh —dijo—, esa mujer de ahí debajo ha muerto a consecuencia de las quemaduras.
Dos de los mozos de la plantación levantaron a Joshua York de la parte trasera de la carreta y le llevaron al interior de la casa, donde le dejaron en un dormitorio tras subirle por una amplia y curvada escalinata.
—¡Dejadle a oscuras! —les gritó Abner Marsh—. Y corred bien las cortinas, ¿entendido? No quiero que entre en la habitación ni un maldito rayo de sol.
Se volvió un instante hacia sus compañeros mientras el plantador y sus hijos, junto a un par más de esclavos, salían otra vez al exterior para ver el cadáver de Valerie. Framm había pasado un brazo por los hombros de Toby para mantenerse en pie.
—Será mejor que se meta algo de comida en el cuerpo, señor Framm —le dijo Marsh. El piloto asintió—. Y recuerde lo que ha sucedido. Estábamos en el
Eli
Reynolds
y estalló la caldera. Todos resultaron muertos salvo nosotros. El barco se hundió quedando fuera de la vista, bastantes kilómetros río arriba, donde la profundidad es mucha. Eso es lo único que sabe, ¿entendido? Déjeme el resto a mí.
—Es mucho más de lo que sé —contestó Framm—. ¿Cómo diablos he llegado aquí?
—No se preocupe por eso. Limítese a hacer lo que le he dicho —ordenó Marsh, volviéndose y ascendiendo torpemente la escalinata mientras Toby ayudaba a Framm a llegar hasta una silla.
Los esclavos habían dejado a Joshua York en una amplia cama con dosel y estaban desnudándole cuando entró Marsh. El rostro y las manos de Joshua eran lo peor, horriblemente llagados, pero incluso debajo de las ropas su pálida piel lechosa había enrojecido un poco. Se movió débilmente mientras le quitaban las botas, y emitió un gemido.
—Dios, este hombre está terriblemente quemado —dijo uno de los esclavos, moviendo la cabeza.
Marsh se encogió de hombros y acercó a las ventanas, que seguían abiertas de par en par. Las cerró y corrió las cortinas.
—Traedme una manta o algo —les ordenó— y colgadla ahí. Hay demasiada luz. Y dejad caer también los colgantes del dosel sobre la cama.
Hablaba con el tono de voz imperioso de un capitán de barco, y no hubo la más mínima discusión.
Abner sólo se decidió a marcharse cuando la habitación estuvo totalmente a oscuras y cuando una flaca y ojerosa negra entró para atender las quemaduras de York con hierbas y plantas curativas y toallas de agua fría. Abajo, el plantador —un hombre brusco, de rostro pétreo y mandíbulas cuadradas que se presentó como Aaron Gray —y dos de sus hijos estaban sentados a la mesa con Karl Framm. El aroma de la comida le recordó a Marsh las muchas horas transcurridas desde que comiera por última vez. Se sentía débil.
—¿Nos acompaña, capitán? —dijo Gray, y Marsh tomó asiento complacido y dejó que le sirvieran gran cantidad de pollo frito con pan de maíz, guisantes y verduras.
Joshua había tenido razón respecto a lo de las preguntas, reflexionó Marsh mientras engullía la comida. Los Gray les hicieron centenares y Marsh las contestó lo mejor que pudo, cuando no tenía la boca llena. Framm se excusó cuando Marsh estaba ya repitiendo pollo. El pobre piloto tenía todavía mal aspecto y se dejó conducir a la cama. Cuantas más preguntas contestaba Marsh, menos cómodo se sentía. No era un mentiroso de nacimiento como algunos marineros que él conocía, y aquello se hacía más patente con cada palabra que soltaba. Sin embargo, consiguió terminar la comida sin problemas, aunque le dio la impresión de que Gray y su hijo mayor le miraban con cierta extrañeza.
—Su negro está bien —dijo el hijo segundo cuando ya dejaban la mesa —y Robert ha ido a buscar al doctor Moore para que atienda a los otros dos. Sally se cuidará de ellos mientras tanto. No tiene que preocuparse de nada, capitán. Quizá quiera descansar usted también. Habrá sido terrible para usted, perder su barco y todos sus amigos.
—Así es —contestó Abner. Apenas escuchaba la palabra descanso, se sintió terriblemente agotado. Llevaba más de treinta horas sin dormir—. Me encantaría dormir un poco.
—Acompáñale a su habitación, Jim —dijo el plantador—. ¡Ah!, capitán. Robert hará también una visita al encargado de pompas fúnebres, para esa desdichada. Realmente trágico. ¿Cuál dijo que era su nombre?
—Valerie —respondió Marsh. Sin embargo, le resultó imposible recordar el apellido que utilizaba la mujer, así que lo improvisó—, Valerie York.
—Tendrá un buen entierro cristiano —dijo Gray—, a menos que prefieran llevarla con su familia, claro está.
—No —dijo Marsh—. Está bien así.
—De acuerdo. Jim, lleva arriba al capitán. Ponle cerca de ese pobre amigo suyo, el quemado.
—Sí, señor.
Marsh apenas se molestó en observar la habitación que le habían asignado. Cayó dormido como un tronco.
Cuando despertó, era de noche.
Marsh se sentó erguido en la cama. Las horas que había pasado remando se habían cobrado su tributo. Las articulaciones le crujieron al moverse, tenía unas agujetas terribles en los hombros y en los brazos parecía que alguien le hubiera pegado una paliza con un buen barrote de roble. Gruñó y se acercó poco a poco al borde del colchón, poniendo los pies desnudos en el suelo. Mientras se acercaba a la ventana para abrirla y dejar entrar un poco de aire frío de la noche, cada paso le envió aguijonazos de dolor. Fuera había un pequeño balcón de piedra y, más allá, una franja de árboles y los campos, desolados y vacíos a la luz de la luna. A lo lejos, Marsh distinguió el mortecino resplandor del bagazo, elevando al cielo su velo de humo. Más lejos aún estaba el río, que era sólo una cinta fina y brillante desde donde él se encontraba.
Marsh sintió un escalofrío, cerró la ventana y volvió a acostarse. Ahora la habitación estaba helada, así que se cubrió con las mantas. La luna formaba sombras y claroscuros en todos los rincones y los muebles, todos extraños para él, se hacían más extraños bajo la pálida luz. No podía dormir. Se descubrió pensando en Damon Julian y el
Sueño del Fevre
, preguntándose si el barco estaría todavía donde lo dejaron. Pensó también en Valerie. La había mirado cuando la colocaron bajo la yola, y no le había gustado nada su aspecto. Nadie habría imaginado que había sido tan hermosa, tan grácil, tan pálida, y que sus ojos violetas fueron enormes y bellos. Abner Marsh sintió pena por ella y pensó que era un sentimiento extraño, ya que apenas veinticuatro horas antes, había intentado matarla con su fusil para búfalos. Meditó que el mundo era un lugar desconcertante, cuando tantas cosas podían cambiar en sólo un día.
Por fin, volvió a dormirse.
—Abner —le llegó como un susurro, perturbando sus sueños—. Abner —repetía la voz—. Ábrame.
Abner Marsh se incorporó súbitamente. Joshua York estaba de pie en el balcón, dando golpecitos en el cristal de la ventana con una mano blanca y llena de cicatrices.
—Aguarde —dijo Marsh. Fuera todavía era de noche y la casa estaba en silencio. Joshua sonrió a Marsh cuando éste saltó de la cama y avanzó hacia él. Tenía la cara cubierta de grietas y ampollas, y retazos de piel muerta. Marsh abrió las puertas del balcón y Joshua pasó adentro con su triste traje blanco, ahora todo sucio y arrugado. Abner Marsh no recordó la botella vacía que había tirado al río hasta que Joshua ya estuvo dentro. Abner dio un paso atrás, de repente.
—Joshua no estará usted... no estará sediento, ¿verdad?
—No —contestó Joshua. Su capa gris se movió y se agitó debido al viento que penetraba por las puertas abiertas del balcón—. No quería romper la cerradura ni el cristal. No tema, Abner.
—Tiene mejor aspecto —comentó Marsh mientras le observaba. Los labios de Joshua todavía estaban partidos y los ojos continuaban hundidos en unas ojeras prácticamente negras, pero se le veía muy mejorado. A mediodía había parecido a punto de morir.
—Sí —dijo York—. Abner, he venido a despedirme.
—¿Cómo? —soltó Marsh, absolutamente sorprendido—. No puede irse ahora...
—Tengo que hacerlo, Abner. Esa gente de la plantación, sea quien sea, me ha visto. También tengo un vago recuerdo sobre un doctor que me atendía. Mañana estaré curado; ¿qué cree usted que pensarán entonces?
—¿Y qué pensarán si mañana por la mañana le llevan el desayuno y ven que se ha ido? —contestó Marsh.
—Desde luego, se sentirán sorprendidos, pero será más fácil de entender que si me ven curado. Puede usted sorprenderse tanto como ellos, Abner. Dígales que debo haberme extraviado en un acceso de fiebre. Nunca me encontrarán.
—Valerie ha muerto —le informó Marsh.
—Sí —contestó Joshua—. Ahí afuera hay un carro con un ataúd. Supuse que era para ella —suspiró y movió la cabeza—. Le fallé, Abner. Le he fallado a todo mi pueblo. No deberíamos haberla traído con nosotros.
—Lo decidió ella. Y, al menos, se ha librado de él.
—¿Librarse? —repitió Joshua con un tono de amargura—. ¿Es esa la libertad que les traigo a los míos? Vaya un regalo. Durante un tiempo, antes de que Damon Julian entrara en mi vida, me atreví a soñar que Valerie y yo llegaríamos a ser amantes algún día. No amantes al modo de mi gente, inflamados por la sangre, sino con una pasión nacida de la ternura, el afecto y el mutuo deseo. Hablábamos de ello —continuó, torciendo la boca en una mueca de reproche hacia sí mismo—. Ella creía en mí, y yo la he matado.
—Al diablo —dijo Marsh—. Al final, ella dijo que le amaba, Joshua. No la obligó nadie a venir, sino que lo decidió ella. Todos tenemos que tomar decisiones, dijo usted. Yo creo que ella tomó la correcta. Era una dama terriblemente hermosa.
Joshua se estremeció.
—«Ella avanza en belleza, como la noche»—citó en voz muy baja, con la mano fija en sus puños apretados—. A veces me pregunto si existe alguna hora para mi raza, Abner. Las noches están llenas de sangre y de terror, y los días son inmisericordes.
—¿Dónde va a ir? —preguntó Marsh.
—Regreso al barco —dijo Joshua en tono inexorable.
—No puede —casi gritó Abner.
—No tengo otra elección.
—Acaba usted de escapar de allí —dijo Marsh en tono acalorado—. Después de todo, emprendimos la aventura para librarnos de él, así que no puede volver ahora como si nada. Aguarde. Ocúltese en los bosques o vaya a alguna ciudad. Yo saldré de aquí y nos reuniremos para planear la forma de recuperar el barco.
—¿Otra vez? —dijo Joshua moviendo la cabeza en señal de negativa—. Hay algo que nunca le he contado, Abner. Sucedió hace mucho tiempo, durante mis primeros meses en Inglaterra, cuando la sed roja empezó a asaltarme con regularidad, obligándome a salir en busca de sangre. Una noche que había luchado contra el impulso y éste me había dominado, salí de caza por las calles, a medianoche, y me encontré con una pareja, un hombre y una mujer que se apresuraban, camino de alguna parte. Mi costumbre era evitar aquellas presas, y dedicarme a los que caminaban a solas, para mi propia seguridad. Sin embargo, aquella noche tenía una sed espantosa e, incluso a la distancia, pude apreciar que la mujer era muy hermosa. Me atrajo como la llama atrae a la polilla, y me acerqué. Ataqué desde la sombra y llevé la mano al cuello del hombre, desgarrándole media garganta, según pensé. Luego le aparté a un lado y él cayó. Tomé a la mujer entre mis brazos y acerqué los dientes a su cuello, con mucha suavidad. Mis ojos la mantenían quieta y callada, como en trance. Acababa de probar el primer sorbo de su sangre cálida y dulce cuando alguien me tomó por detrás y me separó de la muchacha. Era el hombre, su acompañante. Después de todo, no le había matado. Era un tipo enorme y tenía el cuello grueso con muchos músculos y grasa y, aunque mis uñas se habían clavado profundamente en él y le habían hecho manar sangre, volvía a estar en pie. No llegó a decir una sola palabra. Sólo colocó los puños como lo haría un boxeador y me pegó en pleno rostro. Era muy fuerte y el golpe me aturdió, abriéndome una herida sobre el ojo. Yo me quedé como abstraído, pues ser arrancado de tu víctima de ese modo es una sensación mareante y desorientadora. El hombre me volvió a golpear y yo le contesté con un revés. Cayó pesadamente, con unas largas marcas de mis zarpas en la mejilla y uno de los ojos medio saltado de su órbita. Me volví a la mujer y apreté otra vez los labios contra la herida abierta. Nuevamente saltó sobre mí el hombre. Aparté de mí su brazo y casi se lo arranqué del hombro, y le rompí una pierna de una patada. Cayó de nuevo. Esta vez, me quedé mirándole. Dolorosamente, volvió a levantarse, alzó los puños y avanzó hacia mí. Dos veces más le derribé, y dos veces se levantó. Por fin, le rompí el cuello y murió, y después acabé con la mujer.