Sueño del Fevre (39 page)

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Authors: George R.R. Martin

Tags: #Fantástica

Al entrar en la oficina, Marsh acababa de decidir que Dan Albright tenía toda la razón. Lo mejor que podía hacer era olvidarse del
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y de todo lo sucedido. Seguiría dirigiendo la compañía y quizá consiguiera hacer un poco de dinero; así, en un par de años, quizá tuviera el suficiente para construir otro barco, uno más grande.

Green estaba trabajando apresuradamente en la oficina.

—Ya he enviado veinte cartas, capitán. Ya están en el barco, como usted ordenó.

—Bien —dijo Marsh, hundiéndose en un sillón. Por poco no se sentó encima de los libros de poemas que llevaba en el bolsillo, y que le habían significado un estorbo durante toda la jornada. Los sacó, los hojeó por encima, leyendo apenas algunos títulos, y los dejó a un lado. Eran poemas muy buenos. Marsh suspiró.

—Guárdeme esos libros, señor Green. Quiero echarles un vistazo.

—Muy bien, capitán —asintió el empleado.

Se acercó a Marsh y se llevó los libros. Entonces vio algo más y lo tomó.

—¡Ah! —dijo Green—, casi se me olvida —le tendió a Marsh un gran paquete envuelto en papel marrón y atado con una cuerda—. Un hombrecillo lo trajo hace unas tres semanas y dijo que usted había quedado en pasar a recogerlo, pero que no lo había hecho. Le dije que todavía estaba usted fuera con el
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y le pagué. Espero no haber cometido un error.

Abner Marsh frunció el ceño al ver el paquete, cortó la cuerda con un movimiento de la mano, y desgarró el papel para abrir la caja. Dentro había un tabardo de capitán, blanco como la nieve que cubría el tramo superior del río en invierno, limpio y puro, con una doble fila de relucientes botones plateados y el nombre
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escrito en relieve sobre cada uno de ellos. Lo sacó de la caja y ésta cayó al suelo. Por último, de pronto, las lágrimas llegaron hasta sus ojos.

—¡Fuera! —rugió Marsh. El agente le miró de reojo y salió a escape. Abner Marsh se levantó y se puso el tabardo blanco, abrochándose hasta el último botón. Era una prenda magnífica. Y elegante, mucho más elegante que el pesado tabardo azul que había llevado hasta entonces. En la oficina no había espejo y Marsh no pudo ver qué aspecto tenía, pero se lo imaginó. Pasó por su cabeza que se parecía a Joshua York, que tenía un aspecto fino, regio, sofisticado. Pensó que la prenda tenía un blanco deslumbrador.

—Parezco el capitán del
Sueño del Fevre
—dijo en voz alta. Golpeó con fuerza el suelo con el bastón y sintió que le volvía el color a la cara. Se detuvo un instante a recordar. Recordó el aspecto del barco entre las nieblas de New Albany, recordó toda la plata que transportaba, el sonido salvaje de la sirena a vapor y el empuje de sus motores, estridente como una tormenta. Recordó el día en que había dejado atrás al
Sureño
y cómo se había tragado al
Mary Kaye
. Recordó también a la tripulación: Framm y sus increíbles relatos, Whitey Blake siempre salpicado de grasa, Toby degollando pollos, Hairy Mike dirigiendo y maldiciendo a los estibadores y auxiliares de cubierta, Jeffers y sus partidas de ajedrez, ganando a Dan Albright por centésima vez. Si Albright era tan listo, pensó Marsh, ¿por qué nunca había podido ganarle a Jeffers?

Y, sobre todo, Abner Marsh recordó a Joshua. Joshua vestido de blanco. Joshua tomando un sorbo de su licor, Joshua sentado en la oscuridad dándole vueltas a sus sueños. Ojos grises, manos fuertes y poesía. «Todos tomamos decisiones», le susurró la memoria. La mañana vino y se fue, Y volvió a venir, pero no trajo el día.

—¡Green! —rugió Abner con toda la capacidad de sus pulmones.

Se abrió la puerta y el agente asomó la cabeza con ademán nervioso.

—Quiero mi barco —gritó Marsh—. ¿Dónde diablos está?

—Capitán —carraspeó Green—, ya le he dicho que el
Sueño del Fevre
...

—¡Ese no! —siguió gritando Marsh, al tiempo que golpeaba el suelo con el bastón—. Mi otro barco. ¿Dónde diablos está mi otro barco, ahora que lo necesito?

CAPÍTULO VEINTIDOS
A bordo del vapor
ELI REYNOLDS
, rio Mississippi, octubre de 1857

Una fría tarde de principios de otoño, Abner Marsh y el
Eli Reynolds
zarparon al fin de San Luis y se encaminaron río abajo en busca del
Sueño del Fevre
. Marsh hubiera preferido salir varias semanas antes, pero había tenido demasiado trabajo. Primero, esperar a que el
Eli Reynolds
regresara de su último viaje al Illinois y comprobar que estaba en condiciones para el tramo inferior del río, así como contratar un par de pilotos del Mississippi. Marsh también tuvo que atender varias reclamaciones de los plantadores, exportadores que habían confiado sus mercancías con destino a San Luis al
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en el puerto de Nueva Orleans, y que estaban iracundos por la desaparición del vapor. Marsh pudo haber insistido en que compartieran sus pérdidas, pero siempre se había enorgullecido de ser un hombre justo, así que les pagó cincuenta centavos por cada dólar. También le tocó la desagradable tarea de comunicar la mala nueva a los conocidos y parientes del señor Jeffers (Marsh consideró que mal podía contarles lo que en realidad había sucedido, así que finalmente se decidió por la fiebre amarilla). Además, otras personas tenían hermanos, hijos o esposos que todavía no habían dado señales de vida, y acosaban a Marsh con preguntas cuya respuesta desconocía. Tuvo que tratar también con un inspector del gobierno y un tipo de la asociación de pilotos, y había cuentas que cuadrar y libros que revisar y preparativos que realizar, todo lo cual significó un mes de retraso, frustración y aburrimiento.

Sin embargo, en todo momento, Marsh prosiguió su búsqueda. Al ver que las cartas enviadas por Green en su nombre no tenían contestación, envió otras nuevas. Siempre que tenía ocasión acudía a recibir a los vapores que llegaban y les preguntaba por el
Sueño del Fevre
, por Joshua York, por Karl Framm, Whitey Blake, Hairy Mike Dunne o Toby Lanyard. Contrató a una pareja de detectives y los envió río abajo con instrucciones de descubrir todo lo que pudieran. Incluso copió un truco de Joshua y empezó a comprar periódicos de toda la red de ríos navegables de la cuenca. Pasó muchas noches en vela repasando las columnas de información náutica, los anuncios, las listas de entradas y salidas de buques de ciudades tan lejanas como Cincinnati, Nueva Orleans o St. Paul. Frecuentó el «Albergue de los Plantadores» y otros lugares frecuentados por navegantes, más aún que de costumbre, y en aquellos lugares formuló miles de preguntas .

No sacó nada en limpio. El
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parecía haberse esfumado, volatilizado. Nadie lo había visto y nadie había hablado con Whitey Blake, el señor Framm o Hairy Mike, ni había sabido nada de ellos. En los periódicos no se hacía la menor referencia a los movimientos del barco.

—No tiene explicación —se lamentaba abiertamente Marsh ante los oficiales del
Eli Reynolds
, una semana antes de la partida—. Mide ciento veinte metros de eslora, es absolutamente nuevo, y lo bastante rápido para hacer parpadear a cualquier marinero del río. Un barco así no puede pasar inadvertido.

—A menos que se haya hundido —apuntó Cat Grove, el primer oficial del
Eli Reynolds
, un tipo bajo y musculoso—. Hay lugares en el río lo bastante profundos para engullir a toda una ciudad. Puede que el barco se hundiera con todos los que iban a bordo.

—No —insistió Abner, tozudo. Él sabía que no lo había contado todo, y que no tenía modo de hacerlo. Ninguno de los presentes había estado a bordo del
Sueño del Fevre
, y nunca le creerían si contaba lo que sucedió allí—. No, no se ha hundido. Está en el río, en algún lugar, ocultándose de mí, pero voy a encontrarlo.

—¿Cómo? —preguntó Yoerger, el capitán del
Eli Reynolds
.

—El río es grande —reconoció Marsh—, y tiene muchos afluentes y tributarios, y ensenadas, rápidos y meandros. Hay miles de sitios donde se puede ocultar un barco para que nadie lo vea con facilidad. Sin embargo, no es lo bastante grande como para hacerme renunciar a la búsqueda. Podemos empezar por un extremo y terminar en el otro, e ir preguntando a lo largo de la ruta y, si llegamos a Nueva Orleans y todavía no lo hemos encontrado, podemos recomenzar la búsqueda en el Ohio, el Missouri, el Illinois, el Yazoo y el río Rojo, y en algún lugar acabaremos por encontrar el maldito barco.

—Puede llevarnos una larga temporada —apuntó Yoerger.

Yoerger se encogió de hombros y los oficiales del
Eli Reynolds
intercambiaron miradas de vacilación. Abner Marsh frunció el ceño.

—No se preocupen por lo que vayamos a tardar —masculló—. Limítense a poner a punto el barco, ¿entendido?

—Sí, capitán —respondió Yoerger. Era un hombre alto, cargado de espaldas y muy flaco, que llevaba trabajando en los vapores desde que éstos habían aparecido en el río, de modo que nada le sorprendía mucho ya, como reflejaba perfectamente su tono de voz siempre sosegado.

Cuando se hizo de día, Abner Marsh se puso su tabardo blanco de capitán con la doble hilera de botones de plata. Le caía admirablemente. Cenó muy bien en el «Albergue de los Plantadores», pues las provisiones del
Eli Reynolds
no eran demasiado buenas y el cocinero apenas serviría para limpiarle las sartenes a Toby, y se encaminó después hacia el muelle.

El barco estaba ya aumentando la presión del vapor, según vio Abner satisfecho. Sin embargo, el
Eli Reynolds
seguía sin parecer gran cosa. Era un barco para la parte superior del río, de estructura pequeña y estrecha y casco bajo para poder superar las corrientes poco profundas y rápidas donde desarrollaba su trabajo. Medía menos de la cuarta parte que el desaparecido
Sueño del Fevre
, y era la mitad de ancho. A plena carga, podía transportar quizá unas 150 toneladas, frente a las casi mil del otro. El
Reynolds
tenía sólo dos cubiertas, le faltaba la tercera y la tripulación ocupaba los camarotes de la parte delantera de la cubierta de calderas. De todos modos, rara vez llevaba pasajeros. Una sola gran caldera a alta presión movía su rueda de palas, situada a popa, y no tenía ningún tipo de adornos. Ahora iba casi vacío de carga, de modo que Marsh podía ver la caldera, situada en una posición muy adelantada. Hileras de columnas de madera lisas y blanqueadas soportaban la cubierta superior como si fueran raquíticos pilares, y las columnas que sostenían el techo raído de la zona de paseo eran cuadradas y simples, lisas como los maderos que forman las vallas. La cámara del timonel de popa era una gran caja cuadrada de madera. La timonera de popa era, ante todo, una visión penosa, con su pintura roja descolorida y llena de rascaduras debido a sus muchos años. Por todas partes, la pintura se desprendía en escamas. La cabina del piloto era un maldito cobertizo de madera y cristal colocado en lo alto del barco, y las achaparradas chimeneas eran de hierro negro sin adornos. El
Eli Reynolds
demostraba su edad. Allí, mecido por las aguas, parecía terriblemente pesado y un poco inclinado, como si estuviera a punto de zozobrar y hundirse.

No tenía ni punto de comparación con el enorme y poderoso
Sueño del Fevre
. Sin embargo, ahora era lo único que poseía, reflexionó Marsh, y tendría que servirle. Se encaminó hacia el barco y subió a bordo por una pasarela muy desgastada por el paso de incontables botas. Cat Grove se reunió con él en castillo de proa.

—Todo a punto, capitán.

—Dígale al piloto que zarpamos —respondió Marsh. Grove gritó la orden y el
Eli
Reynolds
hizo sonar la sirena. Marsh pensó que el toque era débil y lastimero, y desesperadamente valiente. Subió la empinada y estrecha escalerilla hasta el salón principal, que era sombrío y estrecho, con una longitud de apenas trece metros. La moqueta aparecía pelada en varios puntos y los paisajes pintados en las puertas de los camarotes hacía mucho que se habían descolorido. Todo el interior del vapor tenía un olor a comida rancia y a vino agrio y a aceite, humo y sudor. También hacía un desagradable calor y la única claraboya, sin adorno alguno, estaba demasiado sucia para dejar pasar mucha luz. Yoerger y el piloto libre de servicio estaban tomando una taza de café solo alrededor de una mesa redonda cuando entró Marsh.

—¿Está a bordo la grasa? —preguntó Marsh. Yoerger asintió.

—Veo que no hay mucha más gente a bordo —comentó Marsh. Yoerger puso cara de malhumor.

—Consideré que lo preferiría así, capitán. Con más peso, iríamos más lentos y tendríamos que hacer más paradas.

Abner Marsh consideró las palabras de Yoerger y asintió con gesto de aprobación.

—Bien —dijo—. Me parece razonable. ¿Han subido mi otro bulto?

—Está en su camarote —respondió Yoerger.

Marsh se despidió y se retiró al camarote. El camastro crujió debajo suyo cuando se sentó en una esquina. Abrió el paquete y sacó el fusil y la munición. Examinó con cuidado el arma, sopesándola en la mano y mirando el cañón. Le gustó el tacto. Quizá un disparo de una pistola o un rifle normales no podía nada contra la gente de la noche, pero aquello era otra cosa, un encargo hecho especialmente para él por el mejor maestro armero de San Luis. Era un fusil para búfalos, con un cañón corto, ancho y octogonal, diseñado para ser disparado desde el caballo y detener en seco a un búfalo en plena carga. Los cincuenta proyectiles que lo acompañaban eran los mayores que el armero había confeccionado nunca. «Diablos», se había quejado el hombre, «esas balas harán pedazos su pieza de caza. No le quedará nada que comer». Abner Marsh se había limitado a asentir. El fusil no servía gran cosa para hacer puntería, sobre todo en manos de Marsh, pero no lo necesitaba para eso. De cerca, un disparo podía borrar la sonrisa del rostro de Damon Julian, y arrancarle con ella toda la cabeza de los hombros. Marsh lo cargó con precaución y lo colocó sobre un estante, encima de la cama, donde pudiera sentarse y asirlo con facilidad. Sólo entonces se dejó caer de espaldas en el lecho.

Y así empezó. Día tras día, despejados o cubiertos, el
Eli
Reynolds
navegó río abajo cruzando lluvias y nieblas, deteniéndose en cada población, en cada muelle para vapores y en cada puesto de leña para hacer un par de preguntas. Abner Marsh se sentaba en la cubierta superior, en una silla de madera junto a la cascada campana del barco, y observaba el río hora tras hora. A veces, incluso comía allí arriba. Cuando se retiraba a descansar, tomaban su lugar el capitán Yoerger o Cat Grove o el sobrecargo, y la vigilancia era continua. Si se acercaba alguna balsa, alguna barcaza u otro vapor, Marsh les gritaba:

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