Golpeó con el bastón en el suelo, lleno de frustración. Yoerger empezó a decir algo más, pero Marsh no le escuchaba. Estaba estudiando el gran vapor atracado en el muelle.
—Diablos —dijo de repente.
—¿Qué sucede?
Marsh señaló algo con su bastón de nogal.
—Humo —dijo—. Maldita sea, ¡van a zarpar! Está a punto.
—No se altere —le aconsejó Yoerger—. Si se va, se va. Ya lo alcanzaremos en alguna otra parte del río.
—Deben navegar de noche —murmuró Marsh—, y de día permanecen atracados. Debería habérmelo figurado. —Se volvió al piloto y le dijo—: Señor Norman, no atraque. Siga río abajo, deténgase en el primer puesto de leña que encuentre y aguarde a que pase ese vapor de ahí. Después sígalo, tan de cerca como pueda. Ese barco es muchísimo más rápido que el
Eli
Reynolds
, así que no se preocupe si lo pierde, pero siga río abajo lo más cerca de él que pueda.
—Lo que usted diga, capitán —contestó el piloto. Hizo girar la gran rueda del timón, ya muy estropeada, con ambas manos, y el
Eli
Reynolds
volvió la proa abruptamente y empezó a deslizarse en ángulo hacia el canal principal.
Llevaban hora y media en el puesto de leña, y al menos veinte minutos de noche cerrada, cuando pasó humeando el
Sueño del Fevre
. Marsh sintió un escalofrío cuando lo vio acercarse. El enorme vapor avanzaba río abajo con una terrible y fluida gracia, una tranquila y silenciosa suavidad que le recordó en algo a Damon Julian y su modo de caminar. Iba medio a oscuras. El puente principal lucía un tono rosado desvaído procedente de los fuegos de los hornos, pero sólo estaban encendidas algunas de las ventanas de los camarotes de la cubierta principal. La cubierta superior estaba totalmente a oscuras, como la cabina del piloto. Marsh creyó ver una figura solitaria en ella, tras la rueda del timón, pero a aquella distancia no podía estar seguro. La luna y las estrellas brillaban pálidas sobre su pintura blanca y sus orlas plateadas, y la cabina del timonel con su rojo fuerte tenía un aspecto obsceno. Cuando hubo pasado, río abajo aparecieron las luces de otro vapor que subía hacia ellos, y ambos barcos se saludaron en plena noche. Marsh pensó que hubiera reconocido la sirena en cualquier circunstancia, pero aquella vez tenía un toque frío y lúgubre que no había apreciado antes, un aullido melancólico que hablaba de dolor y desesperación.
—Mantenga la distancia —le dijo al piloto—, pero sígalo.
Un marinero liberó el cable que los unía al repulsivo poste del puesto de leña y el
Eli
Reynolds
consumió un montón de alquitrán y piñas secas y se lanzó río adelante, tras su enorme y caprichoso primo. Un minuto o dos más tarde, el vapor desconocido que subía hacia Natchez se cruzaba con el
Sueño del Fevre
y se aproximaba a ellos, haciendo sonar su sirena con un profundo silbido en tres tonos. El
Reynolds
le contestó, pero su respuesta resultó tan débil y suave comparada con el salvaje aullido del
Sueño del Fevre
que Abner Marsh se sintió lleno de inquietud.
Marsh había esperado que el
Sueño del Fevre
se distanciaría de ellos en cuestión de minutos, pero no resultó así. El
Eli
Reyonlds navegó río abajo a su estela durante dos horas completas. Perdió al gran vapor media docena de veces tras los recodos del río, pero siempre recuperó la visión de sus luces en cuestión de minutos. La distancia entre los dos buques se hizo mayor, pero tan gradualmente que costaba darse cuenta.
—Nosotros vamos a toda marcha, o casi —le comentó Marsh al capitán Yoerger—, pero ellos apenas se dejan mecer por las olas. A no ser que se metan en el río Rojo, supongo que se detendrán en Bayou Sara. Allí los alcanzaremos —sonrió—. Perfecto, ¿no les parece?
Con sus dieciocho calderas que alimentar y una enorme masa que mover, el
Sueño del Fevre
engullía mucha más leña que su pequeña sombra. Se detuvo a cargar madera varias veces, y en cada ocasión el
Eli
Reynolds
se acercaba un poco más a él, aunque Marsh tenía la precaución de hacer reducir la marcha a un cuarto para no llegar hasta el gran vapor mientras estuviera cargando. El propio
Reynolds
se detuvo en una oportunidad a cargar su semivacía cubierta principal con veinte hatos de madera de haya recién cortada y, cuando regresó a las aguas profundas, las luces del Sueño del Fevre se habían reducido a un vago resplandor rojizo sobre las aguas negras, delante de ellos. Sin embargo, Marsh ordenó lanzar al horno un tonel de sebo y el aumento de calor y de vapor les hizo recuperar pronto la distancia perdida.
Próximos a la boca del río Rojo donde éste afluía al amplio Mississippi, una cómoda milla separaba ambos vapores. Marsh acababa de llevar a la cabina del piloto una nueva jarra de café y estaba sirviendo una taza al piloto cuando éste se volvió hacia él y dijo:
—Eche un vistazo ahí, capitán. Parece que la corriente lo arrastra de lado, y no veo que tenga que hacer ningún cruce.
Marsh dejó la taza y observó. De repente, el
Sueño del Fevre
pareció mucho más próximo y el piloto tenía razón: se podía ver una buena parte del costado de babor del barco. Si no estaba haciendo un cruce, quizá las aguas procedentes del afluente eran las causantes de su desvío, pero no comprendió cómo podía hacer aquella maniobra ningún piloto que se preciara.
—Estará rodeando algún obstáculo, o un banco de arena —dijo, aunque con un tono de incertidumbre en la voz. Mientras observaba, el vapor pareció girar todavía más, hasta quedar prácticamente en ángulo recto con la trayectoria del
Reynolds
. Abner distinguió el nombre en uno de los tambores a la luz de la luna. Parecía casi a la deriva, pero el humo y las chispas que salían de sus chimeneas indicaban lo contrario. Al cabo de unos instantes, asomó ante ellos la proa.
—¡Maldita sea! —dijo Marsh en voz alta. Sentía tanto frío como si acabara de bañarse en el río—. Está dando la vuelta. ¡Por todos los diablos, está girando!
—¿Qué hacemos, capitán? —preguntó el piloto.
Abner Marsh no contestó. Tenía la mirada fija en el
Sueño del Fevre
con el corazón encogido de frío. Un vapor de palas en popa como el
Eli
Reynolds
tenía dos modos de cambiar de dirección, ambos difíciles. Si el canal era lo bastante ancho, podía hacer una gran U, pero eso requería mucho espacio y mucho empuje. El otro modo consistía en detenerse e invertir la marcha de las palas, retroceder girando, detenerse de nuevo y volver a avanzar hasta completar el giro. Ambos modos llevaban su tiempo, y Marsh ni siquiera sabía si había espacio allí para hacerlo. En cambio, los vapores con palas a los costados eran muchísimo más maniobrables. Un vapor de esas características podía dar marcha atrás a una de las ruedas mientras la otra seguía hacia adelante, dando así una vuelta sobre su eje con la misma limpieza que una bailarina giraba sobre las puntas de los pies. Ahora, Abner Marsh podía distinguir el castillo de proa del
Sueño del Fevre
. En la proa, las plataformas de acceso al barco, levantadas, parecían dos largos dientes blancos a la luz de la luna, y en las partes delanteras de las cubiertas principal y de calderas se veían grupos de figuras de caras pálidas y ropas oscuras. El
Sueño del Fevre
se erguía ante el
Eli
Reynolds
, más grande y formidable que nunca. Ya casi había completado su giro y el
Eli
Reynolds
todavía avanzaba hacia él, whapwhapwhap, directo hacia aquellos rostros blanquecinos como gusanos, hacia aquellos ojos rojos y ardientes, hacia la oscuridad.
—¡Estúpido! —le gritó Abner al piloto—. ¡Deténgase! ¡Marcha atrás, condenado, dele la vuelta! ¿No tiene ojos? ¿No ve que vienen contra nosotros?
El piloto le dedicó una mirada incrédula y procedió a detener la rueda para empezar a girar, pero mientras lo hacía Abner Marsh comprendió que era demasiado tarde. No darían la vuelta a tiempo e, incluso de conseguirlo, el
Sueño del Fevre
se les echaría encima en cuestión de minutos. Su potencia sería aún más evidente si ambos barcos tenían que lanzarse contra la corriente. Alargó el brazo y asió el del piloto.
—¡No! —gritó—. ¡Siga adelante! Rodéele, ¡más deprisa! Pongan un poco más de grasa, maldita sea. Tenemos que pasarlos antes de que nos embistan ¿me oye?
El
Sueño del Fevre
se les acercaba por momentos, con las cubiertas repletas de aquella gente de la noche. Las chimeneas rebosaban de humo y Marsh casi llegó a contar las figuras que aguardaban expectantes. El piloto alzó la mano hacia la sirena, pero Marsh se lo impidió, gritándole:
—¡Quieto!
—¡Vamos a chocar! —dijo el piloto—. Capitán, tenemos que hacerle saber por dónde vamos a pasar.
—Deje que sigan preguntándoselo —contestó Marsh—. Maldito sea, ¡es nuestra única oportunidad! ¡Y pongan más sebo en las calderas!
A apenas unos metros, sobre las oscuras aguas iluminadas por la luna, el
Sueño del Fevre
aulló en son de triunfo. Sonaba como un lobo demoníaco corriendo tras su presa, pensó Abner Marsh.
—Bueno, bueno —dijo Sour Billy Tipton—. Viene derecho a nosotros, ¿qué le parece tanta amabilidad por su parte?
—¿Estás seguro de que es Marsh, Billy? —le preguntó Damon Julian.
—Mire usted mismo —dijo Sour Billy, tendiéndole el catalejo—. Allí, en la cabina del piloto de ese armatoste. No hay otro tipo tan gordo y lleno de verrugas. Me alegro de haberme preguntado por qué permanecía tanto tiempo detrás de nosotros.
Julian bajó el catalejo.
—Sí —asintió, con una sonrisa—. ¿Qué podríamos hacer sin ti, Billy? —Sin embargo, la sonrisa desapareció al instante—. Pero, Billy, tú me aseguraste que el capitán había muerto cuando cayó al río. Seguro que te acuerdas, ¿no, Billy?
Sour Billy le miró con cautela.
—Esta vez nos aseguraremos bien, señor Julian.
—¡Ah! —suspiró este—. Sí. Usted, piloto, cuando pase, quiero que nos quede a dos palmos del costado, ¿entendido, piloto?
Joshua York apartó la mirada del río un instante, sin aflojar la presión de su mano sobre la gran rueda del timón, negra y plateada. Sus fríos ojos grises se cruzaron con los de Julian a través de la oscuridad de la cabina, y bajó la mirada inmediatamente.
—Pasaremos rozándolos —contestó con voz inexpresiva.
En el sofá, tras la estufa, Karl Framm se estiró débilmente, se irguió y se levantó para acercarse a Julian, contemplando el río con ojos legañosos y medio muertos. Se movió lentamente, tropezando como un borracho o un débil anciano. Al verle, era difícil creer los problemas que había creado al principio, pensó Billy. Sin embargo, Damon Julian había tratado adecuadamente a Framm. El día que regresó al vapor con su excelente buen humor, sin darse cuenta de lo mucho que habían cambiado las cosas, el larguirucho piloto había estado ufanándose una vez más de que tenía tres mujeres, y Julian le había escuchado. A Julian le había divertido mucho saberlo.
—Ya que a las otras no las volverá a ver —le diría más tarde Julian a Framm—, tendrá también tres mujeres a bordo del barco. Después de todo, un piloto tiene sus privilegios...
Ahora, Cynthia, Valerie y Cara se ocupaban de él por turno, con cuidado de no beber demasiado de una vez, pero sí con regularidad. Al ser el único piloto con licencia, no podían dejarle morir, aunque fuera York quien se ocupara del timón casi siempre. Framm ya no era alto y poderoso, ni tampoco problemático. Apenas hablaba, arrastraba los pies al andar y tenía marcas y llagas por todos sus escuálidos brazos, así como una mirada enfebrecida en los ojos.
Con un ligero parpadeo al ver acercarse el achaparrado vapor de palas en popa, Framm pareció animarse un poco. Incluso sonrió.
—Se acerca —murmuró—, puede apostar a que se acercará más.
Julian le miró.
—¿Qué quiere decir, señor Framm?
—Nada —contestó éste—, salvo que viene directo a embestirle —sonrió otra vez—. Apuesto a que el viejo capitán Marsh tiene ese pequeño barco lleno hasta los topes de explosivos. Es un viejo truco del río.
Julian volvió de inmediato la mirada al río. El otro vapor se dirigía directamente hacia el
Sueño del Fevre
, vomitando fuego y humo como si nada.
—Miente —dijo Sour Billy—, siempre miente.
—Mire a qué velocidad se aproxima —siguió Framm. Era cierto. Con la corriente a favor y las palas a toda potencia, el pequeño vapor se les echaba encima como el mismo demonio.
—El señor Framm tiene razón —intervino Joshua York, al tiempo que giraba la enorme rueda, mano sobre mano, con una suave y rápida agilidad. El
Sueño del Fevre
desvió la proa bruscamente hacia babor. Un instante después, el otro barco se desvió en el sentido contrario, escapando de ellos a toda velocidad. Desde el
Sueño del Fevre
pudo leerse su nombre, en letras cuadradas y descoloridas:
Eli
Reynolds
.
—¡Era un maldito truco! —gritó Sour Billy—. ¡Los ha dejado pasar!
—No habían explosivos —dijo Julian con un tono helado—. Joshua, acércanos a ellos.
York empezó a girar el timón de inmediato, pero era demasiado tarde; el barco de Marsh había aprovechado la oportunidad y se lanzaba adelante a sorprendente velocidad, con el vapor resoplando por sus válvulas de seguridad en forma de altos penachos blancos. El
Sueño del Fevre
respondió enseguida, poniendo en línea su proa, pero el
Eli
Reynolds
ya quedaba a treinta metros a babor y los superaba claramente, río abajo, salvado de la encerrona. Mientras se alejaba, surgió del barco de Marsh un disparo cuyo ruido pudo oírse claramente incluso por encima del atronador rugido de los motores del
Sueño del Fevre
y del ruido de sus palas, pero no produjo daño alguno.
Damon Julian se volvió hacia Joshua York, ignorando la sonrisa de Billy.
—Te vas a encargar de alcanzarlos, Joshua, o haré que Sour Billy eche tus botellas al río, y padecerás la sed igual que nosotros, ¿me has comprendido?
—Sí —contestó York. Mandó que detuvieran las dos ruedas, movió la de babor adelante poco a poco, mientras la de estribor lo hacía marcha atrás. El
Sueño del Fevre
empezó a avanzar otra vez, ayudado por la corriente. El
Eli
Reynolds
se alejaba veloz delante de él, con un salvaje batir de la rueda de popa, mientras de su chimenea salían chispas y llamas.