Sueño del Fevre (40 page)

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Authors: George R.R. Martin

Tags: #Fantástica

—¡Ah, del barco! ¿Han visto un vapor llamado
Sueño del Fevre
?

Sin embargo, cuando le contestaban, la respuesta era siempre la misma:

—No, capitán. De veras que no.

La gente de los muelles y los puestos de leña tampoco les aclaraban nada, y el río estaba lleno de vapores, de día y de noche, grandes y pequeños, río arriba o río abajo, o semihundidos, embarrancados junto a las orillas. Sin embargo, ninguno de ellos era el
Sueño del Fevre
.

El
Eli
Reynolds
era un barco pequeño y lento en un río enorme, y avanzaba a una velocidad que haría avergonzarse a cualquier marinero. Además, sus paradas y sus interrogatorios lo retrasaban todavía más. Sin embargo, pese a todo, las ciudades se sucedían, los puestos de leña quedaban atrás, los bosques, las casas y los demás barcos pasaban junto a ellos en una sucesión de días y noches. Las islas y bancos de arena eran superados, los pilotos sorteaban con habilidad los tocones y los árboles flotantes, y proseguían hacia el sur, siempre hacia el sur. Alcanzaron y dejaron atrás Sainte Genevieve, Cape Girardeau y Crosno. Se detuvieron brevemente en Hickman, y un poco más en Nueva Madrid. Caruthersville estaba perdida en la niebla, pero la encontraron. Osceola estaba tranquila, y Memphis animada. Helena. Rosedale. Arkansas City. Napoleon. Greenville. Lake Providence.

Cuando el
Eli
Reynolds
entró humeante en Vicksburg una tempestuosa mañana de octubre, dos hombres esperaban su llegada en el muelle.

Abner envió a tierra a la mayor parte de la tripulación. Él, el capitán Yoerger y Cat Grove se reunieron con los visitantes en el salón principal del vapor. Uno de los hombres era un tipo grande y de aspecto rudo, con enormes bigotes pelirrojos y la cabeza más pelada que un huevo de paloma. El otro era un negro esbelto y bien vestido, de ojos oscuros y penetrantes. Marsh les ofreció asiento y les sirvió café.

—¿Y bien? —preguntó—. ¿Dónde está?

El calvo sopló un poco en el café.

—No lo sabemos —dijo al fin.

—Les pago para que encuentren mi barco —dijo Marsh.

—No ha habido manera, capitán Marsh —intervino el negro—. Hank y yo hemos investigado bien, puedo asegurárselo.

—Pero eso no quiere decir que no hayamos descubierto nada —continuó el calvo—. Sólo que todavía no hemos localizado el barco.

—Muy bien —dijo Marsh—. Cuénteme qué han descubierto.

El negro extrajo una hoja de papel de un bolsillo de la chaqueta y la desdobló.

—La mayor parte de la tripulación y casi todos los pasajeros de su barco se apearon en Bayou Sara, después de esa alarma de fiebre amarilla. A la mañana siguiente, su
Sueño del Fevre
había zarpado. Se dirigía río arriba, según dijeron todos. Encontramos algunos negros, cuidadores de puestos de leña, que aseguraron que había cargado leña en ellos. Quizá nos mintieron, pero no veo por qué iban a hacerlo. Así pues, sabemos en qué dirección desapareció su barco. Hemos encontrado bastantes tipos que juran haberlo visto pasar, o al menos que creen haberlo visto.

—...Pero el barco no llegó nunca a Natchez —prosiguió su colega—. Eso es... unas ocho o diez horas río arriba.

—Menos —replicó Abner Marsh—. El
Sueño del Fevre
era un barco rapidísimo.

—Rápido o no, se perdió en algún lugar entre Bayou Sara y Natchez.

—El río Rojo desemboca en el Mississippi en esa zona —musitó Abner.

El negro asintió.

—Sin embargo, su barco no ha estado en Shreveport ni en Alexandria, y en ninguno de los puestos de leña que visitamos recordaban a ningún
Sueño del Fevre
.

—¡Maldita sea! —masculló Marsh.

—Quizá se hundió, después de todo —apuntó Cat Grove.

—Tenemos algo más —prosiguió el detective calvo, al tiempo que tomaba un sorbo de café—. Su barco no fue visto nunca en Natchez, como ya he dicho, pero algunos de los tipos que anda usted buscando sí estuvieron allí.

—Prosiga —dijo Marsh.

—Pasamos mucho tiempo en Silver Street, haciendo preguntas. Allí conocían a un tipo llamado Raymond Ortega, uno de la lista que usted nos dio. Se presentó allí una noche, a primeros de septiembre, visitó a uno de los ricachos de lo alto de la colina, y muchas visitas más en la ciudad bajo la colina. Con él iban cuatro hombres más, uno de los cuales coincide con la descripción de ese Sour Billy Tipton. Estuvieron en Natchez casi una semana e hicieron algunas cosas interesantes. Contrataron a un montón de gente, blancos y negros indistintamente. Ya sabe usted el tipo de gente que se puede contratar en Natchez-bajo-la-colina.

Abner Marsh lo sabía muy bien. Sour Billy había ahuyentado a la tripulación de Marsh y la había sustituido por una banda de rebanacuellos como él.

—¿Marineros? —preguntó.

El calvo asintió.

—Hay algo más —añadió—. Ese Tipton visitó la Bifurcación del Camino.

—Es un gran mercado de esclavos —explicó el negro.

—... Y compró una partida de esclavos, pagando con oro —prosiguió el calvo, al tiempo que se sacaba del bolsillo una pieza de oro de veinte dólares y la depositaba sobre la mesa—. Como ésta. Después, en Natchez, compró algunas cosas más y pagó de la misma manera.

—¿Qué cosas? —preguntó Abner.

—Objetos para esclavos —dijo el negro—. Esposas, cadenas, martillos.

—Y también pintura —añadió el otro.

De repente, la verdad se abrió paso en la cabeza de Abner Marsh como una lluvia de fuegos de artificio.

—¡Dios santo! —exclamó—. ¡Pintura! ¡Naturalmente que nadie había visto mi barco! ¡Maldita sea! Son más listos de lo que me había figurado, yo soy un estúpido por no haberlo pensado antes.

Dio un golpe sobre la mesa con su enorme puño e hizo saltar las tazas de café.

—Eso es precisamente lo que pensamos —dijo el calvo—. Lo han pintado y le deben haber cambiado el nombre.

—Un poco de pintura no basta para cambiar un vapor famoso —protestó Yoerger.

—Es cierto —dijo Marsh—, pero el
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todavía no era muy famoso. Diablos, sólo hicimos un único viaje río abajo y ni siquiera volvimos a subir. ¿Cuántos tipos sabrían reconocerlo? ¿Cuántos habrán oído siquiera hablar de él? Casi cada día se bota un barco nuevo. Se le pone otro nombre, se le cambia un poco los colores aquí y allá, y ya está: Un barco nuevo.

—Pero su barco era grande —contestó Yoerger—, y rápido, dijo usted.

—Hay montones de barcos grandes en el maldito río —replicó Marsh—. Sí, posiblemente es más grande que casi todos, a excepción del
Eclipse
, pero ¿cuántos tipos podrían decirlo simplemente con verlo, sin otro barco al lado para comparar? Y en cuanto a velocidad, diablos, es bastante sencillo marcar unos promedios mediocres, y ahorrarse así combustible.

Marsh estaba furioso. Aquello debía ser precisamente lo que hacían, estaba seguro. Llevaban el barco lentamente, muy por debajo de sus posibilidades, y así no llamaba la atención. Aquello le parecía casi una obscenidad.

—El problema es —continuó el calvo— que no hay modo de saber qué nombre le han puesto, así que encontrarlo no va a ser nada fácil. Podemos abordar cada barco que pase por el río y buscar a esa gente de que nos habló, capitán, pero...—se encogió de hombros.

—No —dijo Abner Marsh—. Encontrarlo será más fácil que eso. No hay pintura suficiente para cambiar el
Sueño del Fevre
hasta el punto de que yo no lo reconozca cuando lo vea. Hemos llegado hasta aquí y vamos a seguir adelante, hasta la mismísima Nueva Orleans —se mesó la barba—. Señor Grove —continuó, dirigiéndose al primer oficial—, búsqueme a sus pilotos. Son hombres de la parte baja del río, así que deben conocer muy bien los vapores de ahí abajo. Pídales que le echen un vistazo a esos montones de periódicos que he estado guardando y comprueben si hay algún barco que no conozcan.

—Ahora mismo, capitán —dijo Grove.

Abner Marsh se volvió de nuevo hacia los detectives.

—Bien, caballeros, creo que no les necesitaré más. Sin embargo, si por casualidad se toparan con el barco, ya saben cómo localizarme. Veré que reciban ustedes un buen pago —añadió, levantándose—. Y ahora, si quieren venir conmigo a la oficina del sobrecargo, les pagaré lo que les debo.

Pasaron el resto de la jornada atracados en Vicksburg. Marsh acababa de cenar —un plato de pollo frito, lamentablemente poco hecho, y algunas patatas recalentadas —cuando Cat Grove se sentó en una silla junto a él con una hoja de papel en la mano.

—Les ha llevado casi todo el día, capitán, pero lo han hecho. Sin embargo, hay demasiados barcos nuevos, aproximadamente unos treinta. Yo mismo he estado revolviendo periódicos, comprobando los anuncios para ver qué decían de su envergadura, de sus propietarios, toda esa clase de datos. Algunos de los nombres me sonaban, y he conseguido tachar muchos vapores de palas en popa y otros de pequeño tamaño.

—¿Cuántos quedan?

—Sólo cuatro —dijo Grove—. Cuatro grandes vapores de palas laterales de los que nadie ha oído hablar.

Le tendió la lista a Abner. Los cuatro nombres venían escritos con cuidadas letras mayúsculas, uno debajo del otro.

B. SCHROEDER

QUEEN CITY

OZYMANDIAS

S. F. HECKINGER

Marsh permaneció un buen rato estudiando los nombres con expresión reconcentrada. Alguno de aquellos nombres tenía que significar algo para él, estaba seguro, pero no conseguía discernir cuál o por qué.

—¿Tiene algún sentido, capitán?

—No es el
B. Schroeder
—dijo Abner de repente—. Lo estaban construyendo en Nueva Albany en la misma época en que poníamos a punto el
Sueño del Fevre
.

Siguió mirando el papel y se rascó la cabeza.

—El último de la lista —apuntó Grove—. Mire las iniciales, capitán. S. F., como las del
Sueño del Fevre
. Quizá...

—Quizá —repitió Marsh. Pronunció los nombres en voz alta—:
S. F. Heckinger
.
Queen City
.
Ozy
...—éste era difícil. Se alegró de no tener que deletrearlo—.
Ozymandias
.

Entonces, el cerebro de Abner Marsh, aquella mente lenta y minuciosa que nunca olvidaba nada, le puso delante la respuesta, como un madero a la deriva empujado por el río. Ya se había sorprendido ante aquella palabra anteriormente, por un instante y no hacía demasiado tiempo, mientras hojeaba un libro.

—Aguarde —le dijo a Grove. Se levantó y salió a grandes pasos del salón. Los libros estaban en el cajón inferior de la cómoda.

—¿Qué es eso? —le preguntó Grove cuando Marsh estuvo de vuelta.

—Malditos poemas —dijo Marsh. Pasó las hojas del libro de Byron y no encontró nada. Hizo lo mismo con el de Shelley. Y ahí lo tuvo, justo frente a los ojos. Lo leyó por encima, rápidamente. Se recostó hacia atrás, frunció el ceño y volvió a leer.

—¿Capitán Marsh? —dijo Grove.

—Escuche esto —contestó Marsh, leyendo en voz alta:

Mi nombre es Ozymandias, rey de reyes:

¡Mirad mis obras, vosotros los poderosos, y perded toda esperanza!

Nada persiste. Alrededor de la decadencia

de esa colosal ruina, infinitas y desnudas,

las solitarias y llanas arenas se extienden a lo lejos.

—¿Qué es eso?

—Un poema —dijo Abner Marsh—. Un maldito poema.

—¿Pero qué significa?

—Significa —dijo Marsh al tiempo que cerraba el libro— que Joshua se siente angustiado y vencido, aunque no comprendería usted la razón, señor Grove. Lo importante es que significa que estamos buscando un barco que lleva por nombre Ozymandias.

Grove le puso delante otra hoja de papel.

—Recogí algunos datos de los periódicos —explicó, bizqueando ante su propia escritura—. Veamos, Ozy... Ozy... lo que sea. Se ocupa del comercio de Natchez. El propietario se llama J. Anthony.

—Anthony —repitió Marsh—. Diablos, el segundo nombre de Joshua York era Anton. ¿Natchez, ha dicho usted?

—Sí. De Natchez a Nueva Orleans, capitán.

—Bien, nos quedaremos aquí esta noche. Mañana, cuando amanezca, partiremos para Natchez. ¿Me ha oído bien, señor Grove? No quiero perder ni un minuto de claridad. En cuanto salga el condenado sol, quiero que nuestro vapor salga también, por tanto estaremos listos para zarpar.

Quizá al pobre Joshua no le quedara más que desesperación, pero a Abner Marsh le quedaba mucho más que eso. Había toda una serie de cuentas pendientes y, cuando terminara de saldarlas, no iba a quedar de Damon Julian mucho más de lo que quedaba de la maldita ruina del poema.

CAPÍTULO VEINTITRES
A bordo del vapor
ELI REYNOLDS
, río Mississippi, octubre de 1857

Abner Marsh no durmió aquella noche. Pasó las largas horas de oscuridad en su silla de la cubierta superior, de espaldas a las neblinosas luces de Vicksburg, con la mirada puesta en el río. La noche era fría y apacible, y las aguas como negro cristal. De vez en cuando, aparecía ante su vista algún vapor rodeado de chispas, humo y cenizas, y la tranquilidad se rompía a su paso. Sin embargo, los barcos pasaban de largo, el sonido de sus sirenas se perdía y la oscuridad volvía a cerrarse, recuperando su calma. La luna era un dólar de plata flotando en el agua y Marsh escuchó los húmedos crujidos del cansado
Eli
Reynolds
. De vez en cuando llegaba hasta Abner una voz o una pisada o quizá un retazo de música procedente de Vicksburg, y siempre al fondo se oía el rumor del río, el correr sin fin de las aguas río abajo, empujando al barco, intentando llevárselo con él al sur, al sur, donde esperaban los seres de la noche y el
Sueño del Fevre
.

Marsh se sintió extrañamente complacido por la belleza de la noche, por la oscura hermosura que tanto había conmovido al poeta favorito de Joshua. Inclinó la silla hacia atrás, contra la campana del viejo vapor, y contempló la luna, las estrellas y el río, pensando que quizá aquél fuera el último momento de paz que le quedara. Pues al día siguiente, o al otro como mucho, encontrarían el
Sueño del Fevre
y se reanudaría la pesadilla del verano.

Tenía la cabeza llena de presagios, de recuerdos y visiones. Seguía viendo a Jonathon Jeffers, con su bastón de estoque, tan seguro de sí y tan desvalido cuando Julian se había abalanzado sobre la hoja afilada de su arma. Escuchó otra vez el ruido del cuello de Jeffers cuando Julian se lo rompía y recordó cómo habían caído al suelo las gafas del sobrecargo, su resplandor dorado al chocar con la cubierta, el minúsculo y terrible sonido que habían hecho. Las manazas de Abner se cerraron con fuerza en torno a su bastón. Con los ojos puestos en el negro río, vio también otras cosas. La manita del niño negro rezumando sangre. Julian tomando la bebida de Joshua. Las manchas de la barra de hierro de Hairy Mike cuando hubieron terminado su terrible trabajo en el camarote. Abner Marsh tenía miedo, más del que había tenido nunca. Para desvanecer los espectros que le acechaban en la noche, convocó sus propios sueños, una visión de sí mismo con el fusil para búfalos en la mano junto a la puerta del camarote del capitán. Escuchó rugir el arma y notó su tremendo retroceso, y vio la pálida sonrisa y los oscuros rizos de Damon Julian estallar en pedazos, como un melón lanzado desde lo alto, un melón lleno de sangre.

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