Sin embargo, de algún modo, cuando el rostro ya hubo desaparecido y el humo del fusil se hubo disipado, todavía quedaron sus ojos, mirándole, atrayéndole, despertando en él la ira y el odio y sentimientos más profundos y oscuros. Los ojos eran negros como el mismo infierno, llenos de rojo, dos simas sin fondo, eternas como el río, que le llamaban, que despertaban en él sus malos instintos, su propia sed roja. Los ojos flotaron ante él y Abner Marsh los contempló, se abocó a su cálida negrura y vio allí la respuesta, vio el modo de terminar con ellos, mucho mejor y más seguro que con los puñales, las estacas o los fusiles para búfalos.
El fuego. Allá en el río, el
Sueño del Fevre
ardía. Abner Marsh lo sintió todo. El repentino y terrible rugido que le ensordecía, más que cualquier trueno. Las oleadas de llamas y humo, las astillas ardientes de la leña y el carbón esparciéndose por todas partes, el vapor abrasador estallando libre, las nubes de muerte blanca envolviendo el barco, los tabiques estallando y ardiendo, los cuerpos volando por los aires, encendidos o medio quemados, las chimeneas partiéndose y derrumbándose, los gritos, el vapor entero hundiéndose en el río, chisporroteando, resoplando y humeando, desapareciendo hasta no dejar más rastro que madera quemada y una chimenea sobresaliendo extrañamente sobre el agua. En su sueño, cuando las calderas estallaban, el nombre que lucía en el barco era todavía
Sueño del Fevre
.
Sería sencillo, pensó Abner Marsh. Una carga consignada para Nueva Orleans. No sospecharían nada. Barriles de explosivos, almacenados en la cubierta principal sin ningún cuidado, cerca de los hornos al rojo y de las enormes e ingobernables calderas de alta presión. Se podía hacer, pensó, y aquel sería el fin para Julian y los seres de la noche. Una mecha, un reloj... No sería difícil.
Abner Marsh cerró los ojos. Cuando volvió a abrirlos, el barco en llamas había desaparecido, el sonido de los gritos y de las explosiones se había acallado y la noche volvía a estar tranquila.
—No puedo —dijo en voz alta para sí mismo—. Joshua está todavía a bordo. Joshua...
Y otros también, esperaba Abner: Whitey Blake, Karl Framm, Hairy Mike Dunne y sus estibadores. Y el propio barco, su
Sueño del Fevre
. Marsh tuvo la visión de un tranquilo recodo del río en una noche como aquella, y dos grandes vapores corriendo uno al lado del otro, con penachos de humo tras ellos, aplanados por la velocidad, con las chimeneas coronadas por llamas y con las palas girando, furiosas. Según avanzaban, uno de los barcos empezaba a destacarse, un poco ahora y más y más después, hasta abrir entre ambos una brecha de la longitud de uno de los barcos. La distancia crecía aún cuando los barcos desaparecieron de la vista, y Marsh reconoció los nombres escritos en ambos, y el que iba delante era el
Sueño del Fevre
, con las banderas al viento mientras remontaba el río, rápido y sereno, y detrás iban el
Eclipse
, resplandeciente incluso en la derrota.
«Haré que eso se cumpla», se dijo Marsh.
Al llegar la media noche, la mayor parte de los tripulantes del
Eli
Reynolds
ya estaban de vuelta. Marsh los había visto aproximarse desde Vicksburg y oyó a Cat Grove dirigir la operación de carga de la leña a la luz de la luna, con una serie de órdenes breves y cortantes. Horas después, los primeras volutas de humo empezaron a enroscarse sobre las chimeneas del vapor, cuando el maquinista hubo encendido las calderas. Faltaba una hora para el amanecer. Entonces, Yoerger y Grove aparecieron en la cubierta donde estaba Abner Marsh, cada uno con una silla y una jarra de café. Tomaron asiento junto a Abner en silencio y le sirvieron una taza. El café era cargado y estaba caliente. Abner lo bebió, agradecido.
—Bien, capitán Marsh —dijo Yoerger al cabo de un rato. Su rostro grande parecía gris y cansado—. ¿No cree que ha llegado el momento de que nos explique qué se propone con todo esto?
—Desde que nos encontramos en San Luis —añadió Cat Grove—, no ha hecho más que hablar de recuperar su barco. Mañana, quizá, lo tenga a su alcance. Y entonces, ¿qué? Usted no nos ha contado gran cosa, excepto que no tiene la intención de tratar con la policía. ¿Por qué, si le han robado el barco?
—Por la misma razón que me ha impedido hablar de ello con usted, señor Grove. Porque no se creerían mi historia ni durante un minuto.
—La tripulación siente curiosidad —dijo Grove—. Y yo también.
—No es asunto de ellos, ni de usted —contestó Marsh—. Este barco es mío, ¿no? Usted trabaja para mí, y ellos también. Limítense, pues, a hacer lo que les ordene.
—Capitán Marsh —intervino Yoerger—, este viejo cascarón y yo llevamos varios años juntos en el río. Usted me dio el mando en cuanto tuvo su segundo vapor, el viejo
Nick Perrot
, creo que era, allá por el año 52. Desde entonces, yo me he cuidado del barco y usted no ha hecho nada para facilitarme las cosas, no señor. Si estoy despedido, dígamelo. Y si todavía sigo siendo capitán a sus órdenes, cuénteme en que estamos metiendo al
Eli
Reynolds
. Creo que me merezco eso, al menos.
—Mire, Yoerger, se lo conté a Jonathon Jeffers —contestó Marsh, recordando nuevamente el pequeño centelleo del oro de sus gafas—, y murió a consecuencia de ello. Y quizá Hairy Mike también, aunque lo ignoro.
Cat Grove se inclinó hacia adelante airadamente y volvió a llenar la taza de Marsh con café templado de la jarra.
—Capitán —comenzó—, de lo poco que nos ha dicho se deduce que no está seguro de si Mike está vivo o muerto, pero eso no importa. Tampoco está seguro del destino de los otros. Whitey Blake, ese piloto suyo y todos los que quedaban a bordo del
Sueño del Fevre
. ¿También les dijo a todos ellos de qué se trataba?
—No —reconoció Marsh.
—Entonces, poco importa saberlo o no —dijo Grove.
—Si hay algún peligro ante nosotros, tenemos derecho a saberlo —le apoyó Yoerger.
Abner Marsh meditó un momento, y reconoció que era lo justo.
—Tienen razón, pero no van a creerme. Además, no podré dejarles marchar. Necesito el barco.
—No pensamos marcharnos —dijo Grove—. Explíquenos el asunto.
Abner Marsh suspiró y contó toda la historia una vez más. Cuando terminó, contempló sus rostros. Ambos tenían expresiones reservadas, precavidas, evasivas.
—Es difícil de creer —dijo Yoerger.
—Yo lo creo —replicó Grove—. No es más difícil que creer en fantasmas y, diablos, yo los he visto docenas de veces.
—Capitán Marsh —continuó Yoerger—, ha hablado usted mucho de encontrar el
Sueño del Fevre
, y apenas ha dicho cuáles son sus intenciones cuando lo encontremos. ¿Tiene algún plan?
Marsh pensó en el fuego, en las calderas rugiendo y estallando, en los gritos de sus enemigos. Apartó de su mente tal idea.
—Recuperaré mi barco —afirmó—. Ya han visto mi fusil. En cuanto le vuele la cabeza a Julian, supongo que Joshua se cuidará del resto.
—Ha dicho usted que ya lo había intentado con Jeffers y Dunne, cuando todavía controlaban el vapor y la tripulación. Ahora, si sus detectives estaban en lo cierto, el barco está lleno de esclavos y rebanacuellos. No podrá subir a bordo sin ser reconocido. ¿Cómo llegará, entonces, hasta Julian?
Abner Marsh no había planeado bien el asunto. Sin embargo, ahora que Yoerger había tocado el tema, resultaba evidente que difícilmente podría limitarse a saltar a la cubierta fusil en mano, él solo, que era más o menos lo que tenía pensado hacer. Caviló sobre ello un instante. Si conseguía subir a bordo de alguna manera, como pasajero... Sin embargo, Yoerger tenía razón en que sería imposible. Aunque se afeitara, no había nadie en el río que se pareciera ni remotamente a Abner Marsh.
—Entraremos a la fuerza —dijo después de una breve duda—. Llevaré a toda la tripulación del
Reynolds
. Julian y Sour Billy se imaginan probablemente que estoy muerto. Los sorprenderemos. De día, naturalmente. No voy a correr más riesgos por cuestiones de luz. Ninguno de esos tipos de la noche ha visto nunca al
Eli
Reynolds
, y supongo que sólo Joshua lo conoce de nombre. Nos pondremos justo a su altura, allí donde atraque, y esperaremos a que luzca una buena mañana de sol, y entonces yo y todos los que vengan conmigo nos lanzaremos contra ellos. La escoria es escoria y, sea cual sea la basura que Sour Billy encontró en Natchez, no van a arriesgar sus pellejos contra fusiles y cuchillos. Quizá tengamos que cuidarnos de Sour Billy, pero después el camino estará despejado. Esta vez voy a asegurarme bien de que sea Julian quien se quede sin cabeza —extendió las manos—. ¿Les parece satisfactorio?
—Suena bien —dijo Grove. Yoerger parecía menos seguro. Sin embargo, ninguno de los dos tenía otras sugerencias que merecieran la pena por lo que, tras una breve discusión, accedieron al plan. Para entonces, el amanecer había dado contorno a las rocas y colinas de Vicksburg y el
Eli
Reynolds
tenía a punto el vapor. Abner Marsh se levantó y se estiró. Se sentía notablemente bien para haber pasado la noche entera sin pegar ojo.
—Zarparemos —le dijo en voz alta al piloto, que había pasado junto a ellos camino de su pequeña cabina—. ¡A Natchez!
Los marineros de cubierta soltaron las amarras que ataban el barco al muelle y el vapor dio marcha atrás, viró, revirtió la marcha, y entró en el canal principal mientras las sombras rojas y grises empezaban a perseguirse, unas a otras, en la ribera oriental y las nubes se tornaban rosadas por el oeste.
Durante las dos primeras horas hicieron un buen promedio y dejaron atrás Warrenton, Hard Times y Grand Gulf. Tres o cuatro grandes vapores los adelantaron, pero eso era previsible, pues el
Eli
Reynolds
no estaba hecho para carreras. Abner Marsh se sentía bastante satisfecho con el promedio, por lo cual se permitió a sí mismo abandonar la cubierta durante media hora, lo suficiente para repasar y limpiar el arma y asegurarse de que estaba cargada, y tomar un desayuno rápido de pastas calientes, bayas azules y huevos fritos.
Entre St. Joseph y Rodney, el cielo comenzó a cubrirse, lo que disgustó mucho a Abner. Un poco más tarde, se desató sobre el río una pequeña tormenta, sin truenos, rayos o lluvia bastantes para acabar siquiera con una mosca. Sin embargo, el piloto le guardó respeto hasta el punto de mantener el barco atado en un puesto de leña durante una hora mientras Marsh paseaba arriba y abajo del barco, inquieto. Framm o Albright hubieran seguido adelante a pesar del mal tiempo, pero no podía esperarse encontrar un piloto excepcional en un barco como aquel. La lluvia caía fría y gris. Sin embargo, cuando al fin aclaró, había en el cielo un bonito arcoiris que entusiasmó a Marsh, y quedaba tiempo más que suficiente para llegar a Natchez antes del anochecer.
Quince minutos después de zarpar otra vez, el
Eli
Reynolds
chocó fuertemente contra un banco de arena.
Fue un error estúpido y frustrante. El joven piloto, que apenas había pasado de aprendiz, intentó recuperar parte del tiempo perdido acortando por un incierto atajo, en lugar de seguir por el canal principal que daba una gran vuelta hacia el este. Un par de meses antes, aquella habría sido una maniobra de gran piloto, pero ahora el nivel del río era demasiado bajo, incluso para un vapor de tan poco calado como el
Eli
Reynolds
.
Abner Marsh se puso a jurar, a echar pestes y a caminar a grandes zancadas con aspecto iracundo, sobre todo cuando se hizo patente que no podrían sacarlo del banco con facilidad. Cat Grove y sus hombres asieron los cabrestantes y las perchas y se aplicaron a la labor. Para hacer las cosas más complicadas, llovió un par de veces, pero cuatro mojadas y cansadas horas más tarde, el piloto volvió a poner en marcha la rueda de popa y el
Eli
Reynolds
se lanzó hacia adelante entre una rociada de barro y arena, temblando como si fuera a romperse en pedazos. Nuevamente estaba a flote, y su sirena sonó en señal de triunfo.
Avanzaron cuidadosamente por el atajo durante otra media hora y al fin recuperaron el curso principal, donde la corriente les ayudó y el
Reynolds
incrementó su velocidad. Se lanzó río abajo humeando y traqueteando como el mismo demonio, pero ya no había modo de recuperar el tiempo perdido.
Abner Marsh estaba sentado en el sofá de la cabina del piloto, de un amarillento descolorido, cuando aparecieron las primeras luces de la ciudad, por encima del acantilado. Dejó la taza de café sobre la grande y panzuda estufa y se colocó tras el piloto, que estaba ocupado en un cruce con otro barco. Marsh no le prestó atención; sus ojos estaban fijos en el lejano muelle donde veinte vapores o más agolpaban sus proas frente a Natchez-bajo-la-colina.
Allí estaba su barco, donde pensaba que lo encontraría. Marsh lo reconoció en el acto. Era el más grande del muelle y sobrepasaba sus buenos quince metros del que le seguía en envergadura. También sus chimeneas eran las más altas. Cuando el
Eli
Reynolds
estuvo más cerca, Marsh vio que no lo habían modificado gran cosa. Seguía siendo básicamente blanco, azul y plata, aunque le habían pintado la cabina del timonel de un rojo deslumbrante, como los labios de una prostituta de Natchez. Llevaba el nombre en letras amarillas formando un círculo en los tambores de las palas, con rasgos toscos:
Ozymandias
. Marsh lo miraba con gesto ceñudo.
—¿Ve ese grande de ahí? —le dijo al piloto, señalándolo—. Póngase lo más cerca de él que le sea posible, ¿entendido?
—Sí, capitán.
Marsh contempló la ciudad que tenía delante, con disgusto. Las sombras ya se cerraban sobre las calles y las aguas del río mostraban el toque escarlata y dorado del anochecer. Y estaba nublado, completamente nublado. Pensó que habían perdido demasiado tiempo en el puesto de leña y en el atajo, y además el crepúsculo llegaba mucho antes en octubre que en pleno verano.
El capitán Yoerger había entrado en la cabina del piloto y avanzó hasta el capitán, transformando en palabras los pensamientos de éste.
—No puede ir de noche, capitán Marsh. Ya es demasiado tarde. Anochecerá en menos de una hora. Aguarde a mañana.
—¿Por qué especie de estúpido me ha tomado? —contestó Marsh—. Naturalmente que esperaré. Ya cometí ese maldito error una vez, y no voy a repetirlo.