Zonas Húmedas

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Authors: Charlotte Roche

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La trama de la novela se cuenta muy rápido: después de que un afeitado de las partes íntimas le saliera mal, Helen Memel, de 18 años, termina con una fisura anal infectada en el hospital. De manera explícita y sin tapujo alguno, Helen habla durante su estancia ahí sobre duchas anales, hemorroides, tampones fabricados por una misma, secreciones corporales y todo tipo de práctica sexual estrafalaria. En otras palabras, sobre el placer de descubrir el propio cuerpo, sin escatimar en detalles
.

Tras causarse una fisura anal por apurar su depilado íntimo, Helen, la adolescente protagonista de este relato-confesión, se encuentra en la unidad de Medicina Interna, y mientras espera analiza aquellas regiones de su cuerpo que la opinión biempensante suele considerar poco propias. Porque a Helen la mueve una indomable curiosidad por sus recovecos y orificios. En efecto, a la muchacha le gusta el sexo: en solitario o en pareja; por vía anal, oral y vaginal, menstruando o con chocolate... Y el lector se deja contagiar por la risa de esta antiheroína moderna, que elabora sus traumas infantiles con un lenguaje fresco y trufado de guindas poéticas. Una primera novela transgresora, equilibrada con humor e ironía, que ha encabezado durante meses los ránkings de venta alemanes y ha sido el primer libro del ámbito germano en alcanzar la cumbre de la lista mensual de best-sellers mundiales según Amazon, con más de un millón y medio de ejemplares vendidos y 25 traducciones. «Una incursión en los últimos tabúes de nuestra época» (Elsa Vigoureux, Nouvel Observateur); «Evoca la voz de Salinger en El guardián en el centeno, Crash y el ideario feminista de Germaine Greer en La mujer eunuco» (P. Oltermann, Granta).

Charlotte Roche

Zonas Húmedas

 

ePUB v1.1

GusiX
11.12.11

Zonas Húmedas

Charlotte Roche

Editorial: Anagrama

Año de publicación: 2009

ISBN: 978-84-339-7516-4

Traducción: Richard Gross

Para Martin

Introducción

Considero muy importante cuidar a los ancianos en el seno familiar. Hija de divorciados que soy, deseo, como casi todos los hijos de matrimonios separados, que mis padres vuelvan a estar juntos. Cuando estén necesitados de atención, sólo tendré que meter a sus nuevas parejas en un geriátrico; después los cuidaré a ellos dos en casa, donde los acostaré en la misma cama hasta que mueran. Ésta es para mí la idea suprema de la felicidad. Sé que en algún momento podré hacerlo, sólo tengo que esperar con paciencia.

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Desde que tengo uso de razón sufro de almorranas. Durante muchos años pensé que no podía decírselo a nadie, ya que las almorranas sólo les salen a los abuelos y siempre me parecieron muy impropias de una chica. ¡Cuántas veces habré ido al proctólogo! Pero el hombre me aconsejaba dejarlas donde estaban mientras no me causaran dolor. Y dolor no me causaban. Sólo me picaban. Para remediarlo, el doctor Fiddel, que es mi proctólogo, me recetaba una pomada de zinc.

Contra el picor exterior se pone la cantidad del tamaño de una avellana en el dedo que tenga la uña más corta y se reparte por el anillo anal. El envase viene con uno de esos aplicadores puntiagudos dotados de muchos orificios que se pueden introducir en el ano y permiten la inyección de la pomada en pleno recto. Así es como logro calmar la picazón interior.

Antes de tener ese ungüento me rascaba durante el sueño el ano con tanta fuerza que por la mañana me despertaba con una mancha de color chocolate en las bragas tan gruesa como una chapa de botella. A gran picor, buen dedo rascador. Como ya decía, algo muy impropio de una chica.

Mis almorranas tienen un aspecto muy particular. Con los años han ido prolapsando, y ya tengo todo el anillo anal rodeado de lóbulos cutáneos nubiformes que se parecen a los tentáculos de una anémona de mar. El doctor Fiddel llama a eso
coliflor.

Dice que quitarlas sería una intervención puramente estética que él sólo realiza si se convierten en un verdadero problema para alguien. Una buena razón para hacerlo sería, por ejemplo, que a mi amante no le gustaran o que me sintiera avergonzada a la hora del sexo. Pero yo eso jamás lo admitiría.

Si un tío me quiere o está encoñado conmigo, esa coliflor no debería tener ninguna importancia. Además, llevo muchos años, desde los quince hasta los dieciocho que tengo ahora, sin que mi hipertrofiada inflorescencia me haya impedido practicar el sexo anal con gran éxito. Gran éxito significa para mí: correrme a pesar de tener la polla metida solamente en el ano y sin que me toquen nada más. Estoy muy orgullosa de ello.

Por otra parte, es la mejor manera de comprobar si un tío me quiere de verdad. Ya en uno de los primeros encuentros le pido mi postura favorita, la del perrito, o sea, a cuatro patas y con la cara hacia abajo, en la que él viene por detrás y busca con la lengua el chochito mientras su nariz se hunde en mi ano. Eso implica un avance pausado y paciente, ya que el ano está cubierto con mi hortaliza. La posición se llama
cópula facial.
Nadie se me ha quejado todavía.

Cuando se tiene una cosa así en un órgano importante para el sexo (¿el culo llega a ser un órgano?), hay que ejercitar la relajación. Ejercicio que a su vez ayuda a soltarse y distenderse de cara a la relación anal, por poner sólo un ejemplo.

Dado que en mi caso el ano forma parte explícita del sexo, está sometido al imperativo moderno de la depilación, igual que el chochito, las piernas, los sobacos, la zona supralabial, los dedos gordos de los pies y el empeine. Naturalmente, la zona supralabial está vedada a la hoja de afeitar y queda reservada exclusivamente a la pinza depiladora para prevenir, como todas hemos tenido ocasión de aprender, que el bigote se vuelva cada vez más tupido. Una chica tiene que evitar eso. Antes, yo era muy feliz sin afeitarme, pero luego empecé con esa memez y ya no puedo dejarlo.

Volvamos a la depilación anal. Al contrario que otra gente, conozco perfectamente el aspecto de mi agujero; lo observo todos los días en el cuarto de baño. Es fácil: hay que ponerse con el culo de cara al espejo, separar las nalgas con fuerza hacia los lados, mantener las piernas rectas, agachar el torso con la cabeza hasta casi tocar el suelo y mirar atrás por entre las piernas ligeramente abiertas. En esta misma posición efectúo también el afeitado del ano, con la diferencia de que la operación me obliga a soltar una de las nalgas para poder rasurarme. Coloco la maquinilla sobre la coliflor y empiezo a depilar la zona de dentro afuera, con ganas y coraje. Se puede deslizar la hoja hasta la mitad del glúteo porque hay pelos que llegan a extraviarse hacia esa zona. Como la depilación es una cosa que en el fondo me revienta, tiendo a ejecutarla con prisa y a lo loco. Y fue justo en una de ésas como me provoqué la fisura anal que ahora me tiene hospitalizada. Todo por culpa de tanto rasurado femenino, tanto «siéntete como Venus» o «sé una diosa».

Quizás no todo el mundo sepa lo que es una fisura anal. Se trata de una grieta o corte muy fino en la epidermis del anillo que, si se inflama (cosa por desgracia muy probable en esas partes bajas del cuerpo), produce un dolor infernal. Como el que yo siento en estos instantes. Además, el esfínter está siempre en movimiento, cuando hablas, ríes, toses, caminas, duermes o, sobre todo, cuando estás sentado en el váter. Pero eso sólo lo sé desde que empezó a dolerme.

Las almorranas hinchadas aprietan con toda la fuerza contra la herida que me causé en el afeitado; hacen que la fisura se dilate cada vez más y me provocan el dolor más grande que jamás he experimentado. Con creces. Inmediatamente después, en el segundo puesto del ranking de dolores, están los que me produjo mi padre al cerrar con un golpe tremendo la puerta del maletero de nuestro coche raspándome, raaaassss, la columna vertebral de arriba abajo. Y los terceros en intensidad los sentí cuando me arranqué el piercing del pezón al quitarme el jersey. Desde entonces mi pezón derecho se parece a una lengua bífida, como de víbora.

Estaba hablando de mi ano. Entre unos dolores horrorosos me fui arrastrando del instituto al hospital y enseñé mi corte a todo médico que quisiera verlo. Enseguida me dieron una cama en la unidad de Proctología, ¿o se dice unidad de Medicina Interna? Medicina Interna suena mejor, además no vamos a suscitar la envidia ajena con tanta especialización. De todas formas, lo preguntaré cuando esté libre del dolor. Ahora tengo que procurar no moverme y permanecer tumbada en esta posición embrional: con la falda levantada, las bragas bajadas y el culo mirando a la puerta para que cualquiera que entre sepa al instante cuál es la madre del cordero y de todos los dolores. Parece que la inflamación está al rojo vivo porque todos los que han entrado han exclamado un «vaya» unísono.

Dicen también que tengo pus y una ampolla repleta de líquido colgada del ano. Me imagino que la ampolla debe de tener la forma que adopta el cuello de esos pájaros tropicales cuando se infla de aire en época de celo. Una bolsa tensa de un brillante color rojo y azul. El siguiente proctólogo que entra se limita a decir:

—Buenos días. Soy el doctor Notz.

Y entonces me clava algo en el ano. Siento cómo el dolor me taladra la columna vertebral hasta llegar a la frente. Casi pierdo la conciencia. Después de varios segundos de dolor intensísimo tengo una sensación de humedad, como si algo estuviera reventado, y pego un grito:

—¡Ay! Avise, hombre. ¿Qué ha sido eso?

—Mi pulgar. Disculpe, pero el grosor de la ampolla no me dejaba ver lo que hay detrás.

¡Vaya manera de presentarse una misma!

—¿Y ahora qué ve?

—Tenemos que operarla inmediatamente. ¿Ha comido algo esta mañana?

—¿Cómo voy a haber comido con tanto dolor?

—Bien, entonces le pondremos anestesia general. Con el diagnóstico que presenta es mejor así.

Me alegro. Prefiero no enterarme de esas cosas.

—¿En qué consistirá la operación?

La conversación ya ha llegado a cansarme. Me cuesta centrarme en algo distinto al dolor.

—Vamos a hacer una incisión cuneiforme para extirparle el tejido inflamado alrededor de la fisura.

—No entiendo lo de
cuneiforme.
¿Me lo puede dibujar?

Parece que al doctor Notz suelen pedirle un croquis de la intervención que va a realizar. Está deseando irse. Mira hacia la puerta y suspira imperceptiblemente.

Por fin se digna sacar el boli plateado del bolsillo de la solapa. Un artilugio de aspecto pesado y al parecer valioso.

Mira a su alrededor como si buscara un trozo de papel para dibujar encima. No le puedo ayudar y espero que no crea que voy a hacerlo. Cada movimiento me duele. Cierro los ojos. Algo cruje y oigo cómo arranca un pedazo de papel. No puedo menos que volver a abrir los ojos, el dibujo que me va a hacer me tiene muy intrigada. Sostiene la hoja en la palma de la mano y garabatea algo encima. Después me presenta su obra. Leo: col rizada con crema de leche. ¡No puede ser! Ha arrancado un trozo del menú. Le doy la vuelta a la hoja y veo que ha trazado un círculo que, supongo, representa mi ano. Presenta una hendidura aguda, de forma triangular, como si alguien se hubiera llevado un trozo del pastel.

¡Ah, ya! Muchas gracias, doctor Notz. Con el talento que tiene, ¿no ha pensado nunca en dedicarse a la pintura? El dibujo no me sirve en absoluto. No me aclara nada, pero dejo de insistir. Está visto que el hombre se niega a arrojar luz en las tinieblas de mi ano.

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