Zonas Húmedas (6 page)

Read Zonas Húmedas Online

Authors: Charlotte Roche

Tags: #GusiX

Después las rocía con espuma de afeitar que va repartiendo. Moja la maquinilla en el agua y empieza a arrastrarla sobre mi pierna, trazando una carrera larga de arriba abajo que deja una franja sin espuma. Así va avanzando, carrera por carrera, como cuando se corta el césped. Después de cada recorrido sacude la maquinilla bajo el agua, en cuya superficie flotan pelillos y manchas de espuma. En un pispás las piernas están libres de vello. Me dice que deje los brazos tal cual. O sea que ahora les toca a los sobacos. Jolín. Quiero que me afeite el chocho. Pero a lo mejor no entra en sus planes.

Me moja ambas concavidades con agua, luego me echa esa cosa que parece nata de spray. En los sobacos le cuesta más porque los pelos ahí son muy largos. Tiene que pasar varias veces por el mismo lugar para quitarlos todos. Como mis axilas son bastante profundas, estira la piel en distintas direcciones para conseguir una superficie plana lista para afeitar. Su lámpara de minero proyecta un cono de luz sobre mi cuerpo. Cuando se acerca más para mirar atentamente, el cono se reduce y se vuelve más claro. Si se aleja con la vista, ilumina un área más extensa pero la luz queda escuálida. El cono enfoca exactamente el punto que está mirando y su luminosidad indica con qué precisión mira en cada momento. A menudo veo el coño, quiero decir el cono, sobre mis tetas, más sobre la derecha con su pezón bífido. También sobre mi coño. Todavía no me ha cegado, parece que la cara no le interesa. Cuando todo está liso, me echa, con la mano ahuecada, agua del barreño en los sobacos para quitar la espuma. Luego me seca, mejor dicho, me enjuga delicadamente con las puntas de los dedos. Nos miramos sonriéndonos.

—Ahora sí —le digo, palmoteando mi chocho peludo.

—Hmmm.

Se moja ambas manos y humedece una zona extensa de mi bajo vientre. Desde el ombligo hasta la parte superior de los muslos, luego desde los labios de la vulva hasta el ano y el comienzo de la raja del culo. La coliflor la mira con lupa. Una carrera de obstáculos para la afeitadora. Después me echa espuma sobre las partes mojadas, lo que me produce cierta vibración en los labios (de abajo).

Grrrrrr. Masajea un poco la piel con la espuma y coge la maquinilla. Empieza por los muslos. Va quitando los pelos púbicos que crecen en dirección a las piernas. Luego pone la maquinilla debajo del ombligo y se detiene. Se reclina un buen trozo para tener una mejor visión de conjunto del área, frunce el ceño con aire pensativo y dice todo serio:

—Me gusta que el vello llegue hasta esta altura. Lo voy a dejar así y quitaré sólo por los lados, de modo que nos quede una franja larga y oscura hasta la raja. A partir de allí y hasta detrás lo quitamos todo.

Cuando habla no me mira a los ojos sino que da la impresión de que le está hablando a mi chocho.

Que le contesta:

—De acuerdo.

Corta otra tira de césped por ambos lados, de manera que el peinado resultante parece una ojiva invertida que señala el punto donde se abre el telón de las medias lunas. Ahora les llega el turno a éstas. Mete la cabeza entre mis piernas. Así es como mejor puede iluminar el chocho, que debe de resplandecer como una farola peluda y estar al rojo vivo por dentro. Afeita con cuidado las medias lunas. Las aparta hacia los lados para poder tratar también la parte interior. Desdobla todos los pliegues, repasa una y otra vez todos los resquicios. Hasta que la espuma ha desaparecido completamente. Quiero que me folle. Seguro que acabará haciéndolo una vez que el afeitado termine. Un poco de paciencia, Helen. Me dice que deje las piernas separadas pero que arrime las rodillas al cuerpo para que pueda llegar al culo. Pregunta si ese bulto en el ano duele.

—No, no. Sólo son almorranas prolapsadas. Puedes pasar por encima, creo, con cuidado.

Detrás hay mucho menos pelo que delante. Recorre varias veces con la maquinilla la raja del culo de arriba abajo y una sola vez el periné, trazando un círculo entero. Fin de la operación. De nuevo me echa gotas de agua del barreño, que ya no está caliente, y me las seca con suavidad. El afeitado de las rendijas ha incentivado la producción mucosa de mi chocho, que ahora se mezcla con el agua y que Kanell seca igualmente. Pero enseguida vuelve a chorrear mucosidad con renovadas fuerzas.

—¿Quieres follarme ahora?

—No, eres demasiado joven para mí.

Tranquila, Helen, tranquila. Si no, la hermosa sensación de los bajos se va a la mierda.

—Lástima. ¿Me dejas que me folle yo? ¿O quieres que me vaya a mi casa para correrme?

—Puedes hacerlo aquí. No tengo ningún inconveniente.

—Dame la maquinilla.

La sostengo por el cabezal y me meto el mango en el coño húmedo. No está tan frío como me esperaba. Se ve que las manos de Kanell lo han ido calentando.

Lo voy metiendo y sacando con ritmo y sabor. Se siente como si fuera el dedo de un catorceañero. El bastón de Hansel. Lo restriego con fuerza creciente entre los labios de la vulva. Es el mismo movimiento que se hace al cortar pan o serrar madera. Adelante y atrás, adelante y atrás. Cada vez más para dentro.

Kanell me observa.

—¿Puedes ponerme la lámpara en la cabeza? Quiero iluminarme.

Me coloca la cinta de goma en la cabeza dejándome la lámpara en el centro mismo de la frente. Me miro el chocho bajo el rayo destellante de la luz. Kanell sale del cuarto. ¡Joooder!, qué cachonda me he puesto con el afeitado. Dejo la maquinilla sobre el vientre y me acaricio con las dos manos los labios de la vulva, lisamente rasurados, peladísimos. Qué blandos son, ¡Ave María impurísima! Blandos como la cabritilla, blandos como mis huesos de aguacate. Tan blandos que apenas los siento ya con mis dedos. Froto cada vez más fuerte. Y me corro.

¿Y ahora qué? Estoy sudada y sin aliento. Hace mucho calor aquí. ¿Dónde se ha metido Kanell? Me visto. Siento aún más calor. Kanell entra. Le pregunto:

—¿Quieres repetirlo alguna vez?

—Con mucho gusto.

—¿Cuándo?

—Todos los sábados después de tu trabajo.

—Vale. Así siempre tendré una semana para dejarme crecer el pelo a tope para que me lo cortes. Haré lo que pueda. Hasta luego.

Fue la primera vez que me depilé. O que me depilaron. Quiero decir, mi primer afeitado. A veces Kanell no abre. O no está. Entonces tendría que ir dos semanas sin afeitar y con esos cañones como de barba. Me parece feo. O completamente afeitada o totalmente peluda. Además, empieza a picar con ganas. Por lo tanto tengo que actuar yo si él no lo hace. Aunque no lo hago ni muchísimo menos tan bien como él, con tanta parsimonia y tanto cariño.

Afeitarme yo misma es un tostón, soy una chica mimada en lo que a eso se refiere. Estoy acostumbrada a que me lo hagan. Creo que si los hombres quieren mujeres sin vello deberían hacerse cargo del afeitado en vez de dejarles todo el trabajo a ellas. Sin los hombres, a las mujeres les daría completamente igual ir peludas o no. Si ambos se afeitaran unos a otros como más les guste, tendrían el mejor preludio que pudiera imaginarse. Y cada uno conseguiría en el otro el peinado que más cachondo le pusiera. Mejor que tanto deseo callado y tanta explicación mutua. Eso sólo genera disgustos.

Yo lo hago a lo bestia. Me afeito muy rápido, volando, paso la cuchilla por todas partes y me dejo la piel como si me hubiera revolcado por un campo de rastrojo. Después suelo quedar sangrando y los cañones abiertos se me inflaman. Cuando Kanell me ve así, me regaña por tanto automaltrato. Es algo que no soporta. Pero no soy ni de lejos tan brutal conmigo misma como lo fue la persona que me afeitó el culo antes de la operación.

6

Entra una enfermera. Qué pena que no sea Robin. Pero da igual. También puedo preguntarle a ella.

—¿Qué hago si tengo que evacuar?

Es así como dicen aquí. Según quién sea mi interlocutor, puedo expresarme de manera culta.

Me explica que desde el punto vista de los médicos incluso se aconseja cagar lo antes posible. Para prevenir todo peligro de inhibición fecal. Dice que la herida ha de curarse por medio de la evacuación diaria, que propicia la correcta conjunción del tejido y su capacidad de dilatación. Están pirados. Dice también que enseguida llegará el doctor Notz para explicármelo todo detenidamente. Luego sale. Y mientras espero a Notz, medito sobre los distintos medios que existen para provocar estreñimiento. Se me ocurren muchas posibilidades. Entonces entra el doctor Notz. Lo saludo y lo miro fijamente a los ojos. Es algo que hago cuando quiero intimidar al otro. Me llama la atención que tiene las pestañas muy largas y tupidas. ¿Cómo es que no me di cuenta antes? Quizás estaba muy distraída por el dolor. Cuanto más lo miro, más se alargan y se espesan sus pestañas. Creo que me está contando cosas importantes sobre mis evacuaciones, mi alimentación y mi convalecencia. No lo escucho en absoluto pero cuento sus pestañas. De vez en cuando suelto un monosílabo fingiendo que estoy escuchando atentamente. Ya, ya...

Pestañas de ese calibre las llamo yo bigote ocular. No soporto para nada que los hombres tengan pestañas tan bonitas. Ya en las mujeres me molesta. Las pestañas son uno de los grandes temas de mi vida. Es un detalle en el que siempre me fijo. Lo largas que son, lo tupidas, su color, si están teñidas, rimeladas, rizadas o pringadas de legañas. Muchas tienen las puntas claras y el arranque oscuro y parecen más cortas de lo que son. Si a unas pestañas así se les pone rímel parecen el doble de largas. Yo, durante muchos años de mi infancia, no tuve pestañas. Pero sé que antes de eso recibía muchos halagos por mis pestañas largas y espesas, todavía me acuerdo perfectamente de ello.

Un día, una mujer le preguntó a mamá si no le molestaba que su hija de seis años tuviera las pestañas más tupidas que ella, a pesar de que se las rizaba y maquillaba. Mamá siempre me decía que había un viejo dicho gitano según el cual lo que le proporciona a uno demasiados halagos acaba estropeándose. Ésa era su explicación también cada vez que le preguntaba por qué yo ya no tenía pestañas. Pero recuerdo una imagen. Me despierto en mitad de la noche y veo a mamá sentada en el borde de la cama donde suele leerme los cuentos; pero esta vez me sujeta la cabeza con una mano y yo siento un metal frío en los párpados. Ris ras. Ojo por ojo. Y la voz de mamá diciendo: «Estás soñando, hija.»

Con las yemas siempre estuve palpándome los cañones de las pestañas. Si fuese cierto el cuento de los gitanos que contaba mamá, las pestañas se me habrían caído completamente. Pero no puedo culparla de nada porque a menudo confundo realidad, mentira y sueños. Sobre todo ahora, después de tantos años de tomar drogas, muchas veces me cuesta separar las cosas. La fiesta más salvaje de mi vida tuvo lugar cuando mi amiga Corinna se dio cuenta de que Michael, mi chico camello de entonces, se había dejado su lata de droga en su casa. En realidad no había nada que festejar. Pero es lo que decimos cuando nos drogamos. Hacer una fiesta.

Michael guardaba sus paquetitos y pastillas y papelinas, su coca y sus anfetas, en una especie de artículo de broma parecido a una lata de coca-cola absolutamente normal pero con la tapa desprendible.

Tenía el capricho de llevar en la lata una cantidad de drogas cuyo peso fuera equivalente al del contenido de una lata de coca-cola real.

Corinna dijo:

—Mira, Helen. La lata de Michael. No se mosqueará, ¿verdad?

Me sonrió frunciendo la nariz. Ese gesto significa que se alegra de verdad.

Hicimos novillos, compramos vino tinto y le dejamos a Michael un mensaje en el contestador:

—Si buscas coca-cola, nosotras hemos encontrado una caja entera en la habitación de Corinna. No te mosquearás si empezamos a beber sin ti, ¿verdad?

Éramos muy expertos en comunicarnos telefónicamente con un lenguaje mal cifrado. Cuando una toma drogas se vuelve paranoica y se confunde a sí misma con el matón de
El precio del poder,
creyéndose objeto de escuchas clandestinas y de una inminente redada a gran escala, con detenciones y procesos judiciales en los que el juez pregunta: «Por cierto, Helen Memel, ¿qué quiere decir
detergente, pizza y cuadro?
Durante todo ese periodo usted estuvo sin lavar, sin comer pizza y sin pintar. Porque no sólo la tuvimos bajo escucha sino también bajo observación.»

Luego comenzó nuestra carrera contra el tiempo. El objetivo era tragarse el máximo de drogas posibles antes de que Michael llegara y las primeras ingestas surtieran efecto. Tendríamos que devolverle todo lo que no fuéramos capaces de engullir. Empezamos a las nueve de la mañana, tomando siempre dos pastillas a la vez y regándolas con mucho vino tinto. Nos pareció inadecuado comenzar el día esnifando coca y anfetas, de manera que nos pusimos a armar bombitas con papel higiénico.

Cada una echaba medio paquetito, es decir medio gramo, sobre un trozo de papel de váter, lo cerraba con mucho arte y se lo tragaba con mucho vino. Quizás había en cada paquetito menos de un gramo, porque Michael era un buen negociante y solía timar a todos. Una vez comprobé el peso de lo que se suponía que era un gramo. ¡Qué gramo ni qué naranjas de China! Pero no podías irle con el cuento a la poli. Así deben de ser las leyes del mercado negro. Nada de protección al consumidor.

De todas formas, esas bombitas son difíciles de tragar. Se necesita práctica. Si la dejas demasiado tiempo en la boca, la bombita se abre y su carga amarga se te queda pegada a la lengua y al paladar. Eso es lo que hay que tratar de evitar.

Probablemente, el efecto se hizo notar poco a poco. Sólo recuerdo lo más destacado. No parábamos de reírnos y de decir que aquello era la jauja de las drogas. En algún momento pasó Michael para recoger su lata y se puso a echar pestes. Nos entró la risa floja. Dijo que si no reventábamos de la cantidad que llevábamos en el cuerpo tendríamos que pagárselo todo. Nos reímos de él.

Después vomitamos. Primero Corinna, luego yo, impulsada por el ruido y el olor. Todo en un cubo de la limpieza blanco. El vómito parecía sangre, por el vino tinto, aunque tardamos bastante en descubrirlo. También había un montón de pastillas no digeridas flotando encima, cosa que nos pareció un despilfarro prohibitivo.

Yo:

—¿Vamos a medias?

Corinna:

—Sí, empieza tú.

Y así me bebí por primera vez en mi vida los vómitos de otra persona, y a litros. Mezclados con los míos. A grandes tragos y alternando. Hasta que el cubo quedó vacío.

Creo que en un día así mueren muchas células cerebrales. En mi caso esas fiestas han afectado claramente a la memoria. Hay otro recuerdo del que no estoy segura de si realmente es un recuerdo. Un día llego de la escuela a casa y empiezo a dar voces. Nadie me contesta. Concluyo que no están.

Other books

Tales From Firozsha Baag by Rohinton Mistry
A Strange Affair by Rosemary Smith
Deliverance by T.K. Chapin
The End by Herman Grobler, Jr
Figure 8 by Elle McKenzie
Revealed by Amanda Valentino
Outbreak: The Hunger by Scott Shoyer
The List of My Desires by Gregoire Delacourt