Zonas Húmedas (3 page)

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Authors: Charlotte Roche

Tags: #GusiX

¿Pero qué se creen? ¿Que una va a lavárselo varias veces al día? ¡Qué mejor que tenerlo escurridizo, con lo útil que es eso para ciertas cosas! El concepto de «falta de higiene íntima» es elástico. Igual que un chocho. Basta ya.

Saco de la caja de plástico transparente uno de los pañales para adultos. Madre mía, son enormes. Tienen en el centro un gran rectángulo forrado de algodón grueso y están dotados de cuatro alas grandes de plástico delgado para cerrarlos sobre la cintura. Seguro que con ese tamaño les sirven también a los viejos gordos. Pues no, no quiero tener que usarlos en un futuro próximo. Por favor. Llaman a la puerta.

Entra un enfermero sonriente con peinado de cacatúa.

—Buenos días, señorita Memel. Mi nombre es Robin. Ya veo que se está familiarizando con su material de trabajo para los próximos días. Le van a operar el ano, un lugar poco higiénico, por no decir el menos higiénico de todo el cuerpo. Con las cosas que tiene en la caja podrá cuidar la herida usted sola después de la operación. Le aconsejamos que se meta en la ducha por lo menos una vez al día, con las piernas separadas, y se lave la herida con la alcachofa. Procure que algunos chorros de agua le lleguen adentro. Verá que con un poco de práctica funciona muy bien. Limpiar la herida con agua le resultará mucho menos doloroso que hacerlo con trapos. Después de la ducha sólo tiene que secarla cuidadosamente con una toalla. Y aquí le he traído un calmante. Ya lo puede tomar, le hará más suave el paso a la anestesia general. Enseguida empieza el emocionante viaje.

Las instrucciones que me ha dado no me suponen ningún problema. Sé perfectamente cómo meterme unos chorros de agua en el cuerpo. Mientras Robin me empuja en mi cama de ruedas por los pasillos del hospital y los tubos de neón vuelan a gran velocidad sobre mi cuerpo, deslizo furtivamente la mano debajo de la manta hacia mi monte de Venus para calmarme en este trance preoperatorio. Me distraigo del miedo pensando en cómo me ponía cachonda con la alcachofa de la ducha cuando era muy joven.

Empezaba por proyectar el agua contra la parte exterior del chocho, después levantaba las medias lunas para dar con el chorro en las crestas de gallo y la trompa perlada. Cuanto mayor el impacto, mejor. Tiene que arder de verdad. Cuando alguna vez un chorro acertaba de lleno en la vagina notaba que era justo eso lo que yo buscaba. Llenarla hasta el tope y volver a soltarlo todo.

Para hacerlo me siento con las piernas cruzadas en la ducha, me echo un poco para atrás y levanto ligeramente el culo. Después aparto los labios, tanto mayores como menores, a ambos lados, que es su sitio, y me introduzco despacio y con cuidado la gruesa alcachofa de la ducha. Para eso no necesito ningún Pjur, ya que tan sólo con imaginarme que lo voy a llenar completamente mi chochito se pone a producir mucosidad a lo bestia. Pjur es el mejor lubricante porque no se absorbe y es inodoro. Odio las cremas deslizantes perfumadas. Cuando la alcachofa por fin está dentro, lo que tarda bastante porque tengo que dilatarme mucho, la giro de tal manera que la parte con los orificios de chorro quede hacia arriba, apuntando al cuello, la boca, el ojo o como se llame, del útero, allí donde un hombre de polla larga llega a tocar en determinadas posturas. Entonces abro el agua a tope, junto las manos en la nuca (las dos están libres porque el chocho sostiene la alcachofa solo), cierro los ojos y me pongo a canturrear «Amazing Grace».

Después de cuatro litros intuitivos cierro el grifo y saco la alcachofa con suma cautela para que salga la menor cantidad de agua posible. Porque la necesito para después, para derramar mi placer. Con la alcachofa golpeo mis medias lunas, hinchadas de tanto apalancarlas, hasta que me corro.

Suelo llegar muy rápido, siempre que no me molesten. Con esa sensación de relleno total que me da el agua, lo consigo en pocos segundos. Cuando me he corrido me sobo con una mano el bajo vientre y meto al mismo tiempo todos los dedos de la otra mano en lo más hondo del chocho, abriéndolos en abanico para que el agua salga tan disparada como entró. La mayoría de las veces esa evacuación me produce otro orgasmo. Esto es para mí una masturbación bella y exitosa. Después de esa juerga acuática tengo que estar horas y horas amontonando capas de papel higiénico en las bragas porque con cada movimiento que hago vuelven a salir chorros de agua que me dejarían la ropa tan empapada como el pipí. Cosa que no quiero.

Otro aparato sanitario que va estupendo para esos menesteres es el bidet. Mi madre siempre me lo sugería para darse un refrescón en los bajos después del sexo. ¿Pero para qué?

Cuando follo con alguien llevo con orgullo su esperma en todos los resquicios del cuerpo, en los muslos, el vientre y donde me haya regado su leche. ¿Por qué esa gilipollez de lavarse después? Si te dan asco las pollas, los espermas y esmegmas, apaga y vámonos. A mí me gusta que el esperma se seque en la piel y forme costras que se van descascarillando poco a poco.

Cuando se la pelo a alguien, siempre procuro que quede un poco de esperma en mis manos. Luego rasco el esperma con mis uñas largas y lo dejo que se seque en la zona subungular para luego, en el transcurso del día, sacarlo a mordisquitos, darle vueltas en la boca, masticarlo y tragarlo después de un largo proceso de derretido y saboreo. Así tengo un recuerdo de mi buena pareja folladora, o sea, un caramelo conmemorativo del encuentro sexual. Es un invento del que estoy muy orgullosa.

Lo mismo vale para el esperma que ha ido a parar al chochito. ¡Precisamente no hay que destruirlo con el bidet! Hay que llevarlo con orgullo. Al instituto, por ejemplo. Horas después del sexo, el cálido flujo sale del chochito cual grata sorpresa. Estoy presente en el aula pero mis pensamientos me transportan al origen del esperma. Sentada en mi charco luzco una sonrisa beata, mientras al frente el profesor habla sobre las maneras de demostrar la existencia de Dios. Así es como se aguanta la escuela. Esos puentes líquidos entre mis piernas siempre me ponen muy contenta y entonces mando un SMS al puentífice, o sea, al pontífice: Me está saliendo tu esperma caliente. Gracias.

Mi mente vuelve al bidet. Quería imaginar todavía cómo lo uso para llenarme a tope, pero no queda tiempo. Hemos llegado a la antesala del quirófano. Después seguiré reflexionando sobre el tema. Ya nos está esperando mi narcotizador. Conecta una botella a la cánula de mi brazo, la cuelga al revés en un soporte con ruedas y me dice que empiece a contar.

Robin, el simpático enfermero, se va y me desea mucha suerte. Uno, dos...

3

Me despierto en la sala de recuperación. Tras la anestesia general uno siempre se comporta de forma un tanto agilipollada. Creo que es para ahorrarles esa visión a los parientes por lo que se inventó ese tipo de sala.

Me despierta mi propio balbuceo. ¿Qué he dicho? No lo sé. Me tiembla todo el cuerpo. Mi cerebro empieza a carburar lentamente. ¿Qué hago yo aquí? ¿Me ha pasado algo? Intento sonreír para disimular mi impotencia aunque no hay nadie más en la sala. Con la sonrisa se me han rajado las comisuras de los labios porque los tenía muy secos. ¡Mi ano! Por eso estoy aquí. El ano también se me había rajado. Mi mano viaja hasta allí y lo primero que palpa es un gran parche de gasa que cubre ambas nalgas y debajo del cual hay un bulto grueso. Pobre de mí. Espero que ese bulto no forme parte de mi cuerpo. Espero que me desaparezca cuando me quiten el parche.

Llevo puesto uno de esos ridículos camisones que recuerdan la ropa baggy y que le encantan al personal hospitalario. Tiene mangas y, vista por delante, pareces un ángel de Navidad; pero por detrás no hay tela, sólo dos tiritas que se atan en la nuca. ¿Para qué sirve ese atuendo? Es cierto que cuando estás tumbada te lo pueden poner sin tener que levantarte, pero yo durante la operación estaría boca abajo para ofrecer el culo en bandeja. ¿Quiere eso decir que estuve en cueros durante toda la intervención? Pues me parece muy mal. Esos médicos seguro que hacen comentarios sobre el cuerpo que tiene una. Y tú, durante la anestesia, esos comentarios los memorizas en el inconsciente y algún día enloqueces sin que nadie sepa por qué.

Conozco esa sensación de airecillo en la parte de atrás. La tenía también en mi habitual pesadilla de la infancia. Lo típico: me encuentro en la parada esperando el autobús escolar y noto que no llevo bragas debajo de la falda. La verdad es que a menudo se me olvidaba quitarme el pantalón del pijama antes de enfundarme el vaquero. En casa no te das cuenta, pero en público prefieres morir a que te descubran con el culo al aire bajo la falda. Justamente en la época en que a los chicos les gustaba jugar con nosotras a eso de «a olla que hierve la tapa le sobra».

Entra Robin. Habla con delicadeza, dice que todo ha ido bien. Me conduce con mi cama descomunal por los pasillos y va dando puñetazos a esos timbres de concurso para que se abran las puertas. Ay, Robin. El efecto de la anestesia me produce una sensación flotante. Aprovecho el tiempo para saber todo sobre mi ano. Es una sensación extraña que Robin sepa más que yo al respecto. Tiene una de esas carpetas con pinza donde está toda la información sobre mi persona y mi ano. Estoy muy charlatana y se me ocurren muchos chistes de operaciones anales. Robin dice que estoy tan relajada y alegre porque la anestesia todavía no ha bajado del todo. Aparca la cama en mi habitación y dice que podría estar conversando conmigo una eternidad pero que tiene otros pacientes a los que debe atender. Lástima.

—Si necesita un analgésico sólo tiene que tocar el timbre.

—¿Dónde están mi falda y mis bragas?

Se acerca al pie de la cama y levanta la manta. Ahí está la falda, pulcramente doblada, y encima, las bragas.

Ésa es la situación a la que mamá le tiene pánico. Las bragas están dobladas de tal manera que la entrepierna queda para arriba. Al derecho, claro está, y no al revés; sin embargo, puedo ver, traslúcida aunque discreta, la mancha seca que ha dejado mi vagina. Mamá considera que lo más importante para una mujer ingresada en el hospital es llevar la ropa íntima absolutamente limpia. Su principal argumento para la excesiva limpieza de la ropa es que, si a una la atropellan y la llevan al hospital, allí la desnudan. Completamente. Por Dios. Y si luego ven que el coño ha dejado su normal rastro de mucosidad, entonces... ¿Entonces qué?

Creo que mamá se imagina que los del hospital luego van y le cuentan a todo el mundo que la señora Memel es una guarra del copón. Limpia por fuera, supersucia por abajo.

Antes de morir en el lugar del accidente, el último pensamiento de mamá sería: ¿cuántas horas llevo con estas bragas? ¿ya tendrán huellas?

Lo primero que médicos y enfermeros hacen con la víctima sangrienta de un siniestro, aun antes de proceder a la reanimación, es echar un vistazo a sus bragas empapadas en sangre para saber qué clase de mujer tienen delante.

Robin me señala un cable en la pared a mi espalda que está provisto de un botón de timbre. Lo pone junto a mi cara sobre la almohada y sale de la habitación. Seguro que no lo necesitaré.

Recorro la habitación con la mirada. Todas las paredes están pintadas de verde claro, tan claro que casi no se nota. Parece que es para tranquilizar. O para dar esperanzas.

A la izquierda de mi cama hay un pequeño armario ropero empotrado en la pared. Aún no tengo nada para meter dentro, pero no tardarán en traerme cosas. A continuación, doblando una esquina, seguramente se llega al cuarto de baño, o digamos cuarto de la ducha.

Al lado mismo de la cama hay una mesilla metálica con cajón y ruedas. Es un mueble intencionadamente alto para que se pueda alcanzar bien desde las camas, también altas.

A mi derecha está el ancho ventanal, con visillos blancos y transparentes dotados de una cinta de plomo en la parte de abajo para que cuelguen bien rectos. Tienen que dar siempre una imagen de orden. Como el hormigón. Con la ventana abierta no deben moverse al viento bajo ningún concepto. Delante de la ventana está la caja con mis pañales, a su lado hay un cartón con cien guantes de plástico. Lo dice el rótulo. Seguramente ya son menos.

De la pared de enfrente cuelga un póster enmarcado sobre el que se aprecian las diminutas garras metálicas que sujetan el cristal. La fotografía muestra una arboleda y, en la parte de arriba, una inscripción en grandes letras amarillas que dice:
Ve con Dios.
¿De paseo o qué?

Sobre la puerta cuelga un pequeño crucifijo. Alguien le ha colocado una ramita detrás. ¿Por qué hacen eso? Además, siempre es la misma planta, la de esas hojitas dobladas hacia arriba, de color verde oscuro y brillo falso. La ramita siempre parece de plástico pero es natural. Creo que proviene de un seto.

¿Por qué ponen un trozo de seto detrás del crucifijo? Quiero que el póster y el crucifijo desaparezcan. Obligaré a mamá a descolgarlos. Espero con alegría la discusión. Mamá es católica y creyente. Un momento. Se me ha olvidado algo. Allí arriba está colgado un televisor. Aún no había mirado hacia esa parte de la habitación. Se encuentra insertado en un soporte metálico y está muy inclinado hacia abajo. Como si fuera a caerme encima en cualquier instante. Le voy a pedir a Robin que trate de moverlo, sólo para estar segura de que no se caerá. Si tengo televisor, también debo de tener mando a distancia para que no lo tengan que encender y apagar cada vez. ¿Estará en el cajón? Lo abro y siento mi culo. Cuidado, Helen. No hagas tonterías.

El mando se encuentra en uno de los compartimentos de plástico del cajón. Todo controlado, pues. Sólo que la anestesia empieza a bajar. ¿Tendré que llamar ya al timbre para que me traigan un analgésico?

Quizá el dolor no sea tan fuerte. Exacto, voy a esperar un poco para ver qué sensación me produce. Trato de pensar en otras cosas. En el unicornio, por ejemplo. Pero no funciona. Ya estoy apretando los dientes con más fuerza, todos los pensamientos están enfocados en mi ano herido y se me agarrota todo el cuerpo. Particularmente los hombros. Enseguida se va el buen humor. Robin tenía razón. Pero no quiero pasar por llorica después de lo bocazas que he sido hace un rato con Robin, a ver si puedo aguantar todavía un poco. Cierro los ojos. Tengo una mano delicadamente puesta sobre el ano parcheado de gasa, la otra sobre el botón del timbre. Estoy tumbada sin hacer nada y el dolor palpita. A medida que la anestesia va cediendo, empiezan a recorrer la herida oleadas de ardor. Los músculos se tensan. Las treguas entre las oleadas son cada vez más cortas.

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