Zonas Húmedas (16 page)

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Authors: Charlotte Roche

Tags: #GusiX

Si doy una vuelta entera con ambos dedos, movimiento que produce una sensación sumamente cachonda, llego al tabique anterior, situado directamente debajo del pubis. Ahí el chocho parece una tabla de lavar, como se suele decir, sin mucho acierto, de los abdómenes musculosos de los hombres. El tabique anterior del chocho es una tabla de lavar en el sentido estricto de la palabra. Una tabla en miniatura, claro está. Un rallador de queso. Eso es. Un rallador de queso. Con una superficie nodulosa parecida a la del paladar, pero con prominencias más chulas. Como las que se ven en el paladar del león cuando bosteza, exactamente así es el tabique anterior. Cuando lo aprieto con fuerza tengo la sensación de estar a punto de mearme sobre la mano y me suelo correr al instante. Y la corrida expulsa también un chorro de líquido similar al esperma. No creo que haya tanta diferencia entre el hombre y la mujer. Pero hoy no quiero correrme así.

Es hora de dejar las incursiones exploratorias en mi cuerpo.

Ahora necesito ambas manos. Froto con los dos índices y con fuerza las crestas de gallo..., un poco más, un poco más..., la otra mano se mueve hacia arriba, en busca de la repisa de la ventana. Cuando me corro me gusta sujetarme en algún sitio.

Mis corridas no suelen tardar. Por lo general, digo.

De repente me siento muy mojada. Y helada. Correrse te pone perdida. He tumbado un vaso de aguacates vertiendo toda el agua sobre mi cabeza y mi pecho.

Miro el camisón. Ha quedado traslúcido por el agua.

Los pezones marrones rojizo transparentan y sobresalen porque tienen frío. Si hoy hubiese un concurso de camisetas mojadas lo ganaría yo.

Por lo pronto sigo adelante con mi plan. Vuelvo a apretar el dedo corazón con firmeza en la trompa perlada a la vez que realizo con él pequeños movimientos circulares. Eso vuelve a ponerme cachonda y me va calentando desde abajo. Pero la cachondez que cunde en la pelvis no puede con el frío del agua. Ni siquiera eso funciona. Ni siquiera consigo esconderme debajo del catre de mi propia habitación de hospital y masturbarme con calma y paz. Suele ser mi ejercicio más sencillo.

Lo siento, Helen.

Trato de ponerme de pie haciendo palanca en la cama. Cuando ya he sacado el culo del charco llaman a la puerta. Como siempre, se abre simultáneamente a los golpes. Aquí nadie espera el «adelante».

Estoy segura de que cogen el picaporte con la mano derecha y llaman con la izquierda. Abren la puerta al tiempo que golpean.

Así siempre me pillan en la cama con la mano en el chocho. En algún momento he dejado de retirarla instantáneamente porque eso llama aún más la atención que dejarla donde estaba.

En los hospitales no hay secretos. Por tanto renuncio a los míos. De lo contrario, tendría que odiar demasiado a esos intrusos.

Veo unos pies y el palo de una fregona con un mocho ancho en su punta. Es la mujer de la limpieza que recorre la unidad.

15

No quiero que me vea. La fregona traza líneas serpenteantes en el suelo. Un animal que se va acercando. Contengo el aliento. Siempre pensamos que la respiración nos delata. Pero es una memez. Por lo general respiro muy discretamente. La mujer empieza en la puerta y avanza por el lado del armario en dirección a la cama. Serpenteando. De aquí para allá y de allá para aquí. Veo cómo el mocho recoge migajas y las va arrastrando. Descubro pelos, largos y oscuros, míos sin duda, ¿de quién si no?, antes de que la bestia reptante se los coma. También caza ratones, esas hermosas estructuras de polvo que se unen a pelillos, pelusas de calcetín y otros filamentos para formar pequeños nidos. La fregona poco a poco se va acercando a la mesilla y no dejará de meterse debajo del catre, por lo que encojo las piernas aguantándome el dolor. En efecto. Muy previsora, Helen. Ahora veo el palo apoyado en la cama. La mujer ha parado. Ruido de metales entrechocando. Está abriendo el cubo cromado de la basura sobre la mesilla.

—¡Pfff...!

Ha dicho algo. ¿Qué quiere decir ese «pfff...»? Seguro que se refiere a las gasas tiradas en el cubo. Pues que no las mire con lupa. No es culpa mía.

Oigo cómo se abre el cajón de la mesilla.

No es posible. ¿Qué está haciendo?

¡Fuera las manos! Ahí no hay nada que tocar. Sólo dinero que robar.

El cajón vuelve a cerrarse. Voy a controlar si falta algo. Era un juego al que nos gustaba jugar en casa. Papá quitaba un objeto de la mesa o del armario mientras nosotros teníamos que mirar para otro lado y después adivinar qué faltaba.

Es algo que se me da muy bien. Ya verás, tía fisgona.

Miro al suelo limpio y lustroso. La mujer ha dejado las huellas de sus pies en la superficie mojada. Exactamente. Ha empezado al revés. Es increíble. Comienza en la puerta y luego vuelve a ensuciarlo todo con sus pinreles. Cuando salga, el suelo estará más cochino que antes. A lo mejor es nueva. No me costaría darle ese pequeño consejo práctico. Veo cómo sus pies se encaminan hacia la puerta, mientras arrastra tras de sí la fregona cual cola de zorro borrando todas las pisadas. Te has exaltado en vano, Helen. Un método interesante.

Cierra la puerta a sus espaldas. Yo ya he empezado a incorporarme apoyándome en el catre.

Al paso más rápido que consiente mi ano taponado, avanzo hasta los pies de la cama, le doy la vuelta y me lanzo sobre la mesilla.

Abro el cajón y miro y remiro. Compruebo que no falta nada. Es un gran alivio porque sería terrible que la mujer de la limpieza robara a los pacientes. No me hubiera quedado más remedio que denunciarla, y probablemente la hubieran echado.

¿Y por qué ha abierto el cajón entonces?

Quizás sólo quería ver lo que tiene la gente. Quizás sea una manía suya o un fetiche. También se podría llamar afición.

Eso nunca se sabe. Aunque le preguntara, sé de sobra que no me diría la verdad. La gente es así, qué pena.

Yo mis fetiches los revelaría con toda franqueza. Pero a mí nadie me pregunta. Y nadie los adivinaría.

Vuelvo a mirar detenidamente haciendo memoria de las cosas que había. Pero está todo. No falta nada de nada.

Me encaramo de nuevo al catre y llamo al timbre de emergencia. Una enfermera entra con celeridad sorprendente y le explico que acaba de pasar la mujer de la limpieza y que no ha visto una gran mancha de agua en el rincón. Miento diciendo que se me ha caído un vaso de agua. Muy creíble, Helen. A veces realmente eres la monda. ¿Cómo iba a ocurrir eso? A no ser que lo hayas tirado a propósito al rincón. Pero la enfermera no pregunta, ni siquiera se extraña (al menos no noto nada), y llama a la mujer en el pasillo para que vuelva a la habitación.

La mujer entra y abre los ojos como platos al verme inopinadamente sentada en la cama. Me he tapado el camisón húmedo y transparente con la manta.

La enfermera señala el rincón de la cama y, con voz de mando, mala leche y un lenguaje deliberadamente simple y desarticulado, le dice a la mujer lo que tiene que hacer.

La enfermera hace mutis por la puerta mágica. La mujer de la limpieza desbloquea mi cama sin preguntarme y la aparta de la ventana, con esta viajera a bordo. Es una sensación agradable, como flotar sobre una alfombra voladora, pero no dejo que se me note. Porque hay que poner cara de perro cuando te empujan con la cama como si fueras un objeto o estuvieras en coma.

Además, y a diferencia de un asiento de coche, sentada en mi cama de hospital soy muy vulnerable a las curvas y los frenazos. Cuando después de un recorrido de dos metros la mujer para el carro sin avisar, casi me caigo fuera.

Pego un grito agudo. Es lo que acostumbro a hacer siempre que me pasa algo, sea bueno o malo. Grito fuerte. Si por ejemplo doy un leve traspié, enseguida suelto un chillido. Sacarse siempre las cosas de dentro, éste es mi lema. Si no, te da cáncer. También en el catre hago oír mi voz. Ahora también estoy encamada, aunque de distinta manera.

Después de mi grito aprecio un rictus en una de las comisuras de sus labios, un surco que apunta hacia arriba y no hacia abajo. ¡Habrase visto! Placer del mal ajeno se llama eso. Me pone furiosa. El día en que esa pendeja esté ingresada en un hospital y no pueda valerse por sí misma, le haré exactamente esto: la pasearé con su cama al estilo Aladino y cuando grite contraeré las comisuras hacia arriba para que lo vea claramente. Lo juro. Impresionas, Helen.

Mientras estaba entregada a mis fantasías de venganza miliunanochescas, la mujer se ha puesto manos a la obra con el charco. Despliega una gran agilidad fregonera. Hace repetidamente el ocho yacente, símbolo de la infinidad que aprendimos en el instituto, hasta que el agua queda absorbida.

Entonces me acuerdo de algo. Los pulmones o el corazón o lo que sea me da tal vuelco que me mareo. Mi mirada sube por el radiador de la calefacción y allí lo veo. Mi pelota de gasa empapada en sangre. Ay, no. Se me ha olvidado. La mujer todavía no la ha visto. Seguro que la tapa superior del radiador empotrado no forma parte de sus principales áreas de limpieza. Si tengo suerte sólo limpiará el rincón, sin levantar la mirada de la fregona. Así trato de tranquilizarme. Estoy deseando que no lo vea. Es curioso lo que a veces me da muchísimo corte y lo que no. Si ya ha soltado un «pfff...» al echar un vistazo al cubo de la basura, ¿qué hará si descubre la pelota de sangre? No, por favor.

Le digo que muchas gracias y le pido que me empuje de vuelta junto a la ventana, aunque todavía no ha terminado de limpiar. Quiero que me lleve como una paciente en silla de ruedas al lugar habitual y que se largue.

Apoya la fregona en la pared y agarra con sus fuertes manos la barra transversal de la cama. Y, ¡zas!, le da tal empujón que pega contra la repisa y se me escapa otro grito.

Todo el cabreo por tener que irles detrás a los sucios pacientes descargado en un solo movimiento.

Coge su herramienta de trabajo y sale, pero antes de cerrar la puerta tras de sí dice:

—Qué raro. Si usted ha tirado el vaso, ¿por qué está ahí lleno de agua?

El corazón me da otro vuelco.

Miro hacia la mesilla y veo mi vaso, lleno hasta el borde. Soy muy mala artífice de hechos falsos.

Tengo la sensación de que han pasado horas desde que he tenido la idea de masturbarme en el rincón. Horas fatigantes, sin la relajante cachondez que me había imaginado.

Tiro la pelota sangrienta al cubo de la basura.

No estés decepcionada, Helen. La próxima paja será mejor. Te lo prometo.

Paseo la mirada por la habitación para ver si se me ha olvidado algo más que no quiero revelar a mis congéneres.

No, todo está como estaba y debe estar.

Ya sólo tengo que quitarme el camisón mojado. ¿Me lo quito primero y después llamo al timbre o al revés? No serías Helen si primero llamaras al timbre.

Me descamiso, pues, y me tapo los pechos con la manta. Una sensación muy agradable. La manta tiesa tocando el cutis pectoral. ¿Habrán pasado la funda por la máquina planchadora a vapor? ¿Se llama así? Es lo que pone en los letreros de las lavanderías que leo de paso. Esa sensación de frescor la conozco de casa. La ropa de cama tiene que estar perfecta, dice mamá. Así la puedo manchar mejor.

Ahora llamo al timbre.

Por favor, que venga Robin.

A veces tengo suerte. Efectivamente, entra él.

—¿Qué ocurre, Helen?

—¿Me puedes traer un camisón limpio?

Le alargo la cosa húmeda y arrebujada, tratando de que la manta se deslice lo suficiente como para que pueda verme los pezones por un momento.

—Claro que sí. ¿Qué ha pasado? ¿Otra hemorragia o algo parecido?

Se preocupa por mí. Es sorprendente después de todo lo que le he dicho y enseñado. No estoy acostumbrada a eso.

—No, no. No ha sido una hemorragia. Te lo hubiera dicho enseguida. He intentado masturbarme debajo del catre y me he tirado un vaso de agua encima. Todo ha quedado hecho una sopa.

Suelta una carcajada y sacude la cabeza.

—Muy gracioso, Helen. Ya veo. No quieres decirme lo que ha pasado. Pero yo te busco uno limpio. Hasta ahora.

El breve lapso de tiempo en que Robin está buscando otro vestido de ángel en algún armario se me hace tan largo que me invade el aburrimiento y la soledad. ¿Qué hacer? Aprieto con la mano el pedal del cubo de la basura colocado sobre la mesilla y meto la otra mano. El tampón autofabricado ya no está rojo de sangre fresca sino marrón de sangre vieja. Abro el tupper situado al otro lado de la cama e incorporo la pelota de papel de váter a los artículos de higiene limpios. Espero que allí mis bacterias se multipliquen y se propaguen, repartiéndose con su invisibilidad bacteriana sobre las gasas y los algodones. El tupper al sol está sudando la gota gorda. Es el clima de incubadora perfecto para mis fines. Pero más tarde no podré olvidarme de retirar la pelota. Cuando me den el alta, a otro paciente anal le tocará continuar mi experimento, demostrándole al mundo que no pasa nada si se usan gasas contaminadas de otras personas para detener las hemorragias en heridas abiertas. Me encargaré de supervisarlo disfrazada de ángel verde, llamando cada día a la puerta y abriéndola al mismo tiempo para pillar al paciente anal haciéndose una paja. Es así como se va conociendo a la gente.

Entra Robin.

Me alcanza el camisón con una sonrisa. Dejo caer la manta en el regazo fingiendo que no me importa que me vea completamente desnuda por arriba. Inicio una conversación, aunque más bien para relajarme. Me enfundo las mangas del camisón y le pido que me lo ate por detrás. Anuda un lacito en la nuca y dice que tiene que seguir trabajando. Pero añade: por desgracia.

Hace rato que se ha ido cuando vuelven a llamar a la puerta. Seguro que se ha dejado algo. O quiere decirme una cosa. Adelante.

No. Es mi padre. Una visita sorpresa. Así nunca lograré hacerlos coincidir en la misma habitación. Me refiero a mis padres, que vienen y van cuando les da la gana, sin hacer caso a la coordinadora de visitas. Mi padre sostiene una cosa extraña en la mano.

—Buenos días, hija. ¿Cómo estás?

—Buenos días, papá. ¿Ya has evacuado?

—Impertinente —dice, y se ríe. Creo que puede imaginarse por qué se lo pregunto.

Estiro la mano como suelo hacer cuando se supone que papá me va a dar algo. Me pone el regalo en la palma. Un objeto raro con envoltorio transparente.

—¿Un globo? ¿Un globo gris? Gracias, papá. Así me pondré bien enseguida.

—Ábrelo. Siempre te precipitas, hija.

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