Zonas Húmedas (14 page)

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Authors: Charlotte Roche

Tags: #GusiX

Menuda huevomanía la mía. Antes, cuando era pequeña, los niños cantaban «pollito, pollito, agujero de huevito». Simplemente por la rima. Pero yo siempre le suponía un significado trascendente.

Una vez le conté a Kanell lo que yo me imaginaba cuando oía aquella frase, y entonces, una tarde hicimos de mi imaginación realidad.

El agujero era el chocho, más claro agua.

Y había que meterle un huevo. Chochito, agujero de huevito.

Primero cogimos uno crudo, pero se le rompió a Kanell en la mano a la entrada del chochito. Huevo jodidito. Aunque las cáscaras no me hicieron nada. Lo único que pasó fue que todo quedó lleno de gelatina, muy fría por cierto.

De manera que nos planteamos si realmente tenía que hacerse con un huevo crudo. Y llegamos a la conclusión de que no. Así que pusimos a hervir uno. Ocho minutos, para que quedara duro. Muy duro.

Y luego para dentro. Con lo que el agujero de huevito de aquella rima infantil se hizo realidad.

Desde entonces es nuestro juego íntimo. En el cabal sentido de la palabra.

Hay otra cosa que me gustaría hacer con Kanell.

Siempre me ha divertido jugar con los ganglios linfáticos de la región inguinal, moviéndolos de un lado para otro debajo de la piel. Como se puede hacer con la rótula. En una sesión reciente con Kanell le manifesté el deseo de que me los pintara con un marcador Edding. Para acentuarlos. Igual que con el maquillaje se hacen resaltar los ojos. ¿Será esto ya una fantasía sexual? ¿O sólo un nuevo adorno corporal? Seguramente sólo es fantasía si al pensar que los tengo pintados me pongo cachonda. Que es lo que me pasa. ¿Y qué sucede si la fantasía se lleva a la práctica? A Kanell se le da muy bien materializar mis fantasías y no podrá quejarse de que yo no se lo haya facilitado desde el principio.

En el prado una urraca se pelea con otra. ¿Cuál es el objeto de la discordia?

Los humanos calificamos a las urracas de animales malignos porque se comen los bebés de otros pájaros. Sin embargo, nosotros mismos nos comemos los bebés de casi todos los animales que figuran en nuestros menús. Cordero, ternero, cochinillo.

Veo a Robin paseando por el parque con una enfermera. Las urracas levantan el vuelo. Miro espantada a los dos caminando. Estoy celosa. No puede ser. No puede ser que se me despierte el apetito de propiedad por el solo hecho de que él haya fotografiado una vez mi llaga anal y yo le haya dado una charla calentadora sobre bricolages de bragas; y porque la enfermera pueda andar y yo no. O sólo muy, muy despacio. Ambos fuman. Y se ríen. ¿A qué viene esa risa?

Yo también quiero poder andar otra vez. Así que levántate y anda. A la cafetería. Porque cafetería aquí tienen, ¿verdad, Helen? Eso es. La mencionó el ángel verde. Y hacia allí me voy a encaminar, al paso lento que me impone mi estado, para buscar un café. Bien, Helen. Está bien que hagas algo normal y dejes de pensar en Robin y su urraca folladora o en tus padres copulando. No tengo prisa. Ha sido muy buena idea y se me podría haber ocurrido antes de ver a esa pareja de ponecuernos. El café es un gran estimulante de mi digestión. De hecho, quiero cagar en secreto, sin decírselo a los del hospital. Cagar sólo para mí. Para saber que todavía puedo y que no tengo el agujero cosido. A los de aquí no les digo nada, quiero utilizar este lugar para juntar a mis padres. Para que vuelva a unirse lo que debe estar unido.

Primero me doy la vuelta para quedar de bruces y bajar lentamente las piernas. Me tomo una pastilla de mi reserva de analgésicos que me será de gran ayuda en el camino. Interiormente estoy preparada para el largo viaje. Pero mi atuendo no lo está. Sigo llevando este vestido de ángel anudado arriba y sin nada por abajo. Así no se puede salir. Ni siquiera en un centro hospitalario. Ni siquiera como paciente anal. Seguro que en la cafetería hay mucha gente. Me dirijo a paso de tortuga hacia el armario, sabiamente empotrado en la pared para ahorrar espacio. Mamá me dijo que había dejado allí ropa para mí. Abro la puerta. Sólo hay camisetas y pantalones de pijama. No puedo. Para ponerse un pantalón de pijama hay que agacharse y meter primero una pierna y después la otra. Ay. Eso dilata el culo demasiado. A mamá no se le ocurrió traerme un albornoz u otra prenda fácil de poner. ¿Y ahora qué, Helen? Vuelvo despacio hasta la cama y quito la sábana. Me envuelvo en ella y la anudo en el hombro, quedando como un romano camino de las termas. Con este atavío te puedes mover dignamente por el hospital. Los cuatro palominos de cacasuda no desmerecen porque podrían interpretarse como otra cosa. Por ejemplo, el chocolate Kinder: cada vez que lo como se me cae la baba sobre las sábanas. Es muy creíble, Helen. Para tu suerte, nadie te hará un comentario al respecto. La gente no es así, no es tan tiquismiquis. A marchar, pues. En dirección a la puerta. Hace tres días que no he salido de esta habitación. Pero ¿tengo permiso de deambular? ¿Aunque esto no sea un ambulatorio? Estoy desvariando, debe de ser por los analgésicos. Más vale no preguntar tanto. Abre la puerta, Helen, y camina. En el pasillo hay mucha actividad. Todos están ocupados en algo. En traer y llevar cosas, en cambiarlas de sitio, siempre riéndose. Me parece que sólo fingen trabajar por si el jefe pasa por la planta. No quieren que las pille fumando en la cocina de las enfermeras, prefieren estar de palique en el pasillo moviendo algún carrito de aquí para allá. Pero a mí no me engañan. Paso muy despacio y a hurtadillas a su lado. No me saludan. Pienso que camino tan despacio que sus ojos hiperactivos no llegan a verme. El linóleo del suelo refleja la luz. Parece agua agrisada. Estoy caminando sobre agua. Estoy alucinando. Es por los analgésicos, sin duda. Todavía conozco el camino hacia el ascensor, es algo que se recuerda incluso al cabo de varios días. La vía de emergencia. La vía de fuga. A pesar de haber estado todo el tiempo postrada en la habitación, sé perfectamente qué camino tomar sin ser consciente de ello. Salir y doblar a la izquierda. En el pasillo hay horrendos cuadros de Jesucristo por todas partes. Los colgaron las enfermeras para darles gusto a sus padres. Que tarde o temprano terminarán aquí, en la unidad de Proctología, en la de Oncología o en la de Paliativos. En cualquiera de ellas, si no los cuidan en casa, que para mí es lo mejor. Voy muy doblada y me sujeto la barriga porque el culo no lo alcanzo en esta postura. Duele. Estoy frente a la puerta de cristal que da acceso a la escalera. Sólo tengo que apretar el pulsador, como hizo Robin, y la enorme puerta se abre automáticamente de par en par. Pero me quedo parada en vez de franquearla. No llevo dinero. Mierda. A desandar todo el camino. Tampoco esta vez toma nadie nota de mí. Seguramente me dejan vagar por mi cuenta, como también me dejan cuidar mi llaga. Situada en una parte muy poco higiénica de mi cuerpo, por cierto; la más antihigiénica que Robin puede imaginarse. Habitación 218. La mía. Abro la puerta y entro. Otra vez el silencio. Mi estúpido olvido me ha hecho gastar mucha energía. Miro en el cajón de la mesilla. Hay unos billetes de poca monta. Los debe de haber metido mamá mientras yo dormía. ¿O me lo dijo? ¿Lo he soñado? Memoria de mierda. De todas formas, ahora llevo dinero. Lo sostengo en la mano mientras camino, pues las sábanas con bolsillos aún no se han inventado. Mi culo se va acostumbrando al movimiento de las piernas. Ya ando un poco más deprisa que en mi primer intento. Debe de ser porque la pastilla empieza a hacer efecto. Durante todo el trayecto miro fijamente el suelo, a ver hasta dónde llego sin que me llamen la atención por mi indumentaria. Golpeo el pulsador. La puerta se abre y esta vez paso. La escalera es como un nuevo mundo donde se cruzan varias enfermedades. No sólo hay pacientes y enfermeras anales; hay una anciana que se pasea con un par de tubos que le salen de la nariz y terminan en una mochila sujeta a un andador.

Su dolencia por lo visto tiene que ver con la cabeza y no con la proctología. En la variedad está el gusto. Tiene un hermoso pelo plateado que está recogido en una larga trenza enroscada varias veces en la cabeza. Lleva un bonito albornoz, negro y con ásteres de color rosa de tamaño sobrenatural. Bonitas son también sus zapatillas, de terciopelo. Tienen una hinchazón que es indicio de un
hallux valgus
o juanete, una deformación del dedo gordo que se sobrepone al resto de los dedos y desplaza la articulación hacia fuera dejándola en una posición protuberante. Esos juanetes tienen fuerza destructora y a la larga revientan cualquier zapato. También esas zapatillas de terciopelo acabarán dentro de poco rajándose. Los dedos del pie hacen entonces como esos dientes de la boca que se empujan unos a otros tratando de quitar de en medio al que tienen al lado. Al final quedan completamente torcidos. El dedo gordo es el que triunfa en esa lucha. Lo sé porque yo también tengo un juanete. Todos los de mi familia lo tienen, tanto por línea materna como paterna. Visto en su conjunto, el mío es un patrimonio genético fatal. Como el dedo gordo quiere ocupar el espacio que corresponde a los pequeños, éstos tienen que ser amputados uno tras otro. A mi tío, mi abuela y mi madre apenas les quedan ya dedos en los pies. Éstos terminarán pareciéndose a las pezuñas del diablo.

Quiero volver a pensar en algo bonito y trato de cerrar con broche de oro mi contemplación de la abuela.

En efecto, incluso sus chistorras son hermosas. Antes les decía yo varices a esas ramificaciones venosas. Pero un día me informé. Se llaman chistorras. Todo en esta mujer es hermoso, salvo el juanete y los tubos. Pero los tubos seguramente se los quitarán pronto. Espero que no tenga que morirse con ellos.

Pulso el botón de llamada del ascensor y le cruzo los dedos a la guapa anciana al tiempo que la saludo en voz muy alta.

Por si oye mal. Muchas veces los ancianos se asustan cuando son interpelados. Están muy acostumbrados a ser invisibles para los demás. Pero luego se alegran un montón de que alguien los haya visto.

El ascensor llega desde arriba.

Lo veo por la flecha luminosa roja. Si bien recuerdo (de cuando me esterilizaron), la cafetería está en la planta subterránea.

Las puertas del ascensor se abren hacia ambos lados con un sonoro chirrido y me invitan a abordarlo. No hay nadie más en la cabina. Bien. Pulso PS.

Al lado pone «Cafetería». Aprovecho el viaje para levantar mi toga con la mano que sostiene el dinero y sacar con la otra el tampón autofabricado. Tal cual, empapado en sangre y mucosidades, lo dejo cerca de los botones.

Es el lugar que atrae la mayor atención posible en esta caja móvil. Directamente debajo hay una barra para sujetarse. Desdoblo la herradura del tampón, pringado y pegajoso, y lo coloco a horcajadas sobre la barra, en el justo medio. Hecho. Suelto la toga como si no hubiera pasado nada. Se abre la puerta; hay dos hombres esperando. Perfecto. Parecen padre e hijo. Veo en sus caras que son de una familia que tampoco gasta muchas palabras sobre las cosas importantes de la vida. El padre está enfermo, tiene el rostro cetrino y lleva un albornoz. ¿Enfermo del tabaco? El hijo debe de estar de visita. Los saludo con cara radiante.

—Buenos días caballeros.

Y salgo con el cuerpo todo recto. Una postura que aguanto poco tiempo. Los hombres han entrado en el ascensor. Se cierra el telón. Vuelvo a doblarme hacia delante y oigo desde el ascensor una voz indignada y decrépita:

—¿Qué es eso? ¡Dios mío!

Seguro que no lo quitarán ellos mismos. No se les ocurrirá pensar que sólo es sangre menstrual, inofensiva. De hecho, parece haberse desprendido de una herida. Ni siquiera se reconoce la gasa por lo rechupada que está. Efectivamente, podría tratarse de un trozo de carne. De carne humana. Hoy en día todo el mundo tiene miedo de tocar sangre. Padre e hijo avisarán en la unidad donde se bajen. El padre se pondrá en medio de la barrera luminosa para impedir que el ascensor y mi regalito continúen su viaje, y el hijo tendrá que buscar a una enfermera por los pasillos. Ella, a su vez, tendrá que buscar un guante de goma y una bolsa de basura para quitar el cuerpo del delito. Y quizás también una bayeta húmeda para pasarla sobre la barra embadurnada.

Dará las gracias a padre e hijo por haber demostrado tanto valor cívico en materia de higiene. Después mi obra irá a parar a los residuos especiales del hospital.

Ya he llegado a la cafetería. Entretanto el dinero ha pasado por ambas manos y ha cogido un poco de pringue sanguíneo. Los dedos que he metido en mis partes evidencian restos de sangre bajo las uñas. La sangre al aire se vuelve marrón y coge un aspecto de caca o tierra. Mis manos menstruales parecen ahora las de una criatura que ha jugado con el barro. Más tarde la sacaré al estilo ratoncito. Limpiarse las uñas con los dientes en público da la sensación de que te las estás comiendo. No me parece bien hacerlo a la vista de la gente porque cualquiera lo toma como señal de debilidad psíquica. De inseguridad, de nerviosismo. Por tanto hay que hacerlo en casa y a escondidas. Comer o ser comido. Un café, por favor. Para recompensarme por el largo viaje, hoy me obsequio con uno de sabor a caramelo.

Pago con mi billete de sangre y estoy contenta de que tarde o temprano termine circulando. Permanecerá en el cajón de la caja registradora, sujeto bajo la pinza de plástico, hasta convertirse en dinero de cambio. Luego recalará en la cartera de un enfermo que cuando reciba el alta lo hará volar por el mundo. Siempre que me dan un billete con restos de sangre, lo primero en que pienso es en una hemorragia nasal causada por esnifamiento excesivo. Una práctica que a menudo deja salpicaduras de moco y sangre en el extremo del billete enrollado que ha estado metido en la nariz. Pues se ve que hay otras fuentes sanguíneas de las que se puede nutrir un billete. Con mi taza de café y las monedas del cambio me dirijo a una mesa desocupada de la cafetería. Por fin lo he conseguido. Estoy tomando café como una más de los que pertenecen al universo hospitalario. He recorrido un largo camino y he desconcertado en él por lo menos a tres personas con actos antihigiénicos. Un día bueno.

Mientras estoy aquí tomando café voy a pensar en qué hacer para alargar mi estancia en el hospital. De alguna manera tendré que provocarme otra herida o volver a abrirme la que ya tengo. ¿Pero cómo hacerlo sin que parezca intencionado, sin que los padres o los médicos lleguen a sospechar? La cafetería se va llenando de gente. Es la hora del café. La mayoría de los presentes quieren salir de aquí lo antes posible. Yo quiero quedarme todo el tiempo que pueda. Creo que los únicos que desean estirar al máximo su estancia hospitalaria son los sin techo. En nuestra ciudad hay un tal Willi el Ciego. No sé por qué todos lo llaman así, puesto que de ciego no tiene nada. Por lo menos cuando yo hablo con él. Siempre quiero darle algo. Mamá dice que si se les da dinero sólo compran droga o se matan antes bebiendo. No tiene ni idea. Cuando yo bajaba a la ciudad siempre hablaba con él y me acercaba mucho a su cara para olfatearlo. No olía en absoluto a alcohol. Primera equivocación de mamá. En cuanto a las drogas, se lo pregunté directamente. Se echó a reír y meneó la cabeza. Le creo. Así que empecé a sacar dinero de la cartera de mamá y a guardarlo para él. Cuando bajaba a la ciudad sin mamá se lo entregaba diciéndole que era de mi madre. Y que muchos saludos. Pero le dije que era mejor que nunca le diera las gracias porque ella no quería que la gente le prodigara muestras de gratitud en la vía pública. De manera que él la tomaba por una dama noble y generosa, aunque modesta, y no por una cristiana mentirosa. También mangué en casa sacos de dormir, alimentos y ropa para Willi. Él pensaba que todas esas cosas se las mandaba mamá. Cuando me cruzaba con él junto a mi madre, nos mirábamos brevemente y bajábamos los ojos con una sonrisa de complicidad.

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