Zonas Húmedas (5 page)

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Authors: Charlotte Roche

Tags: #GusiX

Los hijos cuyas madres insisten en dejar mal al padre, en algún momento acaban vengándose de ellas. Todo vuelve como un bumerán.

Nuestra profesora de Pedagogía tiene razón.

—No lo sé. Me pusieron anestesia general. Dicen que todo ha ido bien. Duele. ¿Has traído mis huesos?

—Sí, están ahí.

Señala la repisa de la ventana, y allí, al lado mismo de la caja de los pañales, hay otra con mis queridos huesos. Muy bien. La puedo alcanzar sola.

—¿Has traído la cámara?

La saca del bolso y la deja sobre la mesilla.

—¿Para qué la necesitas aquí, en el hospital?

—Mamá, pienso que no sólo hay que documentar los momentos felices de la vida, sino también los momentos de tristeza como las operaciones, las enfermedades o la muerte.

—Con esas fotos en el álbum familiar seguramente les darás una gran alegría a tus hijos y nietos.

Sonrío con sorna. Ay si supieras, mamá.

Quisiera que se fuera rápido. Para que pueda hacerle caso a mi culo. Los únicos momentos en que quiero pasar más tiempo con ella son aquellos en los que tengo esperanzas justificadas de poder juntarla con papá. Que hoy no viene. Pero mañana vendrá sin falta. El hospital es el lugar perfecto para las reunificaciones familiares. Será mañana. Hoy toca fotos del culo.

Se despide y antes de salir dice que me ha dejado las
cosas
de dormir en el armario. Gracias. ¿Y cómo llego? Es igual. Con tanto vendaje prefiero tener los bajos sin nada. El aire es bueno para la herida.

En cuanto mamá se va, llamo al timbre para que venga Robin.

A esperar. No eres la única paciente, Helen, aunque te cueste imaginarlo. Ahí viene.

—¿En qué puedo ayudarla, señorita Memel?

—Quisiera preguntar algo. Y no me diga que no de entrada, por favor. ¿Vale?

—Usted dirá.

—¿Podría ayudarme...? Ah, y otra cosa: ¿sería posible que dejáramos de hablarnos de «usted»? El «usted» no va con lo que voy a pedirle.

—Claro. Con mucho gusto.

—Tú eres Robin y yo soy Helen. Bien. ¿Puedes ayudarme a sacar fotos de mi culo y mi herida? Quiero saber absolutamente qué aspecto tienen en estos momentos.

—Ya. Déjame pensar un instante si las normas me lo permiten.

—¡Por favor! Si no, me vuelvo loca. No tengo otra forma de saber cómo he quedado. Ya sabes que Notz no sabe explicarlo. Al fin y al cabo se trata de mi culo. Porfa. Con palpar no saco nada en claro. Necesito verlo.

—Comprendo. Es curioso. Los pacientes nunca quieren saber cómo han quedado. Vale. ¿Qué hago?

Selecciono la opción «fotografiar platos de comida» en el menú de la cámara. Primero sin flash. Suele quedar más bonito. Empiezo a quitar el parche y el tapón. Tardo más de lo que pensaba, menuda cantidad de gasa me han embutido en el culo. Me vuelvo cuidadosamente al otro lado, con la cara hacia la ventana, y separo las nalgas con ambas manos.

—Ahora acércate todo lo que puedas y sácame una foto de la herida, Robin. No muevas la cámara, es sin flash.

Oigo un solo clic y me enseña la foto para que le dé el visto bueno. No se ve prácticamente nada. Robin no tiene el pulso firme. Debe de tener otros talentos. Por tanto, hay que hacerlo con flash. Nuevo intento.

—Haz varias fotos cambiando de enfoque. Desde muy cerca y desde lejos.

Clic, clic, clic, clic. No para.

—Está bien, gracias.

Me devuelve la máquina con cuidado y dice:

—Llevo mucho tiempo trabajando en la unidad de Proctología
y
nunca había podido ver la herida que aquí tienen todos. Te lo agradezco.

—Yo te lo agradezco a ti. ¿Puedo ver ahora mi ano con calma?
¿Y
volverías a hacerme el favor si te
lo
pidiera?

—Claro que sí.

—Eres un tío
muy
majo, Robin.

—Y tú aún más.

Sale sonriendo. Vuelvo a meterme el tapón de gasa.

5

Me he quedado sola con esta cámara donde se ocultan las imágenes de mi herida. No tengo idea de lo que me espera. El pulso se me acelera, me entran sudores de lo excitada que estoy.

Voy dándole a los botoncitos hasta que en el display salen las imágenes que me interesan. Me acerco la cámara a los ojos. Aparece la foto de un agujero sanguinolento, la luz del flash le ha calado muy hondo. Está abierto. Muy abierto. No hay indicios de un esfínter cerrado.

No aprecio ni rastro de la piel marrón rosada del anillo anal, prieta y redonda. La verdad es que no distingo nada que me sea familiar. A eso se refería Notz con lo de «incisión cuneiforme...». Pues muy mal explicado. Estoy horrorizada con el ojo de mi culo, mejor dicho, con lo que ha quedado de él. Es más ojo que culo.

Por tanto, la carrera de modelo de culo ya la tengo vedada. La zona quedará tan sólo para usos privados. ¿O será que sostengo la foto al revés? No, no puede ser. Seguro que Robin sostuvo la máquina en la misma posición.

Ay, ay. Es que se ve todo. Me siento mucho peor que antes de mirar las fotos. Y el dolor me ha vuelto de golpe.

Ahora, sabiendo cómo tengo eso, ya no creo que llegue a desaparecer nunca. La zona del corte no tiene nada de piel, está roja, en carne viva.

Primero tendré que dejar que cicatrice y se cubra de piel. ¿Cuánto tardará eso? ¿Unas semanas? ¿Varios meses? ¿Y qué hay que comer para lograr una rápida formación de pellejo anal? ¿Arenques?

¿Acaso pretenden que haga pasar la caca al lado de la carne desollada? Jamás. ¿Cuántos días o semanas podré contenerme? Y si consigo contenerme mucho tiempo, la caca se pondrá más gruesa y dura y, a su paso, el dolor será infinitamente mayor. Voy a preguntarlo. Necesito absolutamente que me den un astringente para que primero la herida pueda curarse. Toco mi timbre de SOS.

Esperando. Voy a aprovechar el tiempo para ver las otras fotos hechas por Robin. No hay ninguna en la que la herida aparezca menos dramática. ¿Y qué es eso que hay alrededor? Granos de viruela escandalosamente rojos y a mansalva. Me los toco con la punta de los dedos, una vez en cada nalga. Los siento perfectamente. Cuando me palpaba antes, no los notaba. Tengo el tacto bastante atrofiado si lo comparo con la vista, tendré que entrenarlo más porque así no voy a ninguna parte. ¿Y de dónde saldrán esos granos nefastos? ¿Será alergia? ¿A las operaciones anales? Vuelvo a echar un vistazo a las fotos. Ya. Ya sé: es una erupción postafeitado. Antes de la operación te depilan. Pero se ve que no lo hacen con mucha delicadeza. Zas, zas, a palo seco, sin agua ni jabón. Prácticamente te arrancan el pelo para poder ir a lo suyo.

Para afeitar, los de aquí son todavía más salvajes que yo. Antes no me depilaba en absoluto. Me decía que el tiempo que perdía con esa cosa lo podía aprovechar mejor. Y eso hacía. Hasta que encontré a Kanell. Es de África, de Etiopía, para ser precisa. Un sábado vino a comprar en la frutería donde trabajo para mejorar un poco la paga del domingo. Monto el puesto a las cuatro de la mañana y despacho hasta la tarde. Mi jefe, el campesino dueño del puesto, es racista. Lo cual no deja de ser gracioso porque cree que tiene que vender frutas y verduras muy exóticas. Piensa que así cubre un hueco de mercado. ¿Pero quién sino gente de África, India, Sudamérica o China sabe preparar toronjas, tupinambos o quimbombós?

De manera que mi jefe campesino anda todo el día enfadado por los extranjeros que le molestan queriendo comprar en su puesto y no para de quejarse de lo mal que pronuncian el alemán. Si es él quien los atrae con su mercancía. Kanell no lo comprendió cuando el otro le espetó su «¿Algo más?».

Y tuvo que preguntarle qué quería decir. Al explicárselo, el campesino lo miraba de arriba abajo y sentí tanta vergüenza que después me escabullí del puesto para disculparme.

Fui corriendo por los pasillos del mercado para buscarlo. En algún momento lo tuve delante y le toqué el hombro con la punta del índice. Se dio la vuelta y le dije sin aliento:

—Hola. Disculpe, por favor. Sólo quería decirle que he pasado mucha vergüenza por mi jefe.

—Se lo he notado.

—Bien.

Nos miramos con una risa.

Luego me puse nerviosa y no se me ocurrió nada mejor que decir:

—Bueno, tengo que volver al puesto.

—¿Estás depilada?

—¿Qué?

—¿Que si estás depilada?

—No. ¿Por qué lo preguntas?

—Porque me gustaría depilarte. En mi casa.

—¿Cuándo?

—Cuando salgas de trabajar. Después de que cierre el mercado.

Me apunta su dirección, dobla el papel varias veces hasta dejarlo muy pequeño y me lo entrega en mi sucia mano como si fuera un regalito. Fue definitivamente una de mis citas más espontáneas. Meto el papel en el bolsillo del pecho de mi delantal verde y vuelvo orgullosa al puesto del racista.

Durante las horas que siguen prefiero no pensar en lo que me espera en ese piso. De lo contrario, me pondría demasiado nerviosa y al final no iría. Lo que indudablemente sería una pena.

Cumplida la jornada, guardo mi dinero negro y me encamino hacia la dirección indicada. Llamo al timbre en cuyo letrero pone Kanell. Debe de ser el apellido. O bien tiene un nombre y un apellido tan complejos que, como hacen algunos jugadores de fútbol, escogió un nombre de artista pronunciable para los tontos de los europeos. La puerta se abre con un zumbido y ya oigo su voz por la escalera:

—Segundo piso.

Doy un paso hacia dentro y la puerta se cierra inmediatamente a mis espaldas, tocándome casi el occipucio y proyectando un chorro de aire frío en mi pelo. Se ve que la palanca está demasiado tensa. Sé que tiene un tornillo que hay que aflojar para que cierre de manera un poco más elegante. Eso me lo enseñó mi padre. Si vengo aquí más veces traeré un destornillador de punta en cruz para arreglarlo.

Me levanto la falda y deslizo la mano entre las bragas, hundo el dedo corazón en las profundidades de mi chocho dejándolo un rato en el calor de las entrañas, y lo vuelvo a sacar. Abro la boca y meto el dedo muy adentro. Cierro los labios alrededor del dedo y lo saco lentamente, chupando y lamiendo con fuerza para dejar el máximo de sabor a chochito posible en la lengua.

Porque no puede ser que me abra de piernas para dejármelo chupar en toda regla por un tío y no tenga idea del aspecto, el olor y el sabor de mis partes.

En nuestro cuarto de baño están todos esos espejos tan útiles que me ayudan a mirar cómodamente el interior de mi chocho. Y es que una mujer, desde arriba y sobre su vientre, lo ve de manera totalmente distinta al hombre que en el catre bucea con la cabeza entre sus piernas.

La mujer sólo ve un pequeño manojo de pelo que sobresale y, como mucho, dos bulbitos que insinúan los labios mayores de la vulva.

El hombre ve unas fauces muy abiertas, salidísimas y con mechones de carne por todas partes. Ve, pues, más que la propia mujer, que tiene los bajos tan extrañamente ocultos y arrinconados. Por tanto, quiero ser la primera en conocer el aspecto, olor y sabor de mi mucosidad en vez de estar tirada ahí resignándome a dar gusto al otro.

Me meto la mano en el chocho cada vez que me siento en la taza del váter; poco antes de mear hago el test. Es remover el dedo en su interior, dragar el máximo de mucosidad posible y olerla. Suele tener buen aroma, siempre que previamente no haya comido mucho ajo o comida india.

La consistencia varía bastante, y unas veces se parece a la del queso cottage y otras a la del aceite de oliva, siempre según el tiempo que hace que no me lavo. Y eso depende de con quién quiero tener sexo. Muchos flipan con el queso cottage. Quién lo diría. Pero es la realidad. Suelo preguntar antes por el gusto de cada uno.

Después lo voy chupando enterito del dedo y paladeando como un gourmet. Suele tener un sabor excelente. Salvo en las ocasiones en que la mucosidad tiene un regusto agrio, cuyo origen todavía no he descubierto. Pero acabaré averiguándolo.

El test hay que hacerlo en cada ida al váter, porque ya me ha pasado encontrarme en el apuro o el disfrute de tener sexo espontáneo. También en esos momentos quiero estar al tanto de la producción mucosa de mi coño. Helen no deja nada al azar. Sólo después de haberme cerciorado exactamente de mi querida y valiosa mucosa dejo que un hombre se la zampe.

He terminado de saborearlo y estoy entusiasmada. Así es como una queda presentable y degustable. Flujos un tanto atrufados y rancios. Eso a los hombres les suele poner cachondos.

Y ya subo corriendo. No hay que caminar despacio fingiendo que es algo que se hace a menudo. Nada de jueguecitos. Subiendo a la carrera le hago ver cuánto me urge y lo intrigada que estoy. En la puerta coge mis manos con sus manos y me besa en la frente. Me lleva a la sala de estar. Hace mucho calor. La estufa ruge. Debe de ser para que me pueda quedar desnuda un rato. Está oscuro. Las persianas están bajadas. Sólo hay una minúscula lámpara de mesa de veinticinco vatios. A la luz de su foco, en el suelo, hay un barreño lleno de agua humeante. A su lado, una pequeña toalla doblada, una maquinilla de afeitar para caballeros y un spray de espuma de afeitar. Todo el sofá está cubierto de toallas grandes.

Me desnuda rápidamente. Sólo tiene problemas con la falda. Un cierre complicado. Parece que no le basta con levantarla, quiere quitarme hasta el último pedazo de tela. Le ayudo. Me acuesta en diagonal sobre el sofá, con la cabeza en el rincón y el culo junto al abismo. Me apoyo con un pie en el brazo y quedo como en el ginecólogo, en postura Brökert.

Se desnuda completamente delante de mí. No me lo esperaba. Pensaba que yo me quitaría la ropa y él permanecería vestido. Tanto mejor. Ya tiene los pezones duros y una media erección. Su polla es delgada, con glande aguda y, vista desde mi posición, ligeramente levógira.

En el pecho lleva el tatuaje de un pan, que por su forma es más parecido a la hogaza que al integral cuadrado. Poco a poco mi respiración se va calmando. Suelo acostumbrarme rápidamente a situaciones insólitas. Cruzo los brazos detrás de la cabeza y me quedo observándolo. Parece muy activo y feliz. Por lo visto no tengo que hacer nada más que estar tumbada. A ver.

Sale del cuarto y vuelve con una lámpara de minero encendida en la frente. No puedo menos de reírme y le digo que se parece a un cíclope. Es un tema que acabamos de tratar en el instituto. Secunda mi risa.

Echa un cojín en el suelo y se arrodilla encima, dice que no quiere que le salgan callos en las rodillas. Después moja ambas manos en el agua caliente y empieza a frotar mis piernas. Ya. Primero por abajo, para hacerme entrar en calor.

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