Read Sueños del desierto Online
Authors: Laura Kinsale
Él se inclinó sobre su esposa y la besó.
—No merezco que seas tan buena.
—Quizá —dijo ella dándole unos ligeros toquecitos en la mejilla—, pero ahora estamos hablando de tu inocente hija.
Él frunció levemente el ceño.
—No tan inocente. Es una mujer adulta, casada. —Levantó los ojos y miró con aire distante a la ventana—. Es todo tan extraño… He estado indagando. Mari, ¿sabes quién era el tal Winter? El heredero de Belmaine, ¡por el amor de Dios!
—¡Belmaine! Oh, seguro que lo has entendido mal.
—No. La noticia ha llegado a través del Foreign Office. Arden Mansfield, vizconde de Winter. Único hijo del conde de Belmaine. Muerto en un levantamiento en Arabia. El informe ha llegado desde El Cairo, en el mismo correo que la carta de la señora Smith.
Su esposa se sentó en silencio, pellizcando el cubrecama.
—Pero ella no ha dicho nada.
—Ni una palabra. No sé más que lo que me escribió la señora Smith. Pero, Mari… Belmaine estaba allí. En el muelle. No se acercó. Dejó que me la llevara.
—Entonces es que no lo ven con buenos ojos.
Él meneó la cabeza.
—Dios, ¿cómo iban a verlo con buenos ojos? Zenia es…
—Descendiente de dos primeros ministros y varias casas aristocráticas —lo interrumpió Marianne con acritud—. Sea legítima o no, no podrán quejarse de su ascendencia.
—Pero entonces, ¿por qué viene a mí? Sin duda él le habrá dicho que acuda a sus padres si se queda sola.
—Quizá ha preferido acudir a ti.
—Pero ¡Belmaine! Ni siquiera le ha hablado. No creo ni que supiera quién era.
—¿Y por qué iba a saberlo? Es imposible que ella lo haya visto antes, igual que a ti. La pobre muchacha está desorientada. Tendré que invitar a cenar a la señora Smith y su hermano. Hemos de darles las gracias.
—Sí —concedió él abstraído—. Pero ¿quién los casó, Mari? No creo que sea fácil hacer una boda cristiana en un país musulmán…, un matrimonio que aquí se considere legal.
—En el periódico he leído que hubo un misionero norteamericano en el funeral de su madre —dijo Marianne con voz tranquila.
Él la miró. La muerte de la dama del desierto no se había comentado en la casa de Bentinck Street, aunque en los periódicos habían aparecido numerosas cartas y necrológicas.
—Sí —dijo él cogiéndola de la mano—.Yo también lo leí. —Apretó los labios—. Supongo que es imposible dejar atrás el pasado.
—No cuando lo tienes en el piso de arriba —repuso ella con ironía.
—Amor mío, es peor de lo que piensas. —Suspiró y luego apretó la mandíbula—. No te he contado todo lo que decía la carta. Ella está… embarazada.
—Una consecuencia natural del matrimonio.
—¡Querida mía, no lo entiendes! —Se levantó con un movimiento repentino—. No creo que de verdad esté casada. Y tampoco creo que Belmaine lo crea.
—Oh, ya verás —exclamó el joven Michael, mientras Marianne entraba llevando personalmente la bandeja con el budín de Navidad, con ayuda de la doncella—. Ahora vas a probar una cosa que seguro que te gusta, Zenia.
Había acebo y plantas por toda la casa. Las habitaciones olían a acebo, a comida y vapor, a verde, e, inspirándose en una revista donde se mostraba cómo celebraba la reina las Navidades en Windsor, Marianne y Zenia habían envuelto bombones en papel de plata y lazos para colgarlos de las ramas del arbolillo.
Ese año tendrían una celebración muy tranquila, había dicho Marianne; solo acudiría el compañero de papá, el señor Jocelyn, un abogado del Doctor’s Commons que siempre comía con ellos el día de Navidad. Pero a Zenia le pareció espléndido.
—Budín de ciruela —dijo con reverencia, mirando el perfecto semicírculo que colocaron delante de su padre.
—Macerándose desde octubre —dijo Marianne. Giró la bandeja para colocarla en la posición exacta, y le entregó el cuchillo a su marido—. Primero el trozo de Zenia —dijo, y acompañó la mano de este para aquel primer corte.
Él la miró de soslayo, frunciendo los labios con expresión divertida.
—Me parece que ya sé por dónde vas, querida. —Clavó el cuchillo en el budín, y lo movió—. ¿Así?
—No, para el otro lado —dijo ella imperturbable, y él obedeció.
Cuando estaba sacando el pedazo, una moneda de plata cayó de entre la masa.
—¡Buena suerte! —exclamó el joven Michael, inclinándose hacia delante en su silla—. ¡Le ha tocado el chelín! ¡Buena suerte para Zenia!
—Sí, señor, buena suerte —dijo Jocelyn con tono afable.
Era más joven que su padre, con ojos marrones e inteligentes que sonreían con facilidad. Sus ropas eran excepcionalmente pulcras, y sus maneras afables. Zenia se había sentido a gusto con él enseguida.
Su padre le guiñó un ojo a Jocelyn cuando le pasó a Zenia su plato.
—Feliz Navidad, y próspero año nuevo. Por favor, haz los honores con la salsa, Michael.
Zenia se mordió el labio y observó emocionada cómo Michael echaba un buen chorro de salsa encima. Sabía que lo habían preparado todo para que ella encontrara la moneda, pero no le importaba. Hacía que todo fuera mejor.
El joven Michael le puso el plato delante. Todos observaban, en silencio. Zenia levantó la vista con sonrisa trémula y pinchó un trozo de budín con salsa.
Casi se atraganta.
—Puaj. —Se llevó la mano a la boca, riendo y haciendo una mueca de asco—. ¡Oh, no! ¡Sabe espantoso!
Todos gruñeron.
—¡Espantoso! —exclamó Marianne.
Y le hizo estallar una galleta con sorpresa en la cara, que escupió trocitos coloridos de papel y caramelos sobre la mesa.
—¡Yo me lo comeré! —gritó Michael, acercándose el plato y cogiendo un buen bocado. Levantó exageradamente los ojos al techo al saborearlo—. ¡Perfecto! ¡Delicioso!
Zenia cogió la galleta que tenía junto a su plato y la tiró delante de él, y se puso a reír como una loca cuando vio que el estallido lo hacía pestañear.
—Quiero mi moneda —dijo Zenia, y dicho esto cogió el regalo y lo limpió de migas.
—Quédate tu estúpida moneda —repuso Michael alegremente—. Si eres tan tonta para pensar que nuestro budín de Navidad es espantoso… ¡Qué cabeza hueca!
Zenia miró algo inquieta a Marianne, con la esperanza de que no se hubiera ofendido, pero Marianne sonreía con las mejillas arreboladas. Poco después de la llegada de Zenia había sufrido un ataque de reúma, y a ella le gustó ayudar en lo que pudo. Las semanas de enfermedad hicieron que Zenia se sintiera más como en casa. Útil. Ya estaba acostumbrada a servir, y se sintió encantada de poder atender a una paciente tan poco exigente. Mejor pensar en Marianne que en lo que le pasaba a ella.
El horrible traje negro de Suez había sido sustituido, pero Zenia seguía vistiendo de negro, y la modista que fue a la casa le aconsejó con pragmatismo una prenda que pudiera darse con facilidad por la cintura. No se hizo ninguna otra mención a su estado. A veces, cuando levantaba la vista de su labor o de alguna carta que estaba escribiendo para Marianne, descubría a su padre mirándola con aire sombrío, pero el hombre sonreía enseguida con calidez y todos sus temores desaparecían.
Prefería no pensar en ello. Era mejor vivir el momento, el acebo, los regalos de Navidad, los villancicos de los niños que llamaban a la puerta y el placer de servirles un ponche caliente. Cantó un dúo que el señor Jocelyn le enseñó, mientras él tocaba el piano y la acompañaba con su profunda voz de barítono. Perdió en el juego de las prendas y ganó en «Ni bien ni mal ni sí ni no» y en mímica. En la última ronda, cuando las campanas de la iglesia tocaban un cuarto para la medianoche, el joven Michael imitó a un camello. Zenia no ganó; se obligó a reír muy fuerte y entonces dijo que tenía que subir a buscar un chal.
En su habitación, se echó el chal sobre los hombros y se sentó, y se puso a toquetear el borde de la prenda con nerviosismo.
—No llores —susurró, mirando las ascuas del fuego—. No llores.
No se dio cuenta de que el tiempo transcurría hasta que oyó los pasos del joven Michael pasar de largo ante su puerta. Poco después su padre llamó suavemente a la puerta. Zenia levantó la vista y se arrebujó en el chal cuando entró.
—No te levantes —dijo el hombre con suavidad—. Es hora de acostarse.
Cerró la puerta tras él. Zenia estaba muy quieta, anudando y desanudando los extremos del chal. Su padre se acercó a la parrilla del fuego y se apoyó contra ella. Parecía incómodo, como si hubiera olvidado por qué estaba allí.
—Son unas Navidades maravillosas —dijo Zenia—. Las más maravillosas…
—Por favor —la interrumpió él—. Sé que quieres darme las gracias, pero solo vas a hacerme las cosas más difíciles. Es el primero que tienes, ¿verdad?
Ella clavó la vista en el fuego.
—Zenia… solo quería que supieras que eres bienvenida en esta casa. Cuando el bebé llegue…
Ella levantó la vista bruscamente.
—Sí, lo sé —dijo—. La señora Smith me informó. No he querido presionarte ni hacerte sentir incómoda. Solo quiero que sepas que este es tu hogar. Ya no alternamos mucho en sociedad; a mí hace tiempo que no me interesa, y Marianne… Bueno, ya conoces su estado. Este es un vecindario liberal, con artistas, escritores, ese tipo de gente. Nadie se mete en los asuntos de los demás. No sé qué tenías pensado para tu futuro, pero…
—Me quedaré con vosotros para siempre —se apresuró a decir ella—. Si puedo.
Él esbozó una sonrisa.
—Bueno, para siempre quizá sea más de lo que piensas, pero puedes quedarte hasta que decidas por ti misma que deseas marcharte. Aún eres joven, y podrías volver a casarte.
Ella bajó la cabeza.
—Gracias —susurró.
—¿Crees que habría que informar a la familia de tu esposo de tu estado? —preguntó con suavidad.
Ella hizo un gesto de negación.
—¿Ni siquiera por el bien del pequeño?
Un pequeño que a Zenia no le parecía real. La señora Smith ya se lo había dicho, luego la modista, y ahora su padre. Zenia sentía los cambios de su cuerpo, pero en su vida todo había cambiado; lo que le estaba pasando a su cuerpo era solo parte de un todo.
—¿Y por el bien de lord Winter? —preguntó el hombre cuando vio que Zenia no contestaba—. ¿Crees que es justo para su memoria que ocultes la existencia de un hijo suyo a su familia?
Ella se mordió el labio.
Su padre se arrodilló a su lado.
—Zenia, ¿es hijo de lord Winter?
—Sí —dijo ella. Las palabras brotaron más claras y fuertes de lo que había creído posible.
Su padre tenía las cejas fruncidas. La miró durante un largo rato.
—¿Se aprovechó de ti? —preguntó al fin—. ¿Te forzó?
—No. —Zenia cerró los ojos—. Oh, no. Solo quería que durmiera. Yo tenía miedo y él me ayudó a dormir.
Pensó que su padre preguntaría más. Pero se quedó arrodillado a su lado, sin hablar.
—Prometió que me traería a Inglaterra —añadió ella, observando el rostro preocupado de su padre—. Me dio su palabra. Y lo ha hecho.
El hombre puso sus manos sobre las de ella.
—Zenia, tengo que preguntarlo. Debo hacerlo. ¿Se casó contigo?
Ella sujetó los bordes del chal.
—Será terrible si no lo hizo, ¿verdad? ¿Me golpearán? ¿Me apartarán de tu lado?
—¡No! —exclamó el padre, apretándole las manos—. No, por supuesto que no.
—Utilicé su pase para conseguir un pasaje. Y todos empezaron a llamarme lady Winter y a ayudarme, y fueron amables conmigo. Y yo… ¿qué podía hacer? No tenía ningún sitio adonde ir. Quería volver a casa. Encontrarte. ¡Es lo que siempre he querido, encontrar a mi padre!
—No pasa nada. —La abrazó contra su hombro y la meció—. No pasa nada, dulce niña.
—¡No tengo que llorar! —dijo Zenia apartándose y poniéndose en pie. Respiraba agitadamente, nerviosa—. A él no le gustaría que llorara.
Su padre se levantó. Su figura se veía desdibujada contra el fuego y la repisa de mármol blanco. Zenia apretó los dientes y se llevó las manos a los ojos.
—Si me dejas quedarme —dijo—, si dejas que me quede y ayude a Marianne y pase aquí las próximas Navidades, que le diga a Michael qué feliz que me siento cuando consiga su nombramiento en la guardia de granaderos, que estoy segura de que lo conseguirá, porque lo desea tanto… ¡Si me dejas quedarme…!
—Claro que puedes quedarte —dijo su padre—. Y yo me arrodillaré y daré cada noche las gracias a Dios por lord Winter, porque él te ha traído a mí.
Estaban a finales de marzo y Zenia se encontraba con Marianne en la salita, regando un tiesto de coloridos narcisos. Dejó la regadera en el suelo, inclinándose con torpeza a causa del volumen cada vez mayor de su vientre.
La puerta se abrió. Era su padre.
—Zenia —dijo con gesto—, debes bajar un momento, querida. Tienes visita.
La expresión de su rostro hizo que a Zenia se le helara el corazón. Marianne se puso en pie.
—¿Quién es, Michael?
—El conde de Belmaine.
—Oh, Dios —dijo Marianne—. ¿Quieres que vaya contigo?
Zenia los miró a los dos, inquieta.
—¿Quién es el conde de Belmaine? —preguntó con timidez.
Su padre le sonrió con expresión cordial.
—Ah, ojalá el hombre te hubiera oído preguntar. Quizá le bajaría un poco los humos. Es el padre de lord Winter, querida mía. No debes tenerle miedo. Yo estaré contigo, y si lo deseas Marianne nos acompañará también.
Zenia lanzó una ojeada a Marianne, que había tenido una semana algo dura.
—No. No bajes. Si papá me acompaña…
—Allí estaré —dijo el hombre abriéndole la puerta.
En el estudio de su padre, un hombre alto y elegante esperaba en pie junto a las cortinas abiertas. El sol de invierno iluminaba la curva de su mejilla y su frente. Zenia tuvo un sobresalto al ver el parecido, y eso le hizo perder la compostura que tan desesperadamente había tratado de mantener. Se quedó junto a la puerta, sintiéndose perdida.
El hombre la observó durante un largo y embarazoso momento, lo bastante para que Zenia viera que era más orgulloso que su hijo, que sus ojos eran azules pero más fríos; su piel, clara; su porte, rígido e inflexible, y los cabellos, oscuros y salpicados de canas. Miró directamente a su cintura, sin pudor, con expresión grave, y luego levantó la vista a su rostro.
—Deseo hablar con ella a solas.
—Mi hija me ha pedido que me quede con ella —repuso su padre—. Zenobia, este es lord Belmaine. Belmaine, mi hija.