Sueños del desierto (12 page)

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Authors: Laura Kinsale

Zenia podía sentir su mirada sobre ella. Ella era incapaz de mirarlo; ni siquiera podía llorar. Sus manos no dejaban de temblar.

De pronto sintió los dedos de él en sus mejillas, obligándola a levantar la cara, como había hecho el emir. Los ojos azules de lord Winter le escrutaron el rostro con intensidad.

—¿Conoces a tu padre? —preguntó—. ¿Sabes quién es?

Ella se humedeció los labios. Con dedos temblorosos, buscó bajo sus ropas y le entregó la miniatura.

Él ni siquiera la miró.

—Es Bruce —dijo, con los ojos aún clavados en su rostro—. Es Michael Bruce, ¿verdad? Dios nos ampare. Eres inglesa.

Zenia asintió.

—¿Qué me has hecho hacer? —preguntó él furioso, apartándose con violencia. Se puso a andar arriba y abajo—. Eres inglesa. ¡Inglesa! —De pronto se detuvo y la miró por encima del hombro—. ¿Cuántos años tienes?

—Veinticinco —dijo ella débilmente.

Él rió.

—Dios. —Se cubrió el rostro con las manos y echó la cabeza hacia atrás—. ¡Dios!

Zenia bajó la vista a sus rodillas.

—Lo siento. —Tragó saliva—. Yo no quería venir aquí.

—Tú no querías… —Lanzó una risotada feroz—. ¡Eres inglesa! Por Dios, ¿cómo diablos se suponía que…? —De pronto calló—. ¡No! —Se volvió hacia ella—. No… Dime que no era para que te llevara a Inglaterra. ¡Dime que no eres tan estúpida como para eso!

Zenia sentía que no podía respirar.

—¡Mi padre! —exclamó, incapaz de decir nada más a la vista de la vehemencia con que aquel hombre estaba negando su sueño—. ¡Quería llegar hasta mi padre!

La expresión del rostro de lord Winter la asustaba. Había un extraño brillo en sus ojos, una ira que la hizo aplastarse contra la pared.

—Entonces, ¿por qué no te fuiste? —preguntó, con una voz tan baja que Zenia tembló.

—¿Cómo iba a hacerlo? —replicó con un sollozo—. No podía decírselo al cónsul. No tenía dinero. ¡Estaba sola!

—¡Que no se lo podías decir al cónsul! —Una vez más habló a gritos—. ¿Y por qué no ibas a poder decírselo? Su trabajo es ocuparse de ti.

—¡Las deudas de mi madre! ¡Me habrían vendido para pagarlas!

Él se quedó mirándola.

—¡Necia! —susurró—. ¡Pequeña ignorante! ¿Es que nos tomas por bárbaros? Solo tenías que decirlo. Lo único que tenías que hacer era decirlo: soy inglesa, necesito ayuda. Habríamos removido cielo y tierra para sacarte de allí.

—¡Oh, sí! —dijo ella con una repentina amargura—. Mi madre necesitaba ayuda y le retiraron su renta, y dejaron que se muriera de hambre.

—A tu madre tendrían que haberla fusilado —espetó él.

Zenia se levantó con dificultad.

—Oh, sí, estoy segura de que eso habría sido más de tu agrado, oh padre de los diez disparos. Me sorprende que no lo hicieras tú personalmente.

—Pues lo habría hecho si hubiera llegado a tiempo —dijo él con inquina—. De haber sabido que existías.

Zenia sentía una necesidad salvaje de defender a su madre, así que lo atacó a él.

—¡Tú eras su amigo! ¡Tú podrías haberla ayudado!

—Era imposible ayudarla. —Se quitó la kefia de un tirón y la arrojó a un lado, sin dejar de andar arriba y abajo—. Le traía mil libras cada vez que venía, para que pagara parte de sus deudas, pero antes de que saliera por la puerta ya se las había gastado en champán francés y sedas para sus estúpidos bajás. —Se detuvo ante ella mirándola con los ojos entrecerrados—. Me daba igual lo que hiciera con el dinero; era su vida y tenía derecho a vivirla como quisiera, pero, Dios, mírate. Dudo mucho que hayas tenido una camisa nueva en los últimos diez años.

Un profundo sollozo ahogó la respuesta airada de Zenia. Se oprimió el puño contra la boca.

—Por el amor de Dios, no empieces… —espetó él con la mandíbula apretada.

Zenia trató de contenerse, pero las lágrimas empezaron a caer por su rostro.

—Quería tener z…zapatos.

La mirada de él se posó en los pies de la joven y volvió a su rostro. Cerró los ojos con fuerza y meneó la cabeza con una risa crispada.

—Me habría ocupado de que llegaras a Inglaterra. —Su voz sonó extrañamente desvalida—. No entiendo por qué no me lo dijiste.

—Tenía miedo de ti —repuso ella débilmente.

—Pero ¿por qué? —Volvió a menear la cabeza, como si estuviera desconcertado—. ¿Por qué?

Ella se humedeció los labios y bajó la vista.

—Os oí hablar a ti y a mi madre —dijo en un hilo de voz—. No te gustan las mujeres.

—¿Qué? —exclamó él perplejo.

—Pensabas igual que ella. Decías que detestabas a las mujeres. —Vaciló—. Tenía miedo de que me dejaras sola si te enterabas. O… o… mataste a una mujer por engañarte. Pensé que, mientras creyeras que era Selim, tolerarías mi compañía. Que no me dejarías aquí.

Hubo un largo silencio. Zenia tragó saliva, sintiendo la garganta muy seca, y levantó la mirada. El pelo negro del hombre estaba desordenado por causa de la kefia, sudado y polvoriento.

—Tolerarte. —Frunció el ceño con fiereza y le limpió las lágrimas de la mejilla con el dorso del dedo—. Dios, si estoy vivo es gracias a ti. —El dedo se deslizó por su mejilla, algo áspero, arrastrando algunas lágrimas y unos granos de arena—. Pequeño lobo, ¿cuál es tu nombre?

—Zenobia.

Los dedos se detuvieron.

—Por supuesto —dijo él con tono seco—. Oh, por supuesto. —Retrocedió y abrió los brazos—. ¡Zenobia, reina de Palmira! —declaró con rimbombancia—. Ya me imagino a la vanidad de quién iba dirigido ese acto.

—Si no te gusta puedes llamarme Zenia. Mi madre lo hacía. Creía que yo era demasiado remilgada para estar a la altura de mi nombre.

—¿En serio? —Lanzó una risa desdeñosa—. Apuesto a que nunca te vio guiar a un camello a lo alto de una duna.

Zenia miró al suelo.

—No.

—Pero has vivido con los beduinos. Durante mucho tiempo.

—Ocho años. Mi madre me mandó con ellos. Para que viviera de este modo. ¡Odio el desierto! —añadió con saña—. ¡Lo odio! ¡No quiero morir aquí!

Él se quedó mirándola. Zenia se cubrió la boca con el dorso de la mano, tratando de contener un sollozo.

—No lo harás —afirmó él con una expresión grave en sus ojos azules—. Te hice una promesa, y la mantendré, pequeño lobo… si no me matan primero.

Eran peones. Zenia era un peón. Arden no estaba muy seguro del papel que le correspondía a él, pero haría lo que hiciera falta para sacarla de allí sana y salva.

Y se temía que para eso habría que pasar por el fuego de la revuelta. El príncipe Rashid lo llamó a su presencia sin ella. Quería saber qué fuerzas aportarían los
englezi
, y Arden mintió descaradamente. Barcos, armas, hombres… Lo describió con todo detalle, y fijó su llegada en una fecha tan lejana como se atrevió.

—Dos meses,
billah
—exclamó Rashid disgustado. Dio una calada a su larga pipa.

—Podríamos haber concretado los detalles en privado —dijo Arden—. Habéis movido pieza demasiado pronto.

Los ojos de Rashid se abrieron con desmesura ante el descaro de sus palabras.

—No tenía alternativa. Los saudíes están a medio día de aquí. —Su labio se curvó con desdén—. Esos perros wahabíes vienen de la correa de sus amos egipcios. Recibiré al príncipe Jalid ibn Saud esta noche.

—¿Con hospitalidad o con fuego? —preguntó Arden.

Rashid miró uno a uno a los hombres que había con ellos en la sala.

—Ya lo veremos,
englezi
. Ya lo veremos. Dios decidirá.

—¿Puede contar mi reina con vuestra protección?

Él inclinó la cabeza en señal de asentimiento.

—Está bajo mi protección. Quizá debiera desposarla hoy mismo —añadió con una leve sonrisa.

Arden no dijo nada.

—¿Qué es para ti, oh padre de los diez disparos? —inquirió Rashid con voz tranquila.

—Mi reina —contestó él—. Soy su espada y su escudo.

—Eso está bien, por Alá. ¿Es virgen?

—Sí.

Rashid asintió.

—Hemos oído hablar de su madre, la reina inglesa Ester. Se dice que su coraje avergonzaría a cualquier varón. Y la hija… Ha cabalgado en medio de un
ghrazzu
y ha cruzado las arenas rojas. Es un milagro de Alá. Dará a luz hijos valerosos, si Dios quiere.


Inshallah
—musitó Arden—. Debéis protegerla.

—Y ¿el precio de la novia? —inquirió el príncipe.

Arden miró a sus ojos negros y astutos. Y se dio cuenta de que aquello superaba toda prudencia.

—Una yegua —dijo—. Sarta de Perlas.

Por un momento, Rashid no dijo nada. Luego se encogió de hombros. Se puso en pie bruscamente, con gesto altanero, y todos los suyos lo imitaron.

—Cuando llegue el momento, te llevaré a ver todas mis yeguas. Encontrarás todas las perlas que quieras entre ellas, por Alá.

Era una revuelta condenadamente silenciosa. Aquel silencio inquietaba a Arden, que fingía dormir a pesar del calor del mediodía.

Él y la muchacha no hablaban. Cuando los momentos iniciales de ira pasaron, Arden se sintió desarmado e incómodo, y no era capaz de pensar en ninguna palabra tranquilizadora que no fuera una mentira. Mejor no decir nada, como cuando estaban en el desierto.

Así que Arden se había dedicado a examinar la cámara, buscando una vía de escape, pero las ventanas estaban a una altura que equivalía a tres veces la suya, las columnas de la hilera central eran demasiado anchas para poder aprovecharlas, ni aun teniendo una cuerda, y la puerta era totalmente impenetrable, salvo para un hacha o un fuego. Finalmente se sentó, y apoyó la espalda contra un cojín polvoriento.

Durante las horas que estuvieron esperando, con sus destinos en suspenso, estuvo tumbado, escuchando, pensando, observando.

No había nada suave ni voluptuoso en ella. Era una hembra, como la de cualquier especie animal, con una belleza ruda, casi dolorosa, cortante como la hoja de una espada.

Zenia. Zenobia. No conseguía verla como ninguna de aquellas dos personas. Para él era Selim, su cachorro de lobo, su muchacho libre del desierto.

Cerró los ojos. Y se incorporó de un salto en cuanto oyó los gritos y la cerradura se abrió por fin.

Antes de que se pronunciara ni una palabra, Zenia supo que se hallaban en grave peligro. En la sala de guardia había armas y lanzas apiladas, y, cuando ella y lord Winter pasaron, los soldados wahabíes y los egipcios siguieron en posición de firmes, con mirada glacial.

Ella caminaba delante, ataviada aún con su camisa raída del desierto y los pies descalzos. Lord Winter la seguía. Cuando salieron de su encierro, él permaneció detrás, como si le debiera homenaje, y en aquellos momentos la escoltaba como si fuera su guardia de honor.

Zenia sabía muy bien qué papel debía representar, aunque no habían hablado de ello. Era como si, desde el momento en que los soldados habían ido a buscarlos, ella y Arden hubieran quedado ligados en mente y espíritu: sabía exactamente lo que él estaba pensando, igual que él sabía lo que ella pensaba.

Cuando llegaron a la entrada del salón, Zenia se detuvo. Los invitados ya habían acabado su festín y ahora los diferentes grupos de hombres se hallaban congregados alrededor de enormes bandejas, comiendo lo que quedaba del arroz y el cordero. El príncipe Rashid contemplaba la escena, con los brazos cruzados, como un anfitrión solemne y cortés. El emir saudí, sentado sobre un montón de alfombras, vestía una túnica del blanco más puro y austero frente al púrpura, el verde, el rojo luminoso de Rashid. El
agha
que llevaba anudado alrededor del pañuelo de la cabeza era de lana sencilla y oscura en lugar de oro. A su derecha, en una posición de honor, había un general egipcio, con sus pantalones turcos, el manto rojo y el fez alto con borla. Tenía el rifle-revólver de lord Winter sobre el regazo, y estaba tan concentrado examinándolo que no levantó la vista cuando las conversaciones cesaron.

De pie en la puerta, Zenia sentía la presencia de lord Winter a su espalda. En medio de aquel silencio podía oír su respiración, suave y regular, como una mano firme sobre su hombro.

Avanzó con la cabeza bien alta. Pensó en su madre, se obligó a ser su madre, lady Hester, que había desafiado el peligro y se había enfrentado al mismísimo Ibrahim Pasha. Su madre, que había dirigido su vida con una valentía inflexible, implacable, desdeñosa. Caminó hasta el centro de la sala y se detuvo.

—¿Quién eres tú? —preguntó al príncipe saudí con una voz fuerte y autoritaria.

El mentón afilado del hombre bajó ligeramente bajo la nariz ganchuda. Sus ojos negros se tiñeron de ira y, por un instante, solo un instante, pareció que iba a levantarse.

Se contuvo a tiempo. Eso habría sido como reconocer el rango de la mujer. Hubo un murmullo entre los hombres que lo rodeaban, pero callaron cuando el príncipe Rashid alzó la mano.

—Jalid ibn Saud, el longevo, el próspero, que Alá bendiga a mi príncipe —dijo Rashid, suavizando la tensión del momento. Y volvió ligeramente la cabeza hacia el emir wahabí—. La hija de Ester, reina de los
englezi
, que recorre el desierto en busca de un príncipe de sangre noble con quien casarse.

—¡Que Alá se la lleve! —exclamó uno de los hombres que acompañaban a Jalid, todos vestidos con el mismo blanco puritano, un jeque religioso que comentaba las leyes del Corán—. Que el Profeta la calcine, a ella, sus padres, su familia y todos los
englezi
.

Zenia dio un paso al frente y levantó la mano como si fuera a golpearlo. Los hombres que había más cerca se encogieron, atemorizados, pero ella mantuvo la mano en alto un instante y luego la bajó.

—Cobardes —les escupió—.
Billah
, ¿os acobardáis ante una mujer?

—¡Una mujer con ropas de hombre! ¡Una abominación! —exclamó el jeque—. Cubre tu vergüenza y que Alá desgarre tu vientre.

Zenia sintió que la garganta se le cerraba de horror. Su rostro estaba helado en una expresión de calma. Sin hacer caso del jeque, miró al príncipe Rashid. Lord Winter había dicho que estaban bajo su protección.

—¿He de aguantar esto? —preguntó.

—Eres mi invitada —dijo él.

—No. —La voz agria del emir saudí los interrumpió—. No tiene derecho a apelar a las leyes de la hospitalidad. Esta mujer se presenta ante mí acusada de inmoralidad y depravación. Debe ser castigada. Y el hombre que la acompaña también, como espía franco que es.

El general egipcio levantó la vista. Con expresión aburrida, se apoyó en la culata del rifle y miró al emir con ojos oscuros y penetrantes.

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