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Authors: Laura Kinsale

Sueños del desierto (4 page)

¡Si al menos hubiera acudido alguien que no fuera lord Winter!

Zenia aferró la miniatura que llevaba colgada al cuello bajo los pliegues a rayas de su
abah
raído. Era su única posesión, un frágil hilo: la única cosa que, a veces, le permitía pensar que, a pesar de lo que veía, ella no era un beduino harapiento. Años atrás, en uno de sus histéricos arrebatos de melancolía, lady Hester había tirado aquel recuerdo, pero miss Williams mandó a Hannah Massad a buscarlo. La dulce compañera de su madre le puso a Zenia el pequeño retrato en la mano con mirada asustada. «Este es tu padre —le susurró—. No lo olvides nunca. ¡Tu madre no debe saber que lo tienes!»

Y a ella, que era una niña, el miedo que vio en la mirada de su única amiga le causó una honda impresión. Todos temían al mal genio de lady Hester y sus castigos orientales. No vacilaba en moler a palos a un sirviente que se equivocaba, en hacer que le golpearan las plantas de los pies hasta dejarlo tullido, y se vanagloriaba de la fuerza con que podía abofetear a una doncella descarada. Zenia se movía por la estancia de su madre con aprensión, obedeciendo al instante cada orden, razón por la que se la tachaba a diario de débil y apocada.

Así pues, tal como le habían advertido, Zenia siempre había puesto un gran cuidado en ocultar el pequeño retrato de su padre. Lo cuidaba con mimo. Lo sacaba de debajo de sus ropas solo en la más estricta intimidad y memorizaba las facciones del atractivo joven, sus bellos ojos, la sombra de una tierna sonrisa en su expresión, como si estuviera mirando algo muy querido en la distancia. En sus sueños, la miraba a ella. En el interior había un mechón de pelo y un pedazo de papel con una caligrafía poco pulida: «Para mi más tierno amor, la criatura más maravillosa del mundo, tuyo afectuosamente, Mic. Bruce».

Su tierno amor era su madre, claro. La criatura más maravillosa del mundo. Pero su sonrisa… Zenia apretaba la miniatura contra su pecho y se guardaba aquella sonrisa amantísima para ella.

Se puso en pie, con el guardapelo en la mano, tragándose las lágrimas. Se limpió el rostro con la manga, devolvió los papeles a su sitio y, tras apagar la lámpara, se hizo un ovillo en un rincón con su mosquete roto. En vida, su madre nunca quiso oír hablar de enviarla a Inglaterra. Pero en una ocasión, lady Hester estuvo recordando sus tiempos de adolescente entre los más grandes hombres de Estado del momento, mientras fumaba su narguile y le contaba al doctor Meryon reverentes historias sobre su tío el señor Pitt y su abuelo, lord Chatham, ambos primeros ministros, imitando el ceceo de lord Byron, riendo por la forma en que Lamartine besaba a su perro de lanas. Luego, a altas horas de la noche, llamó a Zenia a su lado y le prometió que había un dinero apartado para que ella pudiera volver a casa.

Ahora Zenia se sentía como una estúpida por haber creído a su madre. Lady Hester siempre había sabido avivar la imaginación de quienes pasaban largas noches escuchándola. Y Zenia le había creído, había creído aquello que deseaba por encima de todo. Pero nunca hubo ningún dinero reservado como lady Hester le dijo o, si lo hubo, seguro que se había gastado hacía tiempo en un par de pistolas para duelos o en el arnés con trenzado de oro de un camello para complacer a algún bajá mentiroso y de voz melosa, o, lo más probable, lo habrían robado los buitres que su madre tenía a su servicio.

Zenia se abriría paso en la vida por sí misma. Aun cuando no tuviera un penique y estuviera descalza, aun cuando no supiera dónde vivía su padre o siquiera si vivía, Zenobia estaba decidida. Detestaba el desierto y Dar Joon. Volvería a su hogar, un hogar donde nunca había estado. Buscaría a su padre en Inglaterra y viviría como una inglesa, que es lo que era.

Trató de encontrar una posición más cómoda, apoyando los hombros contra la pared. Llevaba cuatro días sin dormir. Había estado junto a su madre, mientras lady Hester yacía envuelta en sus túnicas blancas, tosiendo, respirando a boqueadas, en tanto sus criados recorrían Dar Joon robando lo poco que pudiera quedar. Su madre la azuzó groseramente para que los detuviera, pero en cuanto Zenia se levantaba lady Hester la reclamaba a su lado.

Ahora, acurrucada en un rincón, Zenia tenía miedo de dormirse. Había entradas secretas a la fortaleza, y a veces los lobos saltaban los muros. Nunca había estado tan sola, y deseó haber bajado al pueblo con los otros. Ahora no podía irse, en medio de la oscuridad, con tantos demonios sueltos. En cuanto cerraba los ojos, el llanto angustioso de su madre volvía a su mente y se fundía con sueños muy vívidos. Zenia temblaba, tenía miedo de despertar y encontrarse el fantasma de lady Hester llamándola. Las voces parecían resonar por las habitaciones vacías, manos blancas salían de debajo de túnicas claras para detenerla.

El sonido de un disparo la hizo sacudirse. De pronto las voces eran reales: gritos, pasos que corrían. Zenia se encorvó en el rincón, mirando hacia la puerta. La luz se movía, arrojando sombras fantásticas al jardín del exterior.

Una figura con una túnica blanca oriental entró furtivamente. Zenia jadeó. Su madre… Pegó la espalda a la pared, mirando el fantasma de su madre. Se quedó petrificada, muerta de miedo, mientras el fantasma se agachaba entre las sombras, junto a la entrada. Por un instante pudo ver el brillo del metal y entonces también este desapareció en las sombras. Oyó el percutor de una pistola.

—¡Cachorro de lobo! —susurró una voz de hombre.

Aquellas palabras en inglés la sobresaltaron. Jadeaba en silencio por el miedo. No quería contestar ni revelar su posición.

—¿Conoces alguna salida? —susurró la voz—. Tienen cubierta la entrada principal y el túnel que sale del establo.

Zenia estaba demasiado asustada para contestar. Oía voces ásperas en el exterior, el sonido de una puerta que derribaron.

—¡Maldita sea! ¿Estás aquí?

—Sí —susurró Zenia.

—¡Entonces ayúdame, por Dios!

—Junto a la fuente —dijo ella con voz temblorosa—. Bajo la enredadera.

El hombre renegó en inglés por lo bajo.

—¿No hay nada más cerca?

—No, milord.

—Ve delante.

Zenia se sentó apoyándose contra la pared, temblando.

—¿Vienes? —preguntó él en voz baja—. ¡Esta gente no son precisamente respetables, cachorrillo! Son desertores.

¡Desertores! Zenia aferró su mosquete roto y se puso en pie, temblando de pies a cabeza. Los otros se estaban acercando. De pronto la luz aumentó: acababan de irrumpir en el patio.

De nuevo el brillo del metal: el hombre estaba apuntando desde la puerta. La explosión la hizo saltar del susto; un resplandor amarillo iluminó su rostro y la habitación, quemándole en los párpados, y luego todo volvió a quedar a oscuras y oyeron gritos de ira.

—¡Vamos! —espetó lord Winter, y Zenia se dirigió hacia la puerta, trastabillando con las cajas. En la oscuridad, el vizconde la aferró por el brazo y la empujó al patio.

Alguien saltó sobre ella. Zenia tuvo que contener un grito y se encogió contra lord Winter. Notó que el hombre se movía y unas manos la sujetaban con fuerza; luego un golpe sordo y feo, un gruñido, y los dedos que la sujetaban se aflojaron. La culata del arma de lord Winter la golpeó en la clavícula cuando el hombre trataba de recuperar el equilibrio, y los cañones de sus armas chocaron, pero Zenia se lanzó a ciegas contra la pared del patio.

Seguida muy de cerca por lord Winter, dobló una esquina a toda velocidad, sintiendo que los dedos de sus pies se hundían en la tierra, avanzando de memoria y al tacto, porque no veía nada. La mano de lord Winter la sujetaba por el hombro.

A su espalda, un disparo resonó por las paredes. Zenia tropezó con una raíz. Se había torcido el tobillo. Cayó aparatosamente sobre un rosal, con un fuerte dolor en la pierna, y sintió las espinas que se le clavaban en las manos y el rostro.

Lord Winter la levantó, pero una tercera persona entró en acción, y la escena se convirtió en un revuelo de empujones y forcejeos. Zenia no habría sabido decir si las punzadas que sentía desgarrándola eran un cuchillo o las espinas. Rodó sobre sí y se puso de rodillas, apoyándose sobre el mosquete, mientras una nueva detonación le estallaba en el oído. Y vio la escena como una naturaleza muerta: lord Winter incorporándose sobre una rodilla con el rifle a la altura del codo, la brillante bola de fuego que salió directa al pecho de aquel hombre barbudo. La deslumbrante detonación ocultó el resto, pero Zenia oyó que el cuerpo caía pesadamente contra las rosas.

Trató de correr, pero el tobillo le falló y volvió a doblársele la pierna. Lord Winter la levantó. Zenia utilizó el mosquete roto a modo de muleta y avanzó cojeando, tanteando el camino con la mano libre.

De pronto chocó contra el borde de mármol de la fuente y ahogó un grito. Deslizándose hasta el costado, se puso a buscar la entrada secreta a gatas entre la maraña de madreselva.

Una luz proyectó una sombra en la pared.

—¡Abajo! —ordenó lord Winter bruscamente, y ella se agachó.

Zenia palpó la pared, buscando, temiendo que el hombre se hubiera quedado sin balas. Era imposible que hubiera cargado el rifle mientras corrían, y no había visto que llevara pistolas.

Pero aún no había terminado de pensar esto cuando él disparó… dos veces, en rápida sucesión. La luz desapareció.

—¡Aquí! —susurró ella.

Lord Winter fue tras ella, apartando la vegetación, y bajó al hueco en pendiente. Zenia se arrastró sobre la barriga, con su mosquete al lado. Cuando llegó al agujero de salida apartó con su pie bueno el arbusto que la ocultaba y salió al exterior de los muros. Bajo la luz de las estrellas, el valle y las montañas de piedra caliza estaban blancos y silenciosos, y el barranco se extendía desde la base del muro en una oscura maraña de roca.

El tobillo le dolía, un dolor agudo que la dejaba sin respiración. Lord Winter se adelantó, con su pañuelo árabe al viento y el rostro en sombras.

Zenia trató de levantarse y gimió levemente, pero hacía ya tiempo que había aprendido que en el desierto los que se rezagan pronto quedan olvidados. Así que trató de seguirlo cojeando desesperadamente por el terreno irregular. Dieron un rodeo para evitar la entrada principal y el pueblo, y tomaron un camino de cabras apenas visible. Zenia se arrastraba sobre las piedras ayudándose con manos y pies.

Mientras pudo siguió el paso rápido del vizconde, pero el dolor la hacía perder terreno hasta que al fin se quedó tan atrás que perdió de vista su silueta imprecisa.

Se hallaba sola en la oscuridad. Pero Zenia no dejó de avanzar con rapidez, incluso cuando llegó al pie del valle, porque tenía miedo de lo que vería si se detenía y miraba atrás. Por las noches había cosas misteriosas allá fuera, sobre todo esa noche, con su madre yaciendo en la cripta. Lady Hester estaba furiosa: Zenia lo intuía. Sabía que quería abandonarla. Su madre había escogido Dar Joon deliberadamente por su completo aislamiento, para evitar que sus sirvientes tuvieran adónde huir aparte del minúsculo pueblo, donde era fácil encontrarlos. Entre Zenia y el camino a Inglaterra se extendía un territorio seco y montañoso poblado por chacales y lobos y guerras civiles. No poseía más que la ropa que llevaba puesta, un mosquete roto sin pólvora y el pánico a caminar sola por los pasos plagados de demonios.

Un alarido salvaje llegó de algún lugar entre los riscos, más arriba. Zenia tropezó y cayó de rodillas. Trató de ponerse en pie, de oír algo por encima de su respiración jadeante. Al principio no percibía nada; pero, cuando se apoyó contra el mosquete, oyó la risa de un chacal. Miró atrás, en dirección a Dar Joon. La luna apenas empezaba a asomar, y lo cubrió todo de frías sombras que parecían vivas. Mientras miraba, vio que las sombras se arrastraban por el suelo hacia ella y tuvo que cerrar los ojos para no echarse a llorar.

Entonces oyó los cascos. El sonido surgía de la noche, resonaba entre las rocas, y no habría sabido decir de qué dirección provenía. Se levantó tambaleante justo cuando el animal saltaba sobre ella, una inmensa mole oscura, un
yinn
, un demonio de aliento caliente que salió de la noche con su madre a lomos de él, ataviada con una etérea túnica de color claro. El animal casi la arrolla, y sus cascos levantaron un surtidor de arena y piedras. Zenia gritó y trató de huir, pero el tobillo le falló y sintió un dolor tan grande que se mareó y se hizo la oscuridad.

Lo siguiente que supo es que notaba la mejilla dolorida contra un suelo de roca, que tenía el mosquete cogido bajo el cuerpo y oía la voz fría de lord Winter diciéndole que no fuera un miedica.

—Un
yinn
—gimoteó ella, aferrándose a la túnica del hombre—. ¡Había un
yinn
!

—Tonterías. —Un fuerte brazo la sujetó por debajo del hombro—. Levántate.

Zenia temblaba, incapaz de soltarlo. Trató de mantenerse en pie, pero el tobillo no dejaba de ceder bajo el peso del cuerpo. El dolor hizo que se le nublara la vista.

—Un demonio…

—Todo va bien, cachorro de lobo —dijo él escuetamente—. Estoy aquí.

Y, al mirar aquel rostro duro a la luz de la luna, su altura, la anchura de sus hombros, Zenia experimentó una conversión tan súbita como total. Ya no veía ante ella al vizconde de los comentarios mordaces y desdeñosos. Ya no veía a otro de los misteriosos amigos de su madre; no veía a un hombre cuyo temperamento siempre le había producido aprensión, incluso oculta en su escondite.

Ahora veía a su salvador.

Lord Winter había ido a Dar Joon. Y, por muchas cosas que fuera, estaba claro que no temía a los demonios.

3

—¡Pero estamos en las montañas! —exclamó el joven, mientras trataba de sentarse derecho y bien separado de lord Winter sobre la montura.

El vizconde se limitó a acercarlo de nuevo de un tirón, y sujetó sin dificultad contra su pecho el delgado y tembloroso cuerpo del muchacho. Este se sacudía como una hoja, tan ligero que a Arden le había sorprendido cuando lo había levantado antes en la oscuridad.

—Estás en un estado lamentable —señaló—. Me aseguraré de que comas regularmente, o de lo contrario el viento se te llevará.

—Estamos en las montañas —repitió el joven con voz jadeante.

—Ya estoy avisado. —Lord Winter estudió el perfil de los picos y los riscos bajo la fría luz del amanecer. Sus ojos no dejaban de escrutar el entorno, y no precisamente por la espectacularidad del paisaje. Su mula estaba subiendo laboriosamente por una estrecha terraza junto a las ruinas de una granja quemada, con un reacio burro de carga sujeto detrás, entre los brotes de vegetación que empezaban a asomar entre la ceniza—. ¿Tienes alguna otra aclaración que hacer sobre el particular?

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