Sueños del desierto (5 page)

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Authors: Laura Kinsale

—¡Debemos volver! —exclamó el muchacho—. ¡No puede ir por ahí!

—Pues es por donde quiero ir —repuso él muy tranquilo.

—¡Entonces está loco! —El pasajero dio un tirón brusco y decidido a las riendas—. ¡Aquí nos matarán!

La mula se plantó y viró con brusquedad en el mismo momento en que lord Winter tiraba de las manos del joven y las sujetaba con fuerza. El vizconde estabilizó al confuso animal, mientras los guijarros caían por el borde de la empinada terraza.

—¡Dé la vuelta! —exclamó el muchacho, tratando de soltarse—. Usted no puede saberlo, no lo entiende… Este territorio es la muerte.

—Estás un poco alterado esta mañana, ¿me equivoco? —Arden soltó a su cautivo, detuvo la mula y se apeó en un pequeño tramo de cebada chamuscada—. Tendrás hambre, imagino. Y supongo que te duele el tobillo, aunque a juzgar por su aspecto no parece grave.

El beduino aferró las riendas. Espoleó con urgencia a la mula y trató de conseguir que se volviera en el borde de la terraza, mientras el viento agitaba sus largos y enmarañados cabellos ante su rostro.

—Se da una desafortunada circunstancia —comentó lord Winter manteniéndose al margen mientras el joven forcejeaba—. Si estás pensando en huir, quizá deba advertirte que llevas un burro cargado sujeto a tu montura.

El muchacho miró por encima del hombro y vio al pequeño burro con sus cuatro patas bien clavadas en el suelo, paciendo con decisión en el arbusto más cercano.

—No sé si podrías galopar muy rápido con eso detrás —señaló el vizconde, y dio una palmada afectuosa a la mula en la rabadilla—. Y eso contando con que lograras persuadir al animal para que galope, lo cual está por verse. Hasta la fecha yo no he tenido el privilegio de verlo pasar de un trote respetable.

Comprendiendo que él tenía razón, Zenia dejó que sus dedos entumecidos por el frío y el miedo soltaran las riendas. Se sentía alterada, acababa de salir de una pesadilla, y se había ido a meter en los escarpados pasos de Monte Líbano, en territorio de los drusos rebeldes. No habría osado apearse del animal y marcharse por su cuenta ni aunque tuviera el valor de enfrentarse al cónsul y a Dar Joon. El tobillo le dolía. Las montañas estaban infestadas de renegados de los ejércitos egipcios, la gente abandonaba sus granjas, que eran saqueadas y destruidas por los drusos y los
metouleys
, empeñados en vengarse de su emir.

Lord Winter parecía completamente indiferente al peligro, aunque Zenia no creía que le preocupara tan poco como pretendía. El hombre vestía como un árabe, con un albornoz holgado y una kefia que sujetaba a su cabeza con un sencillo cordón dorado. Sus ojos, de un azul intenso, tenían una expresión de competencia y dureza que no podía ser fruto de la inexperiencia. Llevaba un rifle al hombro, de una clase como Zenia nunca había visto, de madera satinada bellamente repujada con oro y plata, con un mecanismo de disparo extraño y desconocido: un rifle que llamaría la atención de cualquier árabe. Sujetos a la silla llevaba dos pistolas de similar factura y un mosquete de chispa, todo ello primorosamente confeccionado, todo limpio y perverso.

Obviamente lord Winter sabía muy bien adónde iba y qué hacía. Mientras lo observaba, por primera vez Zenia fue consciente de aquel atuendo y de sus armas.


Wallah
! —exclamó en árabe—. ¿Por qué lleva esas ropas?

—Ah… ¿es que no me he presentado? —contestó él con elocuencia, haciendo una reverencia—. Estás ante Abu Hayi Hasan, el magrebí de Sevilla, un moro español que ha vuelto a la fe de sus antepasados. He hecho la peregrinación a La Meca y ahora vagaré por el desierto siguiendo la voluntad de Alá y la mía propia. —Y le sonrió con una demoledora expresión de burla—. Por la gracia de Dios, mi madre fue una princesa blanca de al-Andalus. Como habrás notado, tengo sus ojos.

—Milord —gimoteó Zenia—. No osará…

—Creo que sí, cachorro de lobo.

—¡Es cristiano! ¡Lo degollarán al momento si descubren el engaño!

—Es un contratiempo que trataré de evitar —dijo él, imperturbable.

—Milord, se lo suplico, le ruego que me escuche. Es una locura. Cualquier musulmán sabrá que es un
nasrani
en cuanto lo vea rezar.

—Vamos, ¿me tomas por necio? —preguntó él con repentina impaciencia—. Conozco las oraciones tan bien como cualquier beduino; mejor que tú, si la falta de observancia de las oraciones que he visto en ti hasta el momento significa algo. ¿Has pasado ya por el
muzayin
, chico?

Zenia sabía muy bien de qué le estaba hablando. Como hija de la reina de los
englezi
, en las tiendas negras siempre habían considerado a Zenia portadora de buena suerte, y con frecuencia las madres inquietas la invitaban a presenciar los ritos de circuncisión. Notó que se sonrojaba.

—¡Por supuesto! —se apresuró a mentir—. Alá sea alabado.

Él asintió, con un nuevo destello de respeto en la mirada, y de pronto sonrió.

—Confieso que yo recurrí al cloroformo —dijo en inglés.

Ella ahogó un gemido, horrorizada ante la idea de que un cristiano adulto pasara voluntariamente por semejante experiencia.

—¡Está loco! Nadie le creerá. Usted es lord Winter.


Ay billah
, lamento comunicarte que lord Winter ha sido asesinado. Los villanos que dejamos atrás la noche pasada ya han sido detenidos, eso si Moore decide actuar con premura basándose en la información que le he dejado. Sin embargo, no es bueno confiar en la prontitud de un cónsul.

—¡Pero usted no ha sido asesinado, milord! —Con gesto trastornado, Zenia se apartó el pelo que el viento le echaba sobre la cara.

—¿Ah, no?

Lord Winter levantó la mirada; sus ojos azules estaban teñidos de burla, aunque su expresión cambió mientras la contemplaba. Arqueó las cejas. Zenia bajó enseguida la mano y se volvió, temiendo que él viera que bajo el moreno del sol ella también era de piel blanca; que sus ojos eran azul oscuro, no negros; que se parecía a su madre, por mucho que ella siempre lo hubiera negado.

La cogió del brazo, haciendo que se volviera de nuevo hacia él. Ella le enseñó el perfil, con el corazón acelerado y la boca en un mohín malhumorado.

—¡Pero si eres un Adonis, chico! —musitó él—. No estabas tan guapo con el rostro bañado en lágrimas. —Le dio una sacudida, apretando la mandíbula—. Cuidado, no sea que te acaben vendiendo a los turcos, cachorro de lobo. Es una imprudencia que vayas solo por ahí.

—¡Oh,
ma’alem
! —exclamó ella, cerrando impulsivamente los dedos—. Es mi mayor temor.

Al punto deseó no haber hablado, pero él no parecía inclinado a burlarse.

—Entonces quédate donde pueda oírte —dijo él escuetamente—. No te vayas sin mí.

Aquellas palabras bruscas sumieron a Zenia en un mar de emociones encontradas. Era la primera persona que le ofrecía protección, pero la había llevado hasta allí, en medio de ninguna parte, y ahora no tenía forma de llegar a Beirut y de allí a Inglaterra. En su alarma y desesperación, una idea se adueñó de su mente.

Observó al hombre, que en aquellos momentos estaba apartando el morro de la mula y se acercaba al burro de carga. No sabía cómo utilizar aquellas extrañas pistolas, pero en cuanto la atención y las manos de él estuvieron ocupadas con las ataduras del equipaje, sacó el mosquete de su funda en la silla.

Él se volvió. Zenia levantó el arma y apuntó directamente a su cabeza. Echó hacia atrás el percutor.

Lord Winter miraba fijamente a la mira, sin inmutarse. No hizo ademán de coger su rifle, ni siquiera soltó la cuerda del equipaje. Zenia trató de encontrar las palabras en su garganta seca, palabras para doblegar la voluntad de él, pero aquella total ausencia de miedo indicaba dolorosamente que sin duda el mosquete no estaba cargado y amartillado. Se miraron el uno al otro por encima del brillo mortecino del acero. A Zenia le temblaban las manos. Lentamente bajó el cañón, que quedó apuntando al suelo.

—Quita el disparador, si no te importa —dijo él con suavidad—. Esto es, si de verdad no pretendes dispararme.

Zenia comprendió que se había equivocado. El arma estaba cargada. Y, sin embargo, admitió con amargura:

—No voy a disparar.

—Eso espero. —El hombre apartó la boca del arma con la mano—. En ese caso apuntemos esto hacia otro lado.

Ella entregó el mosquete a medio amartillar.

—No tengo ni una pizca de carácter.

Él se rió.

—No te preocupes. Yo tengo bastante para los dos.

—No quiero su carácter —dijo ella con tono sombrío—. Está loco.

—Eres demasiado severo, lobato. Mi padre solo me dice que a su verdadero hijo lo cambiaron por mí en la cuna. O que soy un niño consentido y perverso que el destino ha lanzado contra él. —Mientras le cogía el mosquete y apoyaba la culata en el suelo, la mueca risueña se suavizó en una sonrisa, una expresión de sorprendente dulzura en su rostro moreno—. Piensa lo que quieras de mí, pero soy un buen tipo, y no soy un mal compañero para un momento de apuro. —Levantó el mosquete y lo sujetó en el hueco del codo del brazo mientras miraba el percutor.

—¡Compañero! —exclamó ella—. ¿Sabe lo que se dice por aquí? Que un demonio malvado lo impulsa a abandonar su casa, que lo incita para que se adentre en los desiertos más terribles, para que sufra una gran agonía por algún terrible pecado que ha cometido. ¡Eso dicen!

Las manos de él quedaron muy quietas por un instante, el rostro oculto a su vista. Y entonces puso el seguro en su sitio, pasando el pulgar ligeramente sobre el percutor.

—A eso lo llamo yo una teoría útil. Mi demonio personal. Imagino que eso hará que la gente intente no contrariarme. Me sorprende que nadie lo haya mencionado nunca.

—Nunca se lo dirían a la cara.

—¡Ah, los modales turcos! Pero tú eres beduino, y veo que no tienes tantos escrúpulos. —Levantó la cabeza y le pasó la pistola—. Esto es tuyo. Ya hace tiempo que había retirado esta antigüalla, tras un pequeño incidente con un
yinn
.

Ella cogió aquella excelente arma, y el metal transmitió a su mano el calor de la piel del hombre.

—¿Por qué me la da? —preguntó con recelo.

—En el lugar adonde vamos, te será más útil que un demonio.

—¿Y adónde va? —inquirió con voz apagada.

—Oh, al peor de los desiertos, por supuesto —contestó él con una alegría insultante—. Cruzaré las arenas rojas del Neyed.

Zenia le devolvió inmediatamente el mosquete.

—Entonces debo devolvérselo. Yo voy a Beirut.

—¿En serio? —Le dedicó una sonrisa encantadora—. ¿Y cómo piensas hacerlo?

Ella se humedeció los labios.

—Por favor, milord. No tendrá pensado llevarme con usted, ¿no?

—No, pero tampoco pienso cargar contigo hasta Beirut, así que ya te lo puedes ir quitando de la cabeza. Si lo prefieres, te dejaré en el primer lugar habitado que encontremos. Mezarib, tal vez, o Bozra, si hemos bajado tan al sur como espero.

—¡Bozra!

Zenia había oído hablar del lugar, un poblado de caravanas a unos días de Damasco, en la ruta de peregrinación a La Meca. Allí ya no estaría en las montañas; estaría en un sitio mucho peor, más lejos que nunca de Beirut, abandonada en los límites del mismo desierto, donde los beduinos se dedicaban con más frecuencia al pillaje, y una zona donde no tenía amigos ni aliados.

A lord Winter no se le escapó la expresión de desolación de su acompañante.

—Si empiezas a lloriquear otra vez te dejo aquí mismo —dijo con expresión mordaz—. Baja y haz algo útil. Y ¿cómo demonios te llamas?

Zenia, desarmada por aquel tono de mando, agachó la cabeza y desmontó. Tuvo que ahogar un gemido de dolor cuando sus pies, fríos e hinchados, tocaron el suelo.

—Selim, excelencia —dijo, el primer nombre árabe que le vino a la cabeza.

—Hay comida en los fardos —indicó él—. Y los animales necesitan forraje y agua.

Zenia corrió cojeando a hacer lo que le decía, sintiendo las piedras heladas y ásperas bajo sus pies descalzos. Temblaba tan violentamente por el aire gélido de la montaña que a duras penas pudo desatar el ronzal del burro.

Lord Winter no parecía interesado en sus tareas. Subió a un saliente elevado y allí se arrodilló, con una buena vista de la ladera de la montaña, con el hermoso rifle en equilibrio sobre una rodilla. Zenia no tenía nada que objetar a su vigilancia: se alegraba de que él estuviera alerta. Llevó a los animales al arroyo y llenó un pellejo con agua fresca.

Se lo llevó a lord Winter. Él lo aceptó. Zenia esperó, temblando de frío mientras él bebía.

—Trae la comida y siéntate aquí —dijo Arden señalando un sitio algo más abajo—. Resguardado del viento. Descansaremos una hora.

Sin decir palabra, ella rebuscó entre el equipaje, encontró pan ácimo y aceitunas y volvió con ellos al lugar donde lord Winter esperaba. Comieron en silencio, él sobre la roca y ella hecha un ovillo debajo, mientras las últimas estrellas empezaban a desaparecer y el viento azotaba la cima de las montañas.

—¿De qué tribu eres?

—Soy anezi.

—¡Oh, eso sí que es instructivo! —dijo Arden secamente. La tribu de los anezi era inmensa, la más grande del desierto, y sus gentes se extendían desde Siria hasta el lugar a donde ellos se dirigían, en el centro de la península arábiga—. ¿De qué clan entre los anezi?

Esta vez el silencio fue más prolongado.

—El-Nasr —dijo finalmente el muchacho.


Wallah
! —musitó lord Winter algo decepcionado.

Los nasr eran un pequeño
fendi
de la tribu, y se habían debilitado mucho desde que habían dejado de ser los viejos aliados beduinos de lady Hester. Su jeque seguía siendo muy respetado entre los anezi, pero eran del norte. Debería haberlo adivinado: el muchacho era terriblemente delgado, pero demasiado alto y demasiado asustadizo para haberse criado en las terribles penurias de los desiertos del sur.

Aun así, un miembro de la tribu de el-Nasr seguía teniendo un pasaporte entre sus lejanos parientes del sur.

—¿Tiene el-Nasr algún enemigo de sangre? —preguntó.

—No —dijo el muchacho a desgana—. Pero no estoy seguro. No he estado en el desierto desde hace… —Hizo una pausa y se encogió de hombros—. Desde hace mucho tiempo.

—¿Cuánto?

—Muchos veranos —repuso sin concretar.

Lord Winter sonrió.

—¿Y cuántos veranos has visto en tu vida, venerable anciano?

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