Sueños del desierto (3 page)

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Authors: Laura Kinsale

Era evidente que dicho hombre no había tenido a bien agraciarlos con su presencia. Pero el vizconde no permitió que su ausencia le preocupara, pues no era extraño que la presencia de desconocidos hiciera recelar a una persona como él y lo disuadiera de penetrar en los muros de Dar Joon.

Su expresión se volvió visiblemente sarcástica cuando el cónsul sacó una bandera de Inglaterra y la colocó sobre el ataúd. De todos sus enemigos, lady Hester siempre había odiado especialmente a los misioneros y los cónsules ingleses. Que la enterraran bajo una bandera de Inglaterra con el sermón de un ministro cristiano la habría hecho enloquecer de ira.

Aunque la asistencia del vizconde al funeral de lady Hester era algo fortuito, pues había quedado en acudir a su fortaleza, sentía un cierto pesar por no haberla visto una vez más antes de su muerte. Esbozó una sonrisa melancólica ante este pensamiento. No, de haber sabido que el fin se acercaba, habría contratado a los beduinos más salvajes y habría atacado el lugar para que pudiera morir luchando.

Es lo que siempre había querido. Ella misma se lo había dicho.

Y él lo habría hecho.

Una vez concluido el servicio, los huesos del francés volvieron a descansar junto al ataúd de lady Hester y la cripta fue sellada. El señor Moore se volvió al momento y le ofreció la mano.

—¡Buenas noches, milord! O buenos días, me temo. Un asunto muy feo. Ha sido un detalle que haya venido usted.

—Estaba por la zona —dijo lord Winter escuetamente.

—¿Es usted amigo de la difunta? —preguntó el reverendo Thomson con tono esperanzado.

—Sí —contestó lord Winter. Una pausa—. Tuve ese honor.

—Una gran dama, estoy seguro —comentó el pastor con tono ceremonioso.

—Desde luego —se apresuró a decir el cónsul—. Ha tenido una vida extraordinaria. ¿Desea acompañarnos en la cena en el pueblo, milord? Me dicen que tenemos el alojamiento preparado.

—Aunque suena tentador, prefiero pasar aquí esta noche, si me lo permiten.

El señor Moore parecía perplejo.

—¿Aquí? Pero debo clausurar el lugar. No puedo dejar que se quede ningún criado.

—Quizá… lord Winter desea estar solo para reflexionar sobre esta triste ocasión —sugirió el misionero con delicadeza.

—Oh, sí. Claro. —El señor Moore dedicó al supuesto amigo apesadumbrado una mirada dubitativa, pues no estaba acostumbrado a ver al honorable Arden Mansfield, vizconde de Winter, como un hombre muy sensible—. Bueno, en ese caso, supongo que puede permitirse.

—Gracias. —Lord Winter inclinó la cabeza—. Le estoy muy agradecido.

El señor Moore parecía a punto de hacer algún comentario, pero se contuvo. Se limitó a sonreír sabiamente y correspondió a la reverencia.

Al cónsul le habría sorprendido extremadamente saber hasta qué punto lamentaba lord Winter esa muerte. Cuando todos los sirvientes hubieron salido, con sus antorchas encendidas —supuestamente para iluminar la accidentada pendiente al misionero y el señor Moore, aunque lo cierto es que servían al más útil propósito de ahuyentar a los demonios de la noche y las hienas—, lord Winter atrancó la puerta y volvió al jardín oscuro, junto a la tumba. Arrancó una rosa de un arbusto que crecía sin control y miró con gesto hosco la tierra pisoteada y las piedras fangosas ante la cripta. La suciedad del lugar delataba un abandono de décadas. Y sin embargo, bajo toda aquella ruina, seguía siendo Dar Joon, el fabuloso palacio de la Reina del Desierto.

El desierto… y lady Hester. Habían sido el acicate de sus sueños de niño, la chispa que lo había guiado en su vida. La bruma inglesa, los ordenados jardines de Swanmere, nada de todo aquello le había parecido nunca tan real a Arden como el aire fiero del desierto. Y ninguna mujer había dominado nunca su pensamiento como lady Hester Stanhope.

No podía recordar ninguna época de su vida en que no hubiera seguido sus aventuras. Cuando él tenía cinco años, lady Hester desafió a los bandidos beduinos y, tras cruzar el desierto, se convirtió en la primera inglesa que puso los pies en Palmira; cuando Arden aún vestía pantalón corto y se dedicaba a martirizar las truchas de su padre con una cuerda y un palo, ella andaba buscando tesoros entre las ruinas de Asquelón; cuando él aprendía a hacer saltar a su primer poni, ella se puso al frente de las tropas de un bajá y arrasó el territorio en sanguinaria retribución por el asesinato de un amigo. Antes de que él fuera un hombre, ella ya había desafiado a un emir, lo había retado a que le enviara a su hijo a pactar con ella y así poder matarlo con sus propias manos. Se había vestido como los hombres del desierto y como los turcos, había dado cobijo a drusos heridos y albaneses rebeldes, a huérfanos y a mamelucos derrotados. Cuando el poderoso conquistador Ibrahim Pasha exigió que le entregara a sus enemigos, la respuesta de ella fue: «Ven a buscarlos». Y el hombre no se atrevió a hacerlo.

Lady Hester nunca lo había decepcionado, aunque la edad la había llevado a una metafísica imposible y a refugiarse en la astrología y la magia. En su ocaso, fue más majestuosa que ninguna mujer que hubiera conocido. Decían que se había proclamado novia del nuevo Mesías, pero él nunca le había oído decir tal cosa; solo que cabalgaría a su lado cuando entrara en Jerusalén. Tenía una vanidad descomunal y una lengua mordaz, y su mente estaba confundida por absurdas profecías, pero era el corazón de una leona el que le había hecho defender aquella fortaleza, sola entre las corruptas tiranías orientales, sin otra ley que la suya propia.

Arden arrojó la rosa blanca ante la cripta. Había nacido demasiado tarde. Hester Stanhope había muerto. Jamás encontraría a una mujer que pudiera igualarla, y aquella noche, la soledad y la inquietud indefinible que lo impulsaban, que lo llevaban siempre a los lugares más remotos y agrestes de la tierra, como si allí pudiera encontrar lo que le faltaba a su alma, parecían más agudas que nunca.

Renegando por lo bajo, Arden apagó su lámpara y se alejó de la cripta. Bajo la luz de las estrellas caminó entre los silenciosos patios, eligiendo entre los senderos sinuosos que llevaban a los alojamientos de los forasteros, donde tenía intención de dormir, y en dos ocasiones se extravió en el laberinto de frondas y pasajes. Finalmente, de modo más repentino de lo que esperaba, giró una esquina y se encontró en un patio con hierba.

Se detuvo. En el silencio, un sonido de llanto llegó hasta él; no un llanto normal, sino los terribles y desgarradores sollozos de un alma sumida en la desesperación.

Ahora que sus ojos se habían acostumbrado a la oscuridad, vio el débil resplandor de una luz que salía desde una puerta abierta al otro lado del patio. Intrigado por aquella presencia en una habitación que supuestamente tendría que haber quedado cerrada como las demás, lord Winter avanzó sobre la hierba, haciendo tanto ruido como pudo. Miró al interior de la cámara y vio una figura con un
abah
sucio a rayas, encorvada con gesto de absoluta desdicha entre arcones abiertos y cajas llenas de papeles.

Lord Winter no trató de ocultarse, sino que se quedó plantado en el umbral. Aun así, cuando habló, el joven se sobresaltó y derribó un taburete y unos papeles. El ruido fue como si resonara un disparo entre las paredes de piedra.

—La paz sea contigo. —Lord Winter utilizó el saludo árabe, pues reconoció al joven beduino de los mechones sueltos y el mosquete primitivo. El joven no dijo nada; se limitó a mirarlo con temor, respirando con bocanadas pesadas e irregulares.

Tenía motivos para estar asustado. El cónsul quería que todos los sirvientes abandonaran la casa. Por mucho que llorara, nadie que conociera mínimamente a los beduinos creería que aquel hijo de los ladrones del desierto se había quedado allí con un motivo que no fuera el robo. El joven parecía a punto de echar a correr, como si pensara que le iban a saltar encima en cualquier momento.

Lord Winter contestó a aquella mirada asustada con un encogimiento de hombros.


Ma’aleik
, no te pasará nada malo, joven lobezno. Ven y comparte mi café.

Si esperaba que esta muestra de hospitalidad despertara afabilidad o aprecio en su oyente, estaba equivocado. El joven no parecía de natural confiado. Siguió en pie, sin moverse, entre aquel caos de papeles.


Yallah
. —Arden se volvió—. Entonces sigue con el saqueo. ¡Dios es grande!

—Lord Winter —exclamó el joven con voz ronca en un inglés perfecto—, ¡no soy un ladrón!

Escuchar su nombre en un inglés tan fluido en boca de aquel harapiento mozo del desierto lo dejó más perplejo de lo que habría querido demostrar. Miró atrás, arqueando una ceja.

—Milord —preguntó el joven con desespero—, ¿me entregará al cónsul?

—No es asunto mío si robas toda esta basura —contestó él, volviendo al inglés—. Pero parece que su fiel servidumbre ya ha arrasado con todo, hasta la última cucharilla.

—¡No estoy robando! —insistió el mozo.

Lord Winter se apoyó contra la jamba de la puerta y asintió con escepticismo.

—Si tú lo dices.

—El cónsul…

—Mi querido niño —dijo Winter—, si crees que voy a contarle todo lo que sé al señor Moore y los que son de su calaña, estás muy equivocado. Me atrevo a decir que incluso a él le sorprendería la idea. ¿Lady Hester te enseñó inglés?

El joven vaciló.

—Sí —contestó en árabe—,
ma’alem
, que complazca a Alá.

—Parece que logró un éxito poco común. ¿Cuánto tiempo llevas a su servicio?

Pero el mozo se retrajo con timidez por sus preguntas apremiantes.

—Muchos estíos,
ma’alem
—murmuró, bajando la cabeza.

A juzgar por su voz y su rostro lampiño, no tendría más de quince años, quizá menos. Era más alto que la mayoría de los beduinos, pero tenía el aire puro y feroz del desierto. En él todo era beduino, desde las manos pequeñas y bonitas bajo los puños deshilachados hasta las dos trenzas que le colgaban a los lados de las mejillas, emblema de un joven nómada valeroso, y la daga curva que llevaba sujeta a la cintura. Delgado como un junco, con un rostro meditabundo y bañado en lágrimas y la piel suave y morena por el sol.

Arden estaba predispuesto a apreciarlo, sin otra razón que el hecho de que fuera beduino, miembro de la raza de hombres más libres de la tierra.

—Ven, pequeño lobo, acepta la bebida que te ofrezco, y que el Señor te dé vida.

El joven levantó la vista bajo las pestañas mojadas. Parecía reacio a aceptar la invitación, y sus grandes ojos oscuros estaban llenos de lágrimas, y asustados como los de una joven gacela. Lord Winter no era muy versado en la ciencia del llanto, pues poca relación tenía con los niños, y cuando buscaba la compañía femenina era con un único propósito; despreciaba a las mujeres en general, y sentía un fuerte desagrado por las damas lánguidas y perfumadas que solían presentarle con la esperanza de que cumpliera con su deber como aristócrata y eligiera a una como esposa. Pero, al mirar los labios temblorosos y los ojos llenos de lágrimas, supo que el nuevo acceso de llanto era inminente.

—Hijo del lobo, no llores… ¡Eres árabe! —ordenó tratando de contener la marea.

Sin embargo, sus palabras de aliento parecieron tener el efecto contrario, pues el joven rompió a llorar y se cubrió el rostro con las manos. Con una mueca agria en la boca, lord Winter observó la figura menuda por unos momentos. Se echó el rifle al hombro y empujó la puerta.

—Entonces haz como desees. —Volvió al patio y dejó al chico a solas con su infortunio.

2

El desdichado individuo al que lord Winter dejó a solas para que llorara se derrumbó entre los montones de papeles inútiles. Zenobia aún se estaba sacudiendo por lo que había descubierto, y fue incapaz de detener el llanto que tanto disgustaba a lord Winter.

¡Lord Winter! Si al menos hubiera sido el leal doctor Meryon, o el amable monsieur Guys, del consulado francés, o incluso uno de los viajeros alemanes; si al menos hubiera acudido alguien además de lord Winter, con su fría indiferencia y aquel humor, cortante como el de su madre.

Había creído que la iba a entregar al cónsul por robo. El cónsul la entregaría a su vez al emir Bechir para que le cortara la mano si creía que era un joven beduino, o le exigiría los miles de libras que pedían los acreedores de lady Hester si descubría quién era realmente. Los ingleses le habían quitado a su madre su pensión para pagar sus deudas, y lady Hester había escrito indignada a la mismísima reina para renunciar a la ciudadanía de un país de esclavistas. Pero si el cónsul descubría que lady Hester tenía una hija ¿qué no harían para recuperar su dinero? Lo contaría a los prestamistas judíos, a los mercaderes turcos, a la reina de Inglaterra. Quizá la venderían como esclava, porque bajo las ropas andrajosas era una mujer de piel blanca, la única cosa de valor que lady Hester había dejado. Y Zenia no tendría ninguna posibilidad de escapar, de huir a Inglaterra y buscar a su padre; jamás vería una tierra que era como un gran jardín; nunca podría estar entre los suyos, ni tener un vestido decente, como las damas inglesas.

Pensar en el vestido hizo que se echara a llorar otra vez. Tenía veinticinco años y estaba descalza. No era tan extraño que lord Winter la hubiera confundido con un beduino. Durante su infancia, su madre jamás le había permitido utilizar otras ropas que no fueran las de un turco varón. Solo la doncella de lady Hester, miss Williams, obligada por su despótica señora a vivir entre infieles, le había cosido en secreto ropas de inglesa y, cuando lady Hester dormía, dejaba que la pequeña practicara sus reverencias y sus modales. Pero miss Williams había muerto, y a Zenia la mandaron con los beduinos del desierto y desde entonces jamás había tenido un vestido, ni zapatos, ni medias. Los beduinos le dieron a Zenia un mosquete, un camello y un nombre árabe, y la consultaban sobre cuestiones de astrología, porque era la hija de la reina de los
englezi
.

Zenia se abrazó a sí misma, escondiendo las manos y los pies callosos entre los pliegues de la túnica. Oh, menuda princesa: princesa de la tierra sin ley del hambre, miserable reina de nada.

Si cuando lady Hester la llamó para que volviera a Dar Joon durante unos días Zenia tuvo la esperanza de que su madre hubiera requerido su presencia por afecto o porque se sentía sola, o porque había decidido enviarla a Inglaterra, su optimismo no tardó en evaporarse. No se le permitió deshacerse de sus ropas de beduina; ni siquiera pudo reemplazarlas, porque no había dinero. De alguna forma, los espías de lady Hester cobraron sus honorarios, hubo regalos para los bajás y los derviches pobres siempre encontraron comida en su puerta, pero no había dinero para que Zenia tuviera ropa nueva. Durante los pasados cinco años, Zenia había obedecido los caprichos de su madre y vivió escondida, escuchando, mientras lady Hester contaba a invitados ingleses tan poco frecuentes como lord Winter que antes dormiría con una mula que con una mujer, cosa que hizo que él se riera y le dijera que era demasiado severa, que a él dormir era lo único que le parecía tolerable hacer con una mujer.

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