Read Sueños del desierto Online
Authors: Laura Kinsale
Arden levantó la cabeza. Selim tenía al shammari sujeto por los hombros, y lo miraba con los ojos muy abiertos y asustados. Cogió el cuenco y se enjuagó la boca una vez y otra, sin reparar en el agua que gastaba, pero el repugnante sabor de la sangre y el veneno parecía haberse pegado a su lengua y le daba náuseas.
—Maldita sea —musitó—, maldita, maldita, maldita sea.
Esto lo dijo en inglés, pero Bin Dirra no estaba en condiciones de advertirlo. Selim no decía nada. Arden se puso de pie y miró a su alrededor, al desierto, a las interminables ondas de arena.
Cinco días de camino hasta Jubbeh. Cinco, y si se equivocaban por un par de kilómetros, nada podría salvarlos.
Antes de perder el conocimiento, Bin Dirra había dicho entre murmullos que debían encontrar las rocas de Ghota. Cuando vieran las rocas, encontrarían Jubbeh.
A la luz de la lumbre, Arden había rasgado la base de su estuche de afeitado y desplegado los mapas que llevaba escondidos allí, pero, como ya sabía, en todos ellos el
nefud
era un espacio vacío. No había ningún punto que señalara Jubbeh, o las rocas de Ghota. Durante el trayecto, había ido comprobando a escondidas la brújula. Sabía que Bin Dirra iba en dirección sur-sudeste, pero seguía un camino tan errático y con un paso tan irregular que Arden solo podía suponer dónde estaban.
Selim permanecía sentado junto a Bin Dirra, sujetándolo mientras el hombre se revolvía, con la pierna hinchada y horriblemente descolorida. Por fin, muy avanzada la noche, el shammari cayó en un sopor mortal. Arden no creía que llegara a la mañana.
No quiso beber, para ahorrar agua, y miró los dátiles y el pan de la cena con asco; no podía comer, por la sed y por el espantoso regusto que tenía en la boca. Trató de dormir, pero oía la trabajosa respiración de Bin Dirra, y esperaba que en cualquier momento se detendría. Cada vez que miraba, veía a Selim sentado junto al moribundo.
Al cabo Arden renunció a dormir. Se levantó y caminó bajo la luz de las estrellas, más allá de los camellos.
Se quedó mirando al sudeste. Desierto continuo de arenas rojas y puras, decían lacónicamente los mapas. Nada más.
Las estrellas, el desierto. Allí donde se acababan las estrellas, empezaba un desierto negro. Es lo único que podía ver. Notó que Selim se acercaba y se quedaba en silencio tras él.
—Encontraré el camino —dijo Arden.
Se dio la vuelta. El rostro del muchacho apenas se veía bajo la luz de las estrellas. A Arden le pareció que estaba lleno de duda.
—Prometí que te llevaría a Inglaterra —añadió—. Y lo haré.
Esperaba que el muchacho diría
Inshallah
, si Dios quiere, la fórmula árabe para referirse a cualquier acción futura.
—Sé que lo hará —repuso este con voz queda—. Le he traído agua.
Arden tenía tanta sed que podría haberse bebido todo el cuenco de un tirón.
—Guárdala —dijo—. Tenemos que hacer que dure.
—Es la mía —dijo Selim tendiéndole el cuenco—. Yo beberé leche de camello.
—No.
—En lo referente a la comida y el agua, hará bien en escucharme, milord. He visto lo que hacen los europeos. Se abstienen hasta que no pueden más y entonces beben más de lo que necesitan, porque son incapaces de juzgar.
Arden vaciló. Y entonces aceptó el cuenco y vio que solo contenía unos tragos. Bebió, y aquel líquido turbio con sabor a camello fue como ambrosía en su boca. Luego Selim le ofreció el pan y los dátiles que antes no había querido comer por la sed y la náusea. Ahora le parecieron más comestibles.
Bin Dirra había estado en coma toda la noche, pero no podían demorarse. Antes del amanecer, lo sujetaron al camello más grande, le echaron la kefia sobre la cabeza para que no le diera el sol y partieron en cuanto hubo luz suficiente para consultar la brújula.
Arden decidía el camino guiándose por la brújula, pero era Selim quien se adelantaba, quien recorría las dunas buscando el camino más fácil, por arriba en algunas, rodeándolas por la base en otras o, cuando no había más remedio, guiándolos en una trabajosa subida a lo alto. El primer día, Arden empezó a pensar que podían lograrlo, siempre y cuando encontraran Jubbeh. Pero, al segundo, la forma y el perfil de la arena los obligó a trepar cada vez con más frecuencia para no alejarse demasiado del camino que indicaba la brújula. Arden tenía que guiar a los dos camellos mientras Selim se adelantaba… Las bestias estaban cansadas, gemían, gruñían, y él luchaba por que siguieran avanzando bajo el calor abrasador. Llegó al lugar que Selim había elegido para acampar con una terrible sensación de agotamiento que no quería reconocer.
Bin Dirra seguía con vida. Tenía la pierna hinchada y negra, el rostro abotagado. Cuando ya caía la noche, el beduino empezó a delirar y a gritar como un poseso. Selim permanecía a su lado, tratando de hacer que bebiera. Arden comió obedientemente la ración que Selim le dio. Era como mascar madera. Estaba tan cansado que se durmió sentado.
Soñó que un ángel acudía y quedaba suspendido sobre él, cantando. Era el sonido más maravilloso que había oído en su vida. Como un dulce cántico que se elevara en una catedral. Despertó en algún momento durante la noche, con la mejilla contra la arena cálida, y bajo la tenue luz de las ascuas vio a Selim dejando caer gotas de agua en la boca de Bin Dirra.
Los gemidos del shammari lo despertaron al amanecer. Mientras se comía los dátiles mohosos y la leche de camello que Selim le dio, sacó un frasquito de láudano de su estuche y dejó caer tres gotas en el agua del enfermo.
Selim cogió un fardo y trató de llevarlo hasta los camellos, pero Arden se lo quitó de los brazos.
—¿Has dormido algo? —preguntó bruscamente.
—Oh, sí —dijo el muchacho—. Estaba acostumbrado a servir a mi señora toda la noche.
Selim parecía tan a gusto en el desierto, ordeñando al camello, descalzo sobre la arena abrasadora, que Arden casi había olvidado que no era más que un perfecto beduino. Lady Hester destacaba por su afición a tener invitados a todas horas, y por sus órdenes quejumbrosas a los sirvientes. Arden pensó en las noches que había pasado con ella, tomando té, comiendo lo que ella pedía que les llevaran. Y en aquel momento se preguntó si Selim era alguno de aquellos sirvientes veloces y serviles que se inclinaban ante él en aquel entonces.
La idea lo enfureció. Decidió que el muchacho no debía cargar con tanto trabajo, y le ordenó que se sentara. Arden acabó de cargar los camellos él mismo. Selim se sentó obedientemente y bebió leche. De pronto Arden se dio cuenta de otra cosa: no había visto a Selim comer pan ni dátiles en dos días.
El muchacho vivía a base de leche de camello. Era muy sana; en los años malos, los beduinos pasaban todo el verano viviendo únicamente de lo que daban sus camellos. Pero en medio de tanta arena, sin pastos, la hembra solo daba medio litro al día, uno como mucho, y Arden ya se había bebido la mitad solo para desayunar.
—Que Dios te maldiga —le gritó a Selim—. Si te quedas más flaco, dejaré tus huesos para que los lleve el viento.
El muchacho lo miró con expresión de sorpresa.
—Lo siento,
muhafeh
—dijo, como si no supiera qué tenía que sentir.
—Pequeña bestia despreciable —musitó Arden injustamente con tono agresivo.
Era agudamente consciente de que sin Selim no tenía ninguna posibilidad. Dio un fuerte tirón a un nudo en la carga del camello. Aquella absurda irritación lo mantuvo en pie durante la dura marcha de la mañana, pero para mediodía toda la emoción se había consumido, y solo quedaba el latido de su corazón en sus oídos mientras trataba de hacer trepar a los camellos, hundido en la arena hasta la rodilla. Se le había hecho un agujero en el calcetín de lana, y cada paso le provocaba una punzada de dolor en el talón. Cuando la droga se acabó, Bin Dirra se puso a gemir interminablemente, y susurraba plegarias inconexas.
Una cascada de arena se escurría hacia abajo, congregándose en torno a los tobillos de Arden, aprisionándolo. Tenía que empujar a la hembra, que no dejaba de gruñir y se negaba a avanzar, mientras que Selim tiraba del cabestro. Cuando llegaron a la cima, el animal se quedó temblando de agotamiento y Arden se dejó caer de rodillas, tratando de sostener la brújula.
Ante él no veía más que arena y más arena, ondas interminables que se extendían hasta el horizonte. Selim estaba de pie junto a él. Arden trató de tomar una lectura, pero la brújula oscilaba ante sus ojos. Los oídos le pitaban. Se recostó contra Selim. Solo un momento, pensó, solo necesito descansar un momento. El chico esperó pacientemente, sosteniéndolo. Arden podía notar el sube y baja de la respiración jadeante del chico.
Se incorporó y miró la lectura.
—Allí —dijo con voz ronca, señalando a la cara enorme y curvada de la primera de una sucesión infinita de dunas—. Ese montón de arbustos, ¿lo ves?
Selim miró hacia el sudeste.
—Milord —dijo con un tono ligeramente exaltado—. Hay otro en la duna de detrás.
Arden apenas entendió lo que decía, pero percibió el tono de exaltación y se puso en pie con dificultad, mientras la arena se deshacía bajo sus pies.
—Es una señal. Allí hay otra —exclamó Selim—. ¿Las ve? ¡Hemos encontrado el camino!
Arden miró al frente. Las dunas seguían en una sucesión interminable. Pero también veía el pequeño montón de raíces, y el de detrás, envueltos en pesadas ondas de reverberación.
Si eso era un camino, pensó agotado, sería solo en la imaginación de algún demonio salido del infierno.
Esa noche volvió a soñar con el ángel. Quería suplicarle que le diera agua, y trató con tanto empeño de hablar que se despertó.
Al principio pensó que aún estaba dormido, porque el ángel se fundió con las sensaciones reales, la manta que tenía debajo, el estómago vacío y la garganta seca, y sin embargo seguía oyéndolo cantar.
Era ultraterreno, tan adorable, tan real que casi le dio miedo. Un himno inglés… Hasta se sabía la letra.
De pronto se incorporó, buscando instintivamente su rifle.
El canto se detuvo.
—¿Qué tiene, milord? —dijo Selim con voz aguda.
Arden dejó escapar un largo suspiro. Apoyó el cuerpo sobre las manos.
—Dios, ¿eras tú quien cantaba?
Hubo un breve silencio. Arden veía el perfil negro del muchacho, sentado como siempre junto a Bin Dirra.
—Sí, milord —dijo Selim débilmente.
Él se humedeció los labios. La atmósfera irreal de la canción parecía seguir pegada a él, por eso no quería hablar.
—Bin Dirra no se acordará —dijo el muchacho—. Lo tranquiliza.
Arden volvió a tenderse, y quedó mirando al cielo.
—¿No le gusta? —preguntó Selim.
Arden miraba aquel inmenso pozo de estrellas que parecían tan cercanas y trémulas que era como si pudiera caer en ellas, como si su cuerpo fuera ingrávido y pudiera pasar por un espejo oscuro en el que la luz se reflejaba por los dos lados.
—Es bonito —susurró con la voz ronca por la sed y el sueño—. Sigue.
El muchacho hizo una pausa. Y entonces empezó a cantar de nuevo, con una voz suave y clara en aquel vasto silencio.
Arden pensaba que los camellos se estaban muriendo. Temblaban y vacilaban, y cada vez que la hembra se sentaba, temía que no volviera a levantarse. Tuvo que quitarle la silla. Y, mientras, Selim iba delante con el macho, con un débil Bin Dirra en la silla.
Arden llevaba el agua que quedaba, poco más de tres litros. Los cinco días habían pasado, el sol de la tarde era terrible y les quemaba hasta las ideas. Estaba seguro de que se habían pasado Jubbeh, y que avanzaban a tortuosos centímetros hacia el infierno. Ya no le importaba nada.
Habían perdido los arbustos indicadores hacía dos noches, cuando intentaban viajar bajo la luz de la luna. Levantó el ronzal de la hembra de camello, y trató de hacer que se levantara. El animal se irguió de repente y él cayó. Miró la arena deslumbrante que tenía bajo los pies, ligeramente maravillado porque el animal hubiera podido levantarse, convencido de que él no podría. El sol le resecaba las palmas y lo quemaba en el pecho. Se cargó el pellejo del agua y los fardos a los hombros y se puso en pie, mareado y débil.
La distancia que lo separaba de Selim parecía grande, una gran extensión de terreno uniforme. No miraba al frente, se limitaba a poner un pie delante del otro. Selim siempre iba delante, avanzando, como un ángel implacable, y él tenía que seguirlo.
—Vamos, camella —musitó en inglés, porque había acabado por amar y detestar a la vez a aquella bestia de ojos blandos—. Ven, pobrecita mía. Ya queda poco. Queda poco, pobrecita mía.
El animal gruñó y avanzó a trompicones, como la voz de su alma. Juntos caminaron a trancas y barrancas, poco a poco, hasta que alcanzaron a Selim, que se había detenido.
Atontado, Arden pensó que era demasiado pronto para detenerse. Miró al muchacho pestañeando.
Selim estaba llorando, meneando la cabeza. Arden miró más allá, a la cara de una duna que se elevaba y se extendía como un inmenso muro hasta donde le alcanzaba la vista a este y oeste.
Oh, Dios, pensó. Estamos perdidos.
El muchacho sollozó ligeramente.
—No llores —le dijo Arden—. Estás malgastando líquidos.
Dejó el pellejo y los fardos en el suelo y subió a Selim a lomos de la hembra. El muchacho parecía más ligero que los pellejos de agua, no sería una carga para la bestia.
—Lleva al macho —dijo, y le entregó la cuerda.
Arden bebió con ansia, aligerando aún más el pellejo, y luego se echó los fardos al hombro.
Se obligó a subir la pendiente, un pie, luego el otro. Ya había aprendido a reconocer cuándo la arena podía aguantar su peso y cuándo cedería bajo sus pies, comiéndose dos pasos de tres. Pero se estaba muriendo. Para cuando llegó a la mitad de la pendiente, el aire le raspaba en la garganta, y el mareo lo sumió en un torbellino. La sangre le iba a estallar en la cabeza. Le pareció oír campanas y alguien que lo llamaba.
—¡Parad! ¡Parad! ¡Parad! —le decía Selim. De alguna forma el muchacho se había puesto delante, había bajado del camello y corría con dificultad sobre la arena—. Bin Dirra —dijo jadeando—. Jubbeh.
Arden se puso derecho con un doloroso esfuerzo. Miró al shammari.
—¿Adónde vais? —susurró el beduino.
Arden apenas lo oía por encima del trabajoso sonido de su corazón. Bin Dirra levantó la mano y señaló atrás débilmente, al otro lado de la duna.