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Authors: Laura Kinsale

Sueños del desierto (31 page)

Dejó caer la camisa y se dio la vuelta. Cuando la vio, se quedó quieto. Y el desierto volvió a aparecer entre ellos, nítido y real. Zenia sabía lo que había pasado; lo conocía, sabía que no habría proferido ni un sonido mientras los beduinos cortaban y tanteaban con un cuchillo buscando la bala, mientras vertían melaza hirviendo sobre el corte, que no habría gritado cuando le pusieron sobre la piel el hierro al rojo. Era una herida que tendría que haberle provocado una muerte lenta, en medio de una sed y un calor intensos.

Arden callaba. Se inclinó pesadamente sobre el catre y apartó las sábanas y mantas tan bien colocadas. Zenia lo observaba, miraba la enérgica línea de su espalda tensa, el pequeño paso que dio para no perder el equilibrio cuando se incorporó. Apenas recordaba cómo había sido cuando había hecho a Elizabeth dentro de ella. Le había dolido, pero en aquellos momentos también lo quería, lo quería tan cerca como pudiera.

—Si sigues ahí mirándome de ese modo —dijo él cogiendo una almohada del ropero y arrojándola sobre el catre—, quizá te encuentres haciendo el papel de lady Winter en su faceta más íntima.

Zenia iba a ser su esposa. Él había accedido. Realmente no había ninguna razón para esperar. Ella sabía lo que su padre diría; sabía qué era lo mejor para Elizabeth.

Lord Winter se irguió, mirándola de soslayo.

—Te lo digo muy en serio, Zenia.

—Si quieres, puedes besarme.

Esto lo cogió visiblemente por sorpresa. Se quedó con la mano apoyada en la puerta del ropero. Ella alzó el mentón, cada vez más ruborizada.

—Supongo que sabes —dijo él con tono burlón— que en Inglaterra, si un caballero besa a una dama, debe casarse con ella de inmediato.

—Bueno —repuso ella encogiendo los hombros con indiferencia.

—Bueno. —El amago de una sonrisa irónica le curvó los labios—. Una respuesta muy elegante. —Se apoyó contra el borde de la puerta del ropero y cruzó los brazos—. Nada tan sincero como un sí o un no.

—Has dicho que te gustaría besarme. Y yo he dicho que sí, que puedes.

La miró con expresión intensa, y sus ojos pasaron del ruedo de su falda a la cintura, los pechos, los labios.

—Zenia, si lo hago —dijo muy despacio—, que me muera si me detengo ahí. Y eso significaría el fin de esta farsa. Te casarías conmigo mañana.

Ella estaba muy inmóvil, sintiéndose ingrávida, sin aire, sin saber qué quería, incapaz de moverse. Se pasó la lengua por los labios y vio que los ojos de él se posaban al instante en su boca.

Lord Winter se apartó del ropero y se acercó. Zenia pensó que la iba a tocar, pero se quedó ante ella, mirándola. Zenia era tan alta como cualquier otra inglesa, tan alta o más que la mayoría de los beduinos, pero si miraba al frente lo único que veía era el arco del músculo de la base de la garganta de él, la línea de su mandíbula y la boca. Tendría que alzar el rostro para mirarlo.

—Mañana, Zenia —dijo Arden con suavidad—, mañana nos casaremos. La licencia está preparada; el pastor vendrá en cuanto le avise. Mañana se acabará este disparate.

En algún lugar de su mente, Zenia sabía que tenía una razón para pensar, que había una consecuencia que no debía olvidar; pero en aquellos momentos solo era capaz de sentir el calor magnético que irradiaba su proximidad. Solo podía recordar el peso de su cuerpo sobre el de ella.

—¿No vas a…? —susurró, pero no dijo más.

Temía preguntar si la alejaría de Elizabeth, si la repudiaría; temía la respuesta, pero no podía apartarse de aquellos dedos que le rozaban la mejilla, de la boca que buscaba su boca.

—Zenia —murmuró él. Enredó los dedos en su pelo y la obligó a alzar el rostro, atrayéndola hacia sí—. Zenia, por favor.

Pero aquel beso no fue un beso suplicante; fue un acto de posesión, la manifestación de su voluntad. El pesado aroma del alcohol impregnaba el aire que respiraba.

Lord Winter la ciñó por la cintura, y Zenia se sujetó a su espalda desnuda, sintiendo la textura de la cicatriz bajo su mano. De pronto volvió el rostro y apretó la mejilla contra aquel pecho que subía y bajaba al compás de su respiración.

Permanecieron así un tiempo, inmóviles. Zenia notaba el suave balanceo del cuerpo de él cada vez que respiraba. Arden empezó a juguetear con los cabellos que le caían sobre la mejilla, se los sujetó tras la oreja y le besó despaciosamente la coronilla, la sien, las pestañas.

La besó con pasión y deslizó las manos bajo la bata holgada que vestía. Zenia sintió que el cuerpo le temblaba y le dolía de deseo.

—¡Tanto tiempo —murmuró lord Winter—, ha pasado tanto tiempo! —Mientras hablaba le rozaba los párpados, las cejas, la sien con los labios, y ella sintió su cálido aliento—. No puedo creer que seas real.

Le apartó el cabello de los hombros y se inclinó para besarle el cuello al tiempo que le abría la bata y se la quitaba. La bata cayó y quedó solo el camisón de lino.

Cuando le acarició los pechos, Zenia gimió. Sus sensaciones y la necesidad que tenía de él la asustaban. Nadie la había abrazado nunca de aquella manera, nadie excepto él, que conocía sus secretos, que sabía cómo someter su cuerpo a una dulce agonía, a un dolor dulce y electrizante. Arden le apretó los pechos entre los dedos, y una oleada de placer la recorrió de arriba abajo.

Pero ¿te quedarás?, pensó desesperada. ¿Me conservarás siempre a tu lado?

No podía dar voz a aquellos miedos. Su madre, miss Williams, lord Winter; cada pedacito de corazón que había entregado se había perdido o había sido desdeñado. Menos Elizabeth. No creía tener el valor para amar más allá de su hija, y sin embargo su cuerpo pedía a gritos que él la abrazara, que la hiciera parte de su ser.

«¿Me quieres?», le suplicó en silencio mientras él la sentaba a su lado en el catre, le besaba la nuca y le subía el camisón hasta la cadera. «¿Me quieres a mí, o es solo por tu hija? ¿No soy solo una mujer a la que utilizas?»

Si se volvía y se abría a él, si lo dejaba entrar en ella como había hecho antes, como le estaban pidiendo sus manos, su cuerpo y sus besos, si aceptaba otra vez su simiente, sería como aceptar su dominación para siempre. Al día siguiente se casaría con ella. Nunca más tendría que temer al hambre o la necesidad, nunca. Solo tendría que esperar a que él la abandonara.

Porque la abandonaría. En lo más hondo de su alma, Zenia sabía que se iría. Lo había advertido en su voz. «No sé si podré hacerlo», había dicho, y Zenia sabía que no podría. El demonio que llevaba en su interior lo empujaba a buscar tierras agrestes, a la ruina; si se había quedado hasta entonces era solo por Elizabeth. Y temía… oh, temía hasta la desesperación que se llevara a Elizabeth con él.

Se estremeció, llena de deseo y pesar cuando él la acarició entre las piernas. Arden la acostó con suavidad y se inclinó sobre ella mientras forcejeaba con el fajín de sus pantalones. Zenia percibía en él el mismo temblor que parecía debilitarla a ella: su mano parecía totalmente incapaz de domeñar unos simples botones.

—¡Condenados botones! —murmuró él. Entonces le sonrió, con aquella expresión encantadora y perversa, y le guió la mano hasta su bragueta—. ¿Podrías ayudarme, amada mía?

Se apoyó sobre el codo, con los ojos entrecerrados en una dicha anticipada, seductor y atractivo, oscuro y cálido, la belleza cruel del desierto hecha hombre.

Zenia hizo lo que le pedía. Siempre había hecho lo que él le había pedido; se había resistido, rendido, enamorado, y lo había seguido, desdichada y sumisa. Los dedos de Zenia tocaron su miembro, y él gimió como si le doliera. Apretándose contra su mano, Arden se inclinó y le lamió despaciosamente los pechos.

Zenia sentía la cabeza llena de sonidos, mientras el latido del corazón le resonaba en los oídos. Cada vez que la lengua de él le rozaba el pezón, su cuerpo se arqueaba y los dedos se le cerraban en una caricia compulsiva. Lord Winter se movía contra su mano, a un ritmo que acompañaba el gemido animal que salía de su garganta. Y Zenia oía algo más; pero él estaba tan impaciente por tenderse sobre ella y empujaba con tanto empeño para entrar… Hasta que los dos lo oyeron con claridad.

Él se quedó muy quieto. El suave golpeteo contra la puerta de su habitación se oía perfectamente.

—Debe de ser la bandeja con mi cena —dijo Zenia con voz débil.

Él la miró con una expresión de total incomprensión.

—Maldita sea —exclamó luego y se incorporó con brusquedad.

Zenia se dio cuenta de que iba a gritar algo y se apresuró a llevar un dedo a sus labios para acallarlo.

—Elizabeth —susurró, tratando de salir de debajo.

Al principio no creyó que la dejara marchar, la tenía sujeta por la cintura, pero entonces la soltó y rodó sobre la estrecha cama y se quedó tumbado contra la pared con el antebrazo sobre los ojos.

Volvió a oírse la llamada. Zenia cogió su bata y se la echó por encima mientras corría a la otra habitación y cerraba la puerta a su espalda.

Arden esperó. A través de la pared oyó el suave golpe de la puerta exterior cuando la doncella se fue. Al principio pensó que Zenia volvería de inmediato; era tal su estado de excitación que no podía concebir que no volviera al instante, que hubiera sido siquiera capaz de dejarlo.

Con el cerebro atontado por la bebida, pensaba que ella se sentía igual que él. Pero poco a poco, cuando vio que no volvía enseguida, cayó en la cuenta de que era una mujer, que era diferente. Abrió los ojos y miró el borrón oscuro de su brazo.

La cena, por supuesto. Debía de estar hambrienta. En aquellos momentos Arden no podía concebir un hambre que no fuera el de sumergirse en ella, abrazarla y saborearla y morir en ella. Pero ella era mujer, y las mujeres son distintas. Así que ocupó la mente con pensamientos eróticos, recordando la forma de su cuerpo, los pechos, tan plenos y femeninos; recordando el día que la había visto amamantando a Beth. Este pensamiento lo llenó de un deseo poderoso y lascivo de hacerle un nuevo hijo.

Se dio la vuelta y hundió el rostro en la almohada. Y esperó.

Zenia no acudía. Arden no tenía ni idea del tiempo que había pasado, pero parecía más que de sobra para que se hubiera acabado cuatro docenas de tortitas y diez teteras.

Se sentó. Quizá se sentía cohibida. Quizá esperaba que él fuera a buscarla.

Durante mucho rato Arden estuvo mirando la puerta que separaba las dos habitaciones. No dejaba de esperar que el pomo girara. Todo su cuerpo estaba concentrado en esa idea, pero poco a poco en su mente empezó a formarse una pequeña duda.

Se levantó y fue hacia la puerta. Y, cuando llegó, el profundo temor de que estuviera cerrada con llave le impidió tocar el pomo. Escuchó, por si se oía algo.

Silencio.

—Zenia —susurró contra la madera pulida.

Ella no contestó. Y supo que había echado la llave. Tocó el cuadrado de latón, siguiendo las curvas en relieve con el dedo, y miró estúpidamente el delicado grano dorado de la madera de roble.

De no ser por Beth, la habría echado abajo.

20

Arden yacía con los ojos cerrados. No quería dejar pasar la luz del día y la ira, aunque se negaba a volver a dormirse. En sus sueños trataba de nadar, de llegar a la figura gris sumergida entre los carrizos, pero no conseguía mover los brazos ni las piernas. El pálido rostro de la joven muerta se convertía en el de Zenia que, bajo el agua, lo llamaba con una voz muda pidiéndole ayuda.

En algún momento de la madrugada, la doncella había entrado para encender el fuego. Él se había sentado bajo aquella luz mortecina, confundido. Tenía tanta sed que se bebió media jarra de agua, pero lo único que consiguió fue sentirse mareado y bebido otra vez, y acabó cayendo en los mismos sueños. En aquellos momentos, tendido sin tener una idea precisa de la hora, aunque sospechaba que debía de ser tarde, un temblor enfermizo le sacudía el estómago y sentía la cabeza como si le hubieran clavado una estaca.

Ahora que había pasado la borrachera, se sentía herido y desmoralizado. Había pasado mucho tiempo, pero las sensaciones físicas despertaron en él el agudo recuerdo de un despertar mucho más terrible. Los sueños eran sueños; no conservaba ningún recuerdo real de la joven llamándolo, pidiendo ayuda, no la había visto bajo el agua. Aquella parte era como un agujero en el tiempo y el espacio. Recordaba haber empezado a beber en la habitación, y haber compartido la petaca con un comprensivo mozo de cuadra; recordaba lo torpe que se había sentido con el alzacuello en la mano cuando se estaba vistiendo para reunirse con ella, y que estuvo surtiendo una y otra vez su petaca de las botellas que había en el comedor; luego un caleidoscopio de escenas, la forma en que ella lo había mirado, callada y asustada, el lago tan quieto, la pintura descascarillada del remo, la forma agresiva en que el cisne negro nadó tras el bote, siseando y batiendo las alas. Él rió. Ella gritó. Y eso fue todo. Solo que le parecía recordarse a sí mismo sentado en la orilla, empapado, llorando, aunque no estaba seguro.

Decían que había intentado salvarla. Que ella había cometido la estupidez de ponerse de pie tratando de evitar al cisne y que el bote había volcado. Su padre y dos jardineros declararon ante el oficial de justicia que lo habían visto todo, que Arden había tratado de llevarla a la orilla, pero que estaba tan histérica que no dejó de resistirse. Su padre hizo que mataran al cisne.

Arden no lo recordaba. No recordaba nada más. Y nadie vio en aquello otra cosa que un trágico accidente. Después de todo, ¿qué hombre ahogaría deliberadamente a su prometida?

Pero la forma en que su padre lo había mirado… Arden había despertado mareado y débil, como ahora, y su padre estaba esperando…

Hundió el rostro en la almohada.

Después de aquello huyó de Swanmere para no volver. Pasaron años antes de que volviera a probar el alcohol, antes de que pudiera olerlo sin que se le revolviera el estómago. Y aun entonces solo daba unos sorbos cuando se hallaba en público, para no hacerse notar y sentirse menos dolorosamente extraño entre los suyos.

Él la había matado, y sin embargo aquello supuso su emancipación. Adoraba su exilio. Le había hecho sentirse vivo y real. Era cuando estaba con los suyos cuando no sabía qué decir; era cuando vivía como la persona que era realmente cuando todo salía mal. Como Hayi Hasan, siempre sabía qué hacer y qué decir. Como el honorable Arden Mansfield, lord Winter, siempre se había sentido desorientado e incómodo.

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