Read Sueños del desierto Online
Authors: Laura Kinsale
No tendría que haberse quedado sentado tomándose todas las cervezas que le servían. Sabía que acabaría borracho. Pero tenía la seguridad de que no había hecho ninguna inconveniencia mientras estuvo allí, si estar sentado casi en completo silencio con una sonrisa forzada en el rostro no era una inconveniencia. Todos los arrendatarios habían sido insoportablemente atentos con él, tan poco naturales como él, y en cambio su padre se había dedicado a estrechar manos y dar palmadas en los hombros, había preguntado por el grano, por los bueyes, y seguro que también por las lindes: el perfecto y atento lord inglés.
No, había sido después de la comida, en su habitación, cuando Arden se había puesto en evidencia. Y esta vez no había quedado el piadoso vacío de la borrachera: todo seguía perfectamente claro en su cabeza.
Oyó que se abría una puerta. La doncella, pensó gimiendo por dentro, pero enseguida oyó el sonido amortiguado de pasos que corrían, y un alegre e inquisitivo «ga». Dos manitas cálidas le golpearon el pecho desnudo.
Arden giró la cabeza, y solo asomó un ojo por encima del codo. El rostro de Beth parecía expectante, con los ojos oscuros muy redondos y los labios entreabiertos.
—A…mos —dijo empujándole el brazo.
Arden se incorporó sobre los codos, y la niña rió y chilló, y ese instante por sí solo hizo que su vida valiera la pena. Pero aún se acordaba de cómo le había dado la espalda por la noche, así que no trató de abrazarla como habría querido.
—¡Miss Elizabeth! —susurró una voz apremiante desde el otro lado de la puerta entreabierta—. ¡Venga aquí enseguida!
Era la niñera. Arden se puso tenso, esperando oír a Zenia; pero, cuando la puerta se abrió un poco más, quien se asomó a mirar era solo mistress Lamb.
—¡Oh, señor! —dijo aún entre susurros—. ¡Le ruego me disculpe! ¡Venga enseguida, miss Elizabeth!
—No es necesario —dijo Arden con la voz ronca por el sueño y el alcohol—. Puede quedarse. —Tanteó buscando su camisa, que estaba en el suelo junto al catre, y logró cierto grado de recato.
Beth corrió al armario de los juguetes, pintado de blanco, y se puso a aporrear una de las puertas. Arden se levantó, respiró hondo para controlar la sacudida que sintió en el estómago y le abrió el armario. Al momento el suelo se llenó de bloques, pelotas, una muñeca de trapo…
La niñera seguía del otro lado de la puerta. Arden veía sus dedos sujetando la puerta.
—¿Está ahí lady Winter? —preguntó.
—No, señor —repuso la voz sin cuerpo—. Ha ido a Oxford con su excelencia la condesa. Si el señor no tiene inconveniente, hoy yo me ocuparé de miss Elizabeth.
Arden no esperaba realmente que estuviera. Y sin embargo, ahora que sabía con certeza que no estaba, que se había ido expresamente, del mismo modo que por la noche había cerrado aquella puerta entre los dos, sintió que la garganta se le cerraba con una dolorosa mezcla de ira y rechazo.
Hizo un montón con su ropa limpia, echó la cuchilla de afeitar encima y abrió la puerta de un tirón, y a punto estuvo de hacer que una asustada mistress Lamb perdiera el equilibrio.
—Me vestiré en la habitación. Por favor, vista a Beth para salir. Las quiero a las dos abajo en una hora. Luego puede ocuparse con otras cosas, o tomarse la tarde libre si lo prefiere. Hoy yo me ocuparé de la niña.
—¡Oh, señor!
Pasó a la habitación.
—Ah, y necesitaremos una cesta con comida. Con montones de galletitas para Elizabeth. La señora Patterson ya sabe qué me gusta.
La niñera miró con expresión desolada cómo arrojaba su ropa sobre la cama.
—Señor, creo que lady Winter se sentirá muy disgustada.
Él le sonrió.
—Soy un pillo por naturaleza, mistress Lamb. Y, puesto que el gato ha dejado la madriguera del ratón sin vigilancia… —Se encogió de hombros—. Sea como fuere, tendremos un día de libertad. ¿Cuándo piensan volver sus excelencias?
—Lo siento, señor. Lady Winter no lo dijo.
—Quizá podría tener vigilado el camino de acceso y avisarnos cuando aparezca el carruaje.
—Eso está muy feo, señor —contestó mistress Lamb con una severidad que sus ojos desmentían—. No me gusta engañar a la señora.
—Mistress Lamb, no pensará delatarme, ¿no?
Era una mujer de rostro dulce; el estricto mohín de sus labios apenas le daba un aire rígido, dejando aparte el hecho de que ponía mucho cuidado en mantener los ojos apartados de su semidesnudez.
—Señor, debe saber que he criado a mis tres hermanos yo sola, además de los dos chicos de los Hastings y los cuatro de los Thorpe. Lo sé todo de los niños.
—Pero Beth es una niña —señaló él con suavidad.
—Sí, señor —dijo ella con una reverencia—, pero los dos juntos harán una combinación igual de mala.
Se oyó un gran estrépito que venía del cuarto de juegos. Mistress Lamb asintió con el gesto y dijo:
—¡Ahí tiene! —Y corrió a ver.
Para después de comer, Zenia estaba impaciente por volver a casa. Nunca había pasado tanto tiempo lejos de Elizabeth, y lady Belmaine se extendió en exceso en su visita a sus primas mayores. La mujer se dedicó a sostener la mano de la prima enferma, que estaba postrada en su lecho y ya no podía hablar más que en susurros, y a hablar con la angustiada hermana de la enferma; mandó a Zenia a comprar un medicamento particular a un boticario determinado para que la hermana pudiera dormir mejor, y dio instrucciones a la cocinera sobre cómo preparar exactamente la provisión de alimentos especiales que habían llevado de Swanmere.
A pesar de la aprensión que sentía por Elizabeth, Zenia se alegraba de ser útil; ciertamente, aquella nueva faceta de lady Belmaine la sorprendió, la eficacia con que ponía orden en una casa que había caído en el caos. No era una mujer afectuosa o sentimental —atajó los lloriqueos de la hermana con una enérgica amonestación—; pero, para cuando se despidieron, las damas estaban tan a gusto como permitían las circunstancias, y hasta sonreían.
—Volveremos la semana que viene —le dijo lady Belmaine a Zenia mientras el carruaje pasaba ante las agujas y las torres grises de la universidad—. Entretanto haré que se les envíe carne de caza y huevos de los nuestros. En la ciudad es imposible conseguir huevos realmente frescos.
Las campanas resonaban, y unos pocos jóvenes que seguían allí, estudiando incluso en las vacaciones, corrían bajo el sol del invierno con sus togas al viento. Lady Belmaine hizo un comentario sobre el ruido y se lamentó de que sus primas no pudieran retirarse a algún lugar más tranquilo, incluso a Swanmere.
—Pero no quieren ni oír hablar de ello —dijo la mujer, algo impaciente—. Han vivido en esa casa desde que nacieron, y sus padres antes que ellas. Debo decir que nunca he entendido el atractivo que puede tener una existencia tan limitada, pero veo que es algo común.
—Yo sí lo entiendo, señora —dijo Zenia con voz tranquila—. El hecho de tener un hogar y no querer abandonarlo.
Lady Belmaine miraba al frente, al elegante satén gris del asiento que tenía delante.
—Entonces no te pareces mucho a tu madre.
Zenia bajó la mirada al regazo. Era la primera vez que lady Belmaine mencionaba a su madre.
—En otro tiempo fui una gran admiradora de lady Hester.
Zenia la miró, sorprendida una vez más. La condesa mantenía el mentón bien alto, y la áspera luz invernal revelaba solo unas ligeras arrugas en su inmaculada piel blanca.
—Sin embargo, llevó su independencia demasiado lejos —dijo—. ¿Sabías que estamos emparentadas?
—No —repuso Zenia, perpleja.
—Un parentesco bastante lejano. Compartimos un abuelo materno en algún momento hace cuatro o cinco generaciones. Robert Pitt. Hijo de Diamond Pitt. Mi lado de la familia procede de la línea de los Camelford; el vuestro de los Chatham y los Stanhope.
Zenia conocía bien su linaje, pues su madre siempre había hablado de sus antepasados con una arrogancia y un placer infinitos. Lady Hester era nieta de un primer ministro y sobrina de otro; y siempre disfrutó contándole historias sobre la crueldad del patriarca de la familia, Diamond Pitt, el comerciante turbulento e implacable que había desafiado a la ley y a la Compañía de las Indias Orientales, y sobre su orgulloso y feroz primo, lord Camelford, el más experto duelista de su tiempo, que defendía a los pobres frente a timadores y extorsionistas con métodos más propios de un bajá sanguinario que de un caballero inglés; un par del reino que daba cien guineas a los pobres en la calle y hacía azotar a los vigilantes de las aduanas por pasar monedas falsas de medio penique y que había muerto en duelo al amanecer antes de cumplir treinta. Cuando lady Hester ordenaba disparar a un rebaño de cabras porque el pastor la estaba engañando, cuando hacía apalear a un sirviente por insubordinación, cuando desafiaba la tiranía de algún emir, siempre ponía a lord Camelford como ejemplo.
—No lo sabía, señora —dijo Zenia.
—La sangre de Diamond Pitt —musitó lady Belmaine—. La llama de Oriente. Una herencia difícil. Peligrosa, dirían algunos. Hubo genio; jamás negaría que tu abuelo y tu bisabuelo lo tenían, pero también había un lado oscuro. Que no hay que subestimar. Tu madre tenía tendencia a excederse siempre en sus pasiones.
Zenia no podía negarlo. Apartó los ojos y miró por la ventanilla.
—¿Dirías que tu madre estaba desequilibrada? —preguntó la condesa con calma.
—No —dijo Zenia—. Sé que para los francos… quiero decir que sé que hay gente aquí que lo cree. Pero las cosas son distintas en Oriente, señora. Todo es más desbocado. Y ella estaba hecha para esa vida.
—Entiendo —repuso la condesa—. Pero tú no.
—No, señora. En absoluto. Yo la detesto.
Por un momento lady Belmaine guardó silencio. Luego habló, sin que su tono impersonal se alterara lo más mínimo.
—¿Te sientes muy apegada a mi hijo?
Zenia sintió que una extraña confusión la abrumaba. Volvió el rostro, incapaz de pensar una respuesta.
—Quizá soy algo brusca —dijo la condesa—, pero preferiría que no fueras su esposa.
—Sí, señora —dijo Zenia—. Lo sé.
—Sin duda pensarás que es por tu cuestionable nacimiento y educación. De no haberte conocido, ciertamente me habría horrorizado la perspectiva de semejante matrimonio en mi familia, pero ya no es así. En sí, no me desagradas, Zenobia.
—Gracias, señora —dijo ella con un hilo de voz, confundida.
—Mientras creí que mi hijo había muerto, acepté la necesidad de que fueras mi nuera. Eres una mujer discreta y tratable, y lo cierto es que no había alternativa, ¿verdad? Pero debo decir que ahora esta unión de sangres conflictivas, de las líneas más díscolas de la herencia Pitt… En estas últimas semanas he oído los arrebatos de tu hija, y me inquietan.
—Elizabeth es muy buena —se apresuró a decir Zenia—. Es solo que lord Winter la consiente en exceso.
El rostro de lady Belmaine seguía totalmente inexpresivo.
—Creo que no entiendes en absoluto a tu hija, Zenobia. Y que tampoco entiendes a mi hijo. Mi marido tampoco lo ha entendido jamás. —Sacó la mano de su manguito y guardó el pañuelo que había estado aferrando, pero no sin que antes Zenia viera que había deshecho el borde de encaje.
—¿Qué es lo que quiere decirme, señora? —preguntó Zenia inquieta.
—Bueno, si no lo ves por ti misma, no sé si podré explicarlo. Pero ninguno de los dos se conformará con una casa, Zenobia. Ninguno de los dos aguantará el encierro. Perdí a mi hijo porque mi marido no quiso entenderlo. Cuando era niño, podría haberlo retenido a mi lado un poco más. Al menos hasta que sus pasiones lo dominaran de forma natural. Pero no fue así. Mi educación me engañó; pensé que era posible disciplinarlo y domeñarlo como habían hecho conmigo. Y fue un gran error. Yo lo conocía como mi marido jamás podrá conocerlo. Lo conocía tan bien como a mí misma.
—Mi hija es completamente feliz —dijo Zenia con gesto hosco.
La condesa se volvió y miró a Zenia de soslayo arqueando las cejas.
—No estoy diciendo que todos los niños traviesos estén poseídos por un demonio…
—¡Ella no tiene ningún demonio! —exclamó Zenia acalorada.
—… pero el hecho de que el carácter voluble de tu sangre no parezca haberse manifestado en ti no significa que no esté ahí. Y desde luego en mi hijo corre libremente.
Zenia la miró, con la respiración agitada.
—¿Puedes asegurarme que no es así? —preguntó la condesa—, ¿que no hará cualquier cosa indigna que le apetezca, sin importarle el precio?
Zenia bajó la vista. Y envolvió las borlas de los extremos de su bolso con tanta fuerza alrededor de sus dedos que le dolieron.
—Si te hubieras educado en la casa más respetable de Inglaterra, me habría opuesto igualmente al matrimonio entre vosotros dos. No tiene sentido llamar al desastre emparejando los mismos linajes que dieron lugar a la naturaleza inestable de tu madre. Ya tienes una hija. Y rezaremos para que escape al peligro. Pero si accedes a liberar a mi hijo y a ti misma de esta ruinosa relación, te ayudaré en lo que pueda y me ocuparé personalmente de garantizar tu bienestar y el de mi nieta.
Zenia miraba la rítmica oscilación del llamador de seda. Pensó en las pataletas de Elizabeth, en lo exultante que se sentía lord Winter en medio del peligro, la libertad, la soledad. En los ataques de furia de su madre. Zenia sabía que él no se quedaría, no podría quedarse; sin embargo, oír a lady Belmaine decir lo mismo con palabras tan seguras e inflexibles, y asegurar que Elizabeth era igual, le hizo sentir náuseas y miedo.
—El conde dijo que, si no hago lo que me aconseja, Elizabeth sería una… —No fue capaz de pronunciar la palabra—. Lo mismo que soy yo.
—Tu padre y su esposa pasan mucho tiempo en Francia, ¿no es cierto? Creo que te sentirías muy a gusto en una bonita casa cerca de París. O quizá en ese balneario de Suiza donde la señora Bruce planea hacerse unas curas con aguas termales. Puedes estar segura de que me ocuparé de que mi nieta se eduque como es debido y de que no le falte de nada. Habrá dinero para la escuela o para una institutriz, como prefieras, y cuanto precises para la casa y la ropa. No debes temer el rechazo social; me ocuparé de eso personalmente. En el continente estas cosas se dan por sentadas.
Zenia miraba por la ventanilla y callaba. Ansiaba la compañía de su padre y Marianne en Bentinck Street. Quería lo mejor para Elizabeth. Quería paz y seguridad. Quería que su hija creciera a salvo… y, no obstante, pensaba en él, en la desesperación de su voz. «No sé si podré hacerlo.»