Sueños del desierto (14 page)

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Authors: Laura Kinsale

Sí, a la mañana siguiente ninguno de los dos estaría vivo, así que ¿qué importancia tenía?

Arden se apartó. Se perdió en la oscuridad, sintiéndose como una bestia enjaulada, y se arrojó boca abajo sobre las alfombras. Siempre había pensado que los condenados están demasiado atontados para sentir nada; siempre lo parecía. Pero ¿a cuántos los habían encerrado con una mujer que iba a morir con ellos, para atormentarlos en cuerpo y alma?

Zenia le había pedido que la abrazara. Le estaba suplicando que la reconfortara. Y eso podía hacerlo, qué menos… Podía abrazarla, solo abrazarla. Se incorporó sobre el codo, y de pronto ella se encontraba allí, tendida en la alfombra junto a él, acurrucada a su lado como había hecho Selim durante tantas noches.

Arden la abrazó con fuerza. Se tumbó de costado, y pegó el rostro de ella contra su hombro, su cuerpo al cuerpo de él. Consuelo. Consuelo. Le acarició el pelo.

—Duerme —musitó—. Duerme.

Ella lo abrazó también. Cuando Arden se relajó un poco y aflojó el abrazo, ella se movió para acercarse. Pegó las caderas contra él, una presión lenta contra aquella parte de él que estaba despertando.

Era delicioso. Como estar vivo. Su respiración se aceleró, y hundió los dedos en su mata de pelo. Olía a arena, a camello, a humo y a mujer. Ahora lo veía claro: el origen de todos aquellos sueños que lo atormentaban en el desierto no era más que su cuerpo, que sabía lo que su mente ignoraba.

Era insoportable. Tenía miedo de ser él quien se pusiera a llorar.

¿Qué importancia tenía?

Ninguna, Arden solo quería que ella lo quisiera. No quería limitarse a tomar. Quería dar. Pero, en unas pocas horas, todos sus escrúpulos no servirían de nada.

—Duerme —susurró una vez más.

—No creo que pueda dormir —dijo ella con una voz amortiguada contra su pecho.

Él le pasó los dedos por el pelo.

—¿Quieres que te ayude a dormir? —Le bajó la mano por la espalda, y volvió a subir hasta aferrar su pequeño pecho a través de la tela áspera. Tan pequeño, tan delicado, tan suave… Como cristal vivo—. Yo puedo ayudarte a dormir.

—Sí —susurró ella—. Por favor.

Arden se inclinó sobre ella. Sabía cómo dar placer a una mujer. Eso lo había aprendido por sí mismo. Siempre se sentía incómodo en compañía de otra gente, cohibido, pero las mujeres no eran gente. Eran una raza totalmente distinta, y para comunicarse con ellas le bastaba con su cuerpo. Con placer y una dulce simplicidad. Con éxtasis.

Sus labios juguetearon con la suave piel de detrás de la oreja, tocándola con la lengua. No veía nada, pero deslizó la mano por la curva de la cadera. Cerró el puño sobre el algodón crudo y lo subió. El contacto con la piel de Zenia, suave y refrescante, fue como un latigazo. Y encendió el fuego en su interior, como una hoja seca que cae sobre las ascuas de una hoguera y se inflama.

—Zenia —dijo él, como si el nombre fuera una palabra desconocida, tan extraña sonaba en su boca.

—¿Sí? —preguntó ella débilmente.

Estaba acurrucada contra su hombro. Parecía lo bastante grande y poderoso para ocultarse en él. Desde el principio había querido dormir a su lado, a salvo del resto del mundo. Pero el mundo también iba a matarlo a él.

—Quiero ayudarte a dormir —musitó Arden.

Tironeó de las cuerdas que sujetaban la camisa árabe a su cuello. Le habían quitado el cinturón de la túnica junto con la daga. El algodón se deslizó con facilidad cuando lo subió por encima de su cintura.

La sensación de aquella mano sobre su piel desnuda era nueva para Zenia, la textura y la vida de la palma, endurecida por el desierto y sin embargo tan suave. Se alegraba de que estuvieran a oscuras, porque sentía vergüenza y deseo. Sabía que le estaba levantando la ropa para poder entrar en ella como un marido entra en su mujer. Pero ella no era su mujer. Y, aun así, deseaba que la tocara, que la abrazara, que la besara como si su cuerpo fuera miel.

—Zenia —dijo él con dulzura—. Como esa flor de pétalos pequeños y afilados que crece por todas partes. —Y, mientras lo decía, tocó su pecho desnudo, pasando el dedo por la punta—. Pétalos pequeños y afilados. Como esto.

Zenia respiró hondo ante aquella nueva sensación.

—Un comentario estúpido. —Arden soltó una risa leve y seca, y hundió el rostro en su pelo. Luego inclinó la cabeza y le besó el pezón, sujetándolo entre la lengua y los dientes.

—¡Oh! —dijo ella con un jadeo.

Con el brazo él la impulsó hacia arriba y la hizo arquearse. Su boca jugueteó con voracidad con su pecho. Y ella se entregó a la sensación, se entregó a él.

Y a cambio él le dio placer. Le dio olvido. La ayudó a olvidar su miedo. Se convirtió en su universo, ahuyentando el miedo con el círculo que su lengua le trazaba en la piel, con el calor de su aliento en el oído. Con la dureza de su esencia, músculo y vida masculina, porque Arden se arrodilló a su lado y se quitó la camisa árabe por la cabeza, y ella vio la luz de las estrellas en sus hombros.

Mañana… Oh, no quería pensar en ello, no podía, estaba más allá de lo creíble o reconocible.

Él se tendió encima de ella, apoyado en los brazos. Zenia le rodeó el cuello con las manos y notó la sangre palpitando bajo la piel. Notó el mentón, el picor de la barba incipiente, diferente y extraño, y sin embargo parte del mismo hombre.

Él la miraba. Zenia no lo veía, pero lo intuía.

—¿Soy como la miel? —preguntó tímidamente, con un hilo de voz.

—No —dijo él, que se inclinó y la besó, presionando con todo el cuerpo. Alzó las manos hasta su pelo y le sujetó el rostro—. Eres como el agua. Como agua clara. —Hundió la cara en su cuello—. Oh, Dios, un agua tan brillante, fresca y clara que duele beber.

Zenia lo sentía, sentía el cuerpo de él preparado para montarla. Haciendo fuerza encima de ella. Nunca había visto a un hombre desnudo, aunque había vivido entre hombres, porque los beduinos eran extremadamente pudorosos incluso entre ellos. Pero había visto animales, y niños, y lo sabía. Le daba un poco de miedo, pero el terror que había más allá, en el exterior del pequeño círculo de sus cuerpos, era tan grande que aquel miedo era un placer.

—¿He dicho una estupidez? Puedo vivir sin miel —dijo contra su cuello—. Pero no sin agua.

Curiosamente, Zenia se echó a llorar de felicidad. Le rodeó los hombros con los brazos.

—No, no es una estupidez.

Él callaba, respirando contra su piel.

—Lloras —dijo entonces.

Zenia deslizó las manos por su espalda desnuda. Toda la fuerza de él parecía concentrada bajo sus palmas, en poderosas curvas. Le acarició los ijares con las manos extendidas, familiarizándose con sus formas.

Él gimió y se apretó contra ella. Un dulce hormigueo se extendió por las venas de Zenia. Él se incorporó sobre ella. Y cuando entró, cuando le hizo daño, empujando dolorosamente contra la barrera, incluso entonces Zenia se arqueó para recibirlo. Él se quedó muy quieto por un momento, con su boca sobre la de ella y la mano bajo sus caderas. Y entonces se movió con violencia y entró con fuerza en ella mientras le empujaba el cuerpo hacia arriba y rasgaba su virginidad.

Ella gimoteó ligeramente cuando se convirtió en mujer, una mujer de verdad, completa, por primera vez en su vida, y él le sujetó el rostro entre las manos, la besó, le acarició las mejillas.

—No llores, no llores.

Lo sentía muy adentro, y un sollozo de alegría y dolor escapó de sus labios. Lo quería allí, quería que fuera una parte de ella. Que la atravesara y penetrara en su interior, que invadiera su cuerpo. Aquello bastaba para ahuyentar el miedo. Y pensó: «Ahora puedo dormir. Así».

Pero lo que pasó no fue que se durmió. Zenia deslizó las manos lánguidamente por la espalda de él y, como había ocurrido antes, como si en ellas llevara un mensaje, él profirió aquel sonido gutural y empujó con más fuerza, despacio, inudándole una vez más el corazón con aquella dulzura. Muy despacio, una y otra vez, mientras ella lo acariciaba. Despacio. Zenia lo oía respirar a través de los dientes, cada aliento, cada impulso de su cuerpo terminaba en un gemido de placer. Y su propio aliento se le atragantaba en la garganta, su cuerpo se flexionaba en respuesta buscando el momento de placer que había al final de cada dolorosa penetración.

Zenia empezó a gimotear de nuevo, ansiosa. El dolor desapareció, porque él la llenaba por completo. Su cuerpo se aferraba, sujetándose a él, a sus hombros, sus piernas, reteniéndolo en su interior.

—Oh, Dios. ¡Dios! —El susurro ronco de Arden le llenó los oídos mientras su cuerpo la llenaba por dentro con una cruda cadencia.

Sí, pensó Zenia con fiereza, era eso, su cuerpo, que se aferraba con fuerza a él, como si no quisiera, no pudiera dejarlo marchar; y hacía que él penetrara muy adentro, retrocediera, volviera a empujar con fuerza, hasta que Zenia acabó respirando en pequeños jadeos, con la cabeza hacia atrás, mientras él le besaba el cuello y los pechos, arqueándose hacia el cielo, hacia él, sacudiéndose, sacudiéndose, sacudiéndose como un objeto sin sentido, hasta que un temblor la recorrió en un largo momento de éxtasis, cegador, y sintió la vida de él sobre ella, dentro de ella, alrededor de ella.

Arden se relajó con un estremecimiento y un suave gemido, respirando agitadamente.

—Gracias —dijo contra su garganta—. Gracias.

—Gracias —susurró Zenia.

Él rió en silencio. Zenia lo notó por su pecho. Aunque notó también cierta humedad en el hombro, donde él tenía apoyada la mejilla.

No dijeron más, salvo aquel extraño detalle de cortesía. Al cabo de un rato, mientras Zenia seguía tendida sin pensar en nada, sintiendo el cuerpo relajado de él encima, él se levantó.

Zenia no le suplicó que volviera, aunque lo deseaba. Con cuidadosos movimientos, Arden le bajó la túnica y cubrió su desnudez. Otro gesto de cortesía, callado y dulce. Luego se sentó, y Zenia oyó el susurro de la tela cuando se puso la túnica por la cabeza.

—¿Puedes dormir ahora? —preguntó él tumbándose junto a ella y acercándola.

—Sí —dijo Zenia—. Gracias.

Él la besó en la sien y se tumbó con la boca contra su piel y el brazo sobre ella.

Ninguno de los dos durmió.

9

Arden se incorporó de un salto al primer sonido. Aún faltaba mucho para que amaneciera, y estaba oscuro como boca de lobo. No podían haber pasado tantas horas… No podía ser tan pronto.

El corazón le martilleaba en los oídos. Cuando oyó que descorrían la aldaba de la puerta, sintió que la mano de Zenia se cerraba en torno a la suya.

«¡Demasiado pronto, demasiado pronto! ¡Todavía no!»

Arden le apretó la mano con fuerza. Finalmente la sensación de entumecimiento estaba ahí, la sensación de irrealidad que esperaba. Había llegado el momento. Iban a buscarlos.

Se levantó en la oscuridad, y la ayudó a ponerse de pie. Había supuesto que esperarían al alba. ¿Sucedería todo en medio de aquella negrura?

La puerta se abrió con suavidad.


Englezi
! —susurró una voz—. Ven, con la mujer. Los camellos esperan.

Algo parecido al rayo le recorrió las venas. El entumecimiento se resquebrajó.

¡Rashid!, pensó salvajemente. Por el Profeta y los noventa y nueve nombres de Alá y por el centésimo nombre, que Dios te ennegrezca el rostro y te dé larga vida y poder, viejo zorro.


Dhai
! —susurró una voz en la oscuridad estrellada, y el camello de Zenia se puso en pie.

El animal gimió, un sonido benditamente familiar, impulsando la parte delantera hacia arriba mientras Zenia se inclinaba para mantener el equilibrio; luego, en dos sacudidas, el camello se incorporó también sobre los cuartos traseros, mientras ella se echaba más hacia atrás, como si estuviera bajando por una empinada pendiente, y entonces la sacudida definitiva para incorporarse de las rodillas a los pies. Nunca antes había deseado tanto Zenia agacharse y abrazar el cuello ondulante de un camello como cuando este echó a andar con el trote suave de un corredor purasangre.

Estaban lejos de las murallas de Hajil, después de haber caminado con rapidez y haber corrido por las calles oscuras y los palmerales y haber salido al desierto, donde los esperaban los camellos. Los guardias habían abierto las puertas sin una palabra. El príncipe Rashid, pensó Zenia al principio, pero los dos hombres que los acompañaban no eran beduinos. Eran egipcios, un oficial negro y un soldado de la guarnición. Y, aunque obviamente aquello era una huida, tenía algo de arresto: otras personas dirigían sus camellos, los azuzaban, silenciosos beduinos a los que Zenia no reconocía en la oscuridad.

Zenia sentía el aire de la noche contra las mejillas. Montaba como un hombre, como siempre había hecho, con la rodilla enganchada sobre la estructura de la silla, pero por primera vez le pareció una postura extraña e incómoda. Se sentía profundamente consciente de su sexo; era como si todo estuviera mal y bien al mismo tiempo. El pánico de la noche ahora le parecía irreal, como si la posibilidad de morir nunca hubiera estado ahí…, y en cambio la sensación de lord Winter dentro y fuera de ella era tan vívida y aguda como su olor sobre la piel.

Se sentía abochornada. Quizá los egipcios no lo notaban, pero estaba segura de que los beduinos percibían aquel olor en la atmósfera despejada de la noche. Ojalá hubiera podido esconderse en una litera de camello, como hacían las nómadas cuando viajaban. Ojalá hubiera podido cubrirse con un velo como las mujeres de los poblados, pero ni siquiera tenía una kefia. Necesitaba esconderse, proteger su feminidad, y no mostrarle su secreto a nadie más que a él.

—¿Adónde vamos? —preguntó lord Winter finalmente con una voz que apenas se oyó por encima del golpeteo rítmico y amortiguado de los pies de los camellos en la arena.

—Vas a El Cairo,
englezi
—contestó el oficial.

—¡El Cairo! —exclamó él.

—Ante el
wali
. Mehmet Ali.

A Zenia se le encogió el corazón. El virrey egipcio, padre de Ibrahim Pasha, el más poderoso enemigo que su madre había tenido. Lady Hester se había enfrentado al mismo Mehmet Ali hacía años, y había puesto tantas trabas como pudo a él y sus ejércitos.

Pero lord Winter rió entre dientes.


Wallah
, quiera Dios que reconozca tu valor.


Inshallah
—contestó de buen humor la voz del oficial en la oscuridad—. Jalid ibn Saud es un perro y un necio.

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