Read Sueños del desierto Online
Authors: Laura Kinsale
—Allí, puedo ver las rocas de Ghota. ¿Por qué subís por aquí?
Selim estaba sentado con aire taciturno a la luz que entraba por la puerta, trenzando los cabellos que le llegaban más abajo del hombro. Fuera, las calles de Hajil se hallaban llenas de movimiento y silenciosas, con esa quietud oriental de paredes de arcilla encaladas y lugares donde nunca pasaba una rueda. Incluso las voces parecían distantes, absorbidas por la atmósfera del desierto, salvo cuando estallaba alguna discusión cerca que asaltaba el oído con un súbito tumulto, como el rebuzno de un burro.
El muchacho parecía acorralado, pues Arden le había ordenado que se pintara los ojos con kohl, le había dado una nueva túnica, una kefia de un blanco inmaculado con flecos dorados, y cuentas de color turquesa para entrelazarlas en sus dos largas trenzas. Tal era el adorno de los hombres en el desierto. A Arden le parecía un guapo soltero, aun cuando el resto de su cabeza fuera una maraña imposible de rizos polvorientos bajo la kefia.
—
Ay billah
, serás la comidilla del harén —dijo, arrodillándose para colocar el último detalle personalmente: una perla grande que colgara por detrás de la oreja de Selim.
El muchacho frunció el ceño.
—No deseo ser la comidilla del harén.
—Me temo que con tu apatía solo conseguirás enloquecerlas. Las féminas son criaturas perversas.
Zenia le dedicó una mirada resentida cuando se inclinó sobre ella. Bajo el sol del desierto, su piel se había teñido de un intenso marrón dorado.
—¿Y acaso su conocimiento de las féminas es muy vasto?
—Vastísimo. La mayoría son un muermo. —Lord Winter le cruzó la kefia sobre el hombro. Su mano le rozó el cuello sin ninguna ceremonia cuando le apartó un mechón con los dedos—. Pero dulces como la miel.
—¿Y qué puede haber en ellas tan dulce si son tan aburridas? —preguntó ella malhumorada.
—Bueno, no su cháchara interminable, desde luego. Pero gracias a Dios no pueden hablar todo el tiempo. —La parte posterior de sus dedos quedó en contacto con su piel mientras le sujetaba el colgante—. Sus cuerpos son pura miel, lobato.
Zenia se miraba fijamente al regazo, con las mejillas cada vez más calientes. Desde su paso por el
nefud
, albergaba sentimientos nuevos y dolorosos por lord Winter. Ya no le daba miedo. Pensaba en él en todo momento, con pesar, desdicha, anhelo.
Él sonrió y le dio un ligero tirón de pelo al tiempo que se sentaba sobre los talones.
—Ya lo averiguarás, pequeño lobo, cuando llegue el momento.
Zenia se sentía sofocada y dolida, porque le gustaba el contacto de sus manos. Porque sabía que si descubría la verdad la despreciaría por su sexo. Porque ella no tenía un cuerpo dulce como la miel. De haberlo tenido, a aquellas alturas él ya lo habría notado. Pero ningún hombre se daba cuenta. Y, por supuesto, ella no quería que lord Winter lo hiciera. Su entero bienestar dependía de que no lo notara. Y, sin embargo, este hecho la hacía profundamente desdichada.
—Las mujeres árabes son tontas —dijo—. Creo que las inglesas son más interesantes.
—Te pido disculpas —musitó, arqueando las cejas—. No sabía que fueras un entendido.
—Las inglesas son más hermosas. Su piel es como la seda.
—Todas las mujeres tienen piel de seda si miras en el lugar adecuado, cachorro mío.
—Las inglesas tienen zapatos —dijo Zenia cruzando las piernas bajo el cuerpo—. Sus pies son suaves.
—Eso es verdad —dijo él divertido.
—Llevan vestidos más bonitos.
—O cuando menos más reveladores. —Su boca se curvó en una sonrisa burlona—. Al menos puedes echar un vistazo a la mercancía.
—No son tontas, como las de los harenes beduinos.
—Me temo que en esto debo contrariarte —dijo él—. Las inglesas son extremadamente simples.
Zenia debería haber callado, pero aquel desdén la empujó a hablar.
—Mi señora no le parecía simple.
—Ah, la vieja leona. Una entre millones. En otro tiempo pensé que podría encontrar… —Hizo una pausa. Su rostro se endureció con una expresión de desapasionamiento—. En otro tiempo era demasiado joven. Me temo que las mujeres se ríen de nosotros.
Zenia lo miró con recelo.
—No creo que ninguna mujer pueda reírse de
el-muhafeh
. ¿Cómo podría una persona que es aburrida y simple hacer tal cosa?
—¡Oh, muy fácil! —dijo él con súbita ferocidad—. El engaño no exige un gran intelecto; tan solo se necesita una expresión adecuadamente virtuosa.
Ella se humedeció los labios.
—El engaño es una cosa mala —dijo—. Pero quizá… si una mujer le mintió… sin duda es porque algún motivo la obligó a hacerlo.
—Por supuesto. —Arden sonrió, pero sus ojos tenían un brillo perverso—. El más persuasivo de los motivos. Le daba demasiado miedo lo que pasaría si decía la verdad. —Se encogió de hombros—. Un error de apreciación por su parte. Porque habría hecho mejor en tener miedo de mí.
—¿La golpeó? —preguntó Zenia débilmente.
Él lanzó una risa fría.
—La maté, cachorro.
Zenia volvió el rostro y lo miró de soslayo bajo la kefia. El hombre no tenía ninguna expresión, no había ni una pizca de humanidad en sus ojos azules.
Él sonrió, sin separar los dientes.
—¿Por qué crees que hay un demonio malvado que me empuja al desierto?
Ella se puso a toquetearse los extremos de la kefia, a doblarlos y desdoblarlos, aterrada y desesperada por que no se notara.
—Aun así —dijo con aire desinteresado—, creo que las mujeres de los ingleses son más atractivas.
—
Wallah
, piensa lo que quieras. No vale la pena discutir.
Arden se levantó, reflexionando con tristeza que en una tierra donde un hombre tenía derecho a matar a su hermana solo porque se hablaba mal de ella, no era tan raro que el muchacho no hubiera demostrado repulsa. Al bajar la mirada, vio que Selim se estaba subiendo el pañuelo para cubrirse el rostro.
—No —ordenó Arden sujetándolo por la muñeca—. No quiero que te cubras.
—Milord —dijo el muchacho—. Debo hacerlo.
—Tonterías. ¿Por qué? La gente pensará que tienes algún defecto.
—Excelencia… por favor, escúcheme. ¡No deseo casarme!
Arden le dio un golpecito a la perla de detrás de su oreja.
—¿Tan guapo eres que por el hecho de enseñar el rostro tendrás que cargar automáticamente con una esposa?
—Pero es que sé que no querré a ninguna de las vírgenes de aquí…
—Que Dios te ayude, Selim… Si tienes la idea absurda de casarte con una inglesa, créeme, es imposible. En Inglaterra te despreciarán profundamente.
El muchacho pestañeó como si lo hubieran golpeado. Por un instante sus labios temblaron, sus ojos se veían grandes, oscuros, femeninos por efecto del kohl.
—¿Me despreciarán? —preguntó en un susurro.
—Queda en paz, pequeño lobo —dijo Arden malhumorado—. Y que sepas que tú vales más que mil estúpidas inglesas.
Selim le dedicó una mirada breve y angustiada.
—Es cierto —dijo Arden; le costaba hablar—. Como diez mil.
El muchacho se mordió el labio. Y a Arden su mirada lo violentó.
—Venga. Vamos.
—Pero ¿por qué hemos de ir al salón de té y…?
—Chis. Porque yo lo quiero así.
Pero Selim cerró la mano con gesto suplicante sobre los dedos de Arden.
—Milord, usted no lo entiende… No puedo…
—
Ya
, Selim. —Arden le dio una palmada en el hombro—. Pórtate como un hombre.
Selim bajó la vista, ocultando el rostro tras una cascada de cabellos enmarañados.
—Maldita sea, no llores —ordenó Arden en inglés—. O te arrojaré al pozo más cercano y nunca podrás hincar el diente en un budín de ciruela.
Dado que esta era una de las mayores ambiciones del muchacho, la amenaza tuvo su efecto. Con la arrogancia de un condenado decidido a afrontar su ejecución heroicamente, Selim se levantó y se volvió hacia la puerta.
Una vez que el muchacho se hubo rendido, no actuó con apocamiento. Arden había acabado por valorar como un tesoro a su pequeño lobo, siempre con sus negras predicciones, y tan condenadamente valiente que Arden aún no había encontrado palabras que fueran dignas de él. Sentía un orgullo posesivo por aquel muchacho que caminaba a su lado por el bullicioso mercado de Hajil, con su paso grácil y desenvuelto, con la kefia con ribete dorado ondeando a su paso, como si estuvieran andando por el desierto y no a la sombra de una fortaleza con muros de dos metros de grosor.
Los shammari de la tribu de Bin Dirra los esperaban en la amplia calle del mercado, una escolta de honor al salón de té. Durante semanas, la familia de Bin Dirra y su tribu habían agasajado a Hayi Hasan y su hermano de sangre con su hospitalidad por haberlo traído con vida de las arenas rojas. Al principio necesitaban desesperadamente aquel descanso; pero, en el dulce abrazo de los beduinos y el inmutable ciclo de los días y las noches de los nómadas, Arden había empezado a perder la noción del tiempo. Cuando se dio cuenta de que se estaba dejando llevar por el letargo del desierto, insistió con amabilidad en que debía seguir su viaje. Y cuando abandonó las tiendas de los shammari, once hombres se levantaron en silencio y salieron con él.
Era un gesto de cortesía, pues la pierna de Bin Dirra aún estaba demasiado hinchada y oscura para que viajara con ellos a Hajil. Pero corrían rumores. Solo era un murmullo, pero los shammari habían vagado por el desierto, deteniéndose en cada campamento que encontraban para informarse diligentemente de las noticias. El emir Rashid no había convocado a nadie en Hajil, y sin embargo los jeques se estaban congregando allí, con sus hombres.
Se decía que la reina de los
englezi
había acudido allí a escondidas buscando un marido y un príncipe, y animando al levantamiento contra la dominación egipcia en el desierto.
Cuando oyeron el rumor, Selim le había dedicado a Arden una mirada tan tremenda que este tuvo que hacer un gran esfuerzo para mantener una expresión grave. Lo cierto es que se alegraba del revuelo que había provocado aquella absurda tergiversación de sus palabras, y confiaba en que cuando llegaran a Hajil esto eclipsaría cualquier curiosidad indebida sobre Hayi Hasan, el moro de ojos azules. Si había disturbios en el desierto, sería mucho más fácil escabullirse con cierta yegua purasangre.
En Hajil, el príncipe Abdullah ibn Rashid gobernaba nominalmente, bajo el mandato de los saudíes de Riad, pero el equilibrio de poderes era delicado. Las casas de ar-Rashid y as-Saud se miraban con desconfianza a través de las diez jornadas a camello que los separaban de Riad en el sur, y ambas maquinaban bajo el yugo de los egipcios con una maldad apenas disimulada. Aunque había soldados egipcios por las calles, una guarnición que vivía en una incómoda vecindad con sus antiguos enemigos, los beduinos veían a Rashid como el gobernador de sus corazones y sus vidas.
En la medida en que un beduino podía ver a nadie como su gobernador.
La escolta de shammari de Arden entró a grandes zancadas ante él en el salón, sin detenerse por el súbito cambio de la luz encalada del exterior a la oscuridad de un centenar de voces que murmuraban y el tintineo de los almireces de café. El resplandor que llegaba del exterior se reflejaba en una columna maciza, la primera de una hilera de pilares que se adentraban en la sombra. Haces de luz penetraban por las diminutas ventanas del techo. Los shammari fueron directo a un rincón, donde los esclavos se ocupaban de atender una multitud de cafeteras, y se unieron a los invitados, que estaban sentados sobre las alfombras o apoyados en la pared. A su
Salam alaikum
todos respondían amablemente con un
alaikum Salam
, deseándose paz entre ellos.
—Del Dios lo espero, ¿estás bien? —preguntaba alguien siguiendo el ritual.
—A Dios gracias, estoy bien, buen hombre —contestaba el interesado…, y la respuesta era siempre la misma, aunque le hubieran robado todos sus camellos, y hubieran desnudado a sus mujeres y se hubieran llevado sus ovejas.
—Mira, hermano —dijo uno de los shammari señalando con el gesto a Arden—. Hayi Hasan, el padre de los diez disparos.
Arden se sentó y se quitó el rifle del hombro. Colocó su mano sobre el cilindro con correa de cuero del arma.
—Dios es grande —murmuró.
Su reputación lo había precedido.
—¿El demonio está atrapado ahí? —Y todos se inclinaron sobre el rifle con cautela y fascinación.
—Es peligroso mencionarlo —dijo él—.
Wallah
, hablemos de cosas buenas. Aquí tenéis a Selim el-Nasr, hijo de mi padre. He jurado por mi barba que le encontraría una esposa entre las mejores gentes del Neyed.
—¡No! —exclamó Selim ruidosamente—. Por Alá, no tomaré esposa.
Se hizo un silencio lleno de asombro. Arden lo miró de soslayo. El muchacho le devolvió la mirada, desafiante, con unos ojos tan ardientes y ansiosos y un color tal en las mejillas que, una vez más, Arden se sintió perplejo por aquella belleza cruda, por la exquisita perfección de sus facciones bajo el kohl y los adornos beduinos.
Una extraña sensación lo invadió, una sensación de aislamiento más profunda de lo que jamás había sentido, incluso más que en el lugar más desolador o en el salón de baile más aburrido; se sentía totalmente ajeno a todo cuanto lo rodeaba, salvo aquel muchacho, aquel pequeño salvaje con las grandes líneas de kohl de sus ojos, que lo miraba con agrado y algo más… Con una expresión desesperada y muda de adoración.
Y de pronto Arden pensó: Oh, Dios mío.
Los sentimientos del muchacho se veían claramente en sus ojos. Arden volvió el rostro, algo perplejo. Pero no era momento de perder la compostura. Sin contestar, sin una palabra de reprobación ni un gesto que indicara que aquel exabrupto lo había perturbado, Arden aceptó una minúscula taza de café marrón verdoso que le ofrecía un esclavo y dio un sorbito.
—¿Qué noticias hay? —preguntó con calma.
Como si el estallido del muchacho no hubiera sucedido, los árabes empezaron a hablar otra vez. Selim bajó los ojos, con un mohín en la boca. Tenía la cabeza tan gacha que no se le veía más que la coronilla. La perla y las cuentas de color turquesa bailaban alegremente.
Su momento de protesta cayó en el olvido más absoluto, y se vio envuelto en el intercambio de rumores y de nombres de potenciales esposas. Los ibn Aruk tenían cuatro hijas casaderas, cada una más hermosa que la anterior. El príncipe Rashid pretendía unificar las tribus y levantarse contra los egipcios. No, Rashid quería caer sobre los saudíes ahora que estaban debilitados por el fracaso de su revuelta el año antes. La hija menor de ibn Shalaan era más hermosa y de mejor familia que las de Aruk, pero su padre la quería mucho y no deseaba casarla hasta que cumpliera los trece años, aunque sin duda una dote adecuada lo haría reconsiderar su postura. Rashid no se atrevería a atacar Riad, no mientras los egipcios tuvieran allí su gran cañón, las armas de los infieles
franji
.