Sueños del desierto (6 page)

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Authors: Laura Kinsale

Selim parecía más interesado en deshacerse del hueso de su aceituna.

—No lo sé, milord.

El vizconde miró la cabeza oscura del muchacho. Un enigma en muchos sentidos, el joven Selim. Los beduinos no daban importancia al tiempo; en el desierto las estaciones pasan sin grandes señales, salvo algún acontecimiento importante, pero Selim hablaba inglés tan bien, casi sin acento extranjero salvo un ligero ceceo aquí y allá, que supuso que lady Hester se habría tomado muchas molestias para educarlo. Sin duda sabría cuánto tiempo había pasado con ella.

—¿Sabes leer y escribir?

—Sí, milord. —La respuesta fue instantánea—. En inglés y árabe.

—Entonces —dijo Arden—, imagino que querrás ir a Beirut y trabajar como secretario.

—No deseo ser secretario. Deseo… —El muchacho se interrumpió bruscamente.

—¿Qué?

—No es importante, milord.

—Ven conmigo —dijo Arden de repente, sorprendiéndose a sí mismo—. El-Nasr no tiene enemigos de sangre, y paga a todo el mundo a cambio de protección. De otro modo, tendré que pagar un nuevo
rafik
para que me ayude con cada tribu.

—No deseo ser su
rafik
, milord.

—¿Por qué? Te pagaría bien.

—Porque entonces no podría deshacerme de su compañía, tendría que seguir sus pasos hasta la muerte, y no deseo morir.

Él profirió una risa breve.

—¡Una conclusión inevitable, según tú!

—Dicen que no hay agua suficiente para quince jornadas a camello por las arenas rojas.

—Ah, pero piensa cómo encandilarás a tus conocidos cuando les cuentes la historia, y serías conocido por siempre más como un hombre de una intrepidez singular.

—Está loco —dijo Selim con gravedad—. Quiero ir a Beirut.

—¿Y a qué se debe esa estúpida obsesión con Beirut, cachorro de lobo? ¿Su majestad te hizo demasiado blando para el desierto?

—Sí, excelencia. —El muchacho mordió con saña una aceituna y escupió el hueso—. Detesto el desierto.

—Una pena. En eso no te ha hecho ningún favor.

De pronto el muchacho se volvió hacia Arden.

—Milord —dijo en inglés con tono apremiante—, ¿es usted un espía?

—No lo soy. Aunque sin duda se me tendrá por tal, y a ti también, cachorro de lobo, si nos ponemos a hablar en inglés en el momento inoportuno.

—Entonces, ¿por qué está aquí? ¿Qué lo trae a un lugar como este?

Él miró al cielo inmenso y despejado, al desolador paisaje que los rodeaba.

—Es hermoso, ¿no crees?

Selim se abrazó a sí mismo, temblando.

—Es absurdo. ¡Pudiendo estar en Inglaterra!

Él rió.

—Hablas igual que mi tía solterona. ¿Qué sabes tú de Inglaterra?

—Sé que allí todo el mundo duerme en un lecho de plumas —dijo el muchacho, mordaz—, y no a lomos de una mula en la ladera de un monte.

—¡Oh, así que es un lecho de plumas lo que buscas en Beirut!

—No, no es eso. Lo que busco es…

Lord Winter observó la expresión intensa del joven. Fuera lo que fuese, lo deseaba con toda su alma. Y eso no era algo habitual.

—¿Oro? —insinuó el vizconde. Todos los beduinos ansiaban tener monedas de oro.

Selim le dedicó una mirada vacilante y orgullosa, una extraña mezcla de desdén e interés. Bueno, pensó lord Winter, sea lo que sea que desees, mi bello lobato, se podrá comprar con oro.

—¿Cuánto crees tú —dijo con tono pensativo— que costaría en soberanos… que un
rafik
me llevara al Neyed y me trajera de vuelta?

El muchacho no dijo nada.

—¿Dos camellos purasangre? —sugirió lord Winter—. En Damasco he visto que los venden por treinta.

Selim miró al suelo con el ceño fruncido.

—Los camellos no me serán de utilidad.

—Pero con soberanos podrás comprar lo que quieras. Por ejemplo, una yegua
keheilan
se vende por cien.

El joven empezaba a poner cara de agobiado.

—No quiero una yegua —musitó.

Lord Winter arqueó las cejas.

—Entonces, dime qué quieres y lo hablaremos.

Selim se quedó mirándolo, o, más bien, mirando a través de él, con la respiración agitada, como si su mente estuviera haciendo cálculos desesperados.

—¿Me pagaría con soberanos de oro? ¿Con dinero inglés?

Lord Winter asintió.

—¿Cuánto…? Excelencia, ¿cuánto cuesta un pasaje a Londres?

Arden, lleno de curiosidad, había estado barajando posibilidades: el precio de un médico o un mago para curar a un familiar enfermo, el costo de una esposa cara, el valor de un pequeño grupo de palmeras datileras… Pero aquella respuesta hizo que contemplara al muchacho lleno de asombro.

—¡Londres! ¿Y a quién quieres mandar a Londres?

La delicada mandíbula de Selim se puso rígida. Bajó la cabeza y sus cabellos enmarañados le ocultaron el rostro.

—Soy yo quien desea ir, excelencia.

Durante un largo momento de silencio, Zenia se sintió objeto de un escrutinio turbador. A pesar de sus bruscos modales, intuía que lord Winter no despreciaba en absoluto a su lobato. Pero no debía dejar que supiera que era mujer. Lord Winter despreciaba al sexo débil tanto como lady Hester. Y estaba convencida de que solo toleraría su presencia o la protegería mientras creyera que era un joven. A una mujer la despacharía enseguida; seguramente la dejaría en el primer poblado que encontraran, bajo la custodia del gobernador, el cual a su vez la entregaría al bajá, y eso si no la casaba con el primero que pagara por ella, musulmán o cristiano. Podía huir hacia el norte, si es que conseguía llegar tan lejos sin que la mataran ni la convirtieran en esclava, cojeando y mendigando comida. En el desierto un extranjero pobre siempre puede esperar hospitalidad, al menos por unos días, pero la rebelión y los soldados de Ibrahim Pasha llevaban tanto tiempo castigando aquel territorio que no había esa certidumbre. Y si por la gracia de Dios lograba encontrar su antigua tribu, seguiría estando donde más temía estar, atrapada una vez más en la mísera vida del desierto, sin la menor esperanza de llegar a Inglaterra.

Pero lord Winter… Lord Winter podía enviarla a Londres si lo deseaba. Los cónsules se inclinarían ante él, derramando soberanos de oro a su antojo. A petición del lord inglés llegarían navíos… Lo había visto otras veces; su madre misma había hecho tales cosas en sus días de gloria, antes de que su dinero desapareciera y las deudas empezaran a acumularse.

—Eres un muchacho extraño —dijo Arden pensativo—. Supongo que es normal. Un beduino que odia el desierto y habla inglés con tanta fluidez… No acierto a imaginar lo que tu señora quería para ti.

—Mi señora nunca hablaba de eso —dijo Zenia con total sinceridad.

—¿Deseaba que fueras a Inglaterra?

—Soy yo quien desea ir —declaró ella con firmeza—. Mi señora ha muerto, que Alá le dé paz.

—Bien cierto —dijo lord Winter divertido—. Por lo que dices, deduzco que ella no tenía intención de dejar que pusieras un pie allí. —Se levantó y se echó el rifle al hombro—. Bueno, yo no tengo esos escrúpulos, mi lobato. Si lo que quieres es ver Inglaterra, entonces la verás,
ay billah
. Una vez que me hayas llevado hasta Riad y Hajil y me ayudes a volver como mi
rafik
.

Zenia lo miró en silencio. Nunca había estado en el Neyed, en el corazón de la península arábiga. Todos los años que había permanecido entre los beduinos habían transcurrido en las tórridas llanuras del norte y el este de Damasco. El pequeño
fendi
de el-Nasr de la gran tribu anezi nunca había tenido razón ni voluntad para atravesar las arenas rojas del
nefud
en dirección al sur. Zenia ni siquiera conocía a nadie que se hubiera unido a los
hayi
, los peregrinos, para ir a La Meca. Para ellos, el desierto del sur era una tierra legendaria, el hogar de sus antepasados; Riad era ahora el dominio de los severos príncipes wahabíes, que estaban dispuestos a recuperar el mundo para el islam mediante las armas, que odiaban a los infieles pero sobre todo despreciaban a los cristianos, que incluso habían cortado la lengua a los musulmanes simplemente por cantar porque sus exigentes jeques decían que las canciones inocentes podían tentar al diablo. Estas eran las historias que ella había oído de las tierras más allá de las arenas rojas del
nefud
.

—Excelencia —dijo con cautela—, haré lo que sea si me envía a Inglaterra, pero primero debo ver el dinero.

—Vaya, ¿en serio? Entonces lo verás; pero, a menos que puedas ir a Damasco y volver en un cuarto de hora, cuando regreses te encontrarás con que has perdido la oportunidad.

Zenia se humedeció los labios y bajó los ojos. Él chasqueó la lengua al ver su desconcierto.

—Un astuto bandido —musitó—. No llevo conmigo bolsas llenas de monedas para que las saqueen jóvenes rufianes. Te daré dos soberanos ahora, cachorro de lobo, con la promesa de que no me abandonarás sin avisar y de que tendrás tu pasaje a Londres a la vuelta. —Un curioso pensamiento lo asaltó y una mueca perversa le iluminó el rostro—. Por Dios, que te llevaré a Londres en persona. Y tomaremos el té en Swanmere con mi madre, y seremos apabullantemente respetables.

Zenia levantó los ojos con sorpresa.

—¿Por qué habría de recibirme su madre?

—No me cabe duda de que recibiría al mismo demonio con tal de volver a tenerme en sus garras. —Bajó de la roca de un salto y le ofreció la mano—. ¿Qué dices, cachorro de lobo? ¿El Neyed e Inglaterra?

Ella tragó, sin poder apenas respirar. Una oportunidad semejante, y un riesgo tan grande… Y, sin embargo, era su única esperanza.

Extendió la mano, vacilante. Él la aferró con fuerza.

—Puesto que vas a ser mi compañero —prometió él en árabe—, me aseguraré de que llegues a Inglaterra a nuestro regreso del Neyed.

Zenia se quedó con los dedos sujetos con fuerza en la mano de él.

—Mientras dure este viaje nuestro destino será uno —dijo ella, a la manera de los
rafik
—, en la vida y en la muerte. Lo llevaré al lugar que dice, y por el mismísimo Dios que no le fallaré. —Notó que la presión de la mano de él se aflojaba y de pronto lo sujetó con fuerza—.
La Allah
, el Señor ha querido que me tome bajo su protección.

Aquello era otra suerte de juramento —el
dajilak
— y, si lord Winter lo aceptaba, lo haría responsable de su vida.

Zenia levantó la vista. Él, un demente lord inglés, la miró y le dedicó su sonrisa feroz. La defendería de cualquier cosa, pensó ella. Pero le daba miedo, porque se reía de los demonios y adoraba el desierto.

—Por favor, milord —suplicó con un hilo de voz—, no deje que muera sin haber visto Inglaterra.

Él volvió a oprimirle la mano con fuerza.

—Por Dios y por mi honor, Selim —dijo con solemnidad—, estás bajo mi protección. Te protegeré con mi propia vida.

4

—No deseo tener esposa —dijo Zenia con firmeza, y no por primera vez.

—Igual que el camello no desea que le pongan una silla, pero ese es su destino, por Alá —respondió Hayi Hasan el Moro, sentado en el suelo a la manera de los árabes con su café en la mano.

El pequeño círculo de beduinos rió intempestivamente por el comentario. Estaban reunidos en torno al fuego, al atardecer, retomando una y otra vez el mismo tema. Zenia no reconocía a ninguno de aquellos beni sakkr que viajaban con ellos, y aun así, por prudencia, se cubría parte del rostro con su kefia día y noche, pues quizá alguno de ellos la conocía, aunque habían pasado siete años desde que había abandonado el desierto.

—Soy pobre, excelencia —insistió ella—. No tengo nada que ofrecer a una esposa.

—¿Acaso no te he dicho que yo te daré el camello y sacrificaré el cordero, por mis ojos? ¿Y que te regalaré tu rifle? ¿Cómo puedes decir que no tienes nada?

—Hayi Hasan habla con conocimiento —dijo un beduino—. Es mucho, por Dios.

Zenia seguía con la cabeza gacha.

—No está bien —protestó con aire desdichado.


Yallah
, ¿y está bien que yo no tenga barba? —preguntó Hayi Hasan con grandilocuencia—. Yo, que soy como un padre para ti. Me afeité una barba espléndida por ti. Y mírame ahora, con la barbilla pelada de una muchacha.

—¡Entonces deje que crezca otra vez,
muhafeh
! —exclamó ella, dirigiéndose a él con el apelativo árabe para designar a un guardián y protector—. Soy demasiado joven para tomar esposa.

—¡Demasiado apocado! —apuntó uno de los hombres.

—¡
Ay billah
, y demasiado desagradecido! —dijo otro con acritud.

—¡Demasiado modesto!

—¡Demasiado feo, por Alá! —exclamó un cuarto beduino—. Por eso oculta el rostro. Ninguna virgen lo querría.

—¡Vamos a verlo!

Se inclinaron sobre Zenia, acercando sus dedos ávidos a su kefia, pero habría sido un acto de gran rudeza ponerle las manos encima. Así que Zenia se apartó sin que nadie la tocara, y se retiró al límite del círculo de luz.

—Eh, no lo apartéis del fuego —dijo Hayi Hasan con suficiencia—. Alá ha querido que Selim sea un joven atractivo. En eso andáis errados.

A Zenia no le importó apartarse del fuego. Ya hacía doce jornadas que las montañas habían quedado atrás, y el recuerdo del frío se había convertido en algo grato en el tórrido crepúsculo del desierto. Se puso en pie y se alejó del grupo, y fingió estar ocupada con los fardos de viaje.


Yallah
, pequeño lobo, vuelve —la apremiaron las voces de los beduinos, pero Zenia se quedó donde estaba.

Esta era una escena que se repetía con frecuencia, pues Hayi Hasan el Incontenible, el de los ojos azules, no perdía la ocasión de contar a todo el mundo que se había afeitado la barba y había jurado no dejar que volviera a crecer hasta que no viera casado a su hermano de sangre, Selim. Había inventado esta historia fabulosa en las primeras tiendas beduinas, sin avisar a Zenia, y el relato se había extendido hasta el punto que los precedía en su camino. Supuso que a aquellas alturas la mitad de las tribus del desierto ya la conocían, pues entre los beduinos las noticias interesantes circulaban como los vientos en las alturas.

Cada noche, Hayi Hasan se afeitaba el rostro con ceremonia, pero ni siquiera bajo el más persistente interrogatorio revelaba más detalles, de modo que aquello se había convertido en un juego con los beduinos, y llevaba sus mentes curiosas a un fervor entusiasta. Así pues, en aquellos momentos, dado que no encontraron respuesta al enigma de qué había llevado a Hayi Hasan a hacer un voto semejante, volvieron su atención sobre el enigma de Selim.

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