Read Sueños del desierto Online
Authors: Laura Kinsale
La expresión del vizconde de Winter cambió sutilmente. Se quedó mirando a su padre, quien arrojó dos páginas plegadas sobre la mesa que había entre los dos.
Las hojas quedaron entreabiertas. Dos barcos de su majestad partirían en la expedición, el
Terror
y el
Erebus
, y debajo de cada uno había una lista de nombres. Lord Winter no tuvo necesidad de leerlas. Su nombre no estaría en ninguna.
—Me parece recordar que hoy es tu cumpleaños —dijo el conde—. Este es mi regalo.
Lord Winter seguía sin decir nada. Mostraba en el rostro una expresión distante y neutra, una mirada de amarga reserva.
Su padre seguía pinchándolo.
—Calculo que hoy habrás cumplido treinta y uno. Si tuviera un nieto, ya tendría diez años.
Lord Winter apretó los labios, bajó la mirada.
—Si tuviera a mi nieto —prosiguió el conde con suavidad—, podrías cavar tu tumba en los hielos de la Antártida con mi bendición. O en las arenas de tu precioso desierto de Arabia, o en alguna hedionda selva… en cualquier lugar bárbaro donde te quieras matar.
Con deliberada lentitud, el vizconde cogió las listas de la expedición de la mesa y las sostuvo con delicadeza. Había otros miembros del club repartidos por los rincones más alejados de la biblioteca. Levantaron la vista y enseguida volvieron a sus libros. Sir John y lord Gresham iniciaron una diligente conversación sobre la calidad del jerez del club.
—Por el momento —insistió el conde con obstinación—, mientras sigas siendo mi único heredero, sin esposa, sin hijos, me veo en la obligación de preocuparme por ti y desbaratar esos interesantes planes que tienes para acarrear un fin prematuro sobre tu persona.
—Tu devoción paternal es admirable, como siempre —musitó el vizconde, y devolvió los papeles a su padre—. Espero que no tuvieras que vender muchos votos en la Cámara de los Lores para conseguir esto. Imagino que mi retirada de la lista de la expedición le ha valido una bonita donación a la Sociedad.
—Pasaremos la Navidad en Swanmere —dijo el conde sin venir a cuento.
—No es necesario que las doncellas se molesten en airear mi dormitorio. Estaré en el extranjero.
El conde de Belmaine se quedó mirando a su hijo con los dientes apretados bajo la sonrisa.
—No sufras —replicó con cortesía—. No molestaría ni a una porquera por ti.
Lord Winter inclinó la cabeza.
—Te deseo un buen día.
—Buen día. —El conde se dio la vuelta. Al llegar a los pilares de la entrada de la biblioteca, se detuvo y se volvió a mirar—. Te deseo un feliz cumpleaños.
El vizconde de Winter no contestó; seguía inmóvil como una estatua de piedra.
El conde de Belmaine habría querido marcharse dejando ese comentario mordaz. Pero cuando miró a su hijo, tan alto, con aquel rostro frío y hermoso que no delataba ni una pizca de indignación o emoción, cuando miró aquellos ojos que lo miraban fijamente sin expresar nada, no pudo quemar las naves a su espalda.
—¿Puedo tener el honor de saber adónde irás? —preguntó, furioso consigo mismo por su debilidad.
—¿Para que así puedas encontrar la forma de impedírmelo? —replicó el vizconde con frialdad—. No, creo que no.
El conde controló su ira, consciente de que ya había provocado lo bastante a su hijo para desatar una respuesta impredecible. No le extrañaría que se presentara en casa con una mujer pintada procedente de un harén y la presentara como su esposa. El conde no entendía ni el sentido del humor de su hijo ni su implacable pasión por los viajes, pero había acabado por entender que no debía subestimarlos.
—Entonces, feliz Navidad —dijo secamente.
—Igualmente —dijo lord Winter—, señor.
Su padre se fue, y dejó la sala sumida en un silencio absoluto. No se oía siquiera que pasaran una página. El vizconde observó su salida con el rostro perfectamente compuesto. Luego regresó a la mesa bajo la ventana, donde sir John y lord Gresham seguían esperando junto a los montones de libros y notas.
Lord Winter volvió a sentarse y se sirvió una copa de jerez. Miró su bebida con gesto pensativo, dio un sorbo y dejó la copa a un lado.
—Caballeros —dijo con sobriedad—. Finalmente, creo que puedo ofrecerles ayuda material en el asunto del caballo árabe. —Una sonrisa tenue y cínica le iluminó los ojos cuando los miró—. De hecho, me encargaré personalmente.
La biblioteca del Travellers’ Club quedó en silencio cuando sir John y lord Gresham se despidieron dando las gracias efusivamente. Durante el resto de la tarde, lo único que se oyó en la sala fue el crepitar del fuego, las páginas que el vizconde pasaba y los ligeros ronquidos de un diplomático francés estirado en un sofá con un periódico vienés sobre la cara. Al cabo, cuando desde el comedor empezó a llegar un murmullo de conversaciones, este hizo reaccionar al vizconde. Se puso en pie, se desperezó y, tras escoger un libro para llevarlo consigo, dejó los restantes abiertos en la mesa.
Subió las escaleras de dos en dos, y se cruzó con otros miembros del club que bajaban. Tres de ellos esperaban ociosamente en la entrada del comedor, apoyados contra la pared, riendo, mientras uno de ellos se terminaba su pipa.
—¡Aquí está! —declaró uno mirando al vizconde—. ¡Nuestro noble lord del desierto!
Lord Winter se detuvo y los miró uno a uno.
—Aquí estoy —dijo—. Buenas noches. —E hizo ademán de pasar.
—Winter es completamente insociable.
Le sonrieron. Parecían bienintencionados, pero Winter sintió la misma incomodidad de siempre. Les dedicó una sonrisa peculiar.
—Soy una mente errante, me temo.
—Pues domínela, amigo, y cene con nosotros.
Lord Winter vaciló. Luego inclinó la cabeza.
—Sería un placer, pero soy una compañía espantosa. —Levantó la mano en un breve esbozo de saludo y entró con ellos en el comedor.
Su mesa de siempre estaba libre, una mesa individual, unos metros detrás de la puerta. En el momento en que se sentaba, alguna excentricidad de la acústica hizo que sus voces llegaran a él por encima del murmullo de las conversaciones de los otros.
—Menudo solitario.
—¿Lo conoces? Nunca lo he visto con nadie.
—No pasa suficiente tiempo en el país para que nadie lo vea. Siempre anda errando por los desiertos de Siria, pero ahora se va a ir al Polo Sur.
—El Polo Sur, por Dios. Eso sí es una bofetada para vosotros, viejos miembros del club. ¿Dónde estudió?
—Con institutrices y tutores, imagino. No podían arriesgarse a enviarlo a una escuela. Es el heredero de Belmaine, ¿no lo sabías?
—¡Ah! —Aquella única sílaba encerraba toda una gama de descubrimientos—. Belmaine.
—Hijo único. No han tenido más descendencia. Una fortuna inmensa… y está el título, por supuesto. Un bruto afortunado.
—Qué agradable, ocupar un pedestal uno solo.
—Parece que al cabrón le gusta así. Le he pedido educadamente que nos acompañe a la mesa, ¿no? —Una pausa, y un encogimiento de hombros casi audible—. Una compañía espantosa, ya lo ha dicho él.
Lord Winter pasó con rapidez las páginas de su libro y se puso a leer.
Siria, 25 de junio de 1839
El reverendo Thomson se sentía comprensiblemente trastornado. De hecho, tardó unos momentos en recuperar la compostura ante la visión del montón de huesos humanos apilados en el exterior de la cripta, con la calavera sonriente en lo alto. La espeluznante escena estaba iluminada únicamente por dos cirios introducidos en las cuencas oculares de aquella cosa. Extrañas sombras parpadeaban sobre el ataúd de tablas, rodeado por los tenebrosos y feroces rostros de la multitud de sirvientes musulmanes.
No había sido su intención perderse en el laberíntico jardín ubicado en el interior de las murallas de la fortaleza de Dar Joon. Pero pasaban dos horas de la medianoche, y cuando los sirvientes, con sus turbantes y sus curvados bigotes, levantaron el ataúd para llevar a lady Hester Stanhope a su lugar de reposo definitivo, el señor Thomson se quedó atrás unos momentos, para familiarizarse con los ritos funerarios de la Iglesia de Inglaterra y pronunciarlos sin ninguna vacilación irrespetuosa, ni tener que andar rebuscando en las páginas.
Cosa que resultó ser de lo más imprudente. En cuanto el cortejo funerario, con sus antorchas y linternas, abandonó el patio y desapareció en las oscuras frondas del jardín de lady Hester, una desafortunada ráfaga de viento caliente dejó al misionero norteamericano en una total oscuridad. Tuvo que buscar a tientas el camino a través de una maraña de senderos tortuosos, guiándose por las suaves voces, y, de vez en cuando, por un destello de luz que siempre parecía quedar detrás de la espesura o de algún nuevo recodo que no llevaba a ninguna parte. Durante un rato el hombre estuvo deambulando, trastabillando con raíces, apartando zarcillos de jazmines, hasta que finalmente llegó al cenador.
La macabra visión que se le presentó le provocó una considerable agitación. Pero el cónsul inglés, el señor Moore, se acercó y, señalando con gesto impreciso a los huesos, murmuró:
—No se preocupe por él. Solo es un francés.
El señor Thomson volvió los ojos hacia el cónsul como un caballo nervioso.
—Entiendo.
—El capitán Loustenau. Lo han sacado para hacerle sitio a lady Hester. El pobre tipo vino aquí de visita, le dio dolor de vientre y murió repentinamente. Hace años. Ella se moría por sus huesos. —Se encogió de hombros—. Un sinvergüenza vago y abusón, según cuentan. Pero muy en el estilo de la dama. No sé si me entiende.
El señor Thomson se aclaró la garganta en un sutil gesto de interrogación.
—Joven, apuesto —dijo el señor Moore ampliando la información.
—Ah —dijo el señor Thomson con tono vacilante.
—El viejo Barker era el cónsul en los mejores tiempos de la señora —añadió el señor Moore con tono sugerente—, y solía decir que Michael Bruce era el diablo más guapo que ha caminado nunca sobre dos piernas.
—¿De veras? —dijo el misionero.
El señor Moore le dedicó una mirada divertida.
—Era su amante.
El señor Thomson apretó los labios.
—Lo metió en su cama cuando él tenía veintitrés años, sí, señor —señaló el cónsul—. Ella tenía… sí, tendría unos treinta y cuatro o treinta y cinco como poco. Una solterona en toda regla. Viajaron juntos por Siria y Turquía. La mujer era orgullosa como un barón. No le importaba un comino lo que pensaran los demás. Vestía con pantalones y cabalgaba a horcajadas como un bajá turco. No quiso casarse con Bruce, aunque dicen que él se lo suplicó. Lo obligó a dejarla en paz. El viejo Barker decía que se jactaba por ello. Lo consideraba un noble sacrificio, para que él pudiera volver a su casa y ser un gran hombre. —El señor Moore meneó la cabeza—. Y la pena es que el hombre no llegó nunca a nada.
—Ya veo —dijo el señor Thomson—. Qué… singular.
Los dos hombres se quedaron mirando el ataúd, pensando cada uno por su lado en el cuerpo blanco y arrugado, descubierto a pesar del calor opresivo, que habían encontrado tras un día de veloz cabalgada desde Beirut. El señor Thomson se creyó obligado a hacer algún comentario sobre el precio del pecado, pero aquel fin tan patético, morir abandonada entre gentes extrañas y no cristianas, rodeada de basura en las ruinas de su propia fortaleza, le pareció castigo suficiente por una transgresión que debía de haber tenido lugar un cuarto de siglo antes. El señor Moore pensaba únicamente en lo increíblemente peculiar de que lady Hester Stanhope, la demente Reina del Desierto, hubiera podido esclavizar a un mujeriego como se decía que era Bruce. Aunque el señor Moore nunca la había visto en persona, conocía bien su reputación, por no hablar de su implacable lucha contra cualquier cónsul inglés, incluido él mismo, que tuviera la desgracia de ser destinado dentro de su radio de acción. Pero era incapaz de imaginar a lady Hester como algo diferente de una anciana reclusa que pronunciaba profecías e interfería en los asuntos del consulado, que enviaba cartas vituperando a todo el mundo y se quejaba de sus deudas desde el inexpugnable refugio de su fortaleza en las montañas.
—Una mujer endiabladamente rara —musitó—. Con una lengua terrible, si me permite decirlo.
—Que Dios se apiade de su alma —dijo el misionero en voz baja.
—Amén. Con este calor es mejor que nos demos prisa.
El señor Thomson sacó fuerzas de flaqueza, alzó el libro de oraciones y empezó a leer. Mientras sus palabras estentóreas resonaban por el cenador, otro caballero inglés se acercó discretamente a la luz parpadeante.
El cónsul le lanzó una mirada, le dedicó un gesto de cortesía con la cabeza y luego volvió a bajar los ojos con aire piadoso. El reverendo Thomson interrumpió por un instante su lectura, por si el recién llegado era una persona allegada de la fallecida y deseaba aproximarse al ataúd. Pero el recién llegado no se acercó, y permaneció separado tanto de los sirvientes como de los oficiantes.
Era un hombre alto, de constitución fuerte, vestido con botas y chaqueta de montar inglesa, con un frasco de pólvora sujeto a la correa que llevaba atravesada sobre el pecho. Sus cabellos eran tan negros como la entrada de la cripta. Bajo aquella luz fantasmal, sus ojos parecían oscuros como boca de lobo y su aspecto general, para los nervios ya alterados del pastor, resultaba inquietantemente satánico.
—Lord Winter —musitó el señor Moore por lo bajo.
Dado que al misionero norteamericano este nombre no le decía nada y que lord Winter se limitó a contestar a su gesto de invitación con una mirada inexpresiva, siguió con el servicio. El pastor aún se sentía agitado, pero decidió que, cuando llegara el momento, ese estrafalario funeral, junto con otros incidentes que había recogido en su diario de su estancia entre los ignorantes de Oriente, podrían convertirse en un bonito libro de viajes.
Por su parte, lord Winter no dio muestras de sorpresa o desazón ante lo novedoso de la escena. El cuerpo fue enterrado en un silencio digno, y solo una de las doncellas negras manifestó un verdadero pesar sollozando quedamente. A su lado había un joven beduino, muy derecho y quieto; los cabellos desordenados le caían sobre los hombros, sus pies sucios estaban descalzos y tenía un antiguo mosquete de llave de chispa descansando sobre el hombro, como si acabara de llegar, como una joven pantera del desierto. La mirada inquisitiva de lord Winter se detuvo en él por un instante —las pestañas femeninas pintadas con kohl, los labios carnosos y el mentón delicado típico de los jóvenes nómadas árabes—, y pasó enseguida a otra persona. Estaba familiarizado con los beduinos, y sabía a ciencia cierta que esa aparente fragilidad era una completa ilusión y que el joven era capaz del esfuerzo más agotador y el bandidaje a sangre fría. Pero no era el hombre a quien lord Winter buscaba.