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Authors: Laura Kinsale
Lord Winter es un hombre frío, obstinado y solitario que vaga sin descanso por el mundo en busca de aventura, manteniendo las pasiones de su corazón bien ocultas. Pero ahora, durante la búsqueda de una legendaria yegua árabe, descubre bajo el disfraz de un mendigo beduino a una joven extraordinariamente bella: Zenia Stanhope, la hija de una aventurera inglesa conocida como la Reina del Desierto.
Zenia no quiere para sí una vida como la que lleva este peligroso aventurero. Lo que ella desea es viajar a Inglaterra para alejarse de la sangre y la arena del desierto. Pero cuando son condenados a muerte, sus vidas quedan irrevocablemente unidas después de compartir la pasión en los brazos del otro durante la noche. Gracias al azar, logran escapar al desierto donde, tras una batalla, Lord Winter es dado por muerto.
Zenia escapa a Inglaterra confundida como su esposa, a un mundo de elegancia y comodidad, abandonada por el hombre valiente y solitario que ha cambiado su vida y conquistado su corazón… hasta que él regresa para invadir su santuario y exigir que pague el precio de la pasión.
Laura Kinsale
Sueños del desierto
ePUB v1.0
Conde198822.04.11
Prólogo
Londres, 1838
—¿Qué cree que habrán hecho con el pobre diablo?
—Me imagino que lo habrán decapitado —dijo el vizconde de Winter con indiferencia—. Eso si la chusma no lo ha apedreado.
—Dios santo. —Sir John Cottle miró con cara de espanto al vizconde, que estaba sentado bajo una hilera majestuosa de ventanas altas hasta el techo, con sus largas piernas estiradas cómodamente y una copa de jerez al lado. A la escasa luz de una brumosa y melancólica tarde de diciembre, el rostro de lord Winter era de una severidad elegante, con el aire adusto e impenetrable común entre hombres para quienes el sol y la distancia son compañeros habituales. La austeridad de su expresión se veía acentuada por un par de cejas muy oscuras y diabólicas, pómulos altos y una mueca de intransigencia en la boca y la mandíbula. A su alrededor, sobre la mesa y en el suelo, había montones de libros de la excelente colección del club.
Sir John lanzó una mirada distraída sobre títulos como
Relato de una expedición a las costas del Ártico a bordo del «Terror», Voyages dans l’Amérique du Sud
y
Doblando el cabo de Hornos: escenas, incidentes y aventuras de la travesía a partir del diario del capitán W. M. Alexander
. Su cabeza no estaba en la biblioteca del club, ni en los libros, sino plagada de escenas bárbaras y violentas de Oriente. Se volvió agitado hacia su compañero de apuesta, lord Gresham.
—Me siento responsable. El hombre era cristiano, por mucho que viniera de Nápoles. Quizá no tendríamos que seguir con esto, Gresham.
—Tonterías. —Las mejillas de lord Gresham estaban teñidas de un intenso color—. El italiano decía que podía pasar por musulmán. Le pagamos el rescate de un rey… si no sabía lo que hacía pues ¡qué le vamos a hacer! Nosotros hemos perdido nuestro dinero y él ha perdido la vida.
—Decapitado, por Dios. No sé si…
—Quieres el caballo, ¿verdad? —Lord Gresham clavó en sir John una mirada decidida.
—¡Sí! Por Dios, sí. —Sir John se mordisqueó el bigote; sus ojos azules parecían atormentados—. Pero enviar a otro hombre a la muerte… —Miró al vizconde, que de nuevo había vuelto a sus libros, obviamente más interesado en tomar notas que en seguir con la conversación—. ¿Qué opina, Winter?
El vizconde no levantó la vista de sus notas.
—Si vuestro italiano no sabía lo que estaba jugándose es que era un necio —señaló.
—Pero ¿realmente puede hacerse? —inquirió sir John—. El hombre llevaba años viviendo en Oriente.
—Hablaba árabe como un nativo —apuntó lord Gresham—, y sabe Dios que también lo parecía.
Lord Winter levantó la vista de su libro, con una ligera sonrisa.
—¿Cómo sabéis eso?
Los dos hombres lo miraron fijamente.
—Bueno —dijo sir John—, se puso todos los ropajes de beduino para demostrarlo: el turbante y demás.
—¡Un turbante! —El vizconde de Winter arqueó una ceja, meneó la cabeza y regresó a sus notas.
Sir John le dedicó una mirada fulminante a lord Gresham.
—¡Ya te dije que primero debías consultar a Winter! —exclamó, con una agresividad que no cuadraba con su rostro, regordete y bondadoso—. ¿Cómo íbamos nosotros a saber si el hombre sabía realmente lo que hacía?
—Bueno, le estamos consultando ahora —dijo lord Gresham algo tirante—. Esa es la cuestión, Winter, necesitamos que nos orienten. Alguien en El Cairo o en Damasco que busque a un agente adecuado para que vaya al desierto y se haga con el animal. Pero parece que los cónsules están decididos a ponernos todas las trabas que puedan. Esperábamos que podría sugerir algún nombre.
Lord Winter levantó la vista. El intenso azul cobalto de sus ojos contrastaba sorprendentemente con las pestañas negras y la tez bronceada.
—Están malgastando su tiempo y su dinero, caballeros. Dudo mucho que ese caballo exista.
—Tenemos un documento… —empezó a decir sir John.
—¿Del malogrado italiano? —interrumpió el vizconde—. ¿Un pedigrí, tal vez? ¿Que si el animal desciende en línea directa de los establos de Salomón, como atestiguan los jeques de cabellos blancos y bla bla bla? ¿Algo así?
—Pues sí. Algo así.
—¿Me dejarán ustedes que les venda una alfombra voladora? —preguntó lord Winter educadamente.
Sir John protestó con un gruñido.
—Si pudiera leerlo… —dijo lord Gresham.
—Oh, no me cabe duda de que es un cuento de hadas muy bonito. Ningún beduino del desierto mentiría sobre el linaje de un caballo, porque conocen a sus caballos tan bien como a sus madres… pero para su deleite, caballeros, perjurarían entusiastamente con la más florida poesía sobre el papel, firmado, sellado y bendecido tres veces por Alá. ¿Cuánto pagaron al italiano?
—Mil —confesó lord Gresham—. Sí, ya sé que nos considera unos memos, Winter, pero la cuestión es que el papel no provenía del italiano. —Bajó la voz—. Me llegó a través de mi cuñado, del Foreign Office. Iba en un paquete que se interceptó en Yidda, junto con otros documentos secretos. —Agitó la mano en un gesto impreciso—. Turcos y egipcios, movimientos de tropas, ese tipo de cosas. Palmerston está interesado en ellos, pobre diablo. Pero no le interesan los caballos y, cuando tuvieron la traducción y vieron que no era ningún código secreto, le dijo a Harry que podía tirarlo a la basura.
La expresión de desinterés desapareció de los ojos de lord Winter. Miró fijamente a los dos ávidos caballeros.
—¿Dónde está ese papel?
Al punto lord Gresham se sacó del bolsillo interior de la chaqueta un documento gastado, sujeto con un tosco cordel, y se lo entregó al vizconde sin decir palabra.
Lord Winter ojeó la fluida caligrafía árabe. La biblioteca del club estaba en silencio, los otros dos hombres se habían inclinado hacia delante, esperando. Lord Winter terminó de leer el documento, lo enrolló de nuevo y lo devolvió con rostro inexpresivo.
—Una vez más, les recomiendo encarecidamente que se ahorren su tiempo y su dinero.
—¿Cree que es un engaño? —preguntó lord Gresham.
—No, creo que es cierto. —La boca del vizconde adoptó un mohín severo—. Esto es un mensaje para un hombre llamado Abbas Pasha. Es sobrino del virrey de Egipto, y los caballos del desierto le apasionan. Es un joven príncipe que actúa según la tradición de Gengis Jan: quien lo engañe en materia de caballos se arriesga a que le quemen las plantas de los pies con hierros candentes.
—Entonces, la yegua llamada Sarta de Perlas existe. Y está perdida en algún lugar de la península arábiga. Tiene que haber algún agente capacitado para emprender su búsqueda. Si pudiera orientarnos sobre el tipo de hombre que necesitamos y dónde encontrarlo…
—Esa carta dice que nunca ha habido un caballo más veloz, Winter —dijo sir John con ardor—. Supongo que ya sabrá que el año pasado Gresh y yo compramos a Viento de la Noche. ¡Corre como el rayo! Por Júpiter, que ha derrotado a todos los caballos contra los que se ha medido. Y es de sangre noble; solo tres generaciones lo separan de esa misma línea oriental. No hay ninguna yegua purasangre en este país que esté a su altura, pero si pudiéramos hacernos con esa Sarta de Perlas y volver al linaje del desierto tendríamos un cruce como no se ha visto nunca en el mundo.
—No repararemos en gastos para encontrarla —declaró lord Gresham.
—No tienen ninguna posibilidad —dijo el vizconde con tono terminante, y dicho esto se recostó en su asiento y abrió de nuevo su libro—. Créanme.
—Pero si dice que es cierto, esa carta… —Sir John levantó la vista y se interrumpió porque un hombre elegante acababa de detenerse junto al asiento de lord Winter.
—Por supuesto, ya imaginaba que te encontraría aquí —dijo el hombre con frialdad.
El rostro del vizconde de Winter no se alteró visiblemente, pero dejó el libro a un lado y se levantó. No tenía necesidad de volverse para saber que era su padre.
—Solo es la biblioteca del Travellers’ Club —dijo, ofreciéndole la mano al conde de Belmaine—, no un burdel.
El conde no hizo caso del recibimiento y saludó a los acompañantes de lord Winter con un gesto seco de la cabeza. Se parecía notablemente a su hijo, salvo por la blancura de las manos y el rostro, y la constitución más delgada, propia de un hombre que no exigía a su cuerpo grandes esfuerzos. Crispó la boca en una mueca de disgusto cuando comprobó los libros que el vizconde tenía a su alrededor.
—¿Me permites el honor de tener unas palabras en privado?
—Como gustes —dijo lord Winter.
—Un lugar nauseabundo —dijo el conde mientras guiaba a su hijo a un rincón apartado de la biblioteca.
—Date de baja —sugirió lord Winter cordialmente.
—¿Y perder el único medio que me queda para entrevistarme con mi amado heredero? Me atrevo a decir que olvidaría cómo eres. De hecho, tu madre ya ni recuerda tu aspecto.
—No tendré esa suerte —observó su amado heredero—. La semana pasada se las arregló para acorralarme en Picadilly Circus, con una de sus tediosas debutantes pegada a la falda.
—Deduzco que se ve limitada a cruzarse contigo por la calle —espetó el conde—, puesto que no has considerado oportuno visitarla en casa.
—Por desgracia, me fallan las fuerzas. —Lord Winter miró a su padre con sequedad—. Después de todo, tampoco es que tengamos nada de que hablar. A mí me interesa bien poco lo que sirvió en su última gala, o con qué joven desea casarme. Y a ella de mí no le interesa nada que no sean mis defectos. Un tema que, como bien sabrás, está lo bastante gastado para que no haga falta seguir hablando de él.
—Lo normal sería pensar que el afecto natural que un hijo siente por su madre…
—Sí, hace tiempo que todos estamos de acuerdo en que soy un hijo desnaturalizado —lo interrumpió el vizconde con un deje de impaciencia—. Encargaré un cuadro de mi silueta en perfil. Así podrá colgarlo en su sala de recibir y enseñarlo a sus conocidas como prueba de mi existencia.
—Todo un detalle por tu parte —dijo el conde irónicamente—, pero no te buscaba para elogiar la celebrada cortesía que demuestras con tu madre. Vengo de la sala de juntas de la Royal Geographical Society. —Se metió la mano en el abrigo—. Te complacerá ser el primero en ver los nombres de la lista para la expedición del capitán Ross a la Antártida.