Sueños del desierto (36 page)

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Authors: Laura Kinsale

Él hizo un mohín.

—No. —Alzó su taza, extendiendo el dedo meñique con una exagerada delicadeza—. Si he de hacer el papel, lo haré. ¿Cómo está su querida tía, lady Winter? He oído que toma los vapores cada hora. Tengo una receta para una cataplasma de ruibarbo… ¡de lo más eficaz! Por supuesto, si prefiere una cura más permanente, nada como una dosis fatal de arsénico.

A pesar suyo, Zenia notó que sus labios se curvaban en una sonrisa. Cogió la tetera y se acercó su taza y su platito.

—¿Recuerdas cuando Chrallah me despertó en mitad de la noche? —preguntó él de improviso.

Zenia se mordió el labio inferior. Arden había malcriado a su camello Chrallah dándole pedazos de pan, y una noche el animal metió su largo cuello en la tienda y su cabeza quedó suspendida por encima de ellos como una enorme serpiente blanca que les echaba el aliento caliente en la oreja.

—Sí —dijo Zenia—. Mientras duró fue una bonita tienda.

—¡No fue para tanto! ¿Qué importancia tiene un agujero del tamaño de un camello?

—Uno de su tamaño y otro del tuyo —exclamó Zenia—. Pensé que nunca podría liberarte.

—Tonterías. Te reías con demasiadas ganas para hacer nada realmente útil.

Los labios de Zenia se fruncieron, y luego se distendieron sin que pudiera evitarlo.

—Pobre Chrallah, allí, con una tienda alrededor del cuello. La llevó con mucha dignidad. —Le lanzó una mirada—. No como tú.

Los dos sonreían y, cuando sus ojos se encontraron, Zenia sintió que la sangre le subía a las mejillas. Apartó la mirada, arrebolada, y añadió azúcar al té.

—Cuando Beth se ríe —dijo él—, es como si te estuviera viendo a ti.

Ella mantuvo la vista gacha y empezó a tomar el té a pequeños sorbos. El corazón le latía con fuerza, como si el siguiente momento, las siguientes palabras que salieran de la boca de él pudieran cambiar su vida para siempre. El señor Jocelyn le había aconsejado que se casara con él, a pesar de sus temores. El hombre había hecho que estos parecieran absurdos y exagerados; no creía que lord Winter quisiera separarla de Elizabeth, aun cuando la ley le diera el derecho de hacerlo como esposo. Todos los maridos tenían ese derecho, le dijo el señor Jocelyn, y sin embargo era extraordinariamente insólito encontrar un hombre lo bastante cruel para hacerlo. La alternativa, vivir arruinada con una hija ilegítima, recalcó el hombre con tono apremiante, era mucho más temible, tanto para la niña como para ella.

Se sentía tranquilizada, pero no del todo convencida. Lord Winter no era un hombre cualquiera. No sería la crueldad lo que lo movería, sino una fuerza diabólica, el mismo
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que había empujado a su madre a Oriente, al aislamiento y la libertad absoluta, la misma sangre que lady Belmaine decía que corría libremente por las venas de su hijo.

—Zenia —dijo él con una seriedad que la impulsó a levantar la vista—, quería que supieras que yo…

Ella esperó. Su mirada parecía distraerlo, aunque Zenia tuvo cuidado de no manifestar ninguna emoción. Él vaciló, como si de alguna manera esperase que ella acabara la frase por él.

—Quería decir —continuó al fin, con menos autoridad en la voz— que tengo un gran…, que siento una especial… —Se puso en pie y se volvió hacia el fuego. Por lo visto el hecho de mirar a la pantalla lo ayudó a recuperar el hilo—. Creo que no puedes haber considerado de verdad tu posición de una forma racional —dijo con brusquedad—. Por eso deseaba esta reunión. Todos esos condenados abogados, y disculpa la palabra, esos abogados que han hablado contigo, creo que no te han explicado bien lo que supondría para ti y para Beth vivir al margen de mi protección legal. —Cruzó las manos a la espalda y su tono se endureció—. Si la idea de casarte conmigo te resulta tan abominable que prefieres que no te reciban en ninguna parte, vivir en la pobreza, estar sola en la calle, que los hombres… se sientan con libertad de acercarse a ti de forma insultante… bueno, la decisión es tuya. Pero debes entender que estarías condenando a nuestra hija a las mismas indignidades. Parece ser que crees que no me preocupo por Beth. —Apretó las manos a la espalda. Las venas se marcaban sobre los nudillos blancos—. Pero es infinitamente más censurable esa absurda, egoísta, irreflexiva, estúpida y testaruda obstinación tuya en este asunto. —Dio unas cuantas zancadas, se detuvo y la miró con un gesto agresivo en la boca y los hombros—. ¡No soy tan monstruoso como para justificar algo así!

—¡No soy egoísta, ni obstinada ni absurda! ¡Solo quiero proteger a Elizabeth!

A su espalda, la lluvia empezó a golpear con fuerza contra la ventana. Él la miró con expresión feroz.

—¿De verdad crees que soy un monstruo, Zenia? ¿Qué terrible crimen crees que pretendo cometer con ella?

Zenia bajó los ojos.

—No creo que quieras hacerle daño deliberadamente.

—Gracias —dijo él con amargura.

—Pero, si me caso contigo, no tendré autoridad para protegerla de tus actos. El señor Jocelyn lo ha reconocido. Aunque no fueras su tutor, aunque no tuvieras ningún derecho sobre ella, si me caso contigo, no podré impedírtelo… porque una esposa no puede presentarse ante la ley contra su esposo. —Se puso en pie—. Tú mismo me lo dijiste, que podías hacer lo que quisieras con ella y yo no podría detenerte.

—¡Estaba furioso cuando lo dije!

—Quizá estarás furioso cuando te la lleves de mi lado. Quizá estabas furioso cuando ahogaste a la joven con la que te ibas a casar.

Él se puso tan blanco como si lo hubiera abofeteado.

—Fue un accidente.

—Eso no es lo que dijiste.

Él la miró con rigidez, con la mandíbula apretada.

—Dijiste que no la querías. —Zenia tuvo que obligarse a permanecer donde estaba, a no retroceder—. Que ella te habría atado y por eso la mataste.

Él entreabrió los labios y meneó la cabeza, casi imperceptiblemente.

—¿Por qué voy a confiar en ti? —prosiguió ella—. ¡No puedo!

Se dio la vuelta, haciendo ondear sus faldas sobre el sofá. Se detestaba por haberlo dicho; no soportaba ver aquella expresión feroz de su rostro; la asustaba y llenaba su corazón de arrepentimiento y temor.

—¿Por qué confía una mujer en un hombre? —preguntó él en voz baja.

—No lo sé —dijo ella tragando saliva—. Solo sé que yo no lo sé.

—Quizá porque sabe que él la quiere —repuso Arden, aunque su voz apenas se oía por encima de la lluvia.

Zenia se volvió. Pero él no la estaba mirando. Iba hacia la puerta y apartó una silla a un lado sin apenas verla. Zenia oyó sus pasos por la escalera. Un momento después la puerta de la calle se cerró con un portazo que resonó por la casa. Zenia corrió a la ventana, pero él no pasó por debajo. Vio que se encasquetaba el sombrero y bajaba los escalones corriendo, sin hacer caso de la lluvia. Y en la verja de hierro giró y desapareció bajo el chaparrón.

Arden se recostó en el asiento del coche de caballos, maldiciendo la lluvia, maldiciéndose a sí mismo, y dejó empapado el agrietado asiento de cuero. Arrojó el sombrero mojado en el asiento de enfrente. Respiraba más agitadamente de lo que debiera, no tanto por el esfuerzo de conseguir un coche de alquiler sino por la emoción, la ira y la inquietante conciencia de lo que había dicho.

Había ido allí con la idea de exponer de forma lógica y razonable la situación, con la idea de ver a Beth, con la idea de… de muchas cosas, menos de lo que había hecho. Era el necio más torpe y balbuceante de la naturaleza; cuanto más le importaba una cosa, más lo estropeaba todo.

Después de un inicio digno de un escolar bobo, cuando estaba a punto de soltar el bonito discurso que había preparado, y como el cobarde que era, se había echado atrás y a partir de ahí lo había embrollado todo. Absolutamente todo. Pero ahora sabía lo que Zenia pensaba realmente, lo que temía, y el hecho de verse enfrentado a ello lo había movido a decir algo que lo dejaba al descubierto, algo que su corazón, un corazón solitario, ya sabía y que no habría querido desvelar por nada del mundo.

Aún respiraba afanosamente, casi dominado por el pánico, porque lo había dicho y ella no le había contestado; él no le había dado ocasión de hacerlo, había huido.

Arden miró el sombrero y los agujeros del asiento que tenía frente a él, mientras el agua le goteaba cuello abajo. Había pasado la vida buscando, persiguiendo una quimera que ni siquiera conocía, pensando que estaría en cualquier sitio menos donde él estaba. Pensando que no existía, y que él era tan necio como su padre decía. Y, con cierto distanciamiento y desinterés, había sentido que estaba solo, pero no conocía otra cosa. Siempre había vivido así, rondando por bosques y tierras yermas.

Se restregó la cara con las dos manos, piel mojada contra piel mojada y, al abrir los ojos, miró entre los dedos como un animal enjaulado. Lo había descubierto, aquello que siempre había buscado sin saber qué era, y estaba tan cerca… Por un instante lo había poseído, durante unos meses en el desierto, durante una semana —un día— con su hija. Y el miedo a que se desvaneciera antes de que pudiera asirlo le producía una tensión tan grande que la cabeza le dolía y las manos le temblaban a causa del frío que le llenaba el corazón.

23

Zenia no imaginaba que, después de aquella primera visita, él no volvería. El resfriado de Elizabeth desembocó en fiebre alta, y el médico del señor Jocelyn dictaminó que se trataba de sarampión. Al principio Zenia se puso histérica y lo achacó al descuido de lord Winter al sacarla a pesar del frío. Pero el médico dijo que sin duda Elizabeth se había contagiado de alguna persona infectada. La misma tarde que el médico se fue, llegó una carta de lady Belmaine informando que en el pueblo todos los niños estaban enfermos de sarampión y habían verificado que la segunda niñera, la que había sido despedida hacía tan solo quince días por estupidez y lentitud, había amanecido cubierta de ronchas menos de tres días después de abandonar la casa. Lady Belmaine había considerado oportuno avisar a Zenobia por si miss Elizabeth manifestaba los síntomas.

Elizabeth pasó la enfermedad sin grandes dificultades, apenas tuvo ningún sarpullido serio y, después de solo una semana de sopor, ya estaba pataleando para salir de la cama. Era una auténtica bendición, dijo el médico. Si dependiera de él, infectaría a todos los niños antes de los dos años para que desarrollaran inmunidad cuando la enfermedad aún era prácticamente inocua. Zenia no era tan optimista. No había dormido de la preocupación, y solo el desarrollo favorable de la enfermedad la había convencido de que la primera afección seria de Elizabeth no tendría un desenlace fatal.

La cuarta noche —el punto álgido de aquella pequeña crisis, como después se vio— hasta había enviado una nota a lord Winter. No creía que Elizabeth corriera un riesgo real, pero pensó que a él le gustaría verla. En su corazón, anhelaba que acudiera.

No se presentó. Ni siquiera envió una respuesta, aunque el mozo le dijo que aún se hospedaba en el hotel.

Lo que sí llegó fue un paquete de las oficinas de King & King con una nueva propuesta, puesto que miss Zenobia Stanhope parecía haber rechazado la anterior.

Así que se sentó de nuevo en el estudio de su padre mientras el señor Jocelyn revisaba los papeles con expresión ceñuda, meneando la cabeza.

—Me temo que tenemos motivos para preocuparnos —dijo—. No me gusta el tono de amenaza que veo en estos papeles, querida mía, no me gusta en absoluto. El fraude es una cosa muy, muy seria.

—Yo no mentí a nadie —dijo Zenia—. Cuando lord Belmaine me dijo si tenía alguna prueba del matrimonio le dije que no.

Su voz sonaba débil. Ahora que se enfrentaba a las consecuencias de su indecisión, casi se sentía enferma. Irreflexiva, egoísta, estúpida y testaruda obstinación, le había dicho él, y casi estaba de acuerdo. Ahora la tratarían como a una delincuente o, en el mejor de los casos, como a una mendiga que dependía de la generosidad de los Belmaine. Aún tenía la promesa de su padre; pero, por algunas indirectas del señor Jocelyn, sabía que los Bruce no vivían con tanta holgura como para garantizar el apoyo económico de toda una vida a una hija y una nieta.

—Desearía que no hubiéramos tenido que llegar a este punto —dijo el abogado—. Es una tragedia, querida mía. Una tragedia. Cuando lo vi, supuse… Pero, si lord Winter ha perdido la paciencia, ¿acaso podemos reprochárselo? Desde su punto de vista, si no tiene que haber matrimonio, entonces hay que dejar constancia de inmediato para que pueda casarse por otro lado. —Volvió a menear la cabeza—. Sin duda lo han asesorado para que pida enérgicamente una resolución.

Zenia agachó la cabeza. No le había dado detalles sobre su entrevista con lord Winter, se había limitado a decir que no habían acordado nada.

—Bueno —dijo Zenia—, Elizabeth y yo iremos a Suiza. Al menos mi padre está allí. Y habrá una casa y dinero para mi hija.

—Bastante poco. Esta oferta no puede compararse ni mucho menos con la otra, ni siquiera en términos pecuniarios. Y se han dejado abiertas varias vías que dependerán en buena medida del comportamiento de usted. Sin embargo, esto puede negociarse. Lord Belmaine se siente algo inquieto por su participación en el supuesto fraude… y, como ve, hay una cláusula que trata su caso aisladamente. Y, por supuesto, el deseo de lord Winter de visitar a miss Elizabeth juega a nuestro favor.

—Oh —exclamó Zenia—, eso es horrible.

—Este tipo de asuntos rara vez son agradables. —Carraspeó—. Y lamento decir que antes de que esto acabe seguramente será menos agradable.

Zenia estaba sentada con las manos cruzadas sobre el regazo. Mientras el señor Jocelyn estudiaba el contrato, sintió que le temblaban los labios. Una lágrima le resbaló por la mejilla.

—Yo solo quiero conservar a Elizabeth —dijo con voz doliente—. Oh, Dios, ¿me van a deportar?

—¡Querida! —El hombre sacó al instante un pañuelo bien planchado—. Lo siento mucho. No debería haberla asustado de ese modo. Por supuesto que no. Si ha de ir al continente en estas condiciones, lo hará, y mucho antes de que surja el riesgo de que suceda tal cosa. Estoy convencido de que los Belmaine no desean poner ninguna denuncia por fraude; esto solo es una forma de presionarla, para que deje libre a lord Winter. Pero, firme los papeles que firme, quizá temen que vuelva usted en el futuro y reclame su posición como esposa. —Sonrió de forma mecánica—. Desde luego, si pudiera hacer que algún joven se enamorase y la desposara, desaparecerían todas nuestras preocupaciones. Estoy seguro de que estarían encantados de retirar esas acusaciones, puesto que el matrimonio de usted con otro hombre borraría al instante sus miedos.

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