Read Sueños del desierto Online
Authors: Laura Kinsale
—¿Ahora? —inquirió él, y la pregunta terminó en una tos.
—Sí, bebe ahora —contestó ella hablando aún en árabe—. Sé que lo necesitas.
—Hace tanto calor… —se quejó él en inglés y volvió a cerrar los ojos. Cuando Zenia levantó la taza, bebió con ansia y luego dijo—: ¿Dónde está Beth?
—Ahora duerme.
—La llevaré a casa —declaró él intentando zafarse de sus ataduras.
El doctor terminó de sujetar una almohadilla sobre el brazo del paciente y dijo:
—Vengan conmigo, me gustaría hablar un momento con los dos en la otra habitación ahora que está bien sujeto.
—
Muhafeh
, estaré aquí mismo —le susurró Zenia tocándole la frente—. Si me necesitas solo tienes que llamar.
La había oído, o eso pensó ella, porque abrió los ojos, pero entonces los cerró otra vez y volvió la cabeza, luchando por cada aliento.
En la salita, el doctor Wells estaba anotando unas instrucciones.
—Les dejaré un tónico, y haré que preparen las píldoras; las tendrán aquí en una hora. Lady Winter, ¿tiene alguna experiencia en el cuidado de enfermos?
—Sí —respondió ella—. Cuidé a mi madre durante muchos años.
—Excelente. Una cataplasma muy caliente le sería muy beneficiosa, y debe aplicarla tantas veces como quiera sobre el pecho. Hay aquí una doncella que me ha ayudado enormemente al describirme el curso de la enfermedad. Creo que la joven lo ha estado cuidando dentro de sus posibilidades, y estará encantada de ayudarla en cuanto necesite. Cualquier alimento especialmente nutritivo y estimulante será bueno, y tanta agua o vino como pueda. Tenga siempre a mano algún concentrado de carne.
Siguió dando instrucciones y anotándolas. Cuando terminó, el conde preguntó con voz áspera:
—¿Existe la posibilidad… de que no sobreviva?
—Milord, tengo la esperanza de que lo logrará. Creo que lo logrará, pero no deseo engañarlos. Está muy grave. En un adulto, la evolución de estas enfermedades que normalmente se pasan en la infancia está llena de peligros. La fiebre cerebral ya es una complicación importante. Si le vuelve a subir en las próximas veinticuatro horas, con neumonía o pleuresía o un empeoramiento de la encefalitis, las perspectivas son muy negras. Y debemos evitar eso por todos los medios. —Empezó a recoger su instrumental—. Habría sido mucho mejor para él haber pasado el sarampión cuando vestía pantalón corto.
El conde asintió, pálido y tenso. Cuando el médico se puso en pie y se despidió, lord Belmaine no pareció ver la mano que el hombre le ofrecía, y la estrechó con un murmullo y un ligero gesto de la cabeza.
—Señora. —El doctor Wells se volvió hacia Zenia, como si supiera que el conde no estaba del todo presente—. Volveré esta noche. Aquí tiene mi tarjeta; si hay algún cambio, sobre todo en relación con los pulmones, manden a buscarme enseguida.
Zenia mandó un mensaje a Bentinck Street avisando que no iría a casa esa noche, con instrucciones sobre el baño de Elizabeth y la ropa que debía ponerse por la mañana y algunas cosas personales que necesitaría ella. Pero era una nota breve; estaba totalmente entregada al cuidado del enfermo y respondiendo a las palabras turbulentas y desvaríos de lord Winter. A veces él pensaba que se encontraban en el desierto, otras parecía perdido en algún lugar desconocido, buscando algo, a ella, a Elizabeth, a Sarta de Perlas. Zenia le hablaba en árabe o en inglés y le ajustaba las sábanas continuamente, porque él no dejaba de revolverse.
—Creo que está más calmado desde que usted está aquí —dijo el conde, detenido en el umbral de la habitación.
Zenia sujetaba la cataplasma caliente contra el pecho de lord Winter, y sus manos subían y bajaban con cada aliento de él. Él trató de apartarla, tirando del paño de muselina.
—Calor —musitó él—. Hace tanto calor…
—Lo sé —repuso ella—. Pero ya casi estamos.
—¿Llegamos?
—Sí.
—Lo veo —exclamó él incorporándose en el lecho—. ¡Dios! ¡Dame mi rifle!
El conde corrió junto al lecho y obligó a su hijo a tumbarse.
—Ahora no necesitas tu rifle, viejo amigo —dijo con firmeza.
Lord Winter empezó a toser, y Zenia sintió cómo se le sacudía el pecho bajo sus manos. Arden volvió la cabeza hacia el conde y su mirada pareció enfocarse un tanto.
—Padre —dijo con voz ronca, esbozando una leve sonrisa—. Ahí está mi túnel.
—Sí —contestó el padre sin saber qué decir.
Se hizo un largo silencio. Zenia vio que los ojos de lord Winter se desenfocaban y la respiración se volvía rasposa.
—¿Quieres entrar? —preguntó este en un suspiro, vacilante como un niño.
El conde sujetó la mano de su hijo.
—No hay nada que desee más —dijo sintiendo que la voz se le quebraba.
Lord Winter movió los labios, pero de su boca solo salió una sucesión irregular de jadeos. De nuevo empezó a mover la cabeza a un lado y a otro, respirando trabajosamente. Zenia cogió la cataplasma, que empezaba a enfriarse, y la llevó a la salita. No parecía haber hecho mucho efecto. Conforme la noche avanzara, la presión sobre los pulmones iría en aumento; así había pasado con su madre. Zenia trató de no pensar en aquellos terribles tiempos, cuando ella tenía doce años y lady Hester y miss Williams cogieron las fiebres, y los criados robaron cuanto pudieron y huyeron, con la excepción de una niña de la edad de Zenia. Desde su lecho, su madre había insistido en que prepararan una de sus pócimas para miss Williams, y Zenia estaba convencida de que la joven había calculado mal las proporciones. Después de tomar la pócima, miss Williams sintió unos fuertes dolores en el estómago, gritó y se retorció y al fin cayó en un estado de sopor que se prolongó durante tres días, hasta que murió. Cuando lady Hester supo que miss Williams había muerto, sus gritos resonaron por toda la casa como los de un animal salvaje o un demonio del infierno.
Tras la muerte de miss Williams, su madre la había mandado al desierto. De pie en la salita, Zenia miró ciegamente la mesita colocada junto a la puerta, apartando de la mente los viejos miedos, y reparó en un papel caído bajo la mesa. Se inclinó para recogerlo: era su nota, la nota que le había enviado hacía días, con el sello aún intacto.
Zenia la sostuvo en la mano. Debían de haberla echado bajo la puerta y sin querer la habrían apartado con los pies. Quizá no era como ella había imaginado y lord Winter no había rechazado ir o contestar expresamente. Llevaba enfermo unos días, aunque la doncella había dicho al doctor Wells que no había perdido la razón hasta esa mañana, cuando ella creía que estaba mejorando.
Zenia pensó en los documentos legales que le habían enviado. Debían de haberlos mandado antes de que lord Winter enfermara, y sin duda redactarlos había llevado su tiempo. Pero ahora no podía preocuparse por los papeles. No parecían importantes; nada parecía importante, salvo el sonido de la trabajosa respiración de lord Winter, la necesidad de hacer que bebiera y tomara el tónico y las pastillas, de mantener una temperatura estable en la habitación. Y, mientras la noche siguió su curso, él perdió la fuerza incluso para hablar o volver la cabeza y se quedó muy quieto, con la frente seca, ardiendo, respirando con dificultad. El doctor Wells había tomado una habitación en el hotel y les advirtió que estuvieran preparados para una crisis, que le avisaran enseguida cuando eso pasara.
Lord Belmaine permanecía en una silla junto al lecho. Por lo visto creía que Zenia sabía más de lo que sabía, pues en más de una ocasión le preguntó si creía que estaba empeorando, si debían avisar al médico.
—Creo que está dormido —decía ella.
—Oh, claro —respondía el padre aliviado.
El hombre no apartaba los ojos de su hijo. Bajo la luz mortecina de la lámpara, sus ojos brillaban.
—Nunca lo había visto enfermo —musitó—. ¡Ni una sola vez!
Zenia notó el tono de pánico de su voz.
—Tiene que ser muy fuerte para haber sobrevivido a la herida que le hicieron en el desierto —dijo ella con una calma que no sentía—. Y ahora lo será más, puesto que está bien comido y descansado después de un mes en Inglaterra.
—Sí, es cierto —contestó lord Belmaine, ansioso de que lo tranquilizara. Tras un largo silencio añadió—: ¿Miss Elizabeth ha sufrido de este modo?
—Oh, no. No.
—Me alegro. —El conde se aclaró la garganta—. Es mucho más fácil para los niños, ahora lo entiendo.
—Sí, es lo que dijo el médico de Elizabeth.
Lord Belmaine siguió mirando a su hijo. De pronto se puso en pie y dio unos pasos, se detuvo y se volvió.
—Es culpa mía.
Zenia lo miró. Estaba inmóvil en medio de la habitación, con una expresión angustiada.
—Es culpa mía —repitió el conde—. Siempre me aseguré de que no enfermara. Me aterraba que se pusiera enfermo. Sarampión. Que Dios me perdone.
Ella desechó sus palabras con un gesto, pero el hombre siguió hablando.
—No dejé que fuera a la escuela ni que se mezclara con los otros niños del pueblo. Nunca estuvo enfermo. Yo pensaba que eso era bueno. No sabía… Creía que, con la edad, todo eso se superaba. No sabía que un adulto pudiera pasar el sarampión y mucho menos… —Se detuvo—. ¡Sabe Dios que aprendí cómo podía perderlo por todas esas cosas terribles que hace! ¡Esa espantosa cicatriz! Pero esto es obra mía. Si se muere y yo he sido la causa… —Meneó la cabeza ciegamente—. Ruego a Dios que me perdone. Porque yo jamás podré perdonarme.
Mandaron a buscar al médico pasada la una. Al principio parecía que la respiración de lord Winter se había normalizado, hasta tal punto que Zenia tuvo que ponerle la mano en la garganta para sentir el pulso. Pero no pudo percibirlo; sólo advirtió la piel seca y ardiente, y la tenue agitación del pecho provocada por unos jadeos casi inaudibles. Le tomó la mano y lo sacudió, pero no hubo ninguna reacción, y la cabeza le cayó hacia un lado en la almohada.
Zenia miró a lord Belmaine, pero el hombre ya se había levantado y se dirigía hacia la puerta. Los minutos que el doctor Wells tardó en llegar parecieron horas… Zenia no soltó la mano de lord Winter; la sujetaba con tanta fuerza que los músculos le dolían.
El doctor llegó presuroso, pidió más luz, apartó a Zenia y se inclinó para levantarle los párpados a su paciente. Esta vez no hubo ninguna reacción cuando le pusieron la luz ante los ojos.
—Ha entrado en coma. Lady Winter, ahora quiero que le hable. Y usted, milord. Sobre lo que sea; háganle preguntas, digan cualquier cosa que pueda provocar una respuesta. Sería bueno utilizar el árabe, puesto que él lo ha utilizado en sus delirios. Me ocuparé de que preparen un baño caliente.
El conde parecía aterrado. Ni siquiera se mostró capaz de seguir las instrucciones del médico, y se limitó a mantenerse apartado de la cama con los puños apretados.
Zenia respiró hondo, se sentó en la cama y empezó a hablar.
Los pies le quemaban. No podía levantarlos de la arena roja, que lo tragaba hasta el cuello y lo envolvía en un intenso calor. Pero oía una voz, constante, familiar, una voz que lo llamaba con palabras que no lograba entender.
Veía luz por todas partes, una luz blanca y fría. Tenía tanto calor que habría querido levantarse y entrar en esa luz. Intentó dejarse ir, ser tan ligero como para flotar, sin hacer caso de la voz que lo llamaba con insistencia. Era tal el calor que no podía soportarlo, tenía que acabar con aquello. Aquel calor rojo lo torturaba, llenaba su cabeza de agonía.
Pero la voz seguía hablando. Arden no entendía qué decía; era como si en otro tiempo sí hubiera entendido, pero ya no. Quería decirle que parara, que lo dejara dormir, que lo dejara deslizarse hacia aquel frescor. A veces era vagamente consciente de que había callado, porque en algún momento volvía a empezar. Y, cosa curiosa, oía a su padre hablándole. En su voz percibía la muerte, y Arden se entregó, flotando con facilidad hacia ella, cada vez más fresco, hasta que al fin las voces se desvanecieron, junto con todo lo que conocía.
Había una canción, dulce y suave. Había un ángel y una catedral, y entonces la catedral se esfumó como si despertara de un sueño, pero el canto permanecía. Su mente se abrió paso entre fantasías y visiones, tratando de situar la canción. Vio una línea brillante y se dio cuenta de que era luz. Le hacía daño en los ojos, pero quería ver quién cantaba.
Levantó los párpados, pestañeando por el dolor. Había una mujer sujetándole la mano, cantando con tanta sinceridad como si estuviera en una iglesia, leyendo de un libro de cánticos. Por un momento no pudo recordar su nombre, pero la recordaba a ella, recordaba su canción.
Trató de preguntarle si era un ángel, y se sorprendió por lo débil que sonaba su voz. Las palabras le salieron en un suspiro apenas audible incluso para él.
Pero la mujer lo oyó. Levantó la cabeza. Sus manos oprimieron la suya.
Arden recordó su nombre.
—Pequeño lobo —dijo, más fuerte, cerrando los dedos en torno a los de ella.
Y ella sonrió. Era como el amanecer, como la luz sobre una montaña cuando empieza a clarear, esparciendo la gloria.
—Has vuelto —dijo ella.
Y, con la misma facilidad con que había sonreído, se echó a llorar.
Él cerró los ojos. Arden sentía el rostro húmedo de ella contra su mano. Le habría gustado oírla cantar otra vez, pero no pudo mantener la mente conectada al resto del mundo el tiempo suficiente para pedírselo. El sueño se lo llevó, seguro, mientras ella lo abrazaba con fuerza y lo mantenía atado a la vida.
—El médico dijo diez días —dijo la señora Lamb—, y diez días que se va a pasar el señor en cama.
En realidad Arden no estaba preparado para levantarse aún. Cerró los ojos y suspiró, tragándose el tónico con una mueca. Se sentía débil y somnoliento, y a veces pasaban largos intervalos que no podía recordar. Ahora estaba recostado contra las almohadas, pero no le habría importado estar tumbado.
—Zenia estuvo aquí —dijo Arden.
—Estuvo —confirmó la niñera—, y el médico dijo que era un buen soldado, sí, señor.
—¿Dónde está?
—En Bentinck Street, señor, y si tiene una pizca de inteligencia estará durmiendo.
—¿Cuándo volverá?
—Vergüenza tendría que darle, señor. ¡No me irá a decir ahora que es una enfermera más guapa que Henrietta Lamb! Tiene que ocuparse de su niña, así que yo lo cuidaré hasta que pueda volver a levantarse. Y no es mala idea, porque aún está por nacer el hombre que no convierta en un castigo la vida de una esposa que trata de cuidarlo cuando está enfermo.