Read Sueños del desierto Online
Authors: Laura Kinsale
—¡Quiero irme! ¡Quiero volver con Elizabeth!
—De acuerdo. Yo te llevaré. Después de pasar por la vicaría. Quiero que nos casemos antes de irnos.
—No hay tiempo para eso —dijo Zenia escurriendo sus medias—. Quizá ya está nevando demasiado fuerte.
Él cogió una linterna que colgaba de un clavo y la encendió. Fue a grandes zancadas hasta la puerta, y salió a un remolino de viento y frío.
—Ha parado —anunció con la linterna en alto.
Abrazándose por el frío, Zenia asomó la cabeza al exterior. El viento le pegaba la camisa al cuerpo, y su aliento era un brillante círculo helado ante la linterna. No había copos, y la luz solo arrancaba destellos del polvo de nieve de menos de un par de centímetros de grosor que cubría el suelo.
—Podría volver a empezar —dijo ella replegándose de nuevo al interior y acercándose al fuego. Se sentó y empezó a ponerse una media mojada—. Tendríamos que marcharnos ahora.
—¿Y perdernos en el páramo de noche y en medio de una tormenta? Eso a Beth la ayudaría mucho. Si insistes en que salgamos esta noche, iremos solo hasta la vicaría de Grosmont. No me costará encontrar el camino. El vicario puede casarnos enseguida; pasamos la noche allí y por la mañana cogemos el tren.
—¡Ni se te ocurra! —Zenia lo miró—. ¡Te arrestarán por haber atacado el tren!
—No, no lo harán.
—No puedes estar seguro. —Se puso en pie.
—Estoy perfectamente seguro porque soy el dueño del condenado tren.
Zenia ahogó una exclamación.
—¡Eres el dueño!
Él hizo un gesto impaciente de asentimiento y cogió su capa.
—No me inmiscuyo en su funcionamiento, pero seguro que lo pensarán dos veces antes de demandar al accionista mayoritario. Sobre todo porque yo lo único que hice fue cabalgar al lado del tren y aguantar que me dispararan.
—¡Y secuestrarme!
—Eres mi esposa. Tengo derecho a hacerlo.
—No soy tu esposa.
—Bueno —dijo él con un peligroso destello en la mirada—, estábamos a punto de arreglar eso, ¿no es cierto?
Zenia se apartó de él y se cerró la camisa.
—Lo siento. No tendría que haber… No deseo hacer esto.
La expresión de él cambió del recelo a una ira profunda.
—¡Lo sabía! —Tiró la capa—. Sabía que no tenía nada que ver con Beth. ¿Qué he hecho?
Al momento la histeria se apoderó de la voz de Zenia.
—¡Me he equivocado! ¡Estoy cansada! No me casaré contigo. Quiero irme. —Podía oír a su madre en sus palabras, y eso solo logró ponerla más histérica. Se echó a llorar—. Deja que me vaya, deja que me vaya.
—No —replicó él con tono cortante.
—Quiero irme.
—Así que me dejarás —dijo Arden con una mueca de desprecio—. ¡Todos tenemos que pagar por tus estúpidos miedos! Beth también. Igual que tu madre te hizo pagar a ti por su orgullo.
—He de irme. Tienes que dejar que me vaya.
—No.
—¡Vas a abandonarme! —La voz le salía con el tono chillón del pánico—. ¡Me quedaré sola!
—Por Dios, dices que soy yo el que necesita ser libre, pero eres tú. —Su voz subió de tono también—. No tienes confianza en nadie que no seas tú. ¡Yo ya he encontrado lo que he estado buscando ahí fuera! ¡Eras tú! No necesito seguir buscando.
—No, no —dijo ella meneando la cabeza—. Eso no es verdad. No lo creo.
—¿Qué tengo que hacer para que me creas? ¿Qué puedo decir?
—¡Nada!
—¡Nada! —gritó él—. Llevas dos años viviendo como si fueras mi esposa. Quiero casarme contigo. Me has dejado… —Señaló—. Lo que ha pasado en esa silla no me ha parecido precisamente una violación. Qué harás ahora, ¿casarte con Jocelyn?
—¡Sí! —gritó ella—. ¡Voy a casarme con él!
—Estás loca. ¡Ahora no te querrá! —dijo con perplejidad.
—¡Sí lo hará! —gritó ella—. ¡Lo hará, lo hará! Podrías darme cien hijos y él seguiría casándose conmigo. Quiere tener hijos pero no quiere hacer lo que tú haces.
Él se quedó mirándola.
—Estás tan loca como tu madre.
—¡No es verdad! —chilló ella cubriéndose los oídos—. Él quiere tener hijos.
—Y entonces, ¿yo qué soy? ¿Un semental? ¿Por eso me has dejado…? —Se le quebró la voz. Se acercó un paso—. ¿Es eso?
—¡Sí! —gritó ella—. Sí, sí, sí.
Zenia temblaba de pies a cabeza, encorvada, y tenía los ojos apretados con fuerza. En medio del largo silencio, se dejó caer de rodillas, llorando.
No se oía nada en la casa, salvo el aullido del viento que azotaba las paredes y silbaba en la chimenea.
—Muy bien —dijo él con voz glacial—. Vístase, no volveré a molestarla, señora.
Aunque estaba helada con su vestido mojado, se había liado en la colcha de la cama y apenas notaba el viento mientras cabalgaban por el páramo iluminado por la luna. Habían hecho un camino tan largo desde las vías del tren que esperaba que para llegar a cualquier sitio tendrían que recorrer una gran distancia. Pero no habría pasado más de un cuarto de hora cuando se dio cuenta de que la masa oscura a la que la yegua se dirigía no era un grupillo de árboles sino una casa.
El viento aullaba a su alrededor. La casa se alzaba solitaria en los límites del páramo, perfilada por el resplandor mortecino de la nieve y el cielo de fondo. Conforme se acercaban, la luz de la luna que se filtraba entre el manto de nubes se reflejó en una doble fila de ventanas altas y oscuras.
No era una casa grande como Swanmere, y aun así resultaba imponente, alta y silenciosa en un paraje despojado de árboles. Arden condujo al caballo entre unas columnas de piedra y avanzó por el terreno llano, mientras los cascos del animal hacían crujir la capa de nieve. En lugar de detenerse ante la balaustrada de la doble escalinata, que resplandecía por el polvo de nieve levantado por el viento, dirigió al caballo hacia un lado, a una escalera más pequeña. Desmontó y fue a llamar a la puerta.
Tras una larga espera, alguien abrió. El haz de una luz cayó sobre los escalones y la nieve. Zenia no pudo oír lo que decía lord Winter, pero un hombre salió enseguida y lo acompañó, con el cuello del abrigo levantado y una linterna en la mano.
Zenia se arrebujó bien en la colcha mientras el criado la acompañaba por la escalera y luego la dejaba a solas con lord Winter. Estaban en un corredor oscuro con paneles, lleno de baúles.
El rostro de él parecía distante. Acercó una cerilla de azufre a varios candelabros y bajó los brazos mientras el resplandor amarillento iluminaba el vestíbulo.
—Supongo que has visto que las nubes se están abriendo —dijo sacudiéndose la nieve de la capa. No la miró—. Esta noche no habrá tormenta. Si crees que puedes soportarlo, te sugiero que te quedes aquí hasta la mañana y haré que el señor Bode te lleve a la estación. Tu baúl está aquí, así que ya tienes tu ropa seca.
—¿Dónde estamos? —preguntó ella con un hilo de voz.
—En mi casa.
—Oh, pero pensé que…
—Bienvenida a mi escondite —dijo con sequedad—. Mi tía me dejó esto hace años. Hay minas y ovejas, y el tren; una renta independiente de mi padre, que Dios la bendiga. —Su expresión era sombría, pero se iluminó un tanto cuando una anciana ama de llaves entró en el pasillo, ajustándose apresuradamente la cofia—. Mistress Bode, ¿podemos acondicionar algún lugar para que la señora duerma esta noche?
El ama de llaves hizo una pequeña reverencia, mostrando el bulto de su espalda cuando agachó la cabeza. Cuando habló, la mujer se las ingenió para crear una extraña combinación de nerviosismo y autoridad.
—Estoy segura de que milady puede quedarse en la antigua habitación de la señora, aunque no sé si la chimenea tirará.
Zenia se quedó en pie envuelta en la colcha mientras los dos hablaban de la chimenea y la capacidad del señor Bode para encender un fuego. Sin esperar a que el otro hombre regresara, lord Winter cogió una carga de leña del cajón que había junto a la puerta, mientras mistress Bode revoloteaba a su alrededor y protestaba de una forma que parecía indicar que no tenía muchas esperanzas de que le hiciera caso. El ama de llaves fue delante, con una vela, y Zenia los siguió.
Aquel lugar tenía el mismo aspecto que la casa de su padre en Bentinck Street, con los muebles cubiertos con sábanas y las puertas cerradas, pero allí se respiraba una atmósfera de desuso permanente; los pasillos estaban abarrotados de cajas y piezas de mobiliario, y el frío parecía llenarlo todo, como si nunca se encendieran los fuegos. Arriba, el dormitorio que abrió mistress Bode era oscuro y glacial, el viento sacudía las ventanas, y la nieve cubría uno de los alféizares, porque un cristal se había roto y lo habían taponado con un trapo.
—No puede dormir aquí —dijo lord Winter con impaciencia, paseando la vista a su alrededor con gesto grave—. Le ruego me disculpe, señora —dijo mirando en la dirección de Zenia—. Esta es la casa de un soltero. Mistress Bode, espero que mañana se ocupe de que se arregle esa ventana. Al menos los postigos deberían estar cerrados.
—Sí, señor —dijo la mujer lanzando una ojeada a Zenia, de mujer a mujer. Cuando lord Winter salió al vestíbulo, el ama de llaves dijo por lo bajo—: Señora, no me hizo el menor caso cuando le dije que el postigo se había caído, y como él y el señor Bode están muy ocupados esta semana con la caseta del guarda forestal, no sé qué espera que haga si no es subirme yo misma a una escalera y partirme el cuello.
Zenia asintió educadamente, y por lo visto el ama de llaves lo tomó como una invitación a desahogarse.
—La casa de un soltero es esto, señora —prosiguió—, y aquí solo vivimos el señor Bode y yo, y a nuestra edad tenemos que ocuparnos de este sitio tan grande que se cae a trozos, mientras su excelencia se va a correr mundo y no para aquí más que de año en año. Hago lo que puedo, señora, pero tengo setenta y seis años y no cuento ni con una moza que me ayude. Le ruego que disculpe el estado en que se encuentra la casa.
—Por favor, no se preocupe, mistress Bode. Lamento haberla molestado. Solo voy a quedarme esta noche. Cualquier sitio que pueda encontrar para mí me va bien.
—Oh, ¿tan pronto se va? —exclamó la anciana retorciéndose las manos por la decepción—. Esperaba… Con una nueva señora… Antes era un buen sitio, cuando lady Margaret vivía, que descanse en paz.
—Lo siento —dijo Zenia—, pero no soy… —Y se dio cuenta de que no podía decirle a aquella frágil anciana que no era la nueva señora—. Estoy segura de que la casa era muy bonita.
Mistress Bode fue hacia la escalera y Zenia la siguió.
—Lo era, señora. Pero si un hombre vive solo en dos habitaciones como un ermitaño, bueno… —Bajó la voz cuando empezaron a bajar—. La humedad se lo llevará, de verdad, como el señor Bode y yo le repetimos continuamente, pero es… Estoy segura de que la señora ya sabe lo que es. Un amo bueno y generoso, pero que no tiene ni idea de lo que necesita una casa. Para él esto no es más que un tejado y cuatro paredes. Podría vivir bajo un puente, imagino, y no notaría ninguna diferencia. Le digo la verdad, señora, me dio mucha pena cuando llegó aquí con un montón de libros y armas, y nada más. Un caballero tímido y reservado como él… Me sentí muy feliz cuando supe que se había casado y que tendría una mujer que cuidara de él, porque iba camino de convertirse en uno de esos viejos caballeros raros que nunca hablan con nadie, que coleccionan cosas y siempre están solos en su habitación, solo que yo no viviría para verlo, pero de todos modos me parecía una pena.
Lord Winter salió por una puerta que daba al vestíbulo, sacudiéndose astillas de madera de las mangas.
—Con esto tendrá que servir —dijo—. Mistress Bode, ya buscaré dónde dormir. Si puede traer la maleta de la señora y ropa de cama limpia… —Mientras el ama de llaves se marchaba a hacer lo que le había dicho, él le lanzó una mirada a Zenia—. Me temo que esto es lo mejor que hay —dijo con brusquedad señalando a la puerta.
Zenia pasó a una habitación revestida de madera y forrada de libros, con una diversidad de objetos por todas partes: mapas enrollados y cajas de conchas, recuerdos de viajes. Contra una puertaventana había una sombrilla plegada, con borlas y bordado en seda roja y oro, como las que se usaban para proteger al bajá a lomos de su camello. Al lado, sujeta con alfileres a una sombría cortina verde, la piel de la muda de una cobra colgaba hasta el suelo.
El fuego ya ardía tras la elegante pantalla de cobre, ahuyentando el frío de la biblioteca. Lord Winter cogió otro leño y lo arrojó al fuego mientras contemplaba las llamas.
La luz parpadeaba sobre su rostro y sobre el reloj dorado que había entre las pequeñas estatuas rotas de la repisa. Fajos de notas manuscritas ondeaban ligeramente por la corriente de aire de la chimenea, sujetas bajo una cabeza agrietada de mármol y un jarrón chino azul y blanco. Zenia reconoció un
hijab
, un amuleto que contenía un hechizo para alejar al demonio y que colgaba de una cuerda de cuero de la oreja de una escultura.
Detrás de Arden, en un rincón próximo al fuego, había un sofá turco con montones de cojines y unas sábanas arrugadas. Mistress Bode llegó con unas sábanas limpias dobladas encima de la maleta.
Mientras la mujer se inclinaba para hacer la cama del sofá, él dio la espalda al fuego y dijo:
—Creo que aquí estará lo bastante caldeado. Le deseo buenas noches.
Y salió antes de que Zenia pudiera contestarle.
—Le ruego me disculpe, señora —dijo mistress Bode—, pero su excelencia tiene razón; esta es una habitación muy confortable, si no le importa codearse con serpientes y esas cosas. ¿Desea que el señor Bode se lleve la serpiente?
Zenia la miró indecisa.
—¿Se refiere a la piel?
Mistress Bode lanzó una risa temblorosa.
—Oh, sí, señora. Esa cosa tan espantosa. No me refería a una serpiente viva, claro. ¡No está la cosa tan mal! —Remetió la manta—. Aunque un poco sí. Ojalá hubiera sabido que la nueva señora iba a venir. Habría contratado a algunas mozas para que acondicionaran la casa, y lo habría pagado de mi propio bolsillo si hacía falta.
—La piel de serpiente no me molesta, mistress Bode. Y he dormido en lugares mucho peores que este.
El ama de llaves dio al sofá una última palmadita.
—La señora es muy amable al decir eso. Más que amable. ¿Desea unas tostadas con mantequilla?
—No, gracias. Estoy muy cansada.
Mistress Bode hizo una reverencia.
—Tiene la campanilla ahí, señora. Quizá por la mañana tendremos un cielo azul y podrá ver el lugar con mejor luz.