Read Sueños del desierto Online
Authors: Laura Kinsale
Mistress Lamb dio un bufido.
—¡Con lo que me había costado convencer a la señora de que usted la quería!
—¿No quiere ni verme?
—Peor, milord. Me ha pedido que busque un mozo que lleve esto a correos. —Agitó la nota en la mano de forma que Arden pudiera ver el nombre y la dirección del señor Jocelyn claramente—. Por supuesto, siendo domingo, la oficina de correos no estará abierta.
Él tendió la mano.
—Yo la llevaré.
Mistress Lamb apartó el papel.
—Oh, Dios nos libre, señor. Ya me he inmiscuido más de lo que me correspondía. ¿Y si la señora lo descubre?
—Mistress Lamb —dijo él con suavidad—, ¿quién podría culparla por obedecer las órdenes de quien le paga?
Ella vaciló.
—Tiene razón, señor. Tiene razón —repuso al fin, pensativa.
—En general no he considerado que fuera necesario interferir en su relación con su señora, pero en este caso lo haré. Yo me responsabilizo de esta carta. Usted solo tiene que pensar quién le paga el sueldo.
—Sí, señor —dijo ella, y sonrió al tiempo que hacía una reverencia—. Está muy alterada, señor. Esas señoras le han hecho pasar una tarde muy mala, sobre todo esa vieja retorcida, lady Broxwood. Mi hermana cuidó de las hijas de su hijo y es… Bueno, señor, no tendría que hablar mal de mis superiores, y no lo haré. Pero esa mujer es una fiera. Y, aun así, creo que mañana la señora se arrepentirá de lo que dice en esa carta, y no desearía enviarla de forma tan irreflexiva.
—Razón de más para protegerla de su obcecación, mistress Lamb. ¿Para qué están los maridos?
—Pues mire que a veces me lo he preguntado —dijo mistress Lamb—. Le aseguro que la está volviendo loca, pobre criatura… Lo único que puede decir de usted es que es un demonio, y no acierta a decidir si es hermoso o temible. ¿Le parece a usted que eso es cristiano?
—¿Hermoso, ha dicho? —se apresuró a preguntar él.
—No cabe duda de que es usted un caballero atractivo cuando cuida un poco su aspecto —repuso mistress Lamb mirándolo de arriba abajo—, aunque no me gusta fomentar la vanidad ni en hombres ni en niños.
—¿Ha dicho ella que el
yinn
le parecía hermoso? —insistió él.
—Esas mismas palabras impías.
—El
yinn
, el demonio —dijo él con vehemencia.
—Ha dicho que ella es la única que le conoce —espetó mistress Lamb, dándose la vuelta para volver adentro—. Y que conste que como cristiana bautizada no deseo hablar de semejantes necedades. Que tenga un buen día.
Arden se guardó la nota en el bolsillo y bajó la escalera. Caminó con rapidez por la calle y cuando dobló la esquina abandonó todo escrúpulo y abrió la carta.
Querido señor Jocelyn: me complace aceptar su propuesta. Ya que mi situación aquí se ha vuelto insostenible, le estaría profundamente agradecida si pudiéramos contraer matrimonio en cuanto puedan hacerse los preparativos pertinentes. Agradecida, Z.S.B.
Arden se detuvo en seco en mitad de la calle.
Y renegó con violencia. Con una violenta zancada bajó a la cuneta empantanada y detuvo el tráfico con la sola fuerza de su mirada.
Vestida de viaje, Zenia miraba con expresión ceñuda a mistress Lamb. La obstinada negativa de la niñera a acompañarlas a ella y Elizabeth al norte fue la gota que colmó el vaso. Desde el día que llegó la respuesta del señor Jocelyn, junto con los billetes e instrucciones detalladas para que Zenia se reuniera con él en Yorkshire para celebrar los esponsales —sus asuntos en Edimburgo no le permitían ausentarse lo bastante para regresar a Londres—, la niñera había perdido su bondad maternal. Si bien seguía tratando a Elizabeth con afecto, cuando comprendió que Zenia no solo no estaba casada con lord Winter sino que además se iba a casar con otro, se opuso rotundamente a aquel viaje al norte.
—¡Sería un crimen embarcar a esta pobre criatura en semejante viaje! ¡Todo el camino hasta Yorkshire! ¡Y en pleno enero! ¡Y cuando ha estado hace nada a las puertas de la muerte! —declaró—. Y en una de esas horribles líneas de ferrocarril que explotan cada día. No pienso participar en algo así. Señora, cuando usted quiera recojo mis cosas, pero no pienso acompañarla, y no pondré ni un mísero cepillo en la bolsa de viaje de la pequeña para ayudarla.
—¡No puedo dejarla aquí! —exclamó Zenia, aunque era lo mismo que el señor Jocelyn le aconsejaba encarecidamente en su carta, por los mismos motivos que mistress Lamb.
—Entonces le sugiero que reconsidere este viaje, señora. Es impropio. Perverso. De no ser por la pobre miss Elizabeth, hace tiempo que habría abandonado esta casa sabiendo lo que ahora sé.
—No hay nada perverso en mi matrimonio con el señor Jocelyn.
Zenia estaba a punto de tener un ataque de histeria. En el tiempo que había pasado desde que había mandado la carta hasta que recibió la respuesta, se había sentido cruelmente dividida entre el arrepentimiento y la determinación. Su dolor le impedía comer. Ahora que tenía una respuesta definitiva, se sentía nerviosa y desgraciada y temía que si dudaba un momento perdería el valor.
—Es perverso que haga esto estando casada —replicó mistress Lamb, alzando el mentón con la altivez de quien se siente en posesión de la razón.
—¡Ya le he dicho que no lo estoy!
—Está casada a los ojos de Dios. Y tiene que pensar en la pequeña.
—¡Por favor, mistress Lamb! No será por mucho tiempo. Tenemos que estar en la estación a las diez o perderemos el tren.
—Ya se lo he dicho, señora, no pienso ir. Si de verdad piensa cometer este acto impío, es mejor que deje a Elizabeth conmigo. Al menos así los pecados de la madre no ensuciarán su inocencia.
—¡No es un pecado! —gritó Zenia—. ¡No lo es!
La niñera la miró, atónita. Y en su propia voz Zenia oyó con sorpresa el mal genio de lady Hester.
Respiró hondo, temblorosa.
—Lo siento —dijo—. Lo siento. Tenemos que irnos.
Mistress Lamb apretó los labios con obstinación. Ante aquella muestra de resistencia, Zenia sintió una rabia desmesurada, un deseo incontenible de coger el objeto más cercano y arrojarlo contra la pared.
—Muy bien —espetó, temiendo perder el control—. Muy bien, puede quedarse aquí con Elizabeth. Pero no debe permitir que lord Winter la visite. ¡Ni que la lleve a ningún lado!
—Es su padr…
—¡No tiene derecho a tocarla! —chilló Zenia—. Si cuando vuelva mi hija no está, me aseguraré de que la ahorquen por ello. Haré que la cuelguen por el secuestro de mi hija, ¿lo ha entendido? —Su voz resonaba por el hueco de la escalera y la puerta abierta. Cruzó las manos con fuerza y se quedó muy quieta, tratando de controlarse—. ¿Lo ha entendido? —preguntó con tono más firme.
—Sí, señora —dijo mistress Lamb, visiblemente apocada—. De todos modos creo que su excelencia ha salido de Londres.
—¿Cómo lo sabe?
La niñera hizo una reverencia, con la mirada gacha.
—Creo que el señor lo mencionó la última vez que intentó verla a usted, señora.
—Bien —dijo Zenia. Ahora le costaba menos respirar—. Eso está bien. Así será más fácil. Sé que usted será muy responsable con ella.
—Oh, sí, señora. Le prometo que todo irá como siempre.
—No estaré fuera más de cuatro días.
—Sí, señora —dijo mistress Lamb con aire sumiso.
—¿Tiene su caballero familia en Whitby? —preguntó uno de sus compañeros del vagón, un hombre recio con un marcado acento del norte y manos curtidas que parecían en contradicción con el sombrero de seda nuevo que no dejaba de sacudir con el pañuelo.
—No estoy segura —dijo Zenia.
Extendió la carta del señor Jocelyn sobre el regazo y por enésima vez comprobó que debía tomar el tren desde York hacia un lugar llamado Grosmont, donde él se reuniría con ella. La esquina del papel temblaba con el suave traqueteo del vagón. Por supuesto, la carta, firmada por un secretario, confirmaba que estaba en el tren correcto. No era ninguna sorpresa, puesto que en York el guarda había cogido su billete, el último de los que había enviado el señor Jocelyn, lo había leído y le había señalado el vagón.
—No menciona ese hecho, pero debo apearme en Grosmont —añadió Zenia.
Los tres caballeros rieron.
—Sin duda, señora —dijo uno de ellos, un capitán de barco—, puesto que la vía se acaba allí. Después tendrá que seguir en carruaje hasta Whitby. En Grosmont poco hay aparte de una cantera. Al menos Whitby tiene puerto.
Esto desembocó en una amistosa discusión sobre los méritos de la vida en tierra o en mar. Zenia contempló los agrestes páramos con los labios apretados. Llevaba dos días de viaje, con aquellas nuevas locomotoras que viajaban a cincuenta o incluso sesenta kilómetros por hora. Se alegraba de no haber llevado a Elizabeth con ella, porque con la niña a cuestas habría sido imposible correr entre tren y tren, comer, dormir sentada en el vagón…, si bien también lamentaba no haber podido convencer o coaccionar a la doncella en el último minuto para que la acompañara con los billetes de más que el señor Jocelyn le había mandado por si quería llevar compañía femenina. Al menos habría tenido a alguien al lado que la animara cuando las reconfortantes ciudades y campos y bosques fueron quedando atrás para dar paso a aquella tierra yerma y desolada salpicada de nieve.
Le recordaba mucho al desierto. Aunque era muy frío, estaba tan vacío como el desierto. El pequeño tren abandonaba los acogedores valles y trepaba trabajosamente por colinas salpicadas de rocas, y Zenia veía el humo pasar de largo ante su ventanilla. Comparada con algunas de las grandes locomotoras de las líneas más importantes del sur, aquella máquina parecía más bien un animal achacoso, una criatura no muy distinta de un elefante, con su conducto de humos apuntando al cielo como una trompa. Hasta había sentido el impulso de decirle alguna palabra amable o darle una palmadita, aunque a esas alturas había aprendido que en un tren todo estaba cubierto de hollín y cenizas.
Solo había un coche de primera clase. Al principio le había incomodado ver que sus compañeros de viaje eran hombres, pues había descubierto que al viajar sola estaba expuesta a desagradables intentos de aproximación por parte de algún caballero, pero aquellos tres individuos habían resultado ser amables y amistosos, y no se tomaban familiaridades indebidas. Además del capitán, había un supervisor y un ingeniero de minas, personas de no muy alto rango, pero inclinadas a tratarla con un efusivo respeto. Uno de ellos ya se había ofrecido a llevarla a la casa de su madre en Egton Bridge, donde podría esperar si su «caballero» no estaba en Grosmont para recogerla.
Zenia esperaba sinceramente que sí. No había enviado los billetes de vuelta; no entendía cómo no se había parado a pensarlo antes, pero lo cierto es que cuando se puso en marcha, con tanto ajetreo de billetes y trenes y horarios, todo había sido muy precipitado.
Y ahora todo empezaba a aflojar, incluso el tren iba más lento, como si no tuviera prisa por llegar a ningún sitio antes de que oscureciera, aunque las nubes estaban bajas y grises y amenazaba con nevar.
—Miren a ese individuo —dijo de pronto el capitán.
Zenia se volvió como los otros, y miró a través de una momentánea lluvia de ceniza, porque el tren giró siguiendo la curva de una colina.
—¡Por san Jorge! —exclamó el supervisor—. ¿Qué es, un gitano?
En el lado más alejado de una cuenca desolada, un jinete llevó a su montura a lo alto de la elevación. Su figura, ataviada con amplias túnicas en escarlata, dorado y azul turquesa y una capa oscura que ondeaba al viento, resaltaba contra el cielo plomizo. El caballo era de un blanco apagado e iba igualmente engalanado con borlas largas y rojas en la brida; la cola aventaba la nieve del suelo.
—Debe de ser un gitano —dijo el capitán—. Qué animal tan extraordinario.
El tren siguió avanzando y la figura desapareció de la vista tan repentinamente que Zenia ni siquiera estaba segura de haberla visto. Pero el corazón le latía con violencia.
Era un gitano, se dijo para sus adentros. Se mordió el labio.
—Disculpe, señor —musitó—, ¿qué es un gitano?
—Bueno, ¿es que no ha visto nunca un gitano, señora? —preguntó el capitán con sorpresa—. ¿Los que recorren los caminos en caravana y venden caballos y leen la fortuna y bailan y no tienen escrúpulo en robar?
Zenia meneó la cabeza. Durante los siguientes kilómetros, mientras el tren discurría por el fondo del valle, los hombres la entretuvieron con historias sobre gitanos, descripciones de su vestimenta y sus extrañas costumbres, hasta que quedó convencida de que tenían razón y que lo que habían visto era un gitano.
—¿El tren está aminorando?
—Oh, sí —dijo el ingeniero de minas—. Estamos llegando a la pendiente. Durante un tramo el camino será algo tedioso.
—¡Ahí está otra vez! —exclamó el capitán—. Ese demonio descarado nos está siguiendo.
El jinete volvió a aparecer, más cerca esta vez, llevando a su caballo a medio galope por un risco, la crin blanca y la cola al viento. Zenia distinguió el pañuelo rojo que le cubría el rostro y dejaba solo los ojos al descubierto. Cabalgaba mirando hacia el tren. De pronto se detuvo otra vez y el caballo corveteó. Se oyeron unos tenues vítores del vagón descubierto de segunda clase que llevaban detrás.
—Estamos aminorando —dijo Zenia, nerviosa.
Nadie le contestó. Todos miraban al jinete del risco, que en ese momento levantó un rifle por encima de su cabeza, hacia el cielo. La respuesta del vagón de segunda clase fue atronadora.
—Me inquieta un tanto ese individuo —comentó el ingeniero.
—Tonterías —repuso el capitán, mirando con el ceño fruncido por la ventanilla—. ¿Lleva alguien un arma de fuego?
—Los guardas están armados, creo.
El supervisor con sombrero de seda lanzó una risa despectiva.
—Sí, con porras.
El jinete se volvió e hizo bajar al caballo por la pendiente en una trayectoria larga y oblicua en dirección al tren. La locomotora parecía ir cada vez más lenta. El jinete volvió a desaparecer, oculto tras un saliente del valle.
—¿Cuántos cree que son? —preguntó el capitán con un gesto de determinación en la mandíbula.
—Una banda, ¿no? Han elegido un buen sitio —dijo el ingeniero algo sombrío—. La locomotora no podrá subir la pendiente que hay antes de Beck Hole.
—¿Eso qué quiere decir? —inquirió Zenia, nerviosa.