Sueños del desierto (40 page)

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Authors: Laura Kinsale

Ya está, pensó. Y le había sonado tan absurdo como temía. Ella no lo miraba, no contestaba. Y allí estaba él, con el sombrero en la mano, mirando el ala, hasta que se acordó de lo que seguía. Metió la mano bajo la levita y sacó del chaleco el capullo blanco de una rosa.

—Es usted tan rara como una rosa blanca en invierno —dijo plagiando con descaro su libro de dicción—, por eso he pensado en usted cuando he cogido esta rosa.

En realidad no la había cogido, claro; había obedecido el consejo de
Una dama con clase
, la mujer que había escrito el libro, y le había costado mucho localizar un florista en la ciudad que no se riera cuando habló de conseguir una auténtica rosa blanca fuera de temporada, un pequeño detalle que al parecer no tenía importancia cuando uno trataba con damas con clase.

Zenia la aceptó y la contempló en silencio. Arden no alcanzaba a ver su expresión.

Esperó.

Su aliento se helaba alrededor. Un perro negro corría siguiendo la verja metálica del parque.

—Hay varios pétalos ajados —señaló él, porque el silencio se le estaba haciendo insoportable.

Zenia empezó a reír tontamente. Para su humillación, ella rió.

Arden se quedó muy tieso ante ella, mientras los paseantes se volvían a mirar; vio que se sonreían. Seguro que sabían que se estaba riendo de él, de lo que había hecho y dicho, porque sostenía la rosa donde todos pudieran verla.

Se sentía tan acalorado y enfermo como hacía un par de semanas, con la cara enrojecida de desdicha y la mandíbula crispada. Habría preferido enfrentarse a una batería de armamento pesado de Ibrahim Pasha, pero no se le ocurría qué podía hacer.

—¡Oh! —dijo ella alzando el rostro—. Oh, ¿de verdad has pensado en mí?

Él advirtió que Zenia tenía las mejillas sonrosadas por el placer y el frío, y que lo miraba con ojos llenos de asombro, un asombro nuevo e inocente como el de Elizabeth. Aún reía, con un curioso hipido que le salía del fondo de la garganta, y de pronto Arden comprendió que estaba a punto de echarse a llorar.

—Ciertamente, he pensado en usted —dijo con gravedad—.Y si piensa reírse de mi rosa, miss Bruce, entonces le ruego que me la devuelva.

La rosa desapareció bajo el manguito.

—No la recuperará, milord.

No puede decirse que fuera un intercambio muy ingenioso. Arden jamás había sentido la necesidad de bromear con sus amantes ni de cortejar a una mujer. Sabía que solo tenía que mirar a una mujer deseable de una determinada manera para hacerse entender, y a partir de ahí la mujer podía buscarlo o no. Pero siempre había tratado con mujeres experimentadas, que no buscaban su conversación. Aunque él no lo sabía, lord Winter, con su carácter reservado, su aire satánico y sus enigmáticos viajes, con su conocida implacabilidad a la hora de zanjar sus aventuras amorosas a su conveniencia, tenía reputación de hombre peligroso, incluso entre las mujeres a las que también se consideraba peligrosas.

En aquellos momentos se sentía más bien como un bobo. Sabía cómo tratar con mujeres, en lo que se refería a saciar su apetito. De haber sido Zenia la típica viuda apasionada, se habría limitado a dejarla hablar mientras iban a sus habitaciones o a las de ella. Pero, por más que deseaba llevarla directamente a la cama y abrazarla y entrar en ella y hacerle el amor hasta que ninguno de los dos pudiera moverse, Zenia era diferente. Su rechazo lo heriría; su desdén lo empujaría al exilio. Se sentía como un vagabundo a la puerta de una habitación iluminada, sin saber si lo echarían o lo invitarían a entrar.

—¿Puedo ofrecerle mi brazo? —preguntó, siguiendo los consejos de
Una dama con clase
.

Zenia aceptó su ofrecimiento sin decir nada. Y cuanto más guardaba silencio ella, más al borde se sentía él de decir algo temerario o estúpido.

—¿Le gustan las flores? —inquirió; un tema poco inspirado pero seguro.

—Oh, sí —repuso ella sonriendo.

—¿Cuál es su flor favorita?

—Creo… —Zenia inclinó tanto la cabeza que no podía verle el rostro bajo el sombrero—. Las rosas blancas —murmuró.

Arden casi, casi dijo con tono irónico: «¡Cuán gratificante!». Pero se contuvo a tiempo.

—Entonces me alegro de haber conseguido encontrar una. No ha sido fácil, créame.

Ella lo miró de soslayo, algo sorprendida.

—¿Dónde la ha encontrado en esta época del año?

—Ah —dijo él—. Ah.

A pesar de su espléndida respuesta, ella seguía mirándolo con expresión inquisitiva.

—La encargué a un florista —dijo, estrellándose estrepitosamente—. Pero de haberla cogido yo, sin duda me habría recordado a su persona.

Ella lo miró de reojo, frunciendo los labios. Arden no habría sabido decir si estaba ofendida o divertida.

—He comprado un libro —dijo él, completamente desesperado—. Hay una recomendación para cada mes…, y para enero es una rosa blanca.

Ella volvió el rostro y miró al frente mientras caminaban.

—Creo que tiene razón, milord —dijo al fin—. Quizá tendríamos que conocernos. Quizá después de todo no lo conozco en absoluto.

—Entonces deje que se lo advierta sin mayor dilación: soy un bobo —dijo él con tono jovial—. Eso suponiendo que no lo haya adivinado usted ya.

Ella alzó el mentón.

—Si no le importa, señor, yo sacaré mis propias conclusiones.

Arden inclinó la cabeza.

—Prerrogativa de toda dama.

Cuando se estaban acercando a las verjas rústicas de la entrada al zoológico, lord Winter aminoró el paso bruscamente.

—¡Maldición! —dijo por lo bajo y, cuando Zenia se volvió a mirarlo con expresión inquisitiva, se volvió hacia mistress Lamb—. Yo llevaré a la pequeña.

—¡Winter! —exclamó una voz de mujer de acento delicado, pero enérgica—. ¿Cómo está? Su querida madre me escribió con la maravillosa noticia de su regreso sano y salvo. ¡Y que los ángeles se regocijen, querido mío, pero es un chico muy malo, darnos un susto tan grande!

La dama que le ofreció una mano enguantada tenía cierta edad y considerable estatura. Se detuvo ante ellos con sus acompañantes, dos mujeres más jóvenes, y lord Winter dio la espalda a Zenia y mistress Lamb para saludarla con una reverencia.

—Señora —dijo—, ¿cómo está usted?

—Por supuesto no tiene ni idea de quién soy, ¿verdad? Soy lady Broxwood, prima hermana de su madrina —dijo imperturbable y lanzó una mirada a sus amigas—. Nos habremos visto apenas unas quinientas veces, pero como no voy a lomos de un camello no quiere tener nada que ver conmigo.

—Oh, ¿de veras? —exclamó la más joven de las dos, una bonita joven rubia y menuda varios años más joven que Zenia—. Es… —Y calló con aire cohibido.

—Mistress George, permita que le presente a lord Winter —dijo lady Broxwood.

La mujer de más edad se adelantó y estrechó con firmeza la mano de lord Winter, al tiempo que una sonrisa amplia y contagiosa le iluminaba el rostro pecoso.

—Es un gran placer —afirmó. El brillo de sus ojos contrastaba alegremente con su sencillo traje de luto—. Estaría encantada de oírle hablar de sus viajes.

—Mistress George y su sobrina son también famosas viajeras —explicó lady Broxwood—. Lady Caroline, le presento a lord Winter. Winter, lady Caroline.

La joven le estrechó la mano con la misma seguridad que su tía. Su rostro expresaba tanto entusiasmo que su belleza se convirtió definitivamente en hermosura.

—Señor, no se imagina cuánto deseaba conocerlo. ¡Los caballos árabes me apasionan! Oh, tía, lady Broxwood, ¡no tratan a este caballero con el debido respeto! ¡Ha traído la yegua más excepcional criada jamás en el desierto, la
jelibiyat
Sarta de Perlas.

Zenia vio que la expresión de reserva del rostro de Winter cambiaba. Retuvo un instante la mano de lady Caroline.

—¿Está usted familiarizada con los caballos del desierto?

—Oh, no soy más que una aficionada, se lo aseguro. Pero tengo un corresponsal muy entendido en El Cairo y otro en Bombay. Milord, se dice que la yegua no tiene precio. Que vale lo inimaginable. ¡Cuánto ansío verla! ¿La traerá a Londres?

—Debe venir a Swanmere a verla —dijo él al punto.

—¡Es amabilísimo de su parte! Me sentiré… Bueno, casi no puedo ni hablar. ¡Me siento exultante! Jamás habría soñado con algo semejante.

Le sonrió, con su mano todavía en la de él, y luego miró a Zenia. Esa mirada directa pareció obligar a las otras damas a reparar en su presencia y hubo un momento de expectación.

Lord Winter hizo una pausa y la miró, no sin cierta ironía, con un mohín en la boca.

—Permitan que les presente… —hubo apenas un instante de vacilación—…mi buena amiga miss Bruce.

—Encantada de conocerla, miss Bruce. ¿Y ella quién es? —preguntó con voz alegre volviéndose hacia Elizabeth después de que todas hubieron estrechado educadamente la mano de Zenia. Se inclinó y frunció los labios, hinchando los carrillos tanto que Elizabeth chilló y rió y estiró la mano para tocarle la cara—. ¿Es esta su preciosa sobrina, miss Bruce? ¡Qué niña tan preciosa! Y afortunada, porque tiene una tía tan buena como la mía, que la lleva a todas partes.

—Es miss Elizabeth —dijo lord Winter después del largo silencio que siguió a aquel comentario inocente. Nada más.

Fue un duro golpe. Que la presentara como miss Bruce, que no dijera que Elizabeth era su hija… Una amarga inquietud se asentó en el estómago de Zenia. Junto con los documentos, el contrato que la enviaría a Suiza, aquello arrojaba una luz nueva y escalofriante a la súbita galantería de él y a su sugestión de que empezaran de nuevo. No podía culparlo; la única culpable de aquello era ella, y sin embargo, después de la enfermedad, después de haberse preocupado tanto y temido por él, de haberlo querido tanto… de algún modo había pensado que tendría otra oportunidad, que era eso lo que él le estaba ofreciendo con la rosa y su trato caballeroso. Por unos momentos, durante media hora, había creído… algo que ahora no estaba segura de que hubiera sido verdad.

Zenia advirtió que lady Broxwood la observaba con aquella mirada penetrante e inexpresiva propia de las amigas de lady Belmaine. Aunque Zenia no se había movido en sociedad durante el período de luto, siempre la habían presentado como esposa de lord Winter en el limitado círculo de Swanmere. Si lady Broxwood era una conocida de su madre, sin duda debía imaginarse quién era Zenia… y Elizabeth. Zenia esperaba con aprensión algún desplante o comentario desagradable, pero lady Broxwood volcó su atención en lord Winter.

—Es usted un enviado del cielo, Winter —dijo sin rodeos—. Pertenece a la Sociedad Zoológica, ¿no es cierto? Nos acaban de decir que si queremos entrar hoy debemos ir acompañadas de uno de sus miembros.

—Sí —repuso él fríamente—, soy miembro.

—Oh, vamos, muchacho odioso… ¿es que su madre no le ha enseñado modales? No le importará entrar con nosotras, ¿no? Pagaremos nuestro chelín, se lo prometo, si tanto le cuesta aflojar la cartera.

—Oh, no… quizá lord Winter tiene algún compromiso… —intervino con calma mistress George—. Tengo intención de inscribirme ahora que hemos venido a Londres para quedarnos. Ya vendremos otro día.

—Tonterías —replicó lady Broxwood.—. ¿Qué es lo que lady Caroline ha estado deseando hacer desde que bajaron las dos del barco? Vamos, miss Bruce, estoy segura de que miss Elizabeth estará
aux anges
, en la gloria, montando en elefante, ¿no es así? Lady Caroline le enseñará.

Lady Caroline rió.

—Oh, desde luego, pero no se asuste, miss Bruce. Sé muy bien qué me hago. Monté por primera vez en elefante cuando tenía cuatro días de edad. No debe tenerles miedo. En las manos adecuadas son las criaturas más delicadas. Pueden recoger una pluma del suelo.

—O de su sombrero —apuntó mistress George—. No le reprochemos a miss Bruce que mantenga una distancia prudencial con las criaturas. Tú, jovencita, eres demasiado optimista y sin duda algún día te encontrarás con la horma de tu zapato.

—¡Y eso me lo dice usted, tía, cuando la he visto ir directa hacia un tigre a lomos de Tulwar! Mistress George es intrépida, se lo aseguro… mucho más que yo, y muy astuta. No hay cazador en la India que no acepte sus consejos sobre el rastreo de los jabalíes.

—Niña, me estás avergonzando —dijo la tía con un tono algo áspero bajo la sonrisa amable—. Eso no es así en absoluto, y no es el tipo de comentario que me valdrá la admiración de nadie en los círculos educados.

—Entonces los círculos educados son totalmente absurdos —declaró con obstinación lady Caroline—. Si no la valoran como se merece, no quiero saber nada de ellos. ¿Usted qué opina, lord Winter?

—Creo que los círculos educados son bastante absurdos.

—Bueno. El oráculo ha hablado —dijo lady Caroline—. Vamos a ver los animales. Miss Elizabeth y yo estamos deseando montarnos en un elefante.

25

Para Arden la tarde adoptó tintes de pesadilla. En vano hizo algunos intentos de imponer cierta autoridad, de organizar las cosas de manera que Zenia, Beth y él pudieran ir al menos a unos metros de distancia de los demás; pero, de todas las cosas que no sabía cómo controlar, descubrió que una multitud de mujeres era el acabose en porfía y obstinación.

Cuando entró en el recinto de los felinos con Beth en brazos, tenía a lady Caroline a su lado. Zenia iba detrás y el grupo se disgregaba y reagrupaba continuamente, con lo que a cada instante se encontraba con una acompañante distinta, ya fuera mistress George, la pétrea mistress Lamb o, para su pavor, lady Broxwood. No creía que aquella mujer fuera afable, ni siquiera cortés; ignoraba lo que sabía o suponía, pero lady Caroline no dejaba de hacerle preguntas, preguntas inteligentes y sugestivas sobre los animales y las intenciones de la Sociedad Zoológica, y lo obligaba a contestar o a fingir que no la había oído. A aquellas alturas debía de pensar que era bastante duro de oído; pero, por más que intentaba quedarse atrás para caminar junto a Zenia, una u otra de aquellas mujeres reclamaba siempre sus atenciones y se lo impedía: lady Broxwood, que le pidió que dijera a mistress George cuál era la temperatura más alta registrada en el desierto de Arabia; mistress Lamb, que le ordenó con voz cortante que le diera a miss Elizabeth para que pudiera cambiarle el pañal; lady Caroline, con sus preguntas sobre los monosílabos que se utilizaban para dar diferentes órdenes a los camellos. Solo mistress George parecía contentarse con ir en silencio, especialmente junto a Zenia, lo cual acabó por parecerle a Arden el menor de los males. Así pues, dejó de intentar reorganizar aquello y se dejó llevar.

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