Read Sueños del desierto Online
Authors: Laura Kinsale
—Podría traer a Beth. Podrían instalarse en la habitación contigua.
—Vaya, no querrá que lo vea con ese aspecto, que parece que el gato lo hubiera traído en la boca, ¿no? Ese señor Jocelyn es un pretendiente muy pulcro, y usted no está en condiciones de que lo vean a plena luz del día.
—¿El señor Jocelyn? —preguntó Arden algo brusco, y empezó a toser.
Mistress Lamb le dedicó una mirada penetrante.
—Ha estado viniendo cada día, y con frecuencia se queda a cenar.
Arden se obligó a incorporarse. Mistress Lamb acercó una bandeja con una sustancia pastosa de varios colores y aspecto repulsivo.
—¿Qué es eso? —preguntó Arden con voz ronca.
—Ternera picada, budín de guisantes y puré de nabos.
—No puedo —dijo Arden echando la cabeza hacia atrás.
Ella levantó la bandeja.
—Es un hombre refinado el señor Jocelyn —señaló—. Es soltero. Seguro que disfruta cenando de vez en cuando en compañía de una dama. Ha tenido que viajar a Edimburgo, pero estará de vuelta para la Candelaria.
Arden se aclaró la garganta y miró la bandeja con cara de espanto mientras ella esperaba.
—Es usted un monstruo, mistress Lamb.
—Bueno, ya ve. Pero estoy acostumbrada a que mis pacientes me traten mal, porque he criado un buen montón de niños.
Pero Arden no era un mal paciente, a pesar de las palabras de mistress Lamb. Aunque decían que había estado a punto de morir —por segunda vez en otros tantos años—, casi no guardaba memoria de los dos últimos días. Sabía que había cogido un espantoso resfriado, y recordaba vagamente su extrañeza al ver el sarpullido que le apareció en la piel, pero poco más, aparte de extraños sueños y de que Zenia había estado allí con su padre. Comparado con el infierno que había pasado en el desierto cuando lo hirieron, las semanas de agonía y privaciones, estar postrado en aquel lecho y ser objeto de atenciones le parecía de lo más aceptable.
No sentía dolor, solo un poco en la garganta, pero su cuerpo y su mente estaban sumidos en una completa lasitud. Ni siquiera le importaba que su padre acudiera a diario. El conde llegaba, se sentaba y pasaba horas leyendo y escribiendo, pero casi no decía palabra y dejaba las preguntas y las coacciones a mistress Lamb, que parecía tener un instinto especial para saber hasta dónde podía llegar. Arden le hablaba a su padre de vez en cuando sobre temas tan inocuos como el tiempo o cuál sería el premio del concurso de tiro a la perdiz de enero, pero el conde parecía extrañamente callado, incluso cohibido.
El doctor iba y venía, y declaró que el paciente ya podía levantarse y sentarse en un sillón, y luego caminar hasta la salita. Arden empezaba a sentirse bien; ya no tenía tantas ganas de dormir o de tumbarse, no sentía tantas náuseas cuando le ponían la comida delante. En cierto modo, aquello era casi un respiro agradable. Esperaba pacientemente a que su cuerpo se recuperara, con una paciencia y serenidad nuevas para él, nacidas de la certeza de que Zenia lo amaba.
A diario lo azuzaban con la amenaza del señor Jocelyn, pero él no la tomaba en serio. Sabía que su padre enviaba informes diarios a Zenia con sus progresos y, si bien deseaba verla, era lo bastante vanidoso para saber que la descripción tan poco halagüeña de su aspecto que había hecho mistress Lamb era cierta. Al secarse las erupciones, su piel morena había comenzado a pelarse, y no le agradaba la idea de que lo vieran como una especie de gallo mudando el plumaje. Pensó en escribir a Zenia, decirle lo que sentía, que había despertado oyéndola cantar… Pero veinte veces se puso a escribir y en cada ocasión se quedaba en un frío y huero «gracias» que no transmitía en absoluto nada de lo que realmente quería decir.
Así que esperó. En una ocasión le preguntó a su padre si Zenia había mencionado sus planes para el futuro, pero el conde negó con la cabeza.
—No. Cuando fui a verla, antes de saber que estabas enfermo, me dijo que aún no había tomado ninguna decisión. Pero desde entonces no ha vuelto a decir nada. Aunque solo la he ido a visitar un par de veces, y fue solo un momento. Parece que está bien, y miss Elizabeth se ha recuperado por completo.
Arden frunció el ceño.
—Tú no dijiste nada de ese condenado plan de mandarla al extranjero, ¿verdad?
—Nada, te lo aseguro. De hecho, el señor King dice que ha perdido el borrador que redactó. Después de Navidad entró un nuevo secretario, y por lo visto lo ha extraviado. Le he dicho que no hace falta que se moleste en redactar otro.
—Bien. Dile que rompa el viejo si aparece.
Zenia pensó que quizá mistress Lamb tenía razón y que en un día tan tranquilo y despejado Elizabeth disfrutaría mucho de una visita al parque. Aún estaban en enero, y hacía bastante frío, pero las ideas de Zenia sobre aislar a su hija para protegerla de posibles males habían recibido un duro golpe. Había hablado extensamente sobre la salud de los niños con mistress Lamb y el doctor y ahora estaba leyendo varios libros que le habían recomendado sobre el tema. Algunos no eran muy convincentes, pero había acabado por aceptar que, mientras se evitaran los cambios bruscos de temperatura cuando el niño hubiera sudado, la exposición al aire fresco y seco le haría más bien que mal. Además, el tiempo había sido espantoso en Londres y era impensable desaprovechar el primer domingo de sol radiante que tenían.
Desde luego, nadie quería desaprovecharlo. Zenia no objetó nada cuando mistress Lamb sugirió que Hyde Park estaría demasiado concurrido y que Regent’s Park era más apropiado. Desde que hacía una semana había regresado de cuidar a lord Winter, mistress Lamb había sometido a Zenia a los intentos más flagrantes de emparejarla. Zenia no era sorda a ellos —de hecho, no lo era en absoluto—, pero no podía olvidar el fajo de papeles que había llegado del despacho del señor King. Según mistress Lamb, lord Winter se moría por verla, pero eso sin duda era una exageración. Si tantas ganas tenía de verla solo tenía que visitarla. Ya hacía una semana que estaba oficialmente curado y podía salir. Cada vez que llamaban a la puerta, Zenia corría a arreglarse el pelo o quitarse el delantal, pero él no iba.
Sin embargo, el entusiasmo de mistress Lamb por aquella salida le pareció muy sospechoso. Tan sospechoso que decidió ponerse el vestido azul cielo, el de lana que lady Belmaine no aprobaba para una cena pero que había reconocido a regañadientes que quizá podría servir como traje de paseo. El vestido llevaba una chaqueta corta ribeteada de negro, y con la capa y el manguito negros y el sombrero negro con un lazo azul para anudarlo bajo la barbilla, a Zenia le parecía bastante alegre. Se inclinó ante el espejo y pensó si de verdad realzaba el azul oscuro de sus ojos o era solo su imaginación. Pero no quedaba tiempo para pensarlo, porque mistress Lamb llegó apresuradamente con Elizabeth. El coche estaba esperando para llevar a la señora a la iglesia.
Habían acordado que mistress Lamb y Elizabeth se reunirían con ella después del oficio religioso, porque Saint Marylebone se hallaba justo al lado del parque. Cuando salió, la estaban esperando. Elizabeth, que llevaba tanta ropa encima que solo se le veían la cara y los pies, lo miraba todo con ojos brillantes.
Zenia la abrazó con una risa. Con tantas enaguas y pantalones y su pequeña capa parecía un fardo. Mistress Lamb se encargó de llevarla en brazos mientras seguían a un joven que las ayudó a cruzar la calle y entraban en el parque.
Bajo un espléndido cielo azul, las fachadas alargadas y blancas de las casas que flanqueaban el perímetro del parque, todas iguales, relumbraban al sol, y un suave matiz de cardenillo teñía las cúpulas rematadas por agujas. Tras las verjas de hierro, las damas paseaban con capas tan coloridas como el vestido de Zenia, escarlata, púrpura, oro, cogidas del brazo de caballeros con abrigo oscuro.
Elizabeth observaba en silencio los grupos de niños que corrían bajo los árboles desnudos, tirando migas a los patos o bebiendo chocolate humeante de uno de los puestos con refrigerios.
—Compraré un pastelillo —anunció Zenia.
—Estoy segura de que a miss Elizabeth le gustaría, señora —dijo mistress Lamb con afabilidad—. Aunque no hace ni una hora que se comió sus gachas.
Cuando Zenia volvió, la niñera estaba sentada en un banco, viendo cómo Elizabeth y otro pequeño se miraban, los dos muy quietos y serios, a menos de un metro el uno del otro. Un grupo de escolares ruidosos pasó corriendo por allí, y los dos pequeños cayeron de rodillas sobre la hierba. El niño se puso a llorar, pero Elizabeth se sentó y se echó a reír. Luego se puso a correr en círculo, con los brazos extendidos para mantener el equilibrio, mientras los otros niños jugaban a su alrededor.
Zenia observaba. Luego se sentó junto a mistress Lamb y compartieron el pastelillo, y cada una se comió su parte con placer.
Elizabeth volvió a caerse, y para cuando logró levantarse los escolares ya habían pasado de largo, gritando y empujándose unos a otros. Se quedó mirándolos y, tras dar unos pasos dubitativos en aquella dirección, perdió el empuje y se volvió indecisa hacia Zenia y mistress Lamb.
De pronto su rostro se iluminó.
—Ga —exclamó, y echó a correr en un ángulo que la llevaría más allá del banco.
Zenia se dio la vuelta. Lord Winter se había agachado, y los faldones de su levita azul oscuro rozaban el suelo. Elizabeth corrió a los brazos de su padre tan rápido como le permitieron sus piernas, y él la levantó en el aire.
Unos metros más atrás había un oficial del ejército, impecable con el penacho y los galones dorados, pero a ojos de Zenia no había atuendo más soberbio que la sencillez de lord Winter; nadie era más apuesto ni más alto ni tenía aquella sonrisa. La sonrisa… Sus labios aún la esbozaban cuando apoyó a Elizabeth contra su hombro y miró a Zenia.
Ella sonrió a su vez con timidez. Mistress Lamb puso cara de inocencia. Lord Winter estaba más pálido de lo normal, pero tenía buen aspecto. Al mirarlo, Zenia apenas podía recordar el rostro demacrado por el sufrimiento que había visto durante su enfermedad: en su sonrisa y en su cuerpo llevaba la vida; y se movió con autoridad y desenvoltura cuando se puso en cuclillas ante Zenia para depositar a Elizabeth en el suelo.
—Hola —dijo con suavidad alzando los ojos hacia ella y volviéndose luego hacia Elizabeth.
—¿Cómo estás? —preguntó Zenia.
—Perfectamente. —Sentó a Elizabeth sobre su rodilla e inclinó la cabeza hacia su hija—. Pero te agradecería que no me volvieras a contagiar ninguna cosa, querida mía.
Elizabeth gorjeó alegremente.
—Ga —dijo mirándolo tan de cerca que sus narices se tocaban.
—Parece muy sana —dijo él.
—Oh, sí. Lo ha superado muy bien.
Hubo un silencio embarazoso. El rumor de los niños que jugaban y de una banda de música que tocaba en algún lugar del parque no ayudó a Zenia a pensar en un tema de conversación. Al menos ninguno que pudiera comentar en público. A él por lo visto le parecía fascinante un pato que correteaba detrás de un niño.
Se puso en pie, dejando que Elizabeth bajara de su rodilla. Por un instante, Zenia sintió pánico, porque pensó que se iba.
—Tal vez… —empezó él y se detuvo para aclararse la garganta—. Soy miembro de la Sociedad Zoológica. ¿Te gustaría acompañarme a visitar los jardines?
Zenia alzó el rostro. Antes de que pudiera contestar, él se apresuró a añadir:
—Hoy el zoo está abierto para los miembros, y he pensado que a Beth le gustaría ver los animales.
Ella sonrió.
—Eso estaría muy bien.
Quitándose el sombrero, Arden se agachó para coger a Beth y la acomodó sobre sus hombros.
Zenia frunció los labios y puso cara seria.
—No creo que debas ir sin sombrero con este frío.
Lord Winter se lo alcanzó a mistress Lamb para que lo llevara y se apartó las faldas de Elizabeth de la cara mientras miraba de soslayo a Zenia con expresión divertida.
—«Vale, mamá. Pero, por favor, ¿puedo quedarme un rato más?»
Ella lo miró enarcando las cejas.
—Alguien tiene que cuidar de los niños tontos y los hombres locos.
Lord Winter le sonrió, se colocó las manos de Elizabeth sobre las orejas y echó a andar por el amplio sendero.
Mistress Lamb hizo varios comentarios sobre el parque y el tiempo mientras caminaban bajo los árboles desnudos hacia los jardines de la Sociedad Zoológica. Arden escuchaba en silencio, sintiéndose feliz y tranquilo, notando el peso y el calor de Beth sobre sus hombros.
En los largos y pausados días de su recuperación había tomado una decisión. Los abogados habían acosado a Zenia, le habían informado fríamente sobre sus intereses y los de Beth; Arden le había hecho la corte como si tuviera algún derecho sobre ella; y lo tenía, pero había maneras y maneras. Ese tipo de cosas debían llevarse a cabo con propiedad, y él había descuidado ese aspecto gravemente.
Como decía en su libro de modales y dicción, una dama tenía derecho a ser cortejada.
Sin planearlo por completo, con ayuda de mistress Lamb, su mejor aliada, había decidido aceptar aquel encuentro en el parque. El tiempo le había hecho un favor, y mistress Lamb se había ocupado del resto. Arden se había pasado los tres últimos días paseando por el parque, con la esperanza de que aparecieran, pero el hecho de que estuvieran en domingo le daba la excusa del zoo y, si de él dependía, tardarían horas en visitarlo.
—Deje que lleve a miss Elizabeth a dar de comer a los patos, señor —dijo mistress Lamb cuando salieron del Inner Circle, donde el aroma de la tierra recién removida de los parterres de flores impregnaba la calma atmósfera invernal. Sin la menor sutileza añadió—: No hace falta que se apresuren. Nos reuniremos con los señores del otro lado del lago.
Arden le cambió su sombrero por Elizabeth, que corrió con torpeza tras un ánade real que sabía muy bien cómo mantenerse seductoramente a poco más de un metro de la niña. Arden no quiso esperar, consciente de que, cuanto más rato pasara, más difícil le resultaría formular las palabras; empezaría a pensar en lo disparatadas que sonarían, en que ella lo tildaría de tonto… ¡Por Dios y por san Jorge!, se dijo con ironía, y se lanzó de cabeza al discurso que tenía preparado.
—Miss Bruce —dijo lanzando una mirada a su perfil—. Me gustaría llamarla miss Bruce, porque querría empezar de nuevo. Desde el principio. Me gustaría… —La sensación de que aquello era ridículo iba creciendo y minando su seguridad—. Tal vez le parecerá absurdo, pero si pudiéramos empezar como si acabáramos de conocernos… He pensado que el problema entre nosotros quizá sea resultado de la inusual circunstancia, la extraña forma en que… acabamos metidos en esta situación. Es decir, usted no me conoce en este entorno y yo no la conozco a usted. Y espero… Me complacería enormemente… Me sentiría muy honrado si pudiera conocerla, miss Bruce.