Read Sueños del desierto Online
Authors: Laura Kinsale
Por la mañana no hubo cielo azul, solo un gris plomizo que se colaba entre las cortinas. Zenia estaba sentada en el sofá con su traje de viaje, leyendo la nota de lord Winter, sin el menor interés por la bandeja con tostadas y té que le había llevado mistress Bode.
En su nota lord Winter decía a qué hora tenía que marcharse para coger el tren, que el carruaje estaría listo. Y le pedía un momento para hablar con ella de un asunto antes de que se marchara.
Zenia esperó cuanto pudo, sentada en aquella biblioteca desordenada, observando las mesas, las notas, los mapas. No resultaba acogedora; parecía más bien un trastero donde se guardaban montones de cosas, y sin embargo allí Zenia aspiraba su olor, en la habitación y en su propio cuerpo. Dentro de su cuerpo.
Sabía que lord Winter no volvería a pedirle que fuera su esposa. Ella había ido demasiado lejos, había tomado una decisión final. La criatura que la noche antes había gritado y llorado parecía muy lejos en ese momento, y sin embargo Zenia la sentía aún en su interior, alejándola de él.
Era una angustia muy íntima, un dolor que había conocido desde siempre. Ansiaba volver con Elizabeth para poder olvidarla y apaciguarse, pero sabía que la angustia seguiría ahí, inamovible, por debajo de cualquier felicidad que lograra sentir. Aquel dolor le parecía más seguro y familiar que la felicidad, porque la felicidad podía perderla, podía escapársele y dejarla mortalmente herida.
Por una vez Zenia entendía a su madre como nunca la había entendido. Lord Winter tenía razón: lady Hester sabía que su padre no se quedaría —no podría quedarse— y por eso lo había obligado a marcharse. Zenia sentía una rabia muy profunda en su interior, y miedo. Se puso a pellizcar el pelaje oscuro de su manguito. La asustaba la idea de ver a lord Winter, pues no sabía si se pondría a gritarle o a suplicarle que la perdonara por lo que le había dicho para que la dejara marchar.
Finalmente, mistress Bode le anunció que lord Winter deseaba verla y la acompañó a la habitación de al lado, otra elegante estancia llena de libros y objetos extraños. Había una larga mesa, con una parte cubierta de mapas y atlas abiertos, y la otra despejada, salvo por una cafetera y los restos de un desayuno. Donde antes había habido cuadros en las paredes y sobre la repisa de la chimenea, ahora había armas pulidas descansando en estantes: rifles francos y pistolas, junto con armas orientales, mosquetes con bellos repujados y cimitarras de oro.
Lord Winter estaba en pie junto a la única silla que había ante la mesa, vestido como la primera vez que lo había visto en Dar Joon, con ropa de caza y botas altas.
—Debes salir dentro de un cuarto de hora —dijo sin saludarla—. Quiero que nos pongamos de acuerdo respecto a Beth.
Había un deje peligroso en su voz, una determinación que reforzaba todo aquel reluciente armamento que lo rodeaba.
—Anoche estuve pensando —prosiguió—. No sé qué esperas de mí, no sé qué arreglos has hecho con Jocelyn, pero si lo has hecho pensando que tú y yo… —su mandíbula parecía dura como la piedra— seguiríamos siendo amantes aunque te casaras con él, eso es imposible. Si… si lo que pasó anoche da como fruto otro hijo, entonces cualquier cosa que acordemos ahora en relación con Beth quedará igual. ¿Lo entiendes?
Zenia asintió. Apenas podía levantar los ojos de los platos que había en la mesa; a juzgar por lo que veía, él había sentido incluso menos interés por la comida que ella.
—Quiero que Beth sepa quién soy.
—Si insistes. Si crees que es lo mejor para ella.
—No me vengas a decir qué es lo mejor para ella. Maldita seas. —Y entonces calló, como si hubiera querido decir más pero no se lo hubiera permitido a sí mismo.
—¿Qué más? —preguntó Zenia.
—Quiero verla. A diario si me apetece.
Zenia meneó la cabeza.
—No —contestó con decisión.
Él se volvió hacia la ventana.
—¿Es que tienes miedo de que te la robe?
Tenía miedo de eso. Y de verlo a él.
—Creo que las visitas serían difíciles. Para ella. Podría aprender a quererte, a esperar tus visitas… y entonces se sentiría herida cuando viera que no acudías.
—Porque tú no me dejarías —replicó él con saña en voz baja.
—¿Piensas quedarte en Inglaterra? —preguntó Zenia.
Lord Winter no respondió. A su alrededor tenían un sinfín de pruebas de su vida errante.
—O sea que no puedo volver a verla —dijo él con frialdad—. ¿Ni siquiera una vez?
—Hablaré con el señor Jocelyn sobre el asunto a ver qué propone. Tengo que pensarlo.
En parte Zenia esperaba que se pusiera furioso, pero Arden se limitó a permanecer inmóvil junto a la ventana, con expresión distante.
—Ahí está tu carruaje —anunció cuando oyó las ruedas y los cascos de los caballos sobre la nieve helada.
El corazón de Zenia empezó a latir con violencia. Miró la taza de café aún llena que se había enfriado en la mesa.
—Supongo que tienes razón y que me iré del país —dijo él; su expresión no se alteró mientras hablaba, y sin embargo pareció que perdía por completo su humanidad. Miraba por la ventana sin pestañear, con un total distanciamiento—. Y supongo que también tienes razón cuando dices que es mejor para tu hija y para todos nosotros si no la vuelvo a ver.
—Sería menos doloroso.
—¿De veras? —Sonrió con una sonrisa inhumana—. Excelente.
—Debo irme —dijo Zenia desesperada.
Lord Winter se dio la vuelta casi como si hubiera olvidado que ella estaba allí. El reloj de la repisa empezó a tocar la hora mientras la miraba.
—Sí, por supuesto.
Le abrió la puerta y la siguió hasta la entrada, donde mistress Bode esperaba asomando la cabeza.
—El señor Bode ha puesto un ladrillo caliente, señora —dijo sin levantar la vista mientras sujetaba la puerta.
Zenia salió y vio que la yegua árabe estaba cubierta con una manta y sujeta al carruaje. Lanzó una mirada a lord Winter.
—Shajar ad-durr pertenece a Elizabeth —dijo mientras el viento frío le agitaba los cabellos—. Es de Elizabeth, no tuya ni de Jocelyn. El señor Bode se encargará de que le busquen un vagón en el tren.
Zenia asintió.
—Adiós —dijo él con una leve inclinación. Se dio la vuelta y entró en la casa.
Zenia subió al carruaje con la imagen del rostro de lord Winter cuando se había dado la vuelta para entrar en la casa: sombrío y austero, sin dejar traslucir ningún sentimiento, ni emoción, ni ira, ni pesar. A la luz del día la casa era un rectángulo gris solitario, con bonitas ventanas altas, completamente sola a un lado del páramo, porque los establos y edificios anexos estaban en el valle, más abajo.
Oyó que el señor Bode hablaba a los caballos, y el tirulí echó a andar con un crujido. Cuando cruzaron la verja, giró y bajó lentamente la colina, siguiendo un estrecho sendero abierto en la ladera.
Zenia trató de pensar en Elizabeth, en el viaje que tenía por delante, pero no podía quitarse de la cabeza la imagen de su rostro cuando cerró la puerta. Sería su último recuerdo, y se superpondría a todos los demás. Se llevó las manos enguantadas a las sienes, con la respiración agitada.
Pasaría. Sabía que aquello pasaría y que luego quedaría vacía y a salvo. Aquel era el peor momento. En Londres la estaría esperando Elizabeth.
El camino giró siguiendo el valle, y la casa volvió a aparecer a la vista, erguida como un centinela en el páramo.
«Aquí está mi túnel —había dicho él cuando deliraba—. ¿Quieres entrar?»
—No te quedarías —susurró Zenia—. No lo harías, no lo harías.
Pero era ella quien se iba. Mordisqueó los nudillos del guante, sumida en su desdicha, viendo cómo la casa desaparecía. Y de pronto en su mente oyó vívidamente la voz de su madre, gritando, echando a uno de los sirvientes de Dar Joon, echándola a ella. Clavó los ojos en el asiento de delante. Recordaba la noche en que miss Williams había muerto. Zenia había contestado a los gritos histéricos de su madre, gritándole a su vez porque había matado a la única persona a quien había querido. Recordaba la figura de su madre, cerniéndose sobre ella con su túnica blanca, como un
yinn
, lanzándole insultos en árabe. Y recordaba al beduino silencioso que la había llevado al exilio: sola, aterrada y sola entre gentes extrañas.
De pronto aferró la correa de seda y tiró de ella con frenesí. El carruaje se detuvo. El señor Bode abrió la portezuela del techo.
—¿Sí, señora?
—Dé la vuelta —dijo Zenia, con la garganta tan tensa que apenas podía hablar.
—¿Que dé la vuelta, señora? Le ruego me disculpe, pero el camino es muy estrecho aquí… y es probable que perdamos el tren. ¿Se ha olvidado alguna cosa?
Ella abrió la puerta con violencia, mientras el
yinn
de su madre le gritaba advertencias al oído, cegándola y dejándola sin respiración. Dio un traspié al bajar y cayó al suelo, sin oír apenas al señor Bode.
—Dé la vuelta —exclamó—. ¡Quiero volver!
Muhafeh
!
Su madre no dejaba de aullar profecías y amenazas: la culpaba por la purga que mató a miss Williams; la llamaba infiel, cobarde, mujer indigna y sin nombre; renegaba de la confianza, diciendo que solo una necia creería en el amor; qué era el amor sino un espejismo para una mujer débil, una locura, una peste; él no la quería, solo amaba su vida de libertad y los territorios salvajes, y volvería a ello, respondería a su llamada de forma inevitable, no de inmediato sino justo cuando ella hubiera aprendido a necesitarlo y a confiar en él…
Zenia vaciló a mitad del camino que llevaba a la casa, mientras oía al señor Bode llamándola a su espalda. Veía el influjo de la vida de su madre en su propia determinación de aferrarse a Elizabeth y no dejar que se apartara de su lado, tal como su madre las había retenido a ella y a miss Williams, moviéndose siempre entre la dulzura y el terror, imponiéndoles siempre su dominio. Zenia sabía con una terrible certeza que ella tenía ese mismo poder, que sabía cómo utilizarlo. No quería hacerlo, pero cuando pensó en la posibilidad de quedarse sola, en la vida que le esperaba, se detuvo en medio de la nieve, estremecida de miedo.
—Yo no soy mi madre —dijo—. No lo soy.
Caminó unos metros, y entonces se volvió y miró hacia el carruaje, que había empezado a alejarse colina abajo. Sintió que el pánico la embargaba.
—¡No quiero estar sola! —gritó, y corrió dando traspiés, resbalando en la pendiente nevada. Se detuvo jadeando—. Quiero sentirme segura. ¡Odio el desierto! ¡Me dejarás!
Pero recordaba el rostro de él. Su rostro, y las habitaciones de su casa abandonada. Un hombre que se estaba volviendo arisco y solitario, que no hablaba con nadie. Y, mientras, el
yinn
de su madre rugía furioso en el viento, apartándola implacablemente de él, prometiéndole un lugar a salvo, paz y seguridad; prometiéndole que no habría ninguna pérdida, porque todo estaba perdido ya.
Zenia echó a correr. No sabía si iba colina arriba o abajo, hasta que la silueta de la casa apareció ante ella. Subió los escalones, y entonces se encontró en el pasillo oscuro, con la puerta ya cerrada a su espalda.
Acalló los jadeos. El corazón le latía tan fuerte que no podía oír nada, ni siquiera el sonido de sus pasos cuando avanzó por el pasillo hasta la puerta de la habitación de él.
Lord Winter estaba sentado ante una mesa, inclinado sobre un libro. Era tal su inmovilidad que Zenia tuvo la impresión de que no era real. Parecía alguien que se hallara a una enorme distancia.
Pasó bruscamente una página: un caballero inglés solo, totalmente concentrado en el volumen que tenía ante él. Zenia vio la reproducción. El grabado que miraba con tanto arrobo aún estaba cubierto por una hoja de papel secante pegada al lomo del libro.
—
Muhafeh
—dijo desesperada—, ayúdame.
Él levantó la cabeza de golpe. Se puso de pie, derribando sin querer el libro.
El rostro de Zenia se descompuso.
—¡Hay un
yinn
! —gritó—. ¡Es mi madre!
Él la miraba como si fuera una aparición sobrenatural.
Zenia se sujetó al marco de la puerta, meneando la cabeza.
—Los
yinnum
no existen —se recordó—. Solo son fruto de la superstición y la ignorancia. No es cristiano creer en ellos.
Él entrecerró sus ojos azules.
—¿Qué ha pasado?
—¡Tengo miedo! —exclamó Zenia—. La tengo en mi cabeza. Me obliga a hacer cosas, a decir cosas. Quiere que sea como ella. Me está obligando a dejarte. ¿Lo entiendes? ¡Prometiste que me protegerías!
Zenia vio que algo cobraba vida en él, el demonio que siempre había creído temer. Con un movimiento repentino, Arden se adelantó, enseñando los dientes en una sonrisa feroz.
—Eres mío, pequeño lobo. No dejaré que te lleve.
—Tengo miedo. ¡Tengo miedo de que no puedas detenerla!
—¿Quién fue a buscarte cuando estabas sola en Dar Joon?
—Tú —susurró ella—. Tú nunca tuviste miedo de los
yinnum
.
—Nunca.
—No son reales —dijo Zenia. Pero en su corazón creía en ellos, le parecía sentir un poder maligno que trataba de llevarla. Levantó la vista, avergonzada por aquella necesidad de que la tranquilizara—. Pero mi madre… Sueño con ella. ¿Y si me dejas? ¿Y si me dejas y me despierto y ella está ahí?
Lord Winter no la tocó. Se quedó mirándola, con su sonrisa de demonio.
—Te escribiré un encantamiento. Para que te proteja.
Y, mientras Zenia observaba con los ojos muy abiertos desde la puerta, él cogió el cordón de cuero que colgaba de la escultura de la repisa y lo llevó a su mesa. Encendió una vela, desgarró un pequeño pedazo de papel y escribió algo en él.
Con mucho cuidado y aire solemne, lió el papel y lo sostuvo un momento encima del humo. Zenia miró sus labios, pero lord Winter pronunció el encantamiento en silencio, con expresión concentrada.
Con un cuchillo, rompió el sello del amuleto, una diminuta cajita de plata, del tamaño de un terrón de azúcar, y arrojó su contenido al fuego. Luego metió el papel, volvió a sellar la tira de plata presionando con el cuchillo y se levantó.
—Dije que estaría siempre contigo, cachorro de lobo —musitó colocándole el amuleto al cuello—. Yo estoy ahí dentro. Y te defenderé. Para siempre.
Ella alzó la mano y aferró el amuleto. No creía en la magia; aquello era cosa de su madre, la locura de su madre, un espejismo de Oriente. Pero en el rostro de lord Winter había tanta seguridad…