Sueños del desierto (26 page)

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Authors: Laura Kinsale

—¿Está aquí miss Elizabeth?

El hombre asintió.

—En el cercado de entrenamiento, señora.

—¿El cercado de entrenamiento? —Zenia nunca había estado en los establos; los carruajes siempre se detenían ante la casa, y desde que vivía en Swanmere no había montado ni una vez—. ¿Dónde?

El hombre pareció intuir su pánico, porque le pasó las riendas del caballo a un mozo e inclinó la cabeza.

—Es por ahí, señora. Si tiene la bondad de acompañarme.

Beth no dejaba de lanzar risitas chillonas y dar botes rodeada por el brazo de Arden delante de él en la silla.

—¡Pa! —exclamó, exigiendo que corriera, porque se había parado.

Al punto Shajar arrancó a medio trote, con las orejas tiesas, dócil y hermosa a pesar de aquel entorno extraño. La yegua se sacudía ligeramente sobre la hierba, demasiado pequeña para un hombre de la altura de Arden, pero perfecta para una niña. Si Dios quería, Beth aún podría tenerla durante veinte años o más, porque los caballos árabes eran animales de vida larga, y Shajar solo tenía seis años. Los beduinos se criaban con sus monturas. El mejor regalo que un jeque podía hacer a un hijo varón era una yegua que lo llevara a la batalla.

Arden llevaba a su hija a lomos del caballo de guerra del príncipe Rashid, haciéndola girar, fintando, galopando en amplios círculos, sin hacer caso del agudo dolor del costado. Beth aprendería sus primeras lecciones en un buen poni, por supuesto, pero Sarta de Perlas sería su inspiración y recompensa… Shajar ad-durr, la yegua espléndida y perfecta que su padre había traído del desierto para ella.

Beth no tenía miedo. No se había apartado cuando la yegua acercó con curiosidad el morro y lanzó grandes bocanadas contra su rostro, no. Beth levantó la mano para acariciarle el hocico. Y en ese momento, mientras brincaban y volaban, no lloraba, reía de alegría. A juzgar por el placer instantáneo que había sentido a lomos de aquel caballo de guerra, podría haber nacido en las tiendas negras. Cuando Arden inclinó la cabeza para apretarla contra sí y besarle la oreja, ella chilló y apartó la cara.

—¡Oh, cruel y coqueta! —dijo—. Serás el azote de los hombres, ¿verdad, Shaitana?

Ella rió con alegría, como si lo estuviera deseando.

—¡Elizabeth!

El grito sobresaltó a la yegua, que brincó a un lado. Arden sujetó con fuerza a Beth, que aún reía. Cuando el caballo se tranquilizó, Arden se volvió a mirar.

La madre estaba como una piedra ante la valla, con las manos blancas sobre la boca. Al parecer aún conservaba el suficiente sentido común para saber que correr hacia ellos chillando en un revuelo de faldas no era lo más sensato. Arden aquietó a la yegua y lady Winter se acercó caminando sobre la hierba fangosa.

—¡Estás loco! —espetó cuando se acercó.

Levantó los brazos y arrancó a Beth de su lado. La niña empezó a berrear y patalear en protesta. Shajar echó la cabeza hacia atrás ante el alboroto, con los ojos desorbitados.

—¿Quieres matarla? —le gritó—. ¿Es que no te importa que muera?

Tenía el rostro enrojecido por el frío y sus cabellos oscuros trataban de escapar de una espantosa cofia negra. Ni siquiera se había puesto un abrigo. Se volvió y se alejó arrastrando a Beth.

Arden desmontó y observó cómo iba hacia la verja. Se había quedado sin aliento, como si le hubieran asestado un fuerte golpe en el pecho.

Lady Winter cogió en brazos a la llorosa niña y se volvió hacia él.

—¡No te atrevas a tocarla! ¡No vuelvas a tocarla!

El conde se encontró con Zenia a mitad de la colina que bajaba de los establos.

—¿Qué ha ocurrido? —preguntó con un tono áspero que ella no le conocía.

El pánico y la ira aún la dominaban.

—Lord Winter no debe acercarse a mi hija —dijo—. No está segura con él.

Lord Belmaine la miró entrecerrando los ojos.

—Dígame qué ha ocurrido.

—Pregúntele a él —dijo Zenia—. Yo vuelvo a la casa. Cogerá una pulmonía. Ni siquiera lleva cofia.

Y siguió andando, dispuesta a apartar la mano del hombre de un golpe si trataba de detenerla, cosa que no hizo. Elizabeth, que había dejado de llorar y revolverse, se había acomodado contra la cintura de Zenia y miraba alrededor y señalaba las cosas con interés. Zenia levantó la mano para cubrir la oreja de la pequeña y protegerla del viento.

Ya en la habitación de juegos, Elizabeth se puso a llorar otra vez en cuanto la puerta se cerró. Cuando Zenia la dejó en el suelo, la niña trató de gatear hasta la puerta y alcanzar el pomo. Y cada vez que Zenia intentaba quitarle el camisón sucio y húmedo —ni siquiera la había vestido, se había limitado a ponerle sus botitas de encaje y a abotonarle el camisón hasta arriba—, ella lloriqueaba tratando de salir de la habitación.

Zenia la vistió con la ropa más abrigada que tenía y ordenó a la niñera que avivara el fuego. Cuando la acostó en su cuna, Elizabeth se puso de pie, se cogió del borde y empezó a gritar. Le iba a dar una pataleta, Zenia lo veía venir. Trató de acunarla, pero Elizabeth la apartaba con rabia. Y los gritos iban a más.

El conde encontró a su hijo ante los establos, con una silla y una brida a los pies. En la caballeriza hacía cabriolas la yegua más adorable que lord Belmaine había visto, con la cola extendida como un estandarte. Cuando el animal lo vio, se acercó al trote para investigar.

El conde se quedó ante la valla, a unos metros de su hijo.

—¿Qué demonios has hecho ahora? —preguntó mientras veía al caballo deslizarse como una sombra a lo largo de la valla.

La yegua se detuvo, arqueando su delicado cuello hacia él, y lo miró con sus ojos oscuros, brillantes e inquisitivos. Luego relinchó juguetona y se alejó.

—Oh, he estado tratando de matar a mi hija —dijo Arden—. ¿Qué si no?

El conde sintió un fuego agudo bajo el esternón. Tendría que retomar las dietas blandas, pensó sombríamente.

—Me pregunto… —dijo mirando todavía el cercado—. Me pregunto por qué siempre tienes que hacer las cosas tan difíciles.

—Repúdiame.

Los dos guardaron silencio. Por fin el conde habló.

—¿Puedo preguntar exactamente de qué forma se te acusa de hacer daño a miss Elizabeth?

—Pensé que le gustaría montar conmigo —contestó con un encogimiento de hombros—. Y parece que le ha gustado.

—Imagino que no te detuviste a pensar en el peligro que corría si te caías.

—Este caballo es de la mejor estirpe del desierto —dijo el vizconde con frialdad—. Ha sido adiestrado hasta la perfección. No huyó cuando se vio frente a las armas de Ibrahim Pasha… ni cuando una arpía ha venido dando gritos. No me iba a caer.

—Con un caballo puede pasar cualquier cosa. Por muy bien adiestrado que esté. Y tú lo sabes.

—Cierto. Y la casa podría incendiarse, ser fulminada por un rayo o aplastada por el cielo.

Si el conde no hubiera sentido un secreto orgullo por las dotes superiores de su hijo como jinete, habría contestado con mayor ímpetu. Pero lo cierto es que miss Elizabeth no podría haber estado en mejores manos.

—Lady Winter es una madre extremadamente concienzuda y entregada. No veo nada censurable en sus precauciones para con miss Elizabeth. Jamás verás a la pequeña correteando sin alguien que la vigile o descuidada en ningún sentido.

—¿Sale alguna vez de su habitación? —preguntó el vizconde con sequedad.

—Lady Winter tiene muy en cuenta el peligro de las enfermedades infantiles.

Su hijo volvió la cabeza.

—¿Sale Beth alguna vez de la habitación? —preguntó con mayor acritud.

—Su madre no quiere arriesgarse a que coja una infección. Creo que es un proceder sabio, sobre todo en esta época del año.

Arden lo miró entrecerrando los ojos y entonces se volvió de nuevo hacia el caballo. En su boca y su mandíbula había un gesto peligrosamente amenazador.

—Al menos podrías haberle puesto una cofia —dijo el conde tratando de suavizar las cosas—. El viento es frío.

—A la niña eso le importa un comino. —Arden sonrió con amargura—. Tiene agallas. Quizá huiremos juntos y nos uniremos a un grupo de gitanos.

Lord Belmaine se inclinó sobre la valla y contempló el perfil de su hijo. El viento le agitaba los cabellos oscuros sobre la frente. Parecía cansado y furioso, y el duro mohín de su boca delataba un intenso dolor físico.

—Esperaba que esta vez no huirías —dijo el conde lentamente.

Un músculo se crispó en la mandíbula del vizconde. No apartó los ojos de la yegua.

—Estoy aquí —dijo. Y al cabo de un momento añadió—: Lo intentaré. Lo estoy intentando.

¿Con cuánto empeño?, habría querido preguntar lord Belmaine, pero contuvo su lengua. Estaba decidido a que siguieran en buenos términos. Nunca sabía qué podía ahuyentar a su hijo, y no eran pocas las veces que habría querido retirar las palabras que lo habían provocado.

—Me gustaría que hablaras con nuestro abogado —dijo el conde—. El señor King. ¿Es posible?

—Por supuesto.

—Te espera en la sala de mapas.

—Bien.

Su hijo se inclinó, cogió la silla de montar y, tras echársela sobre la cadera con una mueca, se alejó.

El abogado no le dijo nada que Arden no hubiera supuesto ya por sí mismo. Estaba sentado con gesto inexpresivo, escuchando, con la vista más allá del señor King, más allá de las ventanas con cortinas de damasco verde con ribete dorado.

—En principio no tiene por qué haber ningún problema, señor —aseguró el abogado—. Si se hacen los arreglos necesarios, se puede celebrar en la más estricta intimidad en la capilla de aquí. Su excelencia y yo, tras examinar la cuestión detenidamente, creemos que este sería el camino más prudente y aconsejable. ¿Está de acuerdo?

—Sí —dijo Arden.

El hombre casi lanzó un suspiro de alivio.

—Excelente. Entonces empezaré con los trámites.

—¿Y si ella no está de acuerdo?

King ordenó sus papeles en un montón perfecto.

—Sería muy inusitado que una mujer errara hasta ese punto respecto a sus intereses y los de su hija, señor.

—Pero ¿y si lo hiciera…?

—Lord Winter, esto son solo formalismos. Según me han informado contrajo matrimonio con lady Winter en Oriente, pero no tiene ninguna prueba que pueda aceptarse ante un tribunal si el asunto ha de presentarse ante ellos por alguna razón. Cosa que, por supuesto, esperamos que no pase. Solo estamos tratando de anticiparnos a posibles eventualidades.

—¿Qué eventualidades?

—Que el señor o lady Winter fallezcan, por ejemplo.

—Yo ya fallecí, señor King —dijo Arden con tono burlón—, y por lo visto eso no ha supuesto ninguna dificultad.

—Supuso algunas. —El abogado se aclaró la garganta—. Permítame que sea directo, lord Winter. La principal eventualidad que debería preocuparnos sería que en el futuro el señor o lady Winter… se arrepientan de esta unión. Que busquen la separación, judicial o privada. O quizá… Se han dado casos, y lamento tener que decirlo, de personas casadas que manifiestan el deseo de contraer nuevas nupcias en otro lugar. Y debo decir que, tal como están las cosas, eso todavía es posible. Y la custodia de miss Elizabeth no está tan segura como cree.

—¿Cuál es mi posición al respecto en este momento?

—Si el caso llegara a los tribunales y no pudiera demostrarse que existe un vínculo matrimonial, no tendría usted ningún derecho, señor.

Arden apretó los labios.

—¿Ha hablado ya de esto con lady Winter?

—No, señor.

—Pues no lo haga —dijo con tono sombrío.

—Sería una necedad por parte de ella… una extrema necedad, señor, rechazar abiertamente la relación legal con usted solo porque tiene la posibilidad de hacerlo.

—Es una mujer, ¿no? ¿Qué tiene que ver la razón con esto?

—Convertiría a su hija en una bastarda. No concibo que pueda hacer algo así con deliberación. Según he oído decir es una madre entregada.

Arden rechinó los dientes.

—Demasiado. —En medio del silencio, podían oír a lo lejos los gritos histéricos de la niña—. Sorprendentemente entregada.

—Si trata de vivir fuera del matrimonio solo conseguirá perjudicar a su hija.

—Ha dicho que podía casarse con otro. —Arden abandonó su asiento—. Dios, es tan condenadamente hermosa… Podría encontrar a alguien que se casara con ella y provocar un escándalo.

Por un momento el abogado guardó silencio; Arden apoyó las manos en el marco de la ventana y miró afuera sin ver nada.

—¿Puedo pedirle que sea sincero conmigo, lord Winter? —preguntó al cabo el abogado—. ¿De verdad cree que es una posibilidad?

Él negó con la cabeza.

—No lo sé. No la conozco.

Sabía que el abogado lo estaba mirando. Aquella ficción tan laboriosamente mantenida del matrimonio celebrado en Oriente debía de ser transparente como el agua.

—Entiendo. Si la custodia es su única preocupación —dijo con tiento el abogado—, es posible solucionarlo aparte del tema del matrimonio.

Arden se volvió para mirarlo, aferrándose al marco de la ventana.

El señor King pasó unos papeles.

—Podríamos hacer que adoptara a la niña… que se convirtiera en su tutor, sin confirmar el matrimonio. Si… esto, si la madre se opone, no estoy seguro de las dificultades que podríamos encontrar. Para la ley, un hijo nacido fuera del matrimonio legalmente es un
filius nullius
, sin parientes, pero queda incuestionablemente bajo la custodia de la madre. Tendría que informarme.

—Creía que eso es lo que iba a hacer: adoptarla.

—Bueno, he utilizado la palabra «adoptar», pero dado que el matrimonio se celebró —dedicó a Arden una mirada penetrante— y que la niña nació dentro de él, solo nos estamos asegurando de que la falta de documentación no pueda convertirse en una traba estableciendo una custodia legal. Pero si, por ejemplo… Y ahora hablo hipotéticamente, milord. Si a su regreso usted hubiese dicho que el matrimonio nunca tuvo lugar, entonces me temo que a ojos de la ley miss Elizabeth sería una
filius nullius
.

—O sea, que puedo elegir —dijo Arden con sarcasmo—. Puedo casarme con ella o echarla e intentar conseguir la custodia de mi hija bastarda.

—Lo expresa de una forma algo ruda, lord Winter.

—Y ella puede casarse conmigo… o marcharse con Beth, buscarse otro que le dé cobijo y enfrentarse a mí en los tribunales para apartarme de mi hija.

El abogado bajó los ojos a la mesa.

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