Sueños del desierto (24 page)

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Authors: Laura Kinsale

Zenia sabía que, si ella vivía en Swanmere, era por una única razón: porque creían que él había muerto y Elizabeth era su hija y querían protegerla como única heredera de sangre de Swanmere. Zenia lo sabía. Y no le preocupaba. Al principio se había sentido sola e intimidada; pero, cuando Elizabeth nació, sintió que era justo que la pequeña disfrutara de todo lo que su padre pudiera ofrecerle. Sentía que Arden así lo habría querido. Y ella se lo debía, a él y a su hija. Durante todas las noches que pasó en aquella habitación recordando sus primeras Navidades en Inglaterra, deseando poder sentirse arropada por las risas y el afecto de su padre y Marianne en Bentinck Street, Zenia había dado lo mejor de sí por Elizabeth. La única celebración que hubo en Swanmere por Navidad fue una gran cena pública para los arrendatarios a la que Zenia no asistió. No hubo decoración ni galletas sorpresa. Lady Belmaine le había dicho que no debía abandonar el duelo, y tampoco lo hizo el servicio de la casa.

Había podido pasar tan poco tiempo con su padre y su familia… Y las visitas de este a Swanmere eran breves. Igual que la única noche en que había yacido en brazos de un hombre.

Elizabeth lo compensaba. Elizabeth lo compensaba todo. Podía abrazarla, hacerla reír y reconfortarla cuando lloraba. Elegía su ropa y sus juguetes. La sacaba a pasear, aunque rara vez salía de aquellas habitaciones, porque temía que enfermara. Elizabeth no era una niña enfermiza; era escandalosamente sana, porque Zenia tomaba muchas precauciones para evitar los resfriados, las infecciones, la suciedad. No entendía cómo lord Winter podía siquiera bromear con la idea de llevarla a Siberia. Además, no era más que una niña, y no tenía edad suficiente para saber lo que le convenía. En una ocasión, estando con la niñera, Elizabeth se había escapado y había ido gateando hasta la escalera. Zenia la encontró tambaleándose en lo alto de la enorme escalinata, a punto de caerse. El corazón aún se le encogía al pensarlo.

La niñera fue despedida. La nueva niñera era más atenta, pero a Zenia seguía sin gustarle dejar a Elizabeth con ella demasiado rato. Y la había encontrado cuando se disponía a cerrar la puerta, dejando a Elizabeth a solas con lord Winter, aunque no sabía nada de él, sin cuestionarse que quizá no era quien decía.

Zenia miró a su hija. Sí, seguramente era excesivo culpar a la niñera por dejar entrar al padre de Elizabeth cuando en la casa todos sabían que llegaría, y cuando habría sido harto improbable que hubiera un convicto peligroso fugado deambulando por la casa con traje de etiqueta. Pero el cuerpecito que veía acurrucado en la cama parecía tan vulnerable, tan terriblemente indefenso, y el mundo era tan grande y había tantos peligros, tanto dolor y soledad…

Lord Winter lo había llevado consigo, había llevado el mundo a la casa. Todos los recuerdos que Zenia había tratado de borrar. La intensa luz de sus ojos azules cuando volvió después de enfrentarse solo a un
ghrazzu
; su sonrisa espontánea entre los beduinos; era un demente, y adoraba el desierto y el peligro.

El té se le estaba enfriando en la tetera. Sabía que, bajo las cubiertas de plata, habría cordero, arroz y pan con mantequilla, con pastel y bollitos de almendra de postre, todo lo cual le gustaba mucho más que el budín de ciruela.

Pero él lo había llevado para ella, porque sabía que tendría hambre. Zenia se levantó, cogió el plato y volvió a la mesa de despacho.

Y se comió el budín, haciendo una mueca con cada bocado. Cuando acabó, fue con el plato hasta la puerta que había entre las dos habitaciones.

Llamó, con el corazón acelerado. No hubo respuesta. Después de llamar por segunda vez, abrió la puerta lentamente y vio que la habitación estaba a oscuras.

En silencio dejó el plato vacío en el suelo para que él lo encontrara y cerró la puerta.

Fue Grace quien lo reconoció. Arden entró en la cervecería del Cisne Negro y se sentó. El lugar no había cambiado; ventanas y vigas ahumadas y un par de carreteros medio borrachos que lo miraron desde su sitio junto al fuego. Harvey estaba con la espita, ocupando casi todo el espacio detrás de la barra con su mole, mientras Grace se metía con él de buen humor y apartaba de un empujón a uno de los carreteros para remover las ascuas.

En el momento en que se daba la vuelta y se disponía a limpiarse las manos en el delantal, lo vio. Cambió de un modo peculiar: alzó el mentón, echando hacia atrás la cabeza de cabellos castaños con un gesto que Arden recordaba muy bien.

—¿Está tu madre aquí? —preguntó él.

—Mi… —La mujer frunció ligeramente el ceño.

—¿No eres la hija de Grace Herring? —Y se permitió esbozar una ligera sonrisa.

—¡Oh! —exclamó ella, que se desató el delantal y lo arrojó a un lado al tiempo que iba hasta él—. Es usted el embustero más redomado de todo el país. Mi madre. ¡Oh, señor! ¡Mírese!

Arden se puso en pie. Grace lo cogió de las manos y las oprimió. Harvey se había dado la vuelta.

—¡Que Dios le bendiga, señor! —dijo el hombre con voz cavernosa—. Oímos que el señor volvía a casa. Y que maldiga a los paganos que quisieron matarle.

Arden le estrechó la mano por encima de la barra, dejando que la enorme zarpa roja de Harvey lo estrujara.

—Sobreviví.

—Oh, pero el buen Dios le ha dado tantas vidas como a un gato, señor. ¿Qué tomará el señor?

—Una pinta de cerveza de la casa.

Grace aún lo tenía cogido de la otra mano. Como siempre, su esposo no se daba cuenta. Arden nunca había sido capaz de decidir si aquello no sería una ceguera voluntaria. «Oh, a Harvey no le importa —le había dicho Grace en una ocasión—, mientras no le pida que críe a los hijos de otro.»

Los ojos de Grace aún eran bonitos, con las arrugas de expresión un poco más marcadas, y un mechón de cabello castaño le caía junto a la mejilla que, bajo aquella luz débil, resultaba delicadamente seductora. La iniciación sexual de Arden había sido repentina y electrizante. Aquel día él había saltado los muros y estaba deambulando por el bosque de los alrededores de Swanmere, merodeando sin un objetivo concreto entre el verdor del verano, cuando entonces la oyó reír. Y los vio a ella y a Harvey entre los arbustos.

Ella tenía algunos años más que Arden; diecisiete quizá. Y Harvey era enorme; siempre lo había sido. Era viudo, y acaba de casarse con su cocinera. Le había bajado el vestido por arriba, y bajo la luz moteada del sol los pechos de Grace le habían parecido de crema, con pezones grandes y marrones.

Arden se quedó clavado en el suelo, olvidándose hasta de respirar, mientras Harvey ponía sus grandes manos sobre los pechos de Grace y la hacía arrodillarse. Ella sonreía, con una ligera expresión de concentración y ansiedad en el rostro y las manos apoyadas en la hierba. Mientras Arden observaba, Harvey le levantó el vestido y apoyó una mano sobre sus nalgas blancas mientras con la otra se soltaba los pantalones.

En la inocencia de sus quince años, a Arden le impresionó la mole de Harvey. Y miró fascinado con una terrible excitación mientras el tabernero montaba a Grace por detrás. Ella agachó la cabeza, aferrándose a la hierba, y sus grandes pechos se balanceaban al ritmo de los envites del hombre. Arden rodeó el tronco de un árbol y clavó las uñas en la corteza. Seguramente las marcas aún estaban allí.

Harvey era un hombre de pocas palabras, en la vida y en el sexo. No hubo nada, aparte de su respiración trabajosa y el golpeteo de sus muslos contra ella. Arden pensó que el hombre iba a estallar, de tan rojo como se puso, pero en vez de eso se inclinó hacia delante y rodeó a Grace con su cuerpo, como si fuera a devorarla, con los músculos de los brazos en tensión cuando la cogió por los hombros. Se sacudió y tembló, gimiendo ligeramente, y Arden tuvo que agarrarse al árbol para que las rodillas no cedieran bajo su cuerpo.

Cuando vio que Harvey daba señales de vida otra vez, Arden se escondió detrás del árbol. Y se quedó mirando una mariposa nocturna en la corteza, apenas consciente de lo que miraba, mientras oía movimiento entre los arbustos.

—¿Por qué no nos quedamos un rato? —sugirió Grace.

—Tengo trabajo —repuso Harvey. Se oyó una palmada—. Gracie la perezosa.

—Harvey —dijo ella con tono suplicante.

—Hay trabajo. Y pronto tendremos otra boca que alimentar.

Grace suspiró audiblemente. Más susurro de hojas, y luego los dos salieron de detrás del arbusto.

Durante un rato Arden no fue capaz de moverse. Se quedó mirando sin ver a la mariposa, con las fosas nasales hinchadas, porque por fin se había acordado de respirar. Estaba sumido en un intenso estado de excitación. Que dolía. Apoyó la cabeza contra el tronco y apretó hasta que los oídos le pitaron.

—Sé que estás ahí. —La voz de Grace sonó como algo imaginario entre las campanas de su cabeza. Se quedó muy quieto y tragó—. Vienes de la casa grande. Eres el joven lord.

Arden era incapaz de hablar. Cerró los ojos, aferrándose al árbol.

—¿Quieres hacerlo conmigo?

No fue más que un susurro, algo tímido. De no haber sido así, Arden se habría marchado corriendo.

Oyó que la joven se movía, aproximándose. Cuando volvió a hablar, estaba tan cerca que Arden dio un brinco.

—Te he visto otras veces. Paseando solo. —Hizo una pausa y añadió con voz triste—: Eres guapo.

Arden volvió la cabeza ligeramente, sin atreverse apenas a mirarla. La muchacha tenía el rostro arrebolado, los cabellos sueltos. Se sujetaba el vestido con los brazos cruzados por encima, pero Arden le veía los pechos por un hueco. El corazón le latía tan deprisa que temía estar a punto de desmayarse.

—Tienes los ojos bonitos. Demasiado bonitos para una chica como yo —dijo ella con tono de pesar.

Y entonces se dio la vuelta. Hasta el presente, Arden no sabía si aquella retirada estratégica había sido una forma deliberada de seducirlo, pero lo cierto es que cuando ella hizo ademán de marcharse, él dijo con nerviosismo:

—Yo nunca…

Fue lo único que salió de su garganta. Ella miró atrás, con una sonrisa de complicidad, antigua como el tiempo, que le iluminó el rostro. A Arden le pareció la mujer más espléndida del universo.

—No es difícil, yo te enseñaré. Pero me parece que ya lo has visto.

Volvió junto a él, lo cogió de la mano y se inclinó para darle un leve beso en la comisura de la boca.

—Estás casada —dijo él desesperado, envuelto en su aroma y su tacto, el tacto suave de sus dedos cuando acompañó su mano para que la pusiera sobre su pecho.

—Sí. Y voy a tener un hijo. —Le tocó los labios con la lengua—. Mi madre dice que eso te hace estar rara. Yo siempre tengo ganas, ¿sabes? Y Harvey está trabajando. No lo haría con nadie más, pero tú eres el joven lord. ¿Tienes miedo de Harvey?

A Arden le daba terror Harvey. Lo único que podía ver era el tamaño de la mano del hombre sobre el pecho de ella. Lo único que podía sentir era el pezón que se tensaba entre sus dedos. Los apretó, y ella profirió un gemido que le salió de muy adentro de la garganta, mientras el pecho se le hinchaba.

Ella bajó la mano a sus pantalones. Pero él se lo impidió, mortificado más allá de las palabras, convencido de que se desmayaría si ella lo tocaba.

—¿Tienes miedo de Harvey? —volvió a preguntar Grace.

—No —dijo él con voz ronca.

Ella lo atrajo hacia sí y lo llevó al tramo de hierba bajo el sol. Arden temblaba de pies a cabeza. Se arrodilló detrás de ella y, cuando ella se agachó, le levantó el vestido e hizo lo que había hecho Harvey y, en su excitación y humillación adolescente, se sintió extraño, enfermo, incapaz de moverse o respirar sin sentir náuseas.

Aún se acordaba de la forma en que ella se había reído.

—Sigue —lo había animado.

Pero Arden no siguió. Se apartó, se abotonó los pantalones y se sentó con el rostro escondido entre los brazos. Y, para su eterna vergüenza, lloró de frustración.

—No pasa nada —lo consoló ella, dándole unas palmaditas—. A veces pasa, me lo ha dicho Harvey. Que el hombre no puede.

Arden notaba el tono de decepción de su voz.

—Lo siento —dijo sin alzar la cara.

—Oh, bueno.

Arden esperaba que ella se levantaría y se iría. Aún no entendía por qué no lo había hecho. Esperó con el rostro entre los brazos, deseando desesperadamente que se fuera y lo dejara a solas con su vergüenza; pero también deseando volver a sentirla.

Al fin miró. Ella se había tendido de espaldas sobre la hierba y tenía los ojos cerrados bajo el sol tamizado. El vestido le había resbalado hasta la cintura, dejando todo a la vista. Llevaba el corsé abierto, y Arden recordaba vívidamente la pequeña protuberancia del vientre fecundado, resaltada por su posición.

Arden se levantó sin apartar la vista de ella. Sintió que la sangre se le encendía con un impulso profundo y poderoso, como si procediera de un lugar en su interior que hasta entonces no sabía que existía.

Se sentó en la hierba junto a ella y la acarició, la besó, inclinando el cuerpo sobre ella. Ella abrió la boca para recibirlo, arqueando el cuerpo. Arden no recordaba cómo había descubierto el sitio; solo sabía que sus cuerpos se juntaron, que él estaba encima y ella jadeaba y gemía, profiriendo sonidos de sorpresa, placer, apremio. Se agarraba a él con frenesí. Y siguieron así hasta que Arden pensó que se iba a morir si no llegaba al final; que se iba a morir con aquella sensación agónica y cegadora… y entonces, por fin, el clímax de ella desató el de él, haciendo que sus músculos, su aliento y su mente estallaran, y luego se quedaron tumbados, sin pensar nada, perplejos por la intensidad de lo que habían hecho.

—Madre mía —había susurrado Grace—. Harvey nunca lo hace así.

Mucho más adelante, cuando Arden ya era bastante más experto en asunto de mujeres, dedujo que había sido el primer orgasmo de Grace. Quizá después enseñó a Harvey a hacerlo «así». O quizá después de todo prefería no quedar aplastada bajo sus más de cien kilos de peso y dejó que en la cama las cosas siguieran como a Harvey le gustaba. En cualquier caso, siempre había demostrado un afecto especial por su apocado y ardiente joven lord.

Durante varios años sensacionales, hasta que su padre se lo llevó a Londres por su decimoctavo cumpleaños, Arden vivió en una bruma de deseo por Grace y miedo a Harvey. Podía contar con las manos los encuentros que hubo entre los dos, ocho exactamente, aunque en su fantasía habían sido ocho mil, y recordaba el lugar y el contexto de cada uno. Grace se había portado como una auténtica fulana. Siempre se aseguraba de estar preñada antes de dejar que él la tocara, para desazón de Arden. Los hijos de Harvey eran auténticos pequeños Herring.

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