Read Sueños del desierto Online
Authors: Laura Kinsale
—Bueno, desde luego, propiedad no, milord. Me alegra decir que la ley no permite la esclavitud. Pero la existencia legal de la esposa está supeditada a la del marido. A cambio de su responsabilidad de mantenerla y reconfortarla, el hombre tiene plenos derechos sobre su propiedad y, por supuesto, sobre los hijos menores. En un matrimonio no roto, el esposo representa la única entidad legal reconocida.
El conde asintió pensativo. Estaba mirando un retrato que había detrás del abogado, un cuadro de su hijo, en que el artista había captado a la perfección la soledad, arrogancia y torpeza de un muchacho de dieciséis años insoportablemente irritado después de horas de permanecer sentado sin moverse con un traje de etiqueta, por orden de su padre.
A lord Belmaine nunca le había gustado el cuadro, aunque retrataba muy bien a su hijo. Le resultaba ligeramente inquietante, pero era el único que tenía. Había pospuesto que se pintara un cuadro de la madre y el pequeño en espera de que llegaran el segundo, el tercero, el cuarto hijo, imaginando un retrato familiar. Pero esos hijos no llegaron y para cuando admitió que nunca llegarían, su hijo era un chico agresivo, huidizo e incontrolable que evitaba a su institutriz durante días. Arden no tenía miedo a los castigos físicos; era reservado, temerario, desafiante. Para cuando cumplió los siete años, lord Belmaine había desarrollado el único mal que lo aquejaba: pensar en la desobediencia y dureza de su único hijo lo hacía sentirse como si se hubiera tragado una piedra candente y la tuviera instalada en el esternón.
Los médicos le prescribían elixires y cordiales especiales. En aquellos momentos lord Belmaine dio un sorbo a este último y reprimió una mueca. Durante un tiempo el dolor no le había molestado, pero la impresión de saber que su hijo seguía con vida había hecho añicos la frágil sensación de suspenso que lo dominaba desde el nacimiento de su nieta. En las dos pasadas semanas había sufrido fuertes pinchazos, y el comportamiento de Arden durante la cena había estado tan en consonancia con su carácter destructivo de la infancia y la juventud que lord Belmaine sintió que su úlcera revivía.
—Esperaba que esto no sería más que un formalismo, señor King —dijo—. Pero me temo que he sido demasiado optimista.
—¿De veras, milord? —El abogado lo miraba con expresión grave—. ¿La pareja se opone a renovar sus votos matrimoniales según las leyes inglesas?
El conde sonrió.
—No hemos llegado a tocar el tema, señor King. Pero mi hijo se ha tomado muchas molestias para señalarle a lady Winter sus desventajas legales como esposa. Y en particular ha señalado su autoridad incondicional sobre la niña. Me temo que ella no lo ha tomado muy bien. De hecho, señor King, en estos momentos casi preferiría que los musulmanes lo hubieran matado. Me habría ahorrado este singular deseo que tengo de estrangular a mi propio hijo.
—Es una situación delicada, milord. —El señor King bajó la vista—. Entonces, ¿debo entender que lord Winter desea convencer a lady Winter de lo poco apropiado de confirmar legalmente su matrimonio?
—No tengo ni idea de lo que lord Winter busca o desea. Es la criatura más porfiada que conozco. Jamás lo he entendido, ni lo pretendo.
—Señor, quizá las cosas no estén tan negras como parece. Sean cuales fueren los sentimientos personales de lord Winter, si está tratando de convencer a lady Winter de que se oponga, sin duda es porque él no se siente capaz de hacerlo. De otro modo, ¿para qué molestarse? ¿Por qué azuzarla? Solo tendría que negar la unión, sin más.
—Que el diablo lo lleve si lo hace —dijo el conde, furioso—. ¿Qué será lo siguiente por lo que nos hará pasar?
El señor King mantuvo una expresión tranquila.
—Los matrimonios celebrados allende los mares están más o menos exentos de nuestras estrictas leyes en lo referente a licencias y registros, tal como hemos discutido su excelencia y un servidor con frecuencia en relación con su hijo y su nuera. Pero, como ya le he explicado, milord, si algún problema obliga a llevar estas uniones ante un tribunal, siempre son anatema. —El abogado meneó la cabeza con gesto grave—. Los dos estuvimos de acuerdo en que para una viuda era una situación tolerable, puesto que no había remedio; la legitimidad de la niña quedó establecida en el certificado bautismal, y los únicos asuntos importantes respecto a la ley que quedaban pendientes eran la pensión para la viuda y el derecho a heredar de la pequeña. Cosas ambas que solucionamos en el testamento de usted, milord, sin cuestionar en ningún momento la validez del matrimonio.
—Sí —dijo el conde mirando con expresión meditabunda su bebida, y entonces echó la cabeza hacia atrás y se la bebió de un trago. Puso cara de asco—. Pero ahora él está aquí. Y no lo entiendo. No puedo predecir cuál será su comportamiento.
El señor King dio un trago de vino y se aclaró la garganta.
—Como también hemos hablado, milord, desde la alegre noticia de que lord Winter seguía con vida, la absoluta falta de pruebas y testigos hace que esta unión y el fruto de ella sean vulnerables, y la mayor amenaza es que alguno de los dos cónyuges se case legalmente con otro. En este caso, no me sería nada fácil defender ante un tribunal esta unión no documentada. En una ocasión trabajé en la defensa en un caso relacionado con un matrimonio no documentado de Gretna Green, y fue un asunto muy desagradable. La ley está plagada de anomalías e inexactitudes en tales casos… y el resultado es tan incierto como una tirada de dados. Por este motivo he aconsejado tan encarecidamente un pronto intercambio de votos, en privado, pero con testigos y dejando adecuada constancia, y el reconocimiento y aceptación de la custodia de la niña por parte de lord Winter. Si esto se hace, la unión sería intocable.
—¿Y hasta entonces?
—Hasta entonces, señor, podría pasar que su hijo o incluso lady Winter se comporten como si no estuvieran casados, y el único recurso sería probar lo improbable ante el tribunal. No es una idea halagüeña. Si su hijo no desea confirmar el matrimonio, entonces tenemos motivos para preocuparnos.
Lord Belmaine se inclinó hacia delante, apoyó el mentón en una mano y apretó la otra contra el chaleco.
—Quiere a la pequeña. Yo diría… Creo que siente un gran interés por miss Elizabeth.
—Es una noticia excelente, milord. Puedo explicarle con toda autoridad que no tendrá ningún derecho sobre la pequeña si repudia el matrimonio y la custodia.
El conde levantó los párpados.
—Procure hacerlo sin que lady Winter se entere, o será ella quien lo repudie.
—Cielo santo, no sería muy normal que llegara a considerar una acción tan poco prudente.
—Mi hijo ha hecho lo posible para provocarlo.
—No creo que lo consiga. No hay muchas damas que sean tan descuidadas. Es cierto que el matrimonio supondrá para ella ciertas desventajas legales, pero estas difícilmente causarían una aflicción real a la sensibilidad natural del sexo femenino. Ciertamente no haría nada tan perverso como convertir a una hija en bastarda y destruirse a sí misma negando abiertamente el matrimonio.
—Esa es la línea que quiero que siga con ella si se muestra reacia, señor King. —El conde se incorporó—. Yo me imaginaba una reunión de los diferentes implicados con usted, pero creo que debemos hablar con cada uno por separado. Espero que no tenga inconveniente en quedarse aquí unos días.
—Muy bien, señor. Será un placer complacerlo.
Arden siempre había procurado encandilar a las amas de llaves. Una sucesión interminable de mistress Patterson —las llamaban a todas así, fuera cual fuese su verdadero nombre—, que le guardaban carne fría y pan envueltos en un pañuelo o platos con pastas y tortitas dentro de un enorme diccionario que Arden había vaciado cuidadosamente con un cortaplumas a la edad de ocho años. El volumen había pasado años sobre un solemne podio, junto a la puerta de su habitación, sin descubrir jamás su secreto.
Y seguía allí. Lo vio cuando entró en su antigua habitación, la misma que ahora ocupaba Zenia, para cambiarse.
Había conseguido sacarle una ofrenda en son de paz a la actual mistress Patterson, después del enojo inicial por aquella invasión de sus dominios del hijo de la casa, de tan mala fama. Pero, como siempre, Arden se sentía como un granuja en Swanmere, y enseguida recuperó sus antiguos hábitos y estratagemas. Para cuando se fue con un tenedor en el bolsillo y un bonito pedazo de budín de ciruela con salsa en equilibrio sobre la mano, la señora Patterson lo tenía por un pobre muerto de hambre al que no habían alimentado bien en su vida.
Arden subió por la escalera de atrás, salvando los escalones de dos en dos. No le habría importando comerse el budín: durante la cena su apetito no había sido precisamente bueno. Pero no había conseguido aquel budín para saciar su hambre.
Se detuvo ante la puerta. Había estado deambulando bajo la niebla por la propiedad hasta casi las diez, y se le había ocurrido que quizá el antiguo Selim no se sentía a gusto comiendo su plato ante otras personas. La cortesía y disciplina del desierto exigía una contención, una abstinencia voluntaria cuando había otras personas delante. Ya le había parecido que comía poco antes de que él dijera nada… y luego él la obligó a abandonar la mesa con sus palabras hirientes.
Y entonces recordó que Selim siempre había soñado con el budín de ciruela.
Cuando llegó a la puerta se sintió un perfecto idiota. Ella no era Selim. Eran casi las once. Dentro no parecía haber ninguna luz encendida. La puerta de la habitación de su hija estaba abierta, y no se veía luz.
Quizá Zenia había vuelto abajo para hacer compañía a su madre. Quizá se había acostado. Su cuerpo respondió a este pensamiento con una agitación carnal. Lo hizo sentirse todavía más torpe, allí de pie, con un tenedor y un budín de ciruela, como un cachorro enamorado.
Con suavidad, llamó a la puerta con el tenedor. Por un momento no se oyó nada. Arden se sintió aliviado: o estaba dormida o se había ido. Luego Zenia habló con voz cauta:
—¿Quién es?
Arden puso la mano sobre el pomo y abrió.
Encontró a Zenia sentada ante el escritorio, arropada con un camisón y una bata de lana.
—No puedes entrar aquí —susurró con irritación—. He hecho que lleven tus cosas a la otra habitación. Elizabeth siempre duerme conmigo.
Al parecer escribía una carta, y no hizo ademán de dejar la pluma. El fuego siseaba suavemente. Sobre el lecho había un pequeño bulto que roncaba; Beth, sin duda.
Una oleada de emociones lo recorrió: calidez y exclusión, y una extraña añoranza. Aquella habitación era otro de sus escondites, un refugio seguro para el muchacho sensible y reflexivo que había sido. Pero la nueva propietaria lo estaba echando. Lo miraba con expresión hostil y posesiva.
—Come —dijo él en árabe, y dejó el plato y el tenedor en la superficie más próxima, que resultó ser el podio del diccionario, junto a la puerta.
—Te he dicho que no me hables en árabe…
Él salió y cerró la puerta.
Aquello se parecía condenadamente a una retirada. O una huida.
Mientras permanecía en el pasillo, una doncella llegó apresuradamente por la escalera de atrás. Llevaba una bandeja. Cuando lo vio, la mujer vaciló.
Arden se apartó. La doncella hizo una pequeña reverencia y llamó a la puerta.
—¿Quién es? —fue la pregunta con tono dubitativo, pero esta vez hablaba más cerca de la puerta.
—Su té y su refrigerio, señora —susurró la doncella mirando un momento a Arden y bajando luego los ojos.
—Entra —dijo la voz del otro lado de la puerta.
Cuando la puerta se abrió, Arden vio a Zenia junto al diccionario. Sus ojos se abrieron ligeramente cuando vio que seguía allí.
Zenia no necesitaba su ofrenda: la bandeja que le llevaban estaba cargada de comida. No necesitaba absolutamente nada de él. Se había hecho un sitio muy agradable; tenía respetabilidad y comodidades, contaba con la aprobación de su padre; se había apropiado de la habitación de Arden y de su apellido, y con solo tocar la campanilla, pensó con desdén, podía conseguir todo el budín de ciruela que quisiera. Arden se sentía indeciblemente estúpido.
Se dio la vuelta y se dirigió a grandes zancadas hacia la escalera. Era muy fácil salir de Swanmere cuando cerraban las puertas. Él conocía bien todos los caminos.
Zenia firmó la carta a su padre. La mano aún le temblaba, y rompió la pluma y tuvo que arreglarla antes de poder terminar. Había esperado que lord Winter se presentara, aunque había rezado para que viera la puerta abierta en la otra habitación y sacara sus propias conclusiones.
Pero había aparecido y había hecho tambalearse sus decisiones. Zenia había roto la primera carta, la que decía que debía volver inmediatamente, que no se atrevía a permanecer en la misma casa que aquel hombre, aquel extraño, que las amenazaba diciendo que se iba a llevar a Elizabeth.
Y entonces le había llevado comida, la había mirado con aquellos intensos ojos azules y había dicho «come», igual que cuando estaban en el desierto. Zenia quería olvidar el desierto. Quería olvidar lo que era sentir hambre. Pero había sentido hambre, incluso allí, porque se sentía grosera y avariciosa sentada ante una mesa con tanta comida. Siempre sentía el impulso de comer y comer tanto como pudiera, como un mendigo hambriento. Y por eso no comía. Se había hecho el firme propósito de ser una dama inglesa.
Hacía que le llevaran comida cuando estaba sola. Nadie había dicho nunca nada. Y no creía que el conde o la condesa lo supieran.
Pero lord Winter había adivinado que tenía hambre. Le había subido budín de ciruela y le había dicho «come». Él sabía que, bajo los diamantes y la seda, seguía siendo una criatura lastimosa, una muerta de hambre, sucia y descalza.
Lanzó una risita amarga, arrugando la nariz ante el plato que descansaba sobre el diccionario. Al menos podría haber preguntado qué le gustaba.
¡Oh, se había acordado! En aquel entonces el budín de ciruela era uno de sus sueños. Él la había subido al camello, luego ella había visto su sangre en la silla. De no haber perdido tiempo ayudándola, quizá no se habría quedado atrás.
Quizá sería ella quien aún estaría allí. O habría muerto lapidada. Elizabeth no habría llegado a nacer. Y él se hallaría a salvo en Inglaterra, en su casa, puede que incluso casado con alguna de las jovencitas inglesas que lady Belmaine habría escogido para él.