Tarzán y el león de oro (26 page)

Read Tarzán y el león de oro Online

Authors: Edgar Rice Burroughs

Tags: #Aventuras

Un sorprendido Usula, al frente de los tristes y abatidos waziri, se topó tras un recodo del camino cara a cara con su amo.

—¡Tarzán de los Monos! —exclamó Usula—. ¿De verdad eres tú?

—No soy otro —respondió el hombre-mono—, pero ¿dónde está lady Greystoke?

—Ay, mi amo, ¿cómo voy a decírtelo? —se lamentó Usula.

—No querrás decir que… —empezó a decir Tarzán—. No puede ser. No podía sucederle nada mientras estaba protegida por mis waziri.

Los guerreros bajaron la cabeza avergonzados y entristecidos.

—Ofrecemos nuestra vida por la suya —dijo simplemente Usula. Arrojó al suelo su lanza y escudo y, extendiendo los brazos, ofreció su pecho desnudo a Tarzán—. Pega,
bwana
.

El hombre-mono se apartó con la cabeza baja. Después volvió a mirar a Usula.

—Dime cómo ocurrió —dijo—, y olvídate de tus necias palabras como yo he olvidado lo que las ha motivado.

Brevemente, Usula narró los acontecimientos que habían conducido a la muerte de Jane, y cuando terminó Tarzán de los Monos sólo dijo tres palabras, que expresaban una pregunta típica en él.

—¿Dónde está Luvini? —preguntó.

—Ah, no lo sabemos —respondió Usula.

—Pero yo lo averiguaré —dijo Tarzán de los Monos—. Seguid vuestro camino, regresad a vuestras chozas y a vuestras mujeres e hijos, y cuando volváis a ver a Tarzán, sabréis que Luvini habrá muerto.

Le pidieron permiso para acompañarle, pero él no quiso escucharles.

—En esta época del año sois necesarios en casa dijo. —Ya lleváis demasiado tiempo alejados de vuestros campos y rebaños. Regresad, pues, y llevadle el mensaje a Korak, pero decidle que mi deseo es que también él se quede en casa; si yo caigo, entonces puede venir y proseguir el trabajo que yo deje inacabado si lo desea.

Cuando terminó de hablar, se volvió en la dirección por la que había venido y emitió una única nota baja y sostenida y, unos instantes después, Jad-bal-ja, el león de oro, apareció a la vista por el sendero de la jungla.

—¡El león de oro! —exclamó Usula—. Se escapó de Keewazi para ir al encuentro de su amado
bwana
.

Tarzán hizo un gesto de asentimiento.

—Siguió muchos caminos por una región extraña hasta que me encontró —dijo; luego, se despidió de los waziri y dirigió sus pasos una vez más lejos del hogar, en busca de Luvini y la venganza.

John Peebles, sentado en la horcadura de un gran árbol, saludó el nuevo día con ojos cansados. Cerca de él se encontraba Dick Throck, afianzado igualmente en otra horcadura, mientras Kraski, más inteligente y por tanto con más genio inventivo, había montado una pequeña plataforma de ramas entre dos troncos paralelos, sobre la que yacía con relativa comodidad. Tres metros más arriba Bluber se dejó caer, medio exhausto y absolutamente aterrorizado, a una rama más pequeña, soportado con algo que se aproximaba a la seguridad por una horcadura de la rama a la que se aferraba.

—Dios mío —gruñó Peebles—, prefiero que los malditos leones se me coman antes que pasar otra noche como ésta, y ya está.

—Sí, caramba —dijo Throck—, yo dormiré en el suelo, después de esto, con leones o sin leones.

—Si la inteligencia combinada de los tres fuera igual a la de una morsa —observó Kraski—, habríamos podido dormir con relativa seguridad y comodidad en el suelo.

—Eh, Bluber, «el señor Kraski» te está hablando —dijo Peebles con fino sarcasmo, acentuando el «señor».

—¡
Ach, weh
! No me
imporrrta
lo que digáis —gimió Bluber.

—Quiere que construyamos una casa para él cada noche —prosiguió Peebles— mientras él se queda a un lado diciéndonos lo que tenemos que hacer, pues como es un elegante caballero, no hace nada.

—¿Por qué iba a trabajar con las manos cuando vosotros sois dos grandes bestias que no tenéis nada más que hacer? —preguntó Kraski. A estas horas, os habríais muerto de hambre todos si yo no hubiera encontrado comida para vosotros. Y al foral seréis carne para los leones, o moriréis de agotamiento si no me escucháis… Aunque no se perdería gran cosa.

Los otros no hicieron caso de este último comentario. En realidad, habían discutido durante tanto tiempo que realmente no se prestaban atención uno a otro. Con la excepción de Peebles y Throck, todos se odiaban cordialmente y sólo se mantenían juntos porque tenían miedo de separarse. Despacio, Peebles bajó su corpulento cuerpo al suelo. Throck le siguió y después lo hizo Kraski, y, por último, Bluber, quien se quedó un momento en silencio al ver su horrible atuendo.

—¡
Mein Gott
! —exclamó por fin—. ¡Miradme! Este
trrraje
me costó veinte guineas, y
mirrradlo
. Está hecho
harrrapos
. ¡
Harrrapos
! No vale ni un penique.

—¡A la mierda tu ropa! —exclamó Kraski. Estamos perdidos, medio muertos de hambre, amenazados constantemente por animales salvajes, y quizá, no lo sabemos, por caníbales, y Flora ha desaparecido en la jungla, y tú te quedas ahí hablando de tu traje de veinte guineas. Me tienes harto, Bluber. Pero vamos, es hora de irnos.

—¿Por dónde? —preguntó Throck.

—Bueno, hacia el oeste, desde luego —respondió Kraski. La costa está allí y no nos queda más remedio que intentar llegar hasta ella.

—No llegaremos si vamos hacia el este —rugió Peebles—, y ya está.

—¿Quién ha dicho que podríamos?

—Bueno, ayer fuimos todo el rato en dirección este —dijo Peebles—. Todo el rato supe que algo iba mal, y acaba de ocurrírseme qué era.

Throck miró a su compañero con estúpida sorpresa.

—¿Qué quieres decir? —gruño—. ¿Qué te hace pensar que íbamos hacia el este?

—Es fácil —respondió Peebles— y puedo demostrároslo. Porque este grupo de aquí sabe, como el resto, que hemos viajado recto hacia el interior desde que los nativos nos abandonaron. —Señaló con la cabeza hacia el ruso, que estaba de pie con los brazos en jarras, mirando al otro con aire burlón.

—Si crees que os llevo en la dirección errónea, Peebles —dijo Kraski, date la vuelta y ve por el lado contrario; pero yo seguiré en la dirección en que hemos ido, que es la buena.

—No es la dirección correcta —replicó Peebles— y te lo demostraré. Escucha, cuando viajas hacia el oeste, el sol está a tu izquierda, ¿no?, es decir, durante todo el día. Bueno, desde que viajamos sin los nativos el sol ha estado a nuestra derecha. Todo el rato estuve pensando que había algo que no andaba bien, pero no se me ha ocurrido hasta ahora. Está claro como la luz del día. Hemos estado viajando hacia el este.

—Caramba —exclamó Throck—, hemos ido hacia el este, y el cabrón piensa que lo sabe todo.

Auch
! —gruñó Bluber—, ¿y tenemos que
volverrr
a
andarrr
todo el camino?

Kraski se rió y se volvió para reanudar la marcha en la dirección que él había elegido.

—Vosotros id por donde queráis dijo, —y mientras viajáis, pensad que estáis al sur del ecuador y que por lo tanto el sol siempre está en el norte, lo cual, sin embargo, no cambia su vieja costumbre de ponerse por el oeste.

Bluber fue el primero en comprender la verdad de la afirmación de Kraski.

—Vamos, muchachos —dijo—. Carl tiene razón —y se volvió y siguió al ruso.

Peebles se quedó rascándose la cabeza, completamente perplejo ante tan desconcertante problema, sobre el que Throck también estaba reflexionando profundamente. Entonces este último se fue detrás de Bluber y Kraski.

—Bueno, John —dijo a Peebles—, no lo entiendo, pero supongo que tienen razón. Se
dirrrigen
hacia donde el sol se puso anoche, y esto
segurrro
que es el oeste.

Al ver que su teoría no se sostenía, Peebles siguió a Throck, aunque no estaba convencido.

Los cuatro hombres, hambrientos y con los pies llagados, avanzaron pesadamente hacia el oeste durante varias horas buscando en vano algo que cazar. Como desconocían el arte de la jungla, andaban a tontas y a locas. Podían haber estado rodeados de fieros carnívoros o de salvajes guerreros, pero tan torpes son las facultades perceptivas del hombre civilizado, que el más descarado enemigo les habría seguido sin que se dieran cuenta.

Y así, poco después de mediodía, cuando cruzaban un pequeño claro, una flecha que por poco le dio a Bluber en la cabeza les hizo detenerse de pronto, presas del pánico. Con un estridente alarido de terror Adolph se desplomó al suelo. Kraski se llevó el rifle al hombro y disparó.

—¡Allí! —gritó—, ¡detrás de los arbustos! —Y entonces otra flecha, procedente de otra dirección, se le clavó en el antebrazo. Peebles y Throck, corpulentos y torpes, se pusieron en acción con menos celeridad que el ruso, pero, igual que él, no mostraron ninguna señal de miedo.

—¡Al suelo! —gritó Kraski, haciendo lo que decía—. Tumbaos.

Apenas los tres hombres se echaron al suelo entre la alta hierba, cuando una veintena de cazadores pigmeos aparecieron a la vista y una lluvia de flechas pasó silbando por encima de sus cabezas, mientras, desde un árbol cercano, dos ojos grises como el acero contemplaban la emboscada.

Bluber yacía sobre el estómago con la cara escondida en los brazos, su inútil rifle a un lado, pero Kraski, Peebles y Throck peleaban por sus vidas y enviaban plomo a los vociferantes pigmeos.

Kraski y Peebles abatieron cada uno a un nativo con el rifle y entonces el enemigo se retiró a ocultarse en la jungla circundante. Durante unos instantes hubo un cese de hostilidades. Reinaba el más absoluto silencio, y entonces una voz rompió la quietud desde el verdor de un gigante de la selva próxima.

—No disparéis hasta que yo os lo diga —dijo en inglés— y os salvaré.

Bluber levantó la cabeza.

—¡Deprisa! ¡Deprisa! —gritó—. No
disparrrarrremos
. Sálvame, sálvame y te
darrré
cinco
librrras
.

Procedente del árbol del que había salido la voz, se oyó un silbido bajo y sostenido, y después, silencio.

Los pigmeos, momentáneamente sorprendidos por la voz misteriosa que brotaba del follaje de un árbol, cesaron sus actividades, pero después, al no oír nada que despertara su miedo, salieron del refugio que les proporcionaban los arbustos y lanzaron otra andanada de flechas hacia los cuatro hombres, que estaban echados entre las hierbas del claro. Al mismo tiempo, la figura de un gigante blanco saltó de las ramas inferiores de un patriarca de la jungla y del matorral de abajo salió de un salto un gran león de melena negra.

—¡
Ach
! —gritó Bluber, y volvió a taparse la cara con los brazos.

Por un instante, los pigmeos se quedaron aterrorizados, y luego su cabecilla gritó:

—¡Es Tarzán! —y dio media vuelta y huyó a la jungla.

—Sí, soy Tarzán, Tarzán de los Monos —dijo lord Greystoke—. Soy Tarzán y el león de oro —pero hablaba en el dialecto de los pigmeos y los blancos no entendían una sola palabra de lo que decía. Entonces se volvió a ellos—: Los gomangani se han ido, levantaos.

Los cuatro se pusieron en pie.

—¿Quiénes sois y qué hacéis aquí? —preguntó Tarzán de los Monos—. Pero no necesito preguntaros quiénes sois. Sois los hombres que me drogasteis y me dejasteis indefenso en vuestro campamento, presa del primer león o salvaje nativo que pasara.

Bluber dio un traspiés, frotándose las manos, sonriendo y muerto de miedo.

—¡
Ach, nein
!,
señorrr
Tarzán, no lo reconocimos. Nunca
habrrríamos
hecho lo que hicimos, de
haberrr
sabido que
errra
Tarzán de los Monos. ¡Sálveme! Diez
libaras
, veinte,
cualquiera
cosa. Diga su
prrrecio
. Sálveme y es suyo.

Tarzán hizo caso omiso de Bluber y se volvió hacia los otros.

—Estoy buscando a uno de vuestros hombres —dijo—, un negro que se llama Luvini. Ha matado a mi esposa. ¿Dónde está?

—No sabemos nada de eso —lijo Kraski. Luvini nos traicionó y nos abandonó. Tu esposa y otra mujer blanca se encontraban en nuestro campamento. Ninguno de nosotros sabe qué se ha hecho de ellas. Estaban en la parte de atrás mientras nosotros intentábamos defender el campamento del ataque de los árabes y los esclavos. Tus waziri estaban allí. Después de que el enemigo se retirara, descubrimos que las dos mujeres habían desaparecido. No sabemos qué se hizo de ellas. Ahora las estamos buscando.

—Mis waziri me dijeron lo mismo —dijo Tarzán—, pero ¿habéis visto a Luvini desde entonces?

—No —respondió Kraski.

—¿Qué hacéis aquí? —preguntó Tarzán.

—Vinimos con el señor Bluber en una expedición científica —explicó el ruso—. Hemos tenido muchos problemas. Nuestros guías, soldados negros y porteadores se amotinaron y nos abandonaron. Estamos absolutamente solos e indefensos.

—¡Ja! ¡Ja! —exclamó Bluber—. ¡Sálvenos! ¡Sálvenos!
Perrro
no deje que el león se
acerrrque
. Me pone
nerrrvioso
.

—No te hará daño… Si yo no se lo pido —dijo Tarzán.

—Entonces, le
rrruego
que no se lo pida —pidió Bluber.

—¿Adónde queréis ir? —preguntó Tarzán.

—Intentamos regresar a la costa —respondió Kraski— y de allí a Londres.

—Venid conmigo —dijo Tarzán—, posiblemente pueda ayudaros. No lo merecéis, pero no soporto ver perecer a ningún hombre blanco en la jungla.

Lo siguieron hacia el oeste, y aquella noche acamparon junto a un pequeño arroyo de la jungla.

A los cuatro londinenses les costaba acostumbrarse a la presencia del gran león y Bluber se hallaba en un estado de palpable terror.

Cuando se sentaron en torno a la fogata después de la cena, que Tarzán había proporcionado, Kraski sugirió que se pusieran a construir algún tipo de refugio para protegerse de las bestias salvajes.

—No será necesario —dijo Tarzán—. Jad-bal-ja os protegerá. Él dormirá aquí, al lado de Tarzán de los Monos, y lo que uno no oiga lo oirá el otro.

Bluber suspiró.

—¡
Mein Gott
! —exclamó—.
Darrría
diez
librrras
por una noche de sueño.

—Esta noche puedes tenerla por menos —replicó Tarzán—, pues nada te ocurrirá mientras Jad-bal-ja y yo estemos aquí.

—Bien, entonces,
crrreo
que
dirrré
buenas noches. —Se alejó unos pasos, se enroscó y enseguida se quedó dormido. Throck y Peebles le imitaron y poco después también lo hizo Kraski.

Other books

Haunted by Amber Lynn Natusch
Frankie in Paris by McGuiness, Shauna
Changeling by Sharon Lee and Steve Miller, Steve Miller
My Neighbor's Will by Lacey Silks
The Happy Prisoner by Monica Dickens
A Sunday at the Pool in Kigali by Gil Courtemanche
Packing Iron by Steve Hayes