Tarzán y el león de oro (29 page)

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Authors: Edgar Rice Burroughs

Tags: #Aventuras

Era extraño que la visión durase tanto. Esteban cerró los ojos con fuerza y los abrió un poco, y allí seguía, donde estaba antes de cerrarlos, la visión de antes. Abrió los ojos completamente y vio que la figura de la mujer de blanco flotaba sobre él.

Esteban Miranda de pronto palideció.

—¡Madre de Dios! exclamó, Es Flora. Está muerta y ha venido a acosarme.

Con los ojos fijos se puso lentamente en pie para enfrentarse a la aparición, cuando con voz suave ésta habló.

—Dios del cielo —exclamó—, ¿eres tú de verdad?

Al instante Esteban se dio cuenta de que no se trataba de un espíritu desencarnado ni de Flora, pero ¿quién era? ¿Quién era aquella visión tan hermosa, y qué hacía sola en la salvaje África?

Muy lentamente descendió el terraplén y se aproximó a él. Esteban devolvió los diamantes a la bolsa y se la metió de nuevo en el interior del taparrabos.

La muchacha se acercaba a él con los brazos extendidos.

—Amor mío, amor mío —exclamó— no me digas que no me conoces.

El español estaba lo bastante cerca para ver cómo sus senos subían y bajaban deprisa y sus labios temblaban de amor y pasión. Una súbita oleada de ardiente deseo le invadió, así que, con los brazos abiertos, echó a correr hacia ella para recibirla y estrecharla contra su pecho.

Tarzán, siguiendo el rastro de olor del hombre y de la mujer, avanzaba despacio por el sendero de la jungla, pues no hacía falta darse prisa para llegar hasta ellos dos. Tampoco se sorprendió cuando de pronto tropezó con la figura acurrucada de una mujer que yacía en medio del camino. Se arrodilló a su lado y le puso una mano sobre el hombro, lo que provocó un grito asustado.

—¡Dios mío, esto es el fin! —exclamó.

—No corres ningún peligro dijo el hombre-mono. —No te haré daño.

Ella volvió los ojos hacia él para mirarle. Al principio creyó que era Esteban.

—¿Has venido a salvarme, Esteban? —preguntó—.

¿Esteban? ¡Yo no soy Esteban! —exclamó—. No me llamo así.

—¡Lord Greystoke! —soltó ella, reconociéndolo—. ¿De verdad es usted?

—Sí —respondió—. ¿Y tú quién eres?

—Soy Flora Hawkes. Fui doncella de lady Greystoke.

—Te recuerdo —dijo—. ¿Qué haces aquí?

—Me da miedo decírselo —confesó—. Tengo miedo de su ira.

—Dímelo —ordenó él—. Deberías saber, Flora, que yo no hago daño a las mujeres.

—Vinimos a coger oro de las cámaras de Opar —dijo—, pero esto ya lo sabe.

—Yo no sé nada —replicó él—. ¿Quieres decir que estabas con los europeos que me drogaron y me abandonaron en su campamento?

—Sí —admitió Flora—, cogimos el oro, pero usted llegó con sus waziri y nos lo quitó.

—Yo no llegué con ningún waziri ni os quité nada —se defendió Tarzán—. No te entiendo.

Ella alzó las cejas con sorpresa, pues sabía que Tarzán de los Monos no mentía.

—Nos separamos —explicó la muchacha— después de que nuestros hombres se volvieran contra nosotros. Esteban me raptó y después, al cabo de un tiempo, Kraski nos encontró. Él era el ruso. Llegó con una bolsa llena de diamantes y entonces Esteban lo mató y cogió los diamantes.

Y ahora le tocó a Tarzán experimentar sorpresa.

—¿Y Esteban es el hombre que está contigo? preguntó.

—Sí —respondió ella—, pero me ha abandonado. No podía andar más porque tengo los pies llagados. Se ha ido y me ha dejado aquí para que muera y se ha llevado los diamantes.

—Lo encontraremos —dijo el hombre-mono—. Vamos.

—Pero yo no puedo andar —protestó la muchacha—.

—No tiene importancia —dijo él. La levantó del suelo y se la echó al hombro.

El hombre-mono acarreaba a la exhausta muchacha con facilidad.

—No falta mucho para llegar a un sitio donde hay agua, y agua es lo que necesitas. Te ayudaré a revivir, te daré fuerzas, y quizá pronto encuentre comida para ti.

—¿Por qué es tan bueno conmigo? —preguntó la muchacha.

—Eres una mujer. No podría dejarte en la jungla para que murieras —respondió el hombre-mono. Flora Hawkes no pudo por menos de pedir entre sollozos perdón por el daño que ella le había hecho. Pronto oscureció, pero siguieron avanzando por el silencioso sendero hasta que, a lo lejos, Tarzán vislumbró el resplandor de una fogata.

—Creo que pronto encontraremos a tu amigo —susurró—. No hagas ningún ruido.

Unos instantes después, su aguzado oído captó ruido de voces. Se detuvo y dejó a la chica de pie en el suelo.

—Si no puedes seguir —dijo—, espera aquí. No quiero que escape. Volveré por ti. Si puedes seguir, despacio, adelante.

La dejó y se encaminó con cautela hacia la luz y las voces. Oyó que Flora Hawkes se movía directamente detrás de él. Era evidente que no soportaba la idea de volver a quedarse sola en la oscura jungla. Casi al mismo tiempo, Tarzán oyó un débil gemido a unos pasos a su derecha.

—Jad-bal-ja —susurró—, sígueme —y el gran león de negra melena se acercó a él, y Flora Hawkes, ahogando un grito, se precipitó a su lado y se cogió a sus brazos.

—Silencio —susurró—, Jad-bal-ja no te hará daño.

Un instante después, los tres llegaron al borde de la orilla del antiguo río y, a través de la alta hierba que allí crecía, contemplaron el pequeño campamento que había más abajo.

Tarzán, consternado, vio una réplica de sí mismo de pie ante una pequeña fogata, mientras que lentamente se acercaba a él una mujer con los brazos abiertos, vestida de blanco. Él oyó las palabras que ella pronunciaba; dulces palabras de amor y cariño y, al oír la voz y percibir el rastro de olor que un leve viento llevó de pronto a su olfato, una extraña mezcla de emociones se apoderó de él: felicidad, desesperación, rabia, amor y odio.

Vio que el hombre que estaba junto al fuego con los brazos abiertos la estrechaba contra su pecho, y entonces Tarzán separó las hierbas y se acercó al borde mismo del terraplén, donde su voz desgarró la jungla con una sola palabra.

—¡Jane! —gritó, y al instante hombre y mujer se volvieron y le miraron; una figura apenas revelada a la luz de la fogata. Al verle, el hombre giró en redondo y corrió hacia el otro lado del río, y entonces Tarzán saltó al fondo del lecho seco y corrió hacia la mujer.

—¡Jane —gritó—, eres tú, eres tú!

La mujer mostró su asombro. Primero miró la figura del hombre que huía y al que había estado a punto de abrazar y después volvió los ojos hacia Tarzán. Se frotó la frente y volvió a mirar hacia Esteban, pero éste ya no estaba a la vista. Entonces dio un paso vacilante en dirección al hombre-mono.

—Dios mío —exclamó—, ¿Qué significa esto? ¿Quién eres? Y si tú eres Tarzán, ¿quién es el otro?

—Soy Tarzán, Jane —dijo el hombre-mono.

Miró atrás y vio a Flora Hawkes que se acercaba.

—Sí —dijo—, eres Tarzán. Te vi cuando huiste a la jungla con Flora Hawkes. No lo entiendo, John. No podía creer que tú, aunque hubieras sufrido un accidente en la cabeza, me hicieras algo así.

—¿Yo huí a la jungla con Flora Hawkes? —preguntó con sincera sorpresa.

—Te vi —dijo Jane.

El hombre-mono se volvió hacia Flora.

—No lo entiendo —dijo.

—Era Esteban quien huyó a la jungla conmigo, lady Greystoke —dijo la muchacha—. Era Esteban el que estaba a punto de engañarla otra vez. Éste es el verdadero lord Greystoke. El otro es un impostor que me abandonó y me dejó en la jungla para que muriera. De no haber llegado lord Greystoke, ahora estaría muerta.

Lady Greystoke dio un paso vacilante hacia su esposo.

—Ah, John —dijo—, sabía que no podías ser tú. El corazón me lo decía, pero mis ojos me engañaron. Rápido —exclamó—, hay que capturar a ese impostor. Deprisa, John, antes de que escape.

—Déjale ir —dijo el hombre-mono—. Por mucho que quiero capturarle, por mucho que deseo recuperar lo que me robó, no volveré a dejarte sola en la jungla, Jane, ni siquiera para cogerle a él.

—Pero ¿y Jad-bal-ja? —preguntó ella.

—Ah —exclamó el hombre-mono—. Lo había olvidado —y se volvió al león y señaló en la dirección por la que el español había escapado—. Ve a buscarle, Jad-bal-ja —ordenó, y la bestia dorada dio un salto y salió tras el rastro de olor de su presa.

—¿Le matará? —preguntó Flora Hawkes con un estremecimiento. Y, sin embargo, en el fondo se alegraba del justo destino que esperaba al español.

—No, no lo matará —respondió Tarzán de los Monos—. Tal vez le arranque un pedazo de carne, pero lo traerá vivo si es posible.

Y entonces, como si el destino del fugitivo ya estuviera olvidado, se volvió hacia su compañera.

Jane —dijo—, Usula me dijo que habías muerto. Dijo que había encontrado tu cuerpo abrasado en la aldea árabe y que lo habían enterrado allí. ¿Cómo es, pues, que estás viva y sana y salva? He estado buscando a Luvini en la jungla para vengar tu muerte. Quizá por lo mismo no le encontraba.

—Nunca le habrías encontrado —respondió Jane Clayton—, pero no entiendo por qué Usula te dijo que había encontrado mi cuerpo y lo había enterrado.

—Unos hombres a los que hizo prisioneros —respondió Tarzán— le dijeron que Luvini te había llevado, atada de manos y pies, a una de las chozas árabes que estaba junto a la puerta de la aldea, y que allí te había atado además a una estaca clavada en el suelo de la choza. Cuando la aldea quedó destruida por el fuego, Usula y los otros waziri volvieron en tu busca con algunos de los prisioneros, quienes les indicaron el lugar donde estaba la choza y donde encontraron los restos calcinados de un cuerpo humano, junto a una estaca carbonizada a la que al parecer había estado atado.

—¡Ah! —exclamó la muchacha—. Ya lo entiendo. Luvini me ató de manos y pies y después a una estaca, pero más tarde regresó a la choza y me quitó las ataduras. Intentó atacarme; cuánto rato peleamos no lo sé, pero tan enzarzados estábamos en nuestra pelea, que ninguno de los dos se dio cuenta de que la aldea se estaba incendiando. Mientras yo forcejeaba con él, vi que llevaba un cuchillo en el cinturón; dejé que me cogiera y cuando sus brazos me rodearon, agarré el cuchillo, lo saqué de su funda y se lo clavé en la espalda, debajo del hombro izquierdo, y eso fue todo. Luvini se desplomó sin vida en el suelo de la choza. Casi al mismo tiempo la parte posterior y el tejado de la estructura fueron pasto de las llamas.

»Yo estaba semidesnuda, pues él me había desgarrado toda la ropa al pelear. Colgado en la pared de la choza había este albornoz blanco, sin duda de uno de los árabes asesinados. Lo cogí, me lo eché por encima y salí corriendo. Todas las chozas estaban en llamas y el último de los nativos desaparecía por la puerta de la aldea. A mi derecha parte de la empalizada aún estaba libre de las llamas. Escapar por la puerta habría significado echarme a los brazos de mis enemigos y, por tanto, escalé la empalizada como pude y me dejé caer a la jungla sin que nadie me viera.

»Tuve bastantes dificultades para esquivar a las diversas bandas de negros que habían huido de la aldea. Una parte del tiempo estuve cazando para los waziri y el resto, tuve que permanecer escondida. Descansaba en la horcadura de un árbol, a unos ochocientos metros de aquí, cuando he visto el resplandor del fuego de este hombre y, cuando he venido a investigar, la alegría de descubrir que, como yo imaginaba, había dado con mi Tarzán me ha dejado casi sin sentido.

—Entonces fue el cuerpo de Luvini, y no el tuyo, el que enterramos —dijo Tarzán.

—Sí —dijo Jane—, y fue este hombre que se acaba de escapar a quien vi huir a la jungla con Flora y no a ti, como yo creía.

Flora Hawkes de pronto levantó la mirada.

—Y debió de ser Esteban el que vino con los waziri y nos robó el oro. Engañó a nuestros hombres y también debió de engañar a los waziri.

—Habría podido engañar a cualquiera si ha podido engañarme a mí —observó Jane Clayton—. Habría descubierto el engaño enseguida, no me cabe duda, pero a la luz escasa de la fogata, e influida como estaba por la gran alegría de ver de nuevo a lord Greystoke, he creído lo que quería creer.

El hombre-mono se pasó los dedos por la densa cabellera, gesto que solía hacer cuando pensaba.

—No puedo entender cómo engañó a Usula a plena luz del día —dijo meneando la cabeza.

—Yo sí —replicó Jane—. Le dijo que sufrió una herida en la cabeza que le hizo perder parte de la memoria, lo que explicaba muchos de los errores de interpretación de tu personalidad que cometía.

—Era un diablo muy hábil —comentó el hombre-mono.

—Era un diablo, de acuerdo —coincidió Flora.

Más de una hora después, las hierbas de la orilla del río se separaron de pronto y Jad-bal-ja apareció en silencio. En sus fauces llevaba una piel de leopardo desgarrada y ensangrentada, que dejó a los pies de su amo.

El hombre mono recogió el objeto, lo examinó y frunció el entrecejo.

—Me parece que Jad-bal-ja lo ha matado —dijo.

—Probablemente se ha resistido —señaló Jane Clayton—, en cuyo caso Jad-bal-ja no podía hacer más que matarlo en defensa propia.

—¿Supone que se lo ha comido? —preguntó Flora Hawkes, apartándose de la bestia, asustada.

—No —respondió Tarzán—, no ha tenido tiempo. Por la mañana seguiremos el rastro de olor y encontraremos su cuerpo. Me gustaría recuperar los diamantes.

Y entonces contó a Jane la extraña historia de cómo había obtenido la gran riqueza que representaba la bolsita.

A la mañana siguiente partieron en busca del cuerpo de Esteban. El sendero atravesaba espesos arbustos y espinos, llegaba a la orilla del río un poco más abajo y luego desaparecía, y aunque el hombre-mono buscó a ambos lados del río en unos tres kilómetros a la redonda del punto en el que había perdido el rastro de olor, no encontró ninguna otra señal del español. Había sangre en las huellas de Esteban y en las hierbas del borde del agua.

Al fin, el hombre-mono regresó junto a las dos mujeres.

—Aquí se acaba el hombre que quiso ser Tarzán —anunció.

—¿Crees que ha muerto? —preguntó Jane.

—Sí, estoy seguro —respondió el hombre-mono—. Por la sangre imagino que Jad-bal-ja lo ha destrozado, pero ha conseguido alejarse y meterse en el río. No encontrar ningún rastro en la orilla, en una distancia razonable, me hace creer que ha sido devorado por los cocodrilos.

Flora Hawkes se estremeció de nuevo.

—Era un hombre perverso —dijo—, pero ni al más perverso le desearía un destino así.

El hombre-mono se encogió de hombros.

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