Tengo ganas de ti (18 page)

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Authors: Federico Moccia

Tags: #Infantil y juvenil, Romántico

—Hola, Gin, ¿qué haces aquí a esta hora?

—¿Tú qué crees?

—Te apetece bailar…

Imbécil.

—En realidad, quería hacer de portera por una noche.

Se ríe a gusto.

—Cómo eres, ¿eh?

—Oye, no veo el Mercedes de Francesco.

—Bonito coche, ¿eh?

—Sí, muy bonito. ¿Sabes si está dentro?

—No, esta noche no ha venido. Lo sé porque no me he movido de la puerta. Además, también lo buscaba Antonello, que ha entrado hará una media hora. Lo ha buscado dentro y se ha marchado. No estaba, le ha dado plantón porque me ha dicho que habían quedado. Adelante. —Deja entrar a un hombre gordo con una señora vestida más de oro que de tela, con un maquillaje tan pesado que asusta incluso a sus primeras arrugas.

—Está bien, pues si lo ves, dile que lo estoy buscando.

—De acuerdo. Adiós, Gin, buenas noches.

¡Sí, buenas noches… ojalá! Esta historia de no encontrarlo me está poniendo nerviosa. Paso por debajo de casa de Francesco. Nada, el Mercedes no está. Por lo general, aparca fuera porque cerca está la furgoneta de los
carabinieri
, que vigilan a algún político aún sin investigar o a un arrepentido. Bah, nunca lo he sabido… Hay un
carabiniere
junto a la furgoneta. Lo saludo al pasar por su lado con el Polo. Trato de alguna manera de animar su noche. Me mira mientras me alejo. Por el retrovisor veo que sigue mirando mi Polo que se aleja, preguntándose sinceramente el porqué de ese saludo. Cuando menos, he despertado su curiosidad. Dejo al
carabiniere
y vuelvo a pensar en Francesco. Pero ¿dónde coño se habrá metido? Qué demonios, si son las tres y media. Mañana tengo el examen. Me quedan apenas cuatro horas de sueño, siempre que consiga encontrarlo a tiempo. Ocupo el sitio del
carabiniere
con mi historia de amor y decido ir hasta el fondo. Lástima que Eleanora no esté. Ele, como la llamamos nosotros, es mi mejor amiga. Ha tenido que marcharse, se ha ido a la Toscana a ver a unos parientes. Ele nació en Florencia y después se trasladó a Roma. La Toscanaccia, la llamamos nosotros.

«Oh, inocente; oh, Ele… Oh, hada turquesa.» Todo ello aspirado. «Te van a preguntar en clase.»

Nos divertimos tomándole el pelo cada vez que le puede tocar a ella. Ostras, si estuviera, me haría compañía. Cualquier excusa es buena para Ele para estar fuera de casa hasta que amanezca. Lástima. Bueno, como vive aquí cerca pasaré por casa de Simona. Simona es muy romana, pelo rubio, un buen cuerpo, un poco rara, pero me cae simpática. Hace un año que vamos juntas y hemos establecido una buena relación, naturalmente, mal vista por Ele. Ella dice que en el fondo es una imbécil.

«Confía en mí, confía en la Toscanaccia, esta vez la inocente eres tú.» Yo me río. Ele es celosa. Es normal, no soporta que de vez en cuando Simona y yo nos veamos. Ya está, he llegado debajo de su casa y aquí sucede lo inverosímil… O mejor dicho, lo verosímil, en vista de que, mientras llamo al interfono de Simona, se abre el portal y sale Francesco. Cuatro menos cuarto. Y como si no bastara la hora, va sin corbata, lleva la camisa desabrochada y, lo peor de todo, tiene esa cara que he visto tantas veces. Demasiadas. Ahora las lamento todas. Después de hacer el amor, todos nos dulcificamos. Nuestros rasgos se suavizan, los ojos se humedecen ligeramente, los labios se vuelven un poco más carnosos y se llega a la sonrisa con mayor facilidad, pero más lentamente. A Francesco no le da tiempo a decir nada.

—Gin, yo…

Lo intenta, pero le escupo a la cara. Un gargajo perfecto. Le acierto de pleno y ni siquiera lo miro. Mientras me marcho, sólo pienso en que se limpiará.

—Gin, para, te lo explicaré todo.

—¿Todo el qué? ¿Qué hay que explicar?

Subo al Polo que he dejado en doble fila y él me alcanza, intenta bloquearme la portezuela, pero no le da tiempo. Subo y echo el seguro.

—Gin, no es lo que piensas. Es la primera vez que lo hago. Venga, no te marches, Gin. —Espera un momento y después dice algo que no hubiera querido que me dijera nunca, al menos no en ese momento—: Gin, yo te quiero.

Abro un poco la ventanilla:

—¿Ah, sí? Por eso te follas a una tipa como Simona. ¡Pues piensa que lo único que yo quiero de ti es tu coche!

Me marcho dando gas y avanzo algunos metros, buscándolo. Allí está. Lo ha aparcado cerca del portal, sin preocuparse ni siquiera de esconderlo. Allí está su espléndido Mercedes 200 SLK gris metalizado. Permanezco inmóvil en el Polo. Me siento como un toro antes de enfrentarse a un torero, resoplo mientras con el pie juego con el acelerador. Doy gas y lo aprieto dos o tres veces. Pienso en mi madre y en su Polo. Bueno, ya inventaré algo; sólo pensarlo me da demasiado placer. Por el retrovisor veo que Francesco llega corriendo. Es demasiado tarde, es demasiado bonito… ¡Qué gusto! ¡Qué pasada! Me pongo el cinturón. En la vida hay cosas a las que no se puede renunciar. Y éste es uno de esos momentos. Suelto el embrague y piso el acelerador a fondo. Allí está. Lo veo acercarse a una velocidad increíble: su Mercedes, su bonito, nuevo y flamante Mercedes. Freno sólo en el último momento pero por instinto, para no matarme. ¡Pum! Un golpe fantástico y reboto en el asiento. He acertado de pleno, en el lateral, en la portezuela. Meto la marcha atrás. El Polo se desengancha con esfuerzo pero vuelve a rodar que es una delicia. El Mercedes está frente a mí, completamente tumefacto, y hasta se ha roto una ventanilla. No oso imaginar mis daños, pero sí la cara de Francesco. Ésa la veo bien y es todo un poema. Qué bonito… Mira su coche destruido. Está estupefacto, no puede creerlo, no quiere creerlo, pero tiene que creerlo. Y tanto que tiene que creérselo… ¿Y sabes qué? Lo hago otra vez. Sí, es demasiado placentero, es demasiado bonito. Arranco a toda velocidad y apunto algo más adelante. ¡Pum! Le acierto de pleno aún con mayor fuerza, esta vez sin miedo, sin frenar siquiera. Ahora le he cogido el tranquillo. Tengo unas ganas locas de destruirlo entero. El parachoques delantero está roto y se ha abarquillado hasta el capó. Francesco está allí, frente a mí, sin palabras. Lo miro, estallo en una carcajada y me alejo saludándolo. Idos a la mierda, tú y tu Mercedes. Gilipollas. Cuando hay que hacer algo, hay que hacerlo. Y ahora tengo que pensar en Simona. Ah, a esa imbécil la dejaré para más adelante. Pero tiene que ser una venganza inteligente, fría, calculada, hiriente. Genial. Me gustaría encontrar aún más adjetivos si fuera posible.

Aparco debajo de casa y bajo del coche. Pobre Polito. He destrozado toda la parte delantera. Tiene el capó chafado como si fuera una mano con un calambre, dos faros rotos y también el parachoques. Me cago en diez, ¿y ahora que le cuento a mi madre? Sigo pensándolo en el ascensor. Ya pensaré algo para el pobre Polito y para la imbécil de Simona. Sí, algo se me ocurrirá, estoy segura. Me desnudo y me meto en la cama. Sigo pensando en mis dos problemas y en su posible solución. Sigo así, acordándome del choque, del Mercedes abollado. Poco a poco, estoy a punto de dormirme. Un último pensamiento en la duermevela. Sonrío. ¡Pum! ¡Menudo golpe, qué bonito! A todo esto, no he vuelto a pensar en Francesco. Bah. Desaparecido. Y, sonriendo, soy raptada por Morfeo.

A la mañana siguiente me despierto más lúcida que nunca. En un instante tengo las dos soluciones. Empiezo en seguida con el primero, el problema del Polo. Llamo a Ale, un amigo mío que siempre está metido en problemas pero que esta vez puede sacarme del mío.

—¿Ale? Soy Gin.

—¿Gin, qué puñetas pasa? ¿Qué hora es?

—Las siete.

—¿Las siete? Pero ¿es que te has vuelto loca?

—Ale, tienes que ayudarme, te lo ruego. Dime que tienes escondido algún coche robado.

—Gin, por teléfono, no… ¡Me cago en la puta!

—Perdona, Ale.

Se tranquiliza.

—¿Qué coche necesitas?

—Uno cualquiera pero que sea robado. Sólo necesito la matrícula.

—¿Sólo la matrícula? Bah, tú eres tonta.

—Por favor, Ale, es importante.

—Lo tuyo siempre es importante, espera un momento.

Unos diez segundos después vuelve a ponerse al teléfono:

—Venga, anota: Roma R27031. Es un Clio azul.

—Perfecto, gracias, Ale.

—¿Ya está, todo en su sitio?

—Sí, todo en su sitio.

—Perfecto. Entonces apago el teléfono y me vuelvo a dormir.

—Bien, te llamo por la tarde y te lo explico todo.

—Me importa un carajo.

Y cuelga.

Justo a tiempo. Llega mamá en camisón, recién levantada:

—Ginevra, pero ¿qué haces? ¿Ya estás despierta?

—Mamá, no sabes qué ha pasado. Anoche se me echó encima un loco con un coche.

—¡Oh, hija mía! ¿Te hiciste daño?

—No, estoy bien. Pero destrozó el Polo y huyó… ¡Pero mira, apunté la matrícula! —Le paso el papel recién escrito—. Era un Clio oscuro, tenemos que denunciarlo.

Mamá coge el papel.

—Dame, se lo diré en seguida a tu padre. Menos mal que no te hiciste nada. Pero ¿estás segura? No te habrás dado un golpe en la cabeza…

—No, mamá, en serio que estoy bien.

—Menos mal.

Y me da un beso en la frente.

—Ve a desayunar o llegarás tarde.

—Sí, mamá.

Me alejo como una niña buena bajo la mirada afectuosa de una madre aprensiva. Me siento culpable. Perdona, mamá, pero tenía que hacerlo. Quién sabe, tal vez algún día te cuente toda esta historia. Algún día. Mientras tanto, pensemos en hoy. También he encontrado ya la segunda solución, para ajustar cuentas con Simona.

Poco después estoy entre los pupitres del colegio. Ya ha pasado una hora, la primera: religión. La imbécil ha cruzado dos veces su mirada con la mía y se ha vuelto hacia otro lado. No tiene ni siquiera la valentía de afrontar las consecuencias de sus acciones. Lo máximo es que incluso ha sido preguntada por don Peppino —así llamamos al curilla de religión—, y Simona ha tenido el valor de contestar… Dios… Bueno, no quiero invocar a Dios para gilipolleces como ésta. Pero la segunda hora será toda mía, y también la tercera. Nos reiremos, me quiero divertir, serán dos horas de ensueño. Hoy tenemos examen en clase de italiano. Ha sido recién despertada, cuando preparaba la bolsa, que se me ha ocurrido la idea. Sublime… Eso es, he encontrado el adjetivo acuñado adrede para la venganza. Y mi bolígrafo resbala veloz sobre la hoja en blanco, llenándola de palabras, de líneas, de hechos, de recuerdos, de desilusiones, de adjetivos, de parloteo, de insultos… Mi bolígrafo parece encantado, vuela que da gusto. Y pensar que en italiano siempre he sido un poco torpe… Me estoy yendo por las ramas, no cabe duda, pero qué placer, qué divertimento dedicarle mi examen a mi amiga, mejor dicho, a mi ex amiga. Bueno, para ser exactos, a esa gilipollas. Le he dedicado incluso el título: «Mísero fin de una amistad.» Estoy segura de que mi profesora de italiano me aprobará; a lo mejor incluso me pone un bonito siete, o quizá no, eso no, no se ciñe al tema. Quizá me ponga un cuatro, ¡pero qué bonito cuatro! Aunque seguro que no me mandará al director, y tal vez incluso me lo haga leer en clase. Estoy segura de que la profesora estará de mi parte. No tanto porque tenemos una buena relación, sino porque hace poco que se ha separado.

A la semana siguiente, recojo la redacción. Vaya, es increíble… Por encima de las expectativas. ¡Siete y medio! Nunca había sacado una nota así en italiano. Y no se acaba aquí. La profe debe de sentir una gran simpatía por mí o, lo más probable, debe de haber sufrido mucho a raíz de su separación. Lo cierto es que ha golpeado con la mano sobre la mesa.

—Silencio, chicas. Ahora querría invitar a leer su redacción a una chica en concreto. Una compañera vuestra de clase que ha entendido que la cultura, la educación y la urbanidad son la mayor arma de nuestra sociedad: Ginevra Biro.

Me levanto y por un instante me sonrojo. Delante de todos. Delante de los demás. Después dejo de lado ese rubor. ¡Ostras, no! Es mi día, no lo dudo, me corresponde. Qué pudor ni qué nada. En algunas ocasiones, los demás no existen. Y ésta es una de esas ocasiones. Me pongo al lado de la profe y empiezo a leer. Me deslizo veloz, con énfasis y diversión, con rabia y entusiasmo. Hago las pausas justas, el tono. Después, la historia me seduce. ¿Esta redacción la he escrito yo realmente? ¡Caray, me parece perfecta! Y sigo leyendo así, divertida, casi canturreando. Una tras otra, las palabras se suceden, se persiguen entre las líneas, arriba y abajo, sin pausa, como olas en un mar azul. Corren unas junto a otras, sin interrumpirse nunca. Llego casi al final en un momento. Me faltan dos líneas. Me paro y cuando levanto los ojos del folio, Simona está allí mirándome. Tiene la boca abierta y está pálida, atónita. He contado toda nuestra historia, nuestra amistad, mi confianza, su traición. Hago una última pausa. Respiro profundamente y adelante con el final:

—Eso es, señores. Ahora todos saben quién es Simona Costati. Si su madre hubiera tenido un poco de valentía, la hubiera llamado por su verdadero nombre: ¡Gilipollas!

Doblo el folio y miro complacida a la clase. Es un estruendo. Todas gritan, contentas:

—¡Muy bien, has hecho muy bien, eres genial Biro! ¡Así se hace, eres mítica!

Y de repente, saliendo de no se sabe dónde, pero no de mí ni de la profe, y mucho menos de Simona, se levanta un coro perfecto, inspirado seguramente en mi redacción llena de cultura:

—¡Gilipollas, gilipollas, gilipollas!

Simona se levanta del banco. Cruza el aula arrastrando los pies, con la cabeza baja, sin tener la valentía de mirar a la cara a nadie. Después se echa a llorar y sale de clase.

—Muy bien, es una redacción preciosa.

Es la voz de la profesora. Increíble. Pensaba que me expulsaría, qué sé yo, por difamar a una alumna. Y en cambio, no. ¡Se ve que ha apreciado la forma! O el contenido… Sea como sea, me sonríe. Quién sabe, quizá por un momento se ha arrepentido. Tal vez ella también hubiera querido escribirle algo así a su marido.

Veintiuno

—¿En qué estás pensando?

—En el colegio.

—No me lo puedo creer. Vas en coche conmigo, uno de los tíos más atractivos de Roma, ¿y qué haces? ¡Piensas en el colegio!

—Bueno, el colegio también puede tener su lado interesante.

—Sí, di mejor su lado estresante.

—Yo creo que en el fondo a ti también te gustaba estudiar.

—Claro, cómo no: anatomía. ¡Pero directamente sobre las compañeras!

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