Tengo ganas de ti (21 page)

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Authors: Federico Moccia

Tags: #Infantil y juvenil, Romántico

Ostras, es Step, y en moto, pero ¿cómo ha podido arrancarla?

—Para y aparca o destrozo a patadas esta carraca tuya.

Habrá hecho un puente, mierda. Gin reduce y al final se para. Si ha quitado la pinza tan rápidamente y ha arrancado, quizá no es un mito pero sí es muy listo.

—Qué bien, ¿no? Muy divertido.

—¿Qué?

—Ah, así que encima te haces la lista. Las llaves.

—Ah, sí, perdóname. Acabo de darme cuenta. Se ve que… Sí, igual te has equivocado de cazadora y las has metido en la mía…

La cojo por las solapas.

—No, Step, te juro que no me he dado cuenta.

—¡No jures…, mentirosa!

—Bueno, tal vez las he cogido por error.

—Ah, sí, seguro que ha sido un error, porque me has cogido las llaves de casa…

—¡No!…

—Puedes estar segura.

—No me lo puedo creer.

—Créetelo. —La suelto—. Qué falsa eres.

—No me llames falsa. —Se saca las llaves de la chaqueta y me las tira con fuerza. Me aparto y las cojo al vuelo.

—Falsa, que ni siquiera eres capaz de darme. Vamos, sube al coche, que te acompaño a casa.

—No, no te preocupes.

—Pues claro que me preocupo. Eres una de esas chicas peligrosas.

—¿Qué quieres decir?

—Que pinchas otra vez, alguien te ayuda a cambiar la rueda, tú te fías, acabas mal y luego yo soy la última persona con quien te han visto.

—Ah, ¿sólo por esto?

—Me gusta la vida tranquila, cuando es posible. O sea que no me toques las narices, sube al coche y basta.

Gin resopla y sube al Micra. Arranca el motor, pero antes baja la ventanilla.

—Ya he entendido por qué quieres hacerlo.

Me acerco con la moto.

—¡Ah, sí! ¿Por qué?

—Así averiguas dónde vivo.

—La matrícula de esta carraca es Roma R24079. Sólo necesito diez minutos y un amigo del Ayuntamiento me dice tu dirección. Además, así me ahorraría un buen trecho. ¡Vamos, en marcha, falsa presuntuosa!

Arranco derrapando. Ostras, Step sabe mi matrícula de memoria. Yo aún no he sido capaz de aprendérmela. En un instante lo tengo detrás. Menudo tipo. Me sigue, pero no se acerca demasiado. Qué raro, es prudente. Nunca lo hubiera dicho. Bueno, en el fondo no lo conozco tanto… ¡Bah!

Cambio de marcha y me mantengo lejos. No quisiera que Gin hiciera ninguna tontería frenando de golpe. Es el mejor método para dejar fuera de circulación a un motociclista. Si lo hacen bien, no te da tiempo a frenar. Te juegas horquilla y moto. Te das un buen batacazo y luego no puedes seguirlos. Corso Francia, piazza Euclide, via Antonelli… Caray con la presuntuosa. No se para en ningún semáforo. Pasa delante del Embassy a toda velocidad. Adelanta a los coches que están parados en el semáforo, después sigue recto, gira a la derecha y después a la izquierda, siempre sin intermitente. Un tipo medio acojonado le toca la bocina con retraso. Via Panamá. Gin se detiene poco antes del piazzale delle Muse. Aparca metiéndose en un momento entre dos coches sin tocarlos, con una sola maniobra, práctica y precisa. ¿O quizá sólo haya sido suerte?

—¡Oye, eres buena aparcando!

—Porque no has visto lo demás.

—¿Cómo puede ser que nunca pueda decir nada sin que tú añadas la última bromita?

—De acuerdo… Entonces, gracias por la cena, me lo he pasado muy bien y has estado encantador, tus amigos son míticos, perdona, épicos. Disculpa el error de las llaves y gracias por haberme acompañado. ¿Está bien así? ¿Me olvido de algo?

—Sí, ¿no me invitas a subir contigo?

—¿Quéee? Ni hablar. A mi casa nunca ha subido ninguno de mis novios, imagínate si te dejara subir a ti, un desconocido. ¡Imagínatelo!

—¿Ha habido muchos?

—¿Novios?

—Sí, ¿qué si no?

—Un montón.

—¿Y cómo te soportaban?

—Eran buenos en matemáticas. Hacían la suma y al final había muchas más cosas positivas que de las otras. Lamentablemente, me parece que tú no llevas demasiado bien las matemáticas.

—La verdad es que era la única materia en que me las apañaba más o menos bien.

—Pues eso, más o menos. Es que aquí te faltan números… Buenas noches, señor Valiani…

Me vuelvo para mirar a quién saluda pero no hay nadie detrás de mí. Oigo el ruido de la verja a mis espaldas.

—¡Tercer dan!

Me vuelvo otra vez. Gin está al otro lado de la verja, que aún vibra. La ha cerrado a sus espaldas, ha sido muy rápida.

—Te lo he dicho, eres épico. Pero fallas en lo trivial.

Gin corre hacia el portal y hurga en el bolsillo para encontrar la llave. Tardo sólo un segundo: derecha, izquierda, salto la verja y corro hacia ella, que busca desesperadamente la llave.

Pum. Ya estoy encima y la abrazo por detrás. Grita. La sujeto.

—¡Tercer dan! ¿De pequeña jugabas al escondite inglés? No te ha dado tiempo a volverte y te he atrapado. Ahora eres mía. —Su pelo huele bien, pero no es un olor dulce. Odio los perfumes dulces. Sabe a fresco, a picante, a alegre, a vida. Se debate intentando liberarse pero la mantengo agarrada—. Si no quieres dejarme subir a tu casa, podemos conocernos aquí.

Intenta golpearme con el tacón hacia atrás, pero aparto en seguida las piernas.

—Para… Eh, que no estoy haciendo nada malo. No te he puesto las manos encima, sólo te he abrazado.

—Pero yo no te lo he pedido.

—¿Y te parece que uno dice «Vamos, por favor, abrázame»? Ay, Gin, Gin… Creo que muchos de esos chicos dejaban mucho que desear.

Mi mejilla está junto a la suya. Es lisa, suave y fresca como un melocotón, dulcemente dorado y con vello claro, transparente, sin maquillaje. Abro los labios y los apoyo sin besarla, sin morderla. Mueve la cabeza a derecha e izquierda para intentar alejarme, pero estoy pegado a ella como una sombra. Hay un viento suave nocturno que nos trae el perfume de los jazmines del jardín.

—Bueno, entonces, ¿lo has pensado mejor?

—Ni en sueños.

Contesta de manera extraña, en voz baja, de un modo casi bronco.

—Sí, pero te está gustando…

—Pero ¿qué dices?

—Lo noto en tu voz.

Se aclara la garganta.

—Oye, ¿te apartas o no?

—No.

—¿Cómo que no?

—Me lo has preguntado, ¿verdad? Y mi respuesta es no.

Vuelvo a intentarlo. En silencio, en voz baja. Arrastrado por el viento nocturno.

—Toc, toc, Gin, ¿puedo entrar?

—No sabes lo que vas a encontrar.

—No entro nunca en ningún sitio si no sé cómo salir.

—Qué frase tan bonita.

—¿Te gusta? La he cogido prestada de la película
Ronin
.

—Idiota.

Le está gustando. Mientras la abrazo la mantengo apretada contra mí y me balanceo suavemente con ella de derecha a izquierda, con los brazos a lo largo de su cuerpo inmovilizando los suyos. Canturreo algo. Es Bruce, pero no se le reconoce. Mis notas suaves y lentas se transforman en una respiración cálida que se mezcla con su pelo y después, más abajo, con su cuello. Gin relaja los brazos. Parece que se ha soltado un poco. Sigo cantando lentamente, meciéndome. Ella me sigue, ahora cómplice. Veo su boca, preciosa. Está entreabierta, soñadora, suspira y está ligeramente fruncida. Acaso un escalofrío. Sonrío. La suelto un poco, aunque no demasiado. Alejo el brazo derecho y lo bajo por su cadera. Despacio, despacio. Ella me sigue paso a paso, con los ojos en la penumbra de la noche, con la imaginación en la oscuridad de las emociones. Preocupada porque yo pueda tocar algo, como un niño que descubre el truco de quién sabe qué maravillosa magia. Pero ése no es mi deseo. Lento, con dulzura, extraviado entre sus cabellos, le acaricio el cuello y apoyo la palma en su mejilla. La empujo un poco, jugando… Le hago volver la cara hacia la izquierda. Así, lentamente, Gin se deja ir hacia el cristal, el pelo hacia adelante y, de repente, medio escondida por esa perfumada mata negra, aparece su boca. Como una rosa de amor recién abierta, suave, y mojada. Suspira, abandonada, y dibuja pequeñas nubes de vapor en el cristal del portal. Entonces, la beso. Y ella sonríe, me deja hacer, mordisquea un poco, está por la labor, y es precioso. Es dramático, es comedia, es paraíso, no… Es mejor. Es infierno, porque me estoy excitando.

—Gin, ¿eres tú?

Oigo una voz de hombre a mis espaldas. Precisamente ahora… ¡No! No me lo puedo creer. La verja, los pasos… No hemos oído nada, aturdidos por el deseo. Me vuelvo inmediatamente dispuesto a parar más que a golpear. Por otro lado, su novio tendría motivos. Lo miro. Es un tipo no demasiado alto y algo delgado.

—Ostras, no me lo puedo creer.

Parece divertido, más que cabreado. Gin se arregla el pelo. Está molesta, pero tampoco tanto.

—Bueno, pues créetelo, ¿o quieres que nos besemos otra vez?

Joder, la tipa es dura.

—Ah, por mí…

Estoy aún con las manos levantadas.

—Stefano, éste es Gianluca, mi hermano.

Bajo la guardia y doy un ligero suspiro, aunque no por la preocupación del combate. Ésa menos que nunca. Tengo otros pensamientos, lo que quizá es más preocupante.

—Hola.

Le doy la mano y sonrío. La verdad es que no es la mejor manera de conocerse. Un tipo que lo intenta con su hermana…

—Bueno, ahora que estás en buenas manos, me marcho.

—Sí, no creo que me viole.

Sonríe, tomándome el pelo.

—Puedes marcharte, épico Step.

Me alejo hacia la verja y los dejo así, hermano y hermana, frente al portal. Arranco la moto y dejo en ese perfume nocturno de jazmines un beso dado sólo a medias.

Gianluca mira a Gin asombrado.

—¡En serio, no me lo puedo creer!

—Créelo, tu hermana es como todas, y si te consuela, como has visto, no es lesbiana.

—No, no me has entendido, ¡no puedo creer que estuvieras besandote con Step!

Gin finalmente ha encontrado la llave y abre el portal.

—¿Por qué, lo conoces?

—¿Que si lo conozco? Y quién no lo conoce en Roma.

—Pues yo. El ejemplo está frente a tus narices: yo no lo conocía.

Después, Gin piensa para sus adentros: Al fin y al cabo, es mi hermano, será por mentiras…

—No me lo creo. No es posible que no hayas oído hablar nunca de él. Venga, si todo el mundo lo conoce. El tipo las ha hecho de todos los colores; hasta salió en el periódico, en la moto, mientras hacía el caballito con su novia y la policía detrás. ¡No me lo puedo creer! Mi hermana besando a Step.

Gianluca sacude la cabeza.

—Bueno, pero ¿esto qué es? ¿El titular de La Gaceta del Gafe?

Entran en el ascensor.

—De todos modos, no sé si se te caerá un mito, pero el famoso Step, el golpeador, el duro, el que hace el caballito con la novia detrás…

—Sí, te he entendido, ¿qué?

—Besa exactamente como todos los demás.

En ese mismo instante, Gin aprieta el 4. Después se mira al espejo. Se sonroja. Consigo misma no puede. Ha dicho otra mentira. Más grande. Y lo sabe muy bien.

Veintitrés

Noche. Corro con la moto a toda velocidad. Piazza Ungheria, recto hacia el zoo. No encuentro una palabra para definir a Gin, pero lo intento igualmente. Simpática, no; muy mona, ¡pero qué digo! Guapa, divertida, distinta. Pero además, ¿por qué definirla? Quizá es todo eso a la vez, quizá es otra cosa. No lo quiero pensar. Me viene una cosa a la mente y me hace sonreír. Con ella he pasado por piazza Euclide siguiendo su coche. No he echado ni siquiera un vistazo a la Falconieri, no he pensado en las salidas del colegio de Babi, en mí esperándola, en el tiempo que pasó. Estoy pensando ahora, de repente, como un rayo en un cielo sereno. Un recuerdo. Ese día. Esa mañana. Como si fuera ahora. Estoy delante de su colegio. La observo desde lejos, la veo bajar, reír con sus amigas, charlar de quién sabe qué. Sonrío presuntuoso. Tal vez estén hablando de mí… La espero.

—Hola…

—Qué bonita sorpresa, has venido a buscarme al colegio.

—Sí, escápate conmigo.

—Bueno, mamá se lo merece, siempre llega tarde.

Babi sube a la parte trasera de mi moto. Me abraza con fuerza.

—Ah, así que no te escapas para estar conmigo, sino para castigar a tu madre, que es una tardona. Mira que eres bruta…

—Bueno, ¿y no es mejor si puedo tener las dos cosas?

Pasamos por delante de su hermana, que está esperándola.

—Dani, dile a mamá que iré a casa más tarde. Y tú no corras, ¿eh?

Poco después, en la via Cola di Rienzo. Asador Franchi. Salimos con una bolsa llena de esas bolas de arroz que sólo hacen allí y que le gustan tanto, fritas de maravilla, aún calientes, con un montón de servilletitas, una botella de agua para dos y un hambre increíble. Nos las comemos así, ella sentada en la moto y yo delante, de pie, sin hablar, mirándonos a los ojos. Después, de repente, empieza a granizar. Con fuerza, de una manera increíble. Y entonces corremos, corremos como locos y nos refugiamos frente a un portal, casi resbalándonos para protegernos del granizo. Nos quedamos así, al frío, bajo un balcón. Después, la granizada poco a poco se transforma en nieve. Nieva en Roma. Pero la nieve se deshace antes de tocar el suelo. Nosotros nos sonreímos aún un momento, ella da otro mordisco a su bola de arroz y yo intento besarla… Y después, pluf, precisamente como la nieve, también este recuerdo se deshace. No hay nunca un porqué para un recuerdo; llega de repente así, sin pedir permiso. Y nunca sabes cuándo se marchará. Lo único que sabes es que lamentablemente volverá. Aunque por lo general son instantes. Y ahora sé cómo hacerlo. Basta con no detenerse demasiado. En cuanto llega el recuerdo, hay que alejarse rápidamente, hacerlo en seguida, sin miramientos, sin concesiones, sin enfocarlo, sin jugar con él. Sin hacerse daño. Así, mucho mejor… Ahora ya ha pasado. La nieve se ha deshecho del todo.

Apago la moto y entro. El portero siempre es el mismo:

—Buenas noches, encantado de volver a verlo.

Me reconoce.

—Igualmente.

En todos los sentidos, pero no se lo digo.

—¿Quiere que lo anuncie?

—Si es necesario.

Me mira y sonríe.

—No, con usted no hace falta.

—Bien, entonces subo y le doy una sorpresa.

Entro en el ascensor y el portero se asoma.

—¿Esta noche no lleva sandía?

Casi no me da tiempo a contestarle.

—No, esta noche no.

Es increíble. No hay nada que hacer, a los porteros no se les escapa nada. 202. Estoy delante de la puerta y llamo. Oigo sus pasos veloces. Me abre sin saber quién es.

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