Mitch le dirigió una sonrisa encantadora.
—Dame unos cuantos días, ¿quieres, Lee? Voy un poco corto en este viaje.
—Ése no fue el acuerdo, Mitch.
—No puedo hacer nada, sinceramente, Lee. ¡Dios, ya sabes que soy bueno para eso!
—Un hombre como tú —dijo Agate— sólo es bueno si mantiene sus promesas.
Mitch hubiera dicho lo mismo, hablando en general. Pero no se hubiera imaginado que Agate pudiera jugar tan fuerte.
—De acuerdo, Lee —asintió—, debería haberte dicho que tardaría unos días. De hecho, sólo un par de días. Pero no te importará, supongo, ya que sabes que lo vas a tener.
—¿Me queda otra elección?
El banquero retiró su servilleta, la dejó caer sobre la mesa y se levantó. Mitch también se puso de pie y recogió el cheque, pero Agate se lo arrancó de los dedos.
—En algún momento, cuando no andes tan mal, Mitch. Dos días a partir de ahora.
—Ah, Lee… —dijo Mitch poniendo mala cara—. Sería mejor que no te lo tomaras así.
—Quince mil. Será mejor que los consigas, Mitch.
Se dio la vuelta y se marchó, con un sombrero hongo sobre su rosada calva. Mitch le siguió con la mirada, taciturno, dándose cuenta de que tendría que conseguir los quince mil rápidamente. Sabía que había perdido su única oportunidad de recoger la opción de Zearsdale.
Muchas de las fortunas de Texas son tan viejas que se podrían calificar como antiguas, sus orígenes se remontan a los conquistadores y a las inmensas concesiones de tierras que realizaron los españoles. Los fundadores eran ganaderos de bovino; lo mismo que lo eran sus descendientes, incluso en la actualidad. El descubrimiento del petróleo no se consideró, bajo ningún concepto, como un accidente afortunado. Era algo «apestoso», algo que echaba a perder el agua del rebaño y «ensuciaba» el pasto. Ya que estaba ahí, tuvo que ser aceptado, junto con los millones que representaba. Pero su actitud hacia ello era de educado desdén. Era como «un advenedizo», sabes. Infringía las normas de civilización de un grupo altamente selecto, cuyos antepasados habían vivido en la elegancia durante siglos.
Uno no se había sentido nunca desairado por completo hasta que daba con esos texanos de «calidad». Quizá desairado no sea la palabra correcta, ya que uno en realidad no puede ser desairado por una persona que no reconoce tu existencia. Ni siquiera puede uno ofenderse cuando esa misma persona se siente confundida ante la mención de los Cabot o los Lodge.
¿Quiénes son, después de todo? ¿Gente del Este? Ah.
Ése es un tipo de texano de mucho dinero, el de «viejo» dinero que tiene sus raíces, indefectiblemente, en el ganado. Y en general, trata de vivir por encima del nivel superior en el que se ha situado. Su conducta es impecable. Es un amigo leal y un generoso enemigo. Rehuye la ostentación. Es galante con las damas y un caballero con los hombres. Tan buen hombre en privado como lo es en público. Todo lo cual sirve para advertir que Winfield Lord, Jr. no era esa clase de texano. No pertenecía al grupo económico del petróleo. En realidad, los Lord no encajaban en ninguna de las categorías establecidas, aunque se les podía calificar como la amalgama de varias.
Eran una vieja familia (los primeros habían sido gentuza blanca desnatada de las prisiones inglesas). Eran pioneras (habían sido secuaces de los ladrones que entraban arrastrándose en los campamentos, cuando las Cinco Tribus Civilizadas se reunieron para seguir su Sendero de Lágrimas). Su riqueza la había originado el ganado (adquirido gracias a los asesinatos).
Al llegar a lo que ahora es Oklahoma, los Lord fueron sucesivamente desterrados o dados caza por cada una de las cinco Naciones Autónomas de las Tribus. Hasta que, alrededor del 1845, llegaron a las tierras de los Osages. Los Osages no constituían una nación, ya que no se les consideraba civilizados. El Gobierno de los Estados Unidos se ocupó de que se quedaran dentro de sus fronteras, pero, por lo demás, fueron muy libres de hacer lo que les viniera en gana.
Pronto les vino en gana sujetar a cuatro de los Lord con los miembros extendidos, mantenerles la boca abierta apuntalada con palos y echarles agua hasta que se ahogaron.
Aparentemente, la experiencia tuvo un efecto saludable sobre los restantes miembros del clan. Tras refugiarse en el oeste de Texas, parece que no cometieron ultrajes durante casi una generación. Después, la guerra civil acabó con aquello, y los Lord volvieron a su viejo estilo.
Mientras que todos los vecinos físicamente capaces se iban galopando a apoyar la causa de las Barras y las Estrellas, los Lord se instalaron en sus posesiones prácticamente indefensas; y encontraron inevitablemente a otros renegados que les ayudaron; después los mataron tan pronto como les hicieron el trabajo. Al final de la guerra controlaban condados enteros. No existía una ley a la que apelar. Ellos eran la ley.
Gradualmente, el éxito y su compañero de antaño, el exceso, hicieron lo que nada más hubiera podido hacer. Uno por uno, los Lord se permitieron a sí mismos unas muertes tempranas, a excepción de aquellos que se habían codeado con la gente adecuada casi por error.
Ahora, Winfield Lord, alto, moreno, guapo e hijo de puta de primera, era el último en línea masculina.
Era, según creía Mitch, lo único bueno que se podía decir de él.
Él y Lord estaban en el más pequeño de los áticos de dos habitaciones. Habían retirado la colcha y habían estirado las mantas sobre la cama. Lejos, fuera del camino de los dados que Lord estaba a punto de tirar, había un total de dos mil dólares.
Tiró los dados. Golpearon contra la pared y cayeron sobre la manta con un juego en tres. Él los recogió inmediatamente, lanzando una mirada airada y desafiante hacia Mitch.
—¡No cuenta! ¡Se me deslizaron de la mano!
—¡Oh, por todos los diablos, Winnie! —Era tan ridículo que Mitch se echó a reír—. ¿Eres tan malo en realidad?
—¡Te digo que se me deslizaron, mierda! ¡No cuenta!
—Continúa —dijo Mitch con cansancio—. Hazte una de más.
Lord sacudió los dados con vigor. Les echó el aliento, los besó y los lanzó. Otra vez los dados mostraron un uno-dos por juego. Mitch recogió el dinero, y movió la cabeza hacia el heredero de los ganaderos.
Eso era, se dio cuenta. Lord estaba otra vez arruinado, y Turkelson no le pagaría más cheques. Todo lo que le quedaba ahora era echarle del apartamento —la finalidad de Red, por supuesto—, pero había que guardar las apariencias.
—Aún son tuyos, Winnie. Todavía no has conseguido un punto.
Lord recuperó los dados y declaró que apostaba cinco mil dólares. Mitch le dijo que podía seguir en cuanto hubiera enseñado el dinero.
—Y no me vengas con la cantinela de los cheques otra vez. No te voy a aceptar ninguno.
—¿Qué pasa con ellos? —Lord eructó, y su boca finamente cincelada desprendió el aroma amargo del whisky—. ¿Intentas insinuar que mis cheques no valen, o qué?
—Déjalo. Ya te he dicho que jugamos en efectivo o no jugamos. Así que si no tienes más…
Lord lanzó una maldición y agarró el teléfono. Consiguió que Turkelson se pusiera al otro lado de la línea, y le dijo que moviera su culo gordo y le llevara cinco mil dólares. Al recibir una negativa, desató una sarta obscena de maldiciones sobre el director que terminó con la amenaza de bajar y molerle los huevos a patadas. Colgó el teléfono de golpe. ¡Podría ser lo mismo en una cochambrosa casa de mierda!
—Bueno, siempre puede haber otra noche —dijo Mitch con descuido—. Déjame que te sirva una copa, Win.
Se giró para dirigirse a la otra habitación. Lord le adelantó con un empujón, mientras declaraba que él se servía sus copas y que no necesitaba ningún culo estúpido que le ayudara.
—So’un experto, ¿sabe lo que’s eso? —Agarró una botella de scotch del bar y comenzó a volcarlo en una jarra de cerveza—. He etao sirviendo bebidas desde qu’era un mamón y me destetaron. Lo primero que de…
El sonido del timbre de la puerta interrumpió.
Mitch cruzó la habitación, abrió la puerta y entró Red. Llevaba puesto un traje de noche negro sin tirantes, tan ajustado que parecía pintado sobre su cuerpo. El vaso de Lord fue a parar al suelo y se hizo añicos. Red le lanzó una sonrisa deslumbrante, y después miró acusadoramente a Mitch.
—¡Pero, Mitch! ¡Todavía no estás listo!
—¡Ay, ay, ay! —dijo Mitch en un lamento—. ¡No me digas que era esta noche!
—Efectivamente, sí que lo era. Y se suponía que tú habrías avisado a Harvey para que estuviera aquí. Alice estaba abajo en el coche, esperándole.
Mitch se disculpó. Se la presentó a Lord como Helen Harcourt y explicó la aparente confusión.
—Un amigo mío y yo teníamos una cita con Helen y con su hermana esta noche. Pero se me olvidó completamente.
—¡Y no te da vergüenza! —dijo Red, poniendo mala cara—. Estoy segura de que mister Lord no lo hubiera olvidado, ¿no es así, mister Lord?
—¡Puedes estar tan segura como de tu dulce culito… muñeca, que a mí no se me hubiera olvidado! —declaró Lord con galantería—. ¿Tu hermana se te parece algo, nena?
—Ah, no —dijo con una sonrisa afectada—. Alice es la guapa de la familia.
Lord quedó completamente trastocado por la respuesta.
—¡Puede haber alguien más bonito, vamos! ¡Eres el paquetito de culo más bonito que he visto en mi vida!
—Venga, lo dice por hacerse el educado —protestó Red lanzándole una sonrisa gélida—. Lo dice sólo por ser caballeroso.
—¡Lo digo en serio! —insistió Lord—. ¡El culo más bonito que he visto en toda mi vida! ¡Y te aseguro que he visto montones!
Mitch decidió que ya era suficiente. Más que suficiente. Sin tener en cuenta la necesidad de sacar de allí a Lord, no iba a meter a Red en esto.
—Quizá sea mejor que te vayas ahora —dijo—. Tendremos esa cita cualquier otra noche.
—Bien… —Sus ojos le dijeron que todo iba bien—. Justo estaba pensando que quizá mister Lord quisiera venir, para acompañar a Alice.
—Oh, quizás él no quiera molestar. Después de todo, se está haciendo tarde, y estábamos jugando un poco…
Lord dijo que dejaban el juego para otra ocasión porque era tardísimo, después hizo una inclinación tambaleante en dirección a Red.
—Tienes que perdonar mi lenguaje, cariño. Estaré perfectamente en cuanto me tome una copa.
—Ya entiendo —murmuró Red—. Espero que no le importe ponerse una chaqueta para cenar.
—No me importa un pito, nena. ¿De qué clase prefieres, a cuadros, blanca o negra?
—Negra estaría bien. Alice y yo esperaremos en el coche, Mitch.
Dejó la habitación rápidamente, y volvió a sonreír a Lord otra vez de forma deslumbrante. Él regresó con prontitud al bar, tomó un largo trago directamente de la botella y la dejó de golpe con un hipo escalofriante. Después se volvió y dedicó a Mitch una mirada fija, larga, pensativa y de aire sobria.
—Yo te he visto antes en algún sitio, ¿verdad? —dijo.
—¿Sí? —dijo Mitch.
—También he visto a la inconfundible pelirroja. Os he visto a los dos juntos.
—Ya hemos estado juntos antes —dijo Mitch, asintiendo—. Ahora que lo pienso, creo que también te he visto antes en algún sitio.
—¿Y eso qué importa? Todo el mundo me ha visto. Soy conocido en todas partes.
—Estoy seguro de que tienes razón. Pero, ¿no sería mejor que te vistieras, si es que vamos a encontrarnos con las chicas?
—No seas tan asquerosamente grosero —dijo Lord, poniendo mal gesto—. ¿Acaso no ves que estoy bebiendo?
—Puedes llevarte la botella contigo, si quieres.
—Venga, ¿estás tratando de protegerme? —declaró Lord—. Actúas como si yo no tuviera whisky propio.
Mitch suspiró y se preguntó vagamente si no habría una forma más sencilla de ganarse la vida. A Lord habría que llevarle a su
suite
, si no se iba muy pronto. Aunque aparentaba lo contrario, debía estar muy cerca del punto de colapso. Pero aún así podía no estarlo. Con Winfield Lord uno nunca podía estar seguro.
Su conducta era siempre inconstante. Su vocabulario era invariablemente obsceno. Llevaba tanto tiempo empapado en alcohol que la borrachera era el estado normal en él. Entonces, cuando aparentaba estar borracho del todo, era cuando ya estaba apto para la serenidad.
—Te diré dónde te he visto —decía—. En una jaula del zoo. Estabas intentando metérsela a otro mono.
—Mira tú —dijo Mitch bostezando—. Y yo sin enterarme de que había alguien mirando.
—Sólo estoy probando —señaló Lord acertadamente—. Siempre pruebo a la gente de esta manera. Les preocupa, ¿sabes lo que quiero decir? Piensan que les recuerdo y no tratan de sacar ventaja.
—Eres muy astuto —dijo Mitch—. Entonces, ¿no me habías visto nunca antes de esta noche?
Lord dijo que no, carajo, que no le había visto antes y que eso era motivo de celebración.
—Pero tengo que seguir probando, ¿eh? Si tropiezo con alguien como tú o como la fulana pelirroja, los pruebo. ¿Y sabes por qué lo hago?
—¿Para tenerlos preocupados?
—¡Bueno, cállate, que yo te lo digo! —dijo Lord—. Aquí está mi culo, ¿ves? —Se sacudió las nalgas—. Y ahí está el resto del asqueroso mundo… —Levantó el rígido dedo índice de su mano derecha—. Ese es el mundo, sólo está esperando la oportunidad de cortar el rabo del pobre Winnie Lord…
Se le quebró la voz, y sollozó. Después volvió a recuperar el control y miró con gran ferocidad su dedo tieso.
—Entonces, ¿qué hago yo? ¿Qué hace Winnie Lord cuando el mundo entero es un gran dedo atornillador? ¿Eh? ¡Te lo diré! ¡Le pega un mordisco a la cosa asquerosa!
Mitch le sujetó. Intentó frenéticamente abrir la boca de Lord para obligarle a sacar fuera el dedo. Pero Lord era escurridizo y fuerte. Lucharon en la habitación, se golpearon contra los muebles y estuvieron casi a punto de caerse por una ventana. Al fin, Lord abrió la boca e irrumpió en una risa sarcástica.
—¡Joder! —dijo—. ¿Eres siempre tan imbécil?
Había doblado el dedo. No tenía ni marcas. Extrañamente, o quizá sin tanta extrañeza, Mitch le estaba casi agradecido.
Aquello se llevó por delante cualquier remordimiento de conciencia que tuviera por ganar a Lord treinta y tres mil dólares. Su sentimiento actual era el de haberse ganado el dinero, y más todavía.
La emoción creció, pero Lord recordó súbitamente a Helen y Alice. Mitch le sugirió que se fuera a su propia
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, de manera que pudieran vestirse los dos de forma simultánea. Pero Lord no lo veía así. ¡No, señor! No, por todos los diablos. Mitch debía vestirse y acompañarle a él mientras se vestía.