Ella le miró dubitativa, después dejó el vaso y fue rápidamente hacia él. Poniéndose de puntillas, pasó sus labios por los de él; después se retiró hacia atrás, y frunció el ceño ante la frialdad del hombre.
—No tendría por qué ser así, Mitch. No tendría por qué serlo, si me quieres realmente.
—¿Intentas decirme que no te quiero?
—Lo que importa no es lo que estoy diciendo, Mitch. Es lo que tú no estás diciendo. Aunque yo no te exija explicaciones, no significa que tú no debas ofrecérmelas.
Lo razonable de su conducta era enfurecedor. Mitch dijo que, por todos los diablos, ¿cuántas veces iba a tener que decírselo?
—No creo que Zearsdale estuviera haciendo una gran oferta. No sé qué intentaba o por qué, pero, ¡de lo que sí estoy seguro es de que no voy a coger prácticamente todo nuestro dinero y entregárselo en mano!
—Pero si te dijo que consultaras a tu banquero —señaló Red—. Seguro que no hubiera dicho eso si te la estuviera jugando.
—¿Cómo lo sabes? ¿Qué sabes tú de negocios?
La retiró al pasar y se dirigió al bar. Mientras se servía un whisky, rumiaba furiosamente que aquello ya era demasiado. Estaba tan a punto de romperse que estaba acorralado por todas partes. Y ahora era Red la que lanzaba todo su peso. Pidiendo explicaciones de lo inexplicable. Aumentando la agonía de perder aquella oportunidad única que Zearsdale le había ofrecido.
Regresó del bar, y volvió a encontrarse con el rostro de Red.
—Bueno —dijo—, ¿alguna otra pregunta tonta?
—¡No te pongas sarcástico conmigo, Mitch!
—¡Pues entonces no actúes como una tonta! ¡Ehhh! —dijo, porque Red acababa de darle una bofetada—. ¿Por qué diablos lo has hecho?
—¡Y lo volveré a hacer si me vuelves a llamar tonta! ¡Mi madre anduvo con ese cuento toda la vida, pero ya no voy a aguantarlo!
—¿Qué? ¿Qué tiene que ver tu madre con todo esto?
—¡Que dejes de insultarme también tú!
—Pero, mierda, yo…
Red le volvió a dar una bofetada. Mitch la sujetó, la arrastró hacia el sofá mientras ella pataleaba y se retorcía, y la echó sobre sus rodillas. Le levantó la bata, le propinó un cachete en el culo, con un sonoro ¡splash!
—Venga, acabemos con esto —dijo volviéndola a enderezar de una sacudida—. Nos olvidamos de Zearsdale, ¿vale? Se acabó. ¡
Kaput
!
—Ah, no, de eso nada —dijo Red—. ¡Usted bromea, mister Mitch Corley!
Tenía el pelo rojo revuelto alrededor de su cara. Se lo retiró, sus senos crecieron y temblaron mientras luchaba por controlarse a sí misma.
—Yo te lo diré cuando se haya acabado, Mitch. Cuando respondas una sola pregunta que yo te hago. ¿Tenemos o no guardados más de cien mil dólares?
—¿Qué? —se echó a reír con voz temblorosa—. ¿Qué clase de pregunta disparatada es ésa?
—¡Contéstame, Mitch!
—¡Pero si no tiene sentido! Has estado conmigo todos estos años. ¿Cómo iba a fundirme yo solo más de cien de los grandes?
La pregunta la dejó perpleja un momento.
—Bueno —contestó—. Yo no he dicho que te lo gastaras tú solo. Pero…
—Vaya, ¡espero que no! Siempre te he dado a ti lo mejor sin guardármelo. Todo lo que he hecho ha sido para ti. Vaya, cariño, por Dios…
—¡Espera! —Le cortó con un gesto—. Dime solamente la verdad, Mitch. Es todo lo que te pido… sólo la verdad. ¿Tenemos el dinero?
—¡Sí! —exclamó con brusquedad—. ¡Sí, sí, sí! —Sacó la llave de la caja de seguridad de su bolsillo—. ¡Está justo aquí, en la ciudad! ¿Quieres que te lleve a verlo?
Red bajó la mirada hacia la llave. La levantó luego buscando los ojos de él.
—Sí —contestó.
—Pero… ¿estás segura?
Red asintió con imparcialidad.
—No me parece que estés diciendo la verdad, Mitch. Así que, sí, quiero que me lleves al banco a enseñarme el dinero.
Mitch sacudió la cabeza.
—Supongo que sabes lo que estás diciendo, Red. Tenemos que confiar el uno en el otro. Si no es así, no podemos trabajar juntos.
—Ya lo sé. Me estaba preguntando si tú lo sabrías.
Mitch se encogió de hombros. Dijo que de acuerdo, si lo quería así.
—Pues así lo quiero —insistió Red.
—Muy bien —consultó su reloj—. Podemos comer algo por el camino. ¿O prefieres comer aquí?
—Comeremos después —dijo Red—. Cuando haya visto esa pasta. Y antes de que puedas persuadirme para que no la vea.
Había cierto banquero en Houston. Casi siempre hay cierto banquero en cada gran ciudad. Su posición será de importancia, ayudante de cajero, o algo mejor. Técnicamente no hace nada ilegal —aunque si le descubren le puede costar el empleo—, pero recibe fuertes cantidades de los especuladores.
Quizás ellos inventaron el oficio: estafadores, negociantes de cielo azul, buscones y jugadores de altos vuelos. Quizá simplemente le descubrieron. La cuestión es semejante a la adivinanza de si fue antes el huevo o la gallina. En todo caso, en sus encuentros con los clientes (casi nunca clientes del banco) hay una buena simbiosis entre las necesidades de aquéllos y la oportunidad de éste.
Cobra sumas extremadamente altas, no sólo porque arriesga su empleo, sino también porque sus clientes le necesitan, en ciertas clases de asuntos, aunque él no les necesite a ellos. Así es que pagan lo que les pide o se van al infierno. Pero asumiendo que están deseosos de pagar… ¿Quieren cambiar una letra a la vista en una hora? El banquero puede hacerlo por ustedes. ¿Quiere impresionar a un majadero? El banquero puede tratarle como al hermano perdido hace largo tiempo. ¿Quiere enseñar ostentosamente un fajo de billetes? El banquero se los dejará con benevolencia, pero no trate de irse con ellos.
En Fort Worth, no hace tantos años, una turba harapienta cantó una ranchera contra la pared por setenta y cinco de los grandes. Fue una estafa sencilla, y los chicos, nerviosísimos, fueron allá donde van los malos buscadores. Pero no así el banquero, el hombre clave de la situación. No hubo violación de la ley, no podían colgarle.
Mitch sacó el coche, estaba ya esperando a Red cuando ella bajó. Mientras se dirigían a la ciudad, pudo sentir de vez en cuando sus miradas de soslayo que traducían la duda que su calma estaba produciendo en ella. Pero no dijo nada, y ella permaneció en un testarudo silencio.
Metió el coche en el aparcamiento del banco. Después de ayudarla a salir con educación, la escoltó hasta el interior del banco. Y aquí, al fin, ella comenzó a debilitarse. Red no sabía nada de bancos. Su único contacto con ellos había sido indirecto y poco placentero… el instigamiento constante que habían efectuado contra la familia de su padre.
—Mitch… —Se echó a temblar ligeramente en la inmensidad abovedada—. Dejémoslo, cariño.
Mitch dijo que era demasiado tarde para dejarlo… y lo era. La cogió por el brazo, la condujo con firmeza hacia el recinto cercado ocupado por los ejecutivos del escalafón superior, y paró ante la mesa de trabajo del ayudante del vicepresidente.
Se llamaba Agate, era un hombre común, de mediana edad, con labios descoloridos, gafas sin montura y un cuero cabelludo escasamente cubierto de pelo y tan rosado como el culo de un niño.
—Cómo no —dijo, aceptando la llave de la caja de seguridad—. Encantado de traerla. ¿Sí, por favor, se sientan un momento…?
Se sentaron, y él se marchó. Mitch sacó un paquete de cigarrillos y ofreció uno a Red. Ella lo rechazó con una pequeña sacudida nerviosa de la cabeza, y él encendió el suyo.
Agate volvió. Colocó sobre la mesa una caja oblonga, después se retiró unos cuantos pasos, de forma que ellos pudieran tener algo de intimidad. Mitch recogió la caja y la dio la vuelta.
El fogonazo salió desparramado por la mesa, una cascada de billetes de alto valor. Retirándose hacia atrás, le dijo a Red que los contara.
—Aah, no, Mitch… —dijo, dando otra pequeña sacudida con la cabeza—. Vayámonos de aquí.
—¡Cuéntalo! —insistió.
Ella le lanzó una mirada suplicante, una mirada airadamente suplicante. Recogió un fajo de billetes, y lo volvió a dejar caer. Ciegamente, recogió otro y le dio un torpe empujón hacia el primero. Después, con un movimiento casi desesperado, se levantó.
—Mitch… —dijo con un susurro implorante—. Por favor, cariño.
—¿Sí? —dijo—. ¿Te consideras satisfecha?
—¡Sí! ¡Sí que lo estoy, maldito seas!
—Bien…
—¡Por favor! Por favor, vámonos.
Mitch dijo que tendría que esperar a que volvieran a guardar el dinero y le devolvieran la llave. Red dijo que le esperaría en el coche. Y salió de allí apresuradamente, sin volver la espalda.
Él la siguió unos minutos después. Resultaba obvio que ella se sentía miserable, avergonzada de sí misma, pero él tampoco podía encontrarse satisfecho de su triunfo. Había pagado un precio demasiado alto. Él la amaba demasiado.
Cuando se acercaban al edificio de apartamentos, le dijo que iba a dejar que ella subiera sola; ella le miró asustada, pero Mitch le sonrió de forma tranquilizadora.
—Los dos necesitamos serenarnos un poco. Así que hagámoslo, y después olvidemos todo lo que ha pasado.
Red se mordió el labio, tratando de hacer desaparecer las lágrimas. Le dijo que no fuera tan endiabladamente bueno.
—¡Es por tu culpa, caray! No…, no… tendrías que…
—No tendría que haberte pedido que confiaras en mí —asintió Mitch con suavidad—. No lo volveré a hacer, nena.
—¿Qu…eeé? —dijo volviéndose hacia él, encendida—. ¡No te atrevas a decir eso!
—Pero si tú…
—¡Calla! ¡No digas nada!
Casi salió corriendo hacia el edificio de apartamentos, con un tenue fulgor de sus piernas con medias sin costura.
Mitch volvió a la ciudad.
Se encontró y comió con Agate, en un reservado apartado de un ostentoso restaurante, para explicarle el trato posible con Zearsdale y pedirle ayuda. Agate lo estudió y le dio un mordisco a una tarta de cerezas. Cuando la hubo masticado y después de dar un sorbo de café, sacudió la cabeza.
—No puedo hacerlo, Mitch. El negocio tendría que pasar a través del banco, lo que significaría referencias, etcétera, o bien un fuerte aval.
—Pero las acciones son un aval en sí mismas.
—Ah, vamos. No tendrás las acciones hasta que el dinero haya sido transferido.
—Pero puedes guardarlo todo en depósito. Cuando pagas el dinero, tomas las acciones. ¿Qué riesgo hay en ello?
Agate concedió que no había ninguno. Pero que aun así no había negocio.
—Es una de las cosas que sólo puedes hacer si ya tienes dinero, Mitch. Si fueras el ciudadano importante que Zearsdale cree que eres, no habría problema. Tal como está la situación, las comprobaciones comenzarían por él, y esto haría que empezara a averiguar sobre ti. Y probablemente te encontrarías en una situación comprometida.
Mitch lanzó una sonrisa forzada.
—Vaya gaita, ¿no, Lee? Si quiero hacer un chanchullo, tú eres mi hombre. Pero si te propongo algo estrictamente legal, entonces tú no estás disponible.
—Mmm-mmm —Agate se había vuelto a llenar la boca—. Una buena comida, Mitch.
—Lee… Podría arreglar todo el asunto en un solo día. Tú me darías el dinero por la mañana, recibiría las acciones, y las pondría en tus manos a la hora de cerrar.
—¡Ufff! —El banquero lanzaba migas por la boca, mientras los ojos se le salían de las órbitas de horror—. ¡No digas cosas como ésa, Mitch!
—Cortaría el pastel justo por el centro, Lee. Setenta y cinco de los grandes para cada uno de nosotros.
—¡No! ¡Ni una palabra más! —Agate se estremeció visiblemente—. ¡Hombre, por Dios! Cómo puedes siquiera pedirme que coja cien mil dólares del dinero del banco, y los convierta en… er…
Mitch se dio cuenta de que no tenía sentido continuar, aunque algo más allá del raciocinio le empujaba a hacerlo.
—Me conoces, Lee. Sabes que yo no te la jugaría.
—No, Mitch. ¡No, no y no!
—Venga, mierda, podrías ir conmigo en este negocio. ¿Hay algo más lógico? ¡Setenta y cinco de los grandes sólo para hacer un paseíto conmigo!
—¡No, señor! ¡Yo no hago ningún paseíto con el dinero del banco!
—Bueno, pues utiliza el tuyo, entonces. Podrías multiplicarlo. ¿No? ¡Es la oportunidad de toda una vida, Lee! ¡Setenta y cinco mil dólares por no hacer absolutamente nada!
—¿Nada? —Agate se echó a reír un poco enfadado—. ¿Levantar cien mil no es nada?
—No para un hombre como tú. No desde el punto de vista de tu beneficio.
—Bueno…
Mitch vio que todavía había una oportunidad. ¡Qué felicidad, estaba aflojando! Si apuntaba con mucho cuidado, picaría en el anzuelo.
—Bueno, olvídalo, Lee. Tengo un par de posibilidades. Probablemente lo consiga de ahí.
—¡No, espera! —dijo Agate—. Me… me parece que puedo hacerlo. Son ochenta y cinco mil netos, ¿correcto? En realidad ochenta y cinco en vez de cien.
—¿Ochenta y cinco? Pero, qué… —Mitch se detuvo—. Ah, sí. Te prometí quince por lo de esta mañana, ¿no es así?
Agate dijo que quince era correcto.
—Ya sabes, yo sólo lo hago ahora una vez al año. Si algo no me parece realmente bueno, no me meto.
—Esto no era una tontería, Lee. Los quince son pérdida directa para mí.
—Si tú lo dices —Agate se encogió de hombros—. De cualquier manera, me has hecho ir mucho más allá de la pura comodidad. Si cualquier otro me hubiera telefoneado para agarrar rápidamente ciento veinticinco mil en menos de una hora desde el aviso, le hubiera mandado a tomar viento.
—Era una emergencia, Lee.
—Ya lo sé. Por eso —Agate sonrió con un rastro de nerviosismo—. Con los ochenta y cinco que recogeré, y los quince que me darán ahora…
—Mmmm, sí —dijo Mitch aceptando—, eso lo arreglará, ¿no? ¿Cuánto tardarás en reunirlo todo?
—Ésa no es la cuestión, Mitch. Al menos no en este momento.
—¿Ah?
—No. —Los ojos de Agate brillaron con frialdad tras las gafas sin montura—. Y si estabas a punto de preguntarme si me preocupa no conseguir los quince mil, te diré otra vez que no. No tengo por qué preocuparme. Sé demasiado sobre ti.
El cambio que se había producido en él era sorprendente. Un cambio tan pronunciado que la calma acogedora del restaurante parecía súbitamente ominosa. Tamborileó sobre la mesa, esperando, observando, apretando los labios hasta que se volvieron una fina línea sin color. Observaba y esperaba, ya en absoluto amistoso, se había convertido sólo en un conocido pedante, pero que ahora se revelaba como el zorro calculador que era en esencia.