Lo primero que llamó la atención fue su equipo de perforación; una herramienta con cable, ya que el sistema giratorio no se había perfeccionado aún. Era una de esas grandes máquinas Star-30, una llamada «portátil» que ocupaba dos bateas ferroviarias con su equipo de accesorios. Ninguno de los atolondrados perforadores de la zona había tenido nunca tal maquinaria, un equipo que debía valer una fortuna. Y estos dos parecían los últimos tipos del mundo que pudieran tenerlo.
Eran un hombre de mediana edad, más bien viejo, y su hijo. El padre tenía el inconfundible sello del fracaso, un hombre que había perforado en seco muchísimas veces. El chico parecía malo, triste y muy enfermo, y era las tres cosas y algo más.
Entre el equipo y el trabajo que había tenido que hacer, el hombre había enterrado su casa, sus muebles y sus pólizas de seguros; cada centavo que había conseguido o que le habían prestado. Esto daba una inmensa carga que soportar, con un equipo y un trabajo como éste, así que el chico había tenido que espabilarse. El chico era un solitario, lo había sido casi desde que tuvo capacidad para caminar. Ya entonces le habían pasado algunas cosas que no acostumbraban ocurrirles a los niños y que quizás hubieran podido evitarse, pero quizá no. Pero a él le daba lo mismo. No pedía disculpas, tampoco ofrecía ninguna excusa. Por lo que a él se refería, el mundo era un orinal lleno de mierda con un asa de alambre de espino, y cuanto antes pudiera pegarle una patada, mejor estaría. Pensaba que a él se le debía muchísimo. Cobrar, era sencillísimo para él.
Tenía diecinueve años. Padecía tuberculosis, úlceras sangrantes y alcoholismo.
La única compañía del viejo y su hijo eran manivelas, perforadoras y la maquinaria. Lo habían amarrado a grandes tractores y lo transportaron dieciocho millas desde la ciudad hasta el lugar de la perforación. Desde luego, no había carretera para transportarlo. Se tuvo que hacer en línea recta a través de la reseca llanura, sobre colinas y atravesando riachuelos, a través del lodo y de la arena.
Costó un montón de dinero. Siempre estaban hasta el cuello antes de empezar un negocio. Comenzaron a perforar, el agujero llegó a los ciento veinticinco pies, y cada pulgada representaba un elevadísimo gasto de dinero. Como el perforador no conocía bien su oficio, había hecho un agujero torcido. Cuando utilizas un perforador de cable, no puedes bajar muy rápido ni demasiado lejos sin que el taladro muerda y se enganche en los costados.
Los exploradores de perforaciones petrolíferas son siempre como Jonás. Estás en territorios inexplorados, y nunca sabes en qué te vas a meter hasta que ya estás dentro y es endiabladamente tarde. Este explorador en particular había tenido especial mala suerte en cientos de pozos.
La caldera estalló, el equipo se incendió, la torre se partió de golpe. Los taladradores se perdieron en el agujero una docena de veces. Los cables se soltaron dando sacudidas y latigazos, rebanándole la cabeza a un ayudante de perforación.
El chico anunció que había llegado al límite; no le quedaba nada más que su culo y sus pantalones y las dos cosas tenían agujeros. El padre dijo que se las arreglarían de alguna manera, y a partir de entonces se hizo cargo de la financiación.
El pozo al fin quedó perforado. No era un gran surtidor, pero era un productor de petróleo muy respetable. El viejo le preguntó a su hijo con timidez los planes que tenía para el futuro.
—¿Me quieres decir qué querré ser cuando crezca? —respondió el chico con sarcasmo—. ¿Y a ti qué te importa, de todas formas? ¿Cuándo te ha interesado lo que yo quisiera hacer?
—Hijo, hijo… —el viejo sacudió la cabeza con tristeza—. ¿He sido, de verdad, tan malo?
—Ah, mierda, supongo que no. Pero a mí no me gusta hablar mucho sobre las cosas. Tú hablas sobre lo que vas a hacer, y luego nunca lo haces.
El padre supuso que probablemente era una dura crítica contra él. Era posible que se hubiera permitido el lujo de hablar siempre demasiado.
—Supongo —dijo tímidamente— que consideras la posibilidad de llegar a tener montones de dinero.
El chico dijo, ¿por qué no? Habían conseguido un buen pozo, y tenían cientos de acres bajo arrendamiento. Tirando por lo bajo, ambos tenían ahora mismo varios millones de dólares.
—Pero me contentaré con ciento ochenta y dos mil. No viviré lo suficiente como para gastar más de eso.
—Ciento ochenta y dos… ¡Qué cifra más particular, hijo!
—He estado llevando un librito negro desde que tenía siete años. Hay ciento ochenta y dos nombres en él, uno por cada uno de los cerdos hijos de puta que me lo hicieron pasar mal. Me he estado informando, y puedo hacer que se los carguen por un precio medio de mil dólares.
—Hijo… —El padre sacudió la cabeza horrorizado—. ¿Qué te ha pasado? ¿Cómo has podido llegar a pensar tales cosas?
—Pensar en eso es lo que me ha mantenido vivo —respondió el chico—. Puedo morir feliz si sé que me llevo conmigo al infierno a todos esos hijos de puta.
El padre decidió que ya era momento de decirle a su hijo unas palabras. El chico escuchó con una especie de satisfacción tenebrosa, como alguien acostumbrado a ver cómo el váter se lleva sus sueños.
—Así es que no tenemos un centavo, ¿no es eso? Te lo puliste todo en perforar el pozo.
—Lo siento mucho, pero así es.
—¿Y la maquinaria y los taladros?
—Todo se fue. Los camiones, nuestro coche, todo.
—Maldita sea. ¡Por lo que vale este pozo, todos esos ciento ochenta y dos hijos de puta podían estar ya muertos!
Tenía razón más que suficiente para sentirse pero que muy molesto, creía, pero de alguna manera no conseguía estarlo. De alguna manera quería reírse a carcajadas, porque cuando lo pensó, era terriblemente divertido.
Empezó a tomarse un trago, y luego decidió que no quería tomárselo. Encendió un cigarrillo, notando con sorpresa que ya no tenía dolores de úlcera. Tosió y escupió en su pañuelo, y no había sangre en el esputo.
—¡Dios mío! —dijo a su padre, y había un gran pavor en su voz—. ¡Me temo que voy a vivir!
Él y el viejo salieron caminando de la ciudad; no podían permitirse más gasto que el de sus zapatos. Con el descubrimiento del petróleo, Big Springs se estaba convirtiendo en una ciudad. El viejo se volvió, miró hacia atrás desde los alrededores y hubo orgullo en su mirada fracasada.
—Nosotros hicimos eso, hijo —dijo—. Tú y yo hemos causado el surgimiento de una ciudad en el desierto. Hemos hecho historia.
—Debiéramos habernos quedado en la cama —contestó el chico. Pero después se echó a reír y le dio al viejo una afectuosa palmada en la espalda. No sólo la salud había mejorado en él en los dos últimos años.
Allá, en las llanuras donde el tiempo había permanecido invariable durante eones infinitos, allá donde la naturaleza surgía amenazadoramente grande y el hombre era tan pequeño, había conseguido una nueva perspectiva de sí mismo. Y los problemas que en un tiempo le consumían se habían encogido, y él había crecido de forma proporcionada, de la única manera en que crece la materia. Además, había descubierto que un hombre podía ser mucho más y mucho menos que la suma de sus momentos, y que lo que se había hecho se podía deshacer con perseverancia.
Cogidos del brazo, él y el anciano fueron juntos por la carretera, no hacia la puesta de sol, ya que la tenían atrás, si no hacia el amanecer, o donde se produciría el amanecer si fuera ese momento del día. Fueron juntos por la carretera, el viejo y su chico, el chico se había convertido en un hombre, se había deshecho del libro con los ciento ochenta y dos nombres, y con ello se había deshecho de mucho más. Y fue la última lista de este tipo que recopiló.
—Vaya historia, Art —dijo Mitch riéndose—. ¿Es así cómo la pequeña Big Spring se convirtió en la gran Big Spring?
—¿Insinúas que soy un mentiroso? —inquirió su amigo bruscamente. Y después también él se echó a reír—. Bueno, se parece bastante a la manera en que ocurrió. Es una verdad a medias. No hay una sola historia que pueda ser la única verdad hasta que cuentas con todos los hechos y el tiempo para contarlos, que son dos cosas que yo no poseo. ¿Te imaginas que vas a escamotearme esa botella, o la vas a pasar como un caballero?
Mitch se echó a reír y pasó la botella de aquel brebaje amargo. Su amigo le dio un inmenso trago hasta vaciarla, sin el más ligero cambio de expresión, y comenzó a enrollar un cigarrillo de papel marrón. Tenía ochenta años, Mitch lo sabía, pero aparentaba sesenta bien llevados. Era un ex vaquero, ex jugador, ex ranchero y ex banquero. Describía su vocación presente como cazador de chicas y degustador de alcohol.
Estaban sentados en la habitación de Mitch en el hotel más importante de la ciudad. El viejo podía haber hecho un cheque por el precio total del hotel, y de la manzana en la que estaba. Aún así, quitó la ceniza de su cigarrillo y se guardó la colilla en el bolsillo de su raída camisa.
Mitch había visto a muchos viejos hacer lo mismo en estas ciudades del lejano oeste. Hombres con piernas permanentemente arqueadas, caras tan curtidas como el cuero y fortunas tan grandes que no podían gastarse ni los intereses que les proporcionaban. Estaban sentados en las recepciones de los hoteles en Big Spring, Midland y Sant Angelo, leyendo periódicos que se había dejado alguien, dándole dos o tres caladas al viejo cigarrillo de papel marrón. Pero no era porque fueran mezquinos. Sencillamente, habían nacido en una época y en una zona en que había muy poco que comprar y muy pocas oportunidades para hacerlo. El mismo periódico podía recorrer un barracón durante meses, porque un periódico era una cosa rara, algo valioso. De la misma manera, un hombre debía ser cuidadoso con su tabaco, porque podía pasar mucho tiempo hasta que pudiera renovar sus existencias.
Por eso los viejos eran como eran, porque llevaban el mismo tipo de vida de cuando eran jóvenes. Porque habían invertido el orden habitual, aprendiendo el valor de cada cosa sin considerar importante su precio efímero y sin contenido.
—Veamos, entonces —dijo Art Savage, el amigo de Mitch—. ¿De qué estábamos hablando antes de que me escondieras el whisky y me pusieras nervioso?
—De la señora Lord —contestó Mitch sonriendo—. ¿Y desde cuándo se te puede esconder a ti el whisky?
—No te pongas tonto conmigo, ¿eh? Pero sobre Gidge Lord, Gidge Parton, siempre me acuerdo de ella. Estuve rondándola mucho antes de que se casara con Win Lord. Era un poco demasiado pequeño para ella, pero no parecía importarle en lo más mínimo. No sé qué hubiera pasado si no hubiera aparecido Win, porque esa Gidge era mucha mujer…
Savage hizo una pausa, con sus marchitos ojos azules contemplando el pasado y sus podía-haber-sido. Mitch le sacó del ensimismamiento pasándole por delante la botella de whisky.
—¿Así es que no la has visto en los últimos años? —sugirió.
—¿Quién diablos dice que no la he visto? —protestó Savage—. Claro que la he visto. Dos o tres meses después de que se casara empezamos a vernos de nuevo. No me parecía muy bien todo aquello; siempre hay un remordimiento de conciencia por ser la mujer de otro hombre, ya sabes, nunca ha sido bien visto en Texas. Pero Gidge lo quería, y con Win siempre borracho y aficionado a las putas, no me parecía tan mal. Finalmente lo cortamos cuando se quedó embarazada. Reconozco que yo ya lo habría roto antes, si hubiera estado en mis cabales, porque mucha de la maldad de Win se le estaba pegando a ella, y podía seguirle bien de cerca en vileza. ¿De qué te ríes tú, eh?
—¿Yo? —dijo Mitch con inocencia—. No, en realidad de nada. Sólo, se me había ocurrido que quizá tú fueras…
—¡No lo digas! —explicó Savage con ferocidad—. ¡No te atrevas a decirlo! Siempre que veo que algo como Winnie Lord, Jr. sale de un sitio en el que he estado, le arrancaría la cabeza. Es el engendro de Win, ¡y no se te ocurra nunca pensar que no lo es! Es el vivo retrato de él. Si los hubieras visto a los dos a la misma edad no podrías haber dicho otra cosa.
Mitch murmuró algo, tranquilizador. Declaró que nunca había pensado seriamente que un hombre bueno como Savage pudiera ser el padre de tal canalla.
—En cuanto a esos cheques, Art. ¿Cuál te parece que sería la mejor manera de entrar en contacto?
—Entablar una acción judicial. A la larga tendrían que pagarlo todo con buen dinero.
Mitch explicó que la acción judicial estaba fuera de lugar. Savage dio un golpe en el tobillo con la punta de la bota al intentar alcanzar el whisky de nuevo. Era sencillamente posible, dijo, que ni siquiera sirviera la acción judicial; ya que si ejercía acción judicial posiblemente tendría que destapar muchas cuestiones.
—Se me ocurre pensar que quizás es por esa razón por la que no han pagado los cheques, Mitch. Como Gidge se ve muy apurada, sólo paga aquello de lo que no podría liberarse.
—¿Sí? —dijo Mitch—. Creo que no te sigo bien del todo, Art.
—¿Qué es lo que es tan difícil de entender? El rancho está causando problemas, el dinero también, y no podía pasarle a un grupo mejor.
—Pero, por todos los diablos, ¿cómo puede ser eso? Más de un millón de acres de tierra, doscientos o trescientos con pozos de petróleo en producción, y…
Savage le explicó cómo podía ser. Porque el rancho no terminaba en el millón de acres. Continuaba extendiéndose hacia Nueva York y hacia el sur, hacia Sudamérica, e incluso más allá, hacia Irán y el lejano este. El holding del rancho incluía cadenas de almacenes, casas de apartamentos, compañías navieras y de industria fabril, y muchísimas otras cosas que ni siquiera Gidge Lord debía conocer.
—Ah, desde luego que tiene gente que ya conoce todo el asunto por ella. Un edificio completo de oficinas en Nueva York, creo. Pero ni la mejor gente del mundo puede ayudarte si no le escuchas, y por supuesto que no puede conseguir que un dólar esté en varios sitios a la vez. —Savage paró de hablar y rió con lúgubre satisfacción—. Hace mucho tiempo le dije que estaba siendo poco cuidadosa, sólo intentaba ser amistoso, ya sabes. ¿Y sabes lo que me dijo?
—Algo desagradable, seguro.
—Ah, fue del todo desagradable, desde luego. Sin mencionar las palabras sucias. Tuve en mente repetírselo la semana pasada cuando me llamó, pero a mí no me gusta hablar de esa manera delante de las damas, incluso aunque no lo sean.
Savage le reveló que Gidge Lord había intentado que le prestara dinero (¡sin éxito, naturalmente!). Los bancos estaban inundados de papel suyo, y no iban a aceptar más, y andaba como loca buscando dinero privado. Necesitaba veinte millones —o eso es lo que le dijo a Savage— y le faltaba más de la mitad.