Texas (20 page)

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Authors: Jim Thompson

Tags: #Novela Negra

La cama se movió con suavidad. Mitch se sobresaltó y se giró. Y los brazos de Red le envolvieron.

—Ah, Mitch, ¡querido, querido, querido! ¡No podría irme si mi amor me necesita…!

—Pero, nena…, tus ropas…

—¡Quítamelas de encima! ¡Quítamelas y revuélveme! ¡Puedo volverme a vestir para que me vuelvas a desordenar y…, y…, Mitch!

Una hora más tarde salía hacia su atrasado paseo de compras, un tipo peculiar de paseo de compras, o que al menos hubiera sido peculiar para cualquiera que no fuera Red. Esporádicamente, cuando tenían algo de tiempo libre, hacía una excursión de ese tipo. Le dedicaba todo el día, se limitaba a un gasto de cinco dólares, y compraba sólo en almacenes de ofertas.

Era algo que había soñado siempre hacer desde niña, y aunque Mitch no conocía a ningún adulto que lo hiciera, aquello parecía satisfacer plenamente su sueño infantil: moviéndose con cautela, de mostrador en mostrador; gastando un centavo en uno, quince centavos en otro, y veinticinco en el otro; haciendo una pausa para refrescarse con un helado. También comía en un almacén de saldos, ¡un proyecto que le revolvía el estómago a Mitch! Entonces, después de haber engullido alguna mezcla repugnante como lechuga marchita y salchichas con crema (servido todo ello por una chica con la cara llena de granos y las uñas pintadas de rojo), volvía al ataque, regulando el tiempo de forma que la expedición terminara al coincidir el gasto de su último centavo con el cierre del almacén.

Era muy susceptible en cuanto al fardo de «gangas» que traía a casa (que desaparecerían en un día o dos; a dónde, él nunca lo sabría). Una vez le tomó el pelo, y le preguntó si había dejado algo en el almacén; a ella le subió el color a las mejillas a la vez que lo llamaba malo, estúpido, condenado idiota. Después comenzó a llorar con el corazón hecho añicos. Él la sujetó, cogió su cuerpecito en brazos, la meció suavemente hacia adelante y hacia atrás, mientras brotaban de su pecho grandes suspiros. Hubo lágrimas en sus propios ojos, ya que finalmente había entendido la causa de su pena; ya que también era la suya y quizá la de todo el mundo: la pérdida de la inocencia; el cruel corte drástico de todo lo que no fuera estrictamente práctico, como un hombre pastoril atrapado en una sociedad industrial.

Ella era un caso extremo, sí, tanto como él. Pero la cabaña de la granja en arrendamiento y la habitación del hotel fueron solamente los límites exteriores de un mundo que perfiló a cada uno de manera inevitable. Él no necesitó preguntarse qué debería de pensar ella cuando sus libros escolares le relataban las aventuras de Mary Jane y su pony mágico. Sospechaba que, de forma diferente, habían sido semejantes a los suyos mientras leía la alegre conspiración entre Bunny Rabbit y mister Stork (mientras la pareja de arriba se encontraba endiabladamente cerca, aporreando la cama por separado).

Así que ella lloró y él lloró un poco con ella. No por el sueño idealizado de las cosas pasadas, sino por las inmutables realidades del presente. No por lo que se había perdido, sino por lo que nunca se tuvo. No por lo que debió de ser, sino por lo que nunca sería.

Cuando hubo acabado de llorar, se sonó, se enderezó y sonrió. Y declaró que iba a irse en ese momento a un almacén de oportunidades de nuevo a comprar. Porque había desaparecido todo, pero no la esperanza. Y por todas partes existía la evidencia de que lo que se podía soñar, podía realizarse.

Esta mañana, como siempre, había planeado un inicio temprano. Y aunque se retrasó sobre sus planes, eran poco después de las nueve cuando salió.

Algo después de media hora, tras bañarse, afeitarse y vestirse, Mitch se sentaba en la terraza para leer el periódico y tomar un desayuno pausado.

No podía recordar cuándo se había sentido tan contento consigo mismo, tan seguro de que el mundo era una ostra sobre la que él tenía un irrefutable derecho. Houston era una gran ciudad…, ¿no lo había dicho él siempre? Sabía que iba a ser un buen viaje, y estaba resultando mejor que bueno. Treinta y tres de los grandes del apestoso Lord, y además dieciocho de Zearsdale. ¡Cincuenta y uno de los grandes en el platillo, y el mes no había hecho más que empezar!

Desde luego, los gastos también habían sido terribles, pero…

Turkelson se aproximaba a la terraza.

No había llamado ni al timbre ni a la puerta. Había abierto la puerta sencillamente con su llave maestra, y había entrado y al mirarle a la cara Mitch agradeció que Red estuviera ausente. Ya que el director tenía alguna noticia, algo que sólo podía ser una cosa.

Mitch se puso de pie rápidamente, le volvió a conducir hacia el salón, le empujó hacia un sofá y le sirvió una bebida fuerte.

—Está bien, Turk —¡
No estaba pero que nada bien
!— Tómate eso y tranquilízate.

Turkelson agarró la copa con codicia. Mitch le liberó con suavidad la otra mano de la carga que llevaba.

Cheques. Por valor de treinta y tres mil dólares. Todos estampados en tinta roja con las palabras
PAGO RECHAZADO
.

Sabía cómo eran, pero verlos era otra cosa. De golpe sintió un gran vacío; un nudo frío que crecía en su estómago. Podía haber gritado de frustración, por el asqueroso maleficio que parecía determinado a volver contra él sus mejores esfuerzos.

Y en cambio, se echó a reír con naturalidad, y le dio a Turkelson una ayuda tranquilizadora.

—Algo divertido, ¿eh, chico? ¿Esto es todo lo que te han mandado con una patada?

—¡Todo! —dijo el director—. Dios, ¿es que no es suficiente?

—Quiero decir, sus gastos legítimos. Su cuenta del hotel. Eso también lo pagó con un cheque, ¿no?

—Ah, sí. Bueno, eso está pagado, Mitch. Mil doscientos dólares y algo.

—Y, por supuesto, le diste una factura detallada —dijo Mitch, moviendo la cabeza—. Bien…

Así que ésas había. Los Lord no podían demostrar que los treinta y tres de los grandes se habían ido jugando…, ellos no podrían probar si Winnie simplemente se había quedado con el dinero. Pero las pruebas aquí no eran de mucho valor.

Debieran haber pagado los cheques. Había sido impensable que no los pagaran. Pero ya que no lo habían hecho…

Turkelson se sirvió más whisky, dio un trago de los que sonrojan la cara y lanzó una maldición.

—¡Hostia, Mitch, pero es que se van a salir con la suya en esto! ¡No pueden hacerlo!, ¿verdad?

—Ya veremos. O más bien, ya veré. Por ahora parece que lo han hecho.

—¡Pero…, pero no es legal! ¡No tienen en qué apoyarse!

—Turk… —Mitch gesticuló con impaciencia—. ¿Qué te gustaría hacer? ¿Mandársela a los abogados del hotel? ¿Hacerlo pasar por todos los tribunales del país y también a nosotros? Los Lord sí que lo harían, ya lo sabes. Tienen abogados hasta en la sopa, y les gusta mantenerlos ocupados.

—P-pero Mitch…, si tú ya sabías que iba a ser así…

Mitch repuso que ambos sabían cómo podía ser, pero que nunca se sabía cómo iba a resultar en cada ocasión.

—Así que, bueno, así es que dejemos de dar vueltas sobre si pueden o no hacernos esto, es como decirle a un policía que no puede arrestarte. Quizá no tiene derecho a hacerlo. ¡Pero vaya si puede!

Turkelson le lanzó una mirada afligida. Mitch suavizó la voz inmediatamente.

—Venga, va a salir bien —dijo—. Yo aseguraría que será así. Tal como van las cosas, te faltan en la caja treinta y tres de los grandes. ¿Cuánto tiempo tienes para reponerlo?

—Nada. Las transcripciones de caja y de tarifas van a la oficina de administración cada día. Desde luego, podría volver a enviar los talones al cobro, e incluso mostrarlos como crédito. Pero…

Mitch le dijo que sería mejor que no lo hiciera. Era evidente que iban a volver a rechazar los cheques, y una cantidad tan grande podía llamar la atención.

—Estamos atrapados, Turk. No podemos hacer otra cosa que pagar.

Sacó su billetera y contó treinta y tres mil dólares, dejándolos sobre la mesa, su boca se apretó de forma inconsciente mientras veía lo poco que quedaba.

Turkelson parecía turbado.

—Mitch…, yo…, er, me parece que no pue…

—Olvídate —dijo Mitch—. Sólo te pido que me des los cheques.

No esperaba que Turkelson le devolviera el diez por ciento que se llevó en el trato. Turkelson tenía una madre a la que adoraba, que libraba una batalla hipocondríaca y que había estado gastando espacio en los hospitales y el dinero de su hijo desde que la memoria de Mitch alcanzaba.

Preocupado, pero evidentemente aliviado, el director cambió los cheques por efectivo.

—¡Vaya palo para ti, Mitch! Ya sé que vas fuerte, pero, ¿estás seguro que puedes asumirlo?

—No pienso asumirlo —dijo Mitch.

—¡Ah! ¿Qué vas…?

—Intenta conseguirme lo más rápidamente posible un avión para Dallas, ¿quieres? Tengo que hacer enseguida el equipaje.

Cortó cualquier posible pregunta dejando la habitación. Una hora más tarde, después de dejarle una breve nota explicatoria a Red, estaba en camino.

18

D
ALLAS

Gran D.

La Nueva York del sudoeste.

Aquí puede encontrarlo, señor. Sea lo que sea lo que esté usted buscando.

¿Moda? Ellos se hacen todo un viaje hasta aquí para copiarnos. ¿Comida? Usted no había vivido hasta que no probó nuestros restaurantes. ¿Financiación? Nos lanzamos a la operación en casi todo.

Las más guapas y mejor vestidas mujeres del mundo…, eso es Dallas. Los más elegantes y agresivos hombres de negocios…, eso es Dallas.

Aquí es donde lo encontrará, señor. Busque lo que busque, aquí está.

¿Quiere comprarse un avión de un millón de dólares? El primer pasillo, justo a continuación de aquellos dos postes de pesca. ¿Quiere una chica de mil dólares la noche? Aquí está, señor, y disfrute cada centavo de ella. ¿Quiere tirarse una fulana por un dólar? No le hace falta más que mirar un poco a su alrededor y encontrará alguien tan rudo como usted. ¿Quiere contratar mil hombres? Venga… y no encontrará ni un solo rojo-fascista-comunista-agitador social en el lote. ¿Quiere hacerse con una pistola? Bueno, venga, está bien. ¿Quiere darle a alguien una paliza? Se puede arreglar, señor, se puede arreglar. ¿Quiere comenzar un grupo de odio? Bienvenido, amigo.

Únicamente, no haga nada polémico.

Era casi mediodía cuando Mitch descendió del avión. Recogió su bolsa facturada y cogió el autobús de la línea aérea para llegar hasta el centro de Dallas. Ya que la hora no parecía muy buena para hacer una llamada a Frank Downing, paró en un bar parrilla donde ya había estado en su última visita a la ciudad. Pero el personal no se acordaba de él.

—Disculpe, señor. —El camarero limpiaba distraídamente la barra con una toalla húmeda—. Va contra la ley servir licor en Texas.

—¿Y qué? —dijo Mitch riendo—. Es usted nuevo, ¿verdad? ¿Dónde está Jiggs McDonald?

—No hay nadie aquí con ese nombre, señor. ¿Le gustaría tomar una taza de café?

Mitch dijo con enfado que no quería café. Estaba cansado, preocupado y tenía calor, y conseguir una bebida se había convertido en algo muy importante.

—¡Vamos, venga, deme un bourbon con agua! —exigió—. ¿Qué pasa? ¡He estado durante años tomando copas aquí!

—No, señor. Aquí no servimos alcohol.

—¡A la mierda con que no sirven! —Mitch señaló a un hombre que había varios taburetes más allá—. ¿Qué bebe él, si no es alcohol?

El hombre se giró y le miró. Tenía la cara y la frente muy anchas. Movió los cubos de hielo en el vaso, después se levantó y se acercó hacia donde estaba Mitch sentado.

—¿Qué quiere? —dijo—. ¿Café o problemas?

—Creo que me voy a decidir por el aire libre —dijo Mitch, y dejó el lugar rápidamente.

Se sentía completamente estúpido. Siempre era estúpido comenzar una reclamación, y él lo había hecho sin la más ligera disculpa. Estaba en el peor lío de su carrera y necesitaba ser rápido y sagaz. Más rápido y más sagaz de lo que lo había sido nunca. ¡Y aún así, acababa de poner el cuello para que se lo cortaran y le patearan la cabeza!

El incidente le dejó muy conmocionado. Se forzó a sí mismo a calmarse, y de nuevo repasó mentalmente su plan. Como resultado, canceló la idea de llamar a Teddy mientras estaba en Dallas, para apelar a que fuera razonable en sus demandas. Teddy no había sido nunca razonable. Sólo el más disparatado de los pensamientos le había podido hacer creer que ella pudiera llegar a ser razonable.

De todas formas, su problema ahora era inmediato. Tenía que conseguir treinta y tres mil dólares aproximadamente. Sin ellos, no tenía futuro…, ninguno en el que Red pudiera entrar a formar parte. Sin ellos, estaría acabado. ¿Cómo podría estar un hombre arruinado, se preguntaría Red, cuando tiene una caja de seguridad llena de dinero?

Levantó la mano para llamar a un taxi. El conductor miró hacia atrás por encima del hombro cuando Mitch le dio una dirección.

—Demasiado pronto, señor. No estará abierto a estas horas del día.

—Veamos —dijo Mitch.

—Se lo estoy diciendo. ¿Por qué no me deja que le lleve a un sitio vivo de verdad?

—¿Y por qué —preguntó Mitch— no me lleva adónde le estoy diciendo, por todos los diablos? ¿Va usted a hacerlo o tendré que llamar a Frank Downing para darle su número de matrícula y su nombre, y decirle que no puedo cumplir con la cita porque…?

El taxista arrancó con una sacudida. Se desplazó rápidamente, sin más conversación durante los siguientes treinta minutos, hasta que alcanzó la puerta de nervaduras de hierro de la finca de Downing.

Mitch salió allí y pagó al taxista. A esta hora inofensiva, la puerta estaba, por supuesto, abierta, y comenzó a recorrer el largo y curvado paseo hacia la casa.

El barrio había sido muy bueno en otro tiempo. Incluso cuando la parte baja se hizo multitudinaria debido a la expansión de los barrios comerciales e industriales, había habido una cierta resistencia ante la marcha del progreso. Cierta gente había vivido aquí casi desde la fundación de la ciudad. Gente con mansiones de cuatro pisos (con salas de estar de dos pisos), y terrenos que ocupaban una manzana.

Downing había conseguido una de esas magníficas casas antiguas al principio del periodo de transición de la zona. La había restaurado y renovado por completo, y había cercado el terreno con un muro de ladrillo dibujado de muy buen gusto. Aparte de eso, y de ciertas modificaciones esenciales en el interior, había conservado el lugar casi intacto.

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