Texas (18 page)

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Authors: Jim Thompson

Tags: #Novela Negra

Sus ojos brillaron triunfales mientras el camarero desaparecía con prontitud. Le dio dos largos sorbos a su bebida. Esperó en un silencio distante mientras conectaban el teléfono en el reservado.

En sus muchos años de trabajo en el banco, había tenido contactos frecuentes con prominentes ciudadanos de Houston, los Zearsdale estaban entre ellos. Él tenía invariablemente el papel de mensajero glorificado para esas ocasiones, pero ahora no lo recordaba de esa manera. Más bien, en el rosado presente, se veía a sí mismo más como amigo de esa gente que como lacayo. Eran sus colegas, y, naturalmente, Jake Zearsdale querría darle a su colega Lee Agate una opción para comprar acciones a las dos quintas partes de su valor en el mercado.

Comprensible, ¿no? ¿Correcto? ¿
Correcto
? Corr… Nooo, no era correcto. Ahora no, quizá más tarde. Pero a Jake Zearsdale había que llamarle, de acuerdo, ¡de ac…! Había que hablarle sobre el amigo Mitch Corley.

Agate se enderezó otra vez. La importancia de lo que estaba a punto de hacer se imprimió en su borracha cabeza y le exigió todo el esfuerzo del que era capaz. Y después de conseguir línea con el exterior, marcó y habló por teléfono con mucho cuidado.

Le contestó una secretaria, le pasó a un secretario ejecutivo, y a continuación al secretario de un ejecutivo. Finalmente, casi después de diez minutos, había situado la llamada, tenía al otro lado de la conexión a Zearsdale.

Para entonces estaba volviendo a ofuscarse y prácticamente se reía a carcajadas ante el teléfono. Se calló, y masculló:

—Perdóneme, mister Zearsdale.

La línea quedó en silencio durante un momento. Después con una voz de aspereza musical, Zearsdale contestó:

—Por supuesto. ¿Quién es usted, por favor?

—Aquí el tipo que te llamó la semana pasá —dijo Agate—. Sobre Mitch Corley, ¿t’acuerdas? La semana pasada, sobre Mitch-hip-Corley…

—¿Le importaría hablar un poco más alto, por favor? —repuso Zearsdale—. Parece que tenemos una mala línea.

—Claro… —dijo Agate alzando la voz—. Decía que soy el tipo que llamó la semana pasada, para hablar de Msh… Mitch…

—Más alto, por favor. Y un poquito más despacio.

—Decía —contestó Agate, pronunciando tan claramente como le era posible— que soy el tipo que le llamó la semana pasada para hablar sobre Mitch Corley. ¿Me capta ahora?

—Mmmm, sí, creo que sí —murmuró Zearsdale—. ¿Tiene usted más información sobre él?

Agate sacudió la cabeza con firmeza. Después, se echó a reír autodespreciativamente al comprender que su negativa no podía ser vista.

—Me reía de mí mismo —explicó al teléfono, añadiendo el chiste en detalle.

Zearsdale rió con educación.

—Estoy un poco justo de tiempo —añadió—. Sería mejor que me dijera por qué me llama.

—¿Qué? Ah, sí. Sí, claro —masculló Agate—. Sólo quería decirle que estaba equivocado del todo sobre Mitch. Lo he comprobado yo mismo y he visto que cometí un grandísimo erró. Dudaba —hip— en llamarte, pero me pareció que el hombre que comete errores tié que ser lo suficientemente grande como pa’reconocélo.

—Ya veo —dijo Zearsdale, pensativo—. Ya veo.

—Lo digo de verdad —insistió Agate—. Stá todo equivocao. Basao en información no fiable. Comprobao por mí mismo y…

—Es posible. Es sólo posible. —El tono de Zearsdale era sensato—. Pero me inclino a pensar que usted no está diciendo la verdad. Soy un buen conocedor de las voces, y la suya no suena en absoluto sincera.

—¿Ah, sí? —Agate miró airadamente y con beligerancia al auricular—. Vamos, colega, me vas a escuchar…

—Cállese —dijo Zearsdale.

—¿Eh? ¿Qué quieres decir con eso de ca…?

—Quiero decir que se calle, y será mejor que lo haga —dijo Zearsdale—. Será mejor que deje de beber. No lo aguanta bien. Ya es usted lo suficientemente estúpido cuando está sobrio.

Agate sintió su boca repentinamente muy seca. Sus labios se movieron en un vano intento de hablar.

—Voy a darle a usted algún consejo —continuó Zearsdale—. No tomaré en consideración sus palabras, de forma que buscaré por mí mismo la verdad sobre Corley. Mientras tanto, él no debe saber nada de lo que usted me ha dicho. No intente ponerle en guardia. Si lo hace, haré que lo lamente más que nada, y es una promesa, mister L. J. Agate.

La mención de su nombre fue para Agate como un purgante. Abruptamente se sintió muy sobrio, y más asustado que nunca en toda su vida llena de miedos.

—¿Qué? —refunfuñó—. ¿Qué es lo que va usted a hacer?

—¿A hacer? —dijo Zearsdale con una voz cadenciosa—. Pues, voy a invitar a mister Corley a cenar conmigo.

Colgó.

Agate también colgó. Miró su copa, comenzó a acercarse a ella, entonces sacudió su mano hacia atrás como si hubiera tocado una llama.

Sería mejor que volviera al banco, supuso. No, sería mejor que se fuera a casa. No, mejor sería ir…, ir…

El camarero se le acercó, aún respetuoso, sin tener en cuenta los gritos que Agate le había dirigido escasos momentos antes. Agate se enderezó, se pasó la mano por la cabeza donde crecían unos ralos cabellos, asumió un impresionante ceño fruncido, abrió la boca para hablar, y vomitó poniéndolo todo hecho una mierda.

16

El día había sido caluroso y húmedo, un día bochornoso y sofocante; parecía que uno estaba a punto de hervir en su propio sudor. La clase de día que no es tan «poco habitual» como las organizaciones cívicas de la ciudad quieren hacernos creer. Esas organizaciones tendrían que admitir que el clima de Houston a veces deja algo que desear. Pero se apresuran a señalar, y con algo de verdad, que aunque el día pueda ser desagradable, las noches son deliciosamente frescas. Para alguien que no esté acostumbrado al clima, la frescura deliciosa puede traer una imagen de terrible semejanza con el frío glacial. Así que, mientras Mitch tomaba unas copas antes de la cena con Zearsdale, agradeció el pequeño fuego que había en la chimenea.

La chimenea estaba en la cocina de la casa de Zearsdale. Zearsdale, en mangas de camisa y delantal de carnicero, le había conducido inmediatamente a la cocina en cuanto llegó, y ahora estaban sentados junto a una gran mesa de madera, una de aquellas mesas robustas y útiles que uno puede ver en las cocinas de los restaurantes, y bebían cerveza de calidad en jarras de estaño.

El petrolero suspiró con un sutil tono de felicidad y se llevó la mano a la boca para secarse la espuma de cerveza mientras miraba alrededor de la cálida habitación.

—Creo que viviría aquí si pudiera meter una cama —dijo—. Hay algo en esta habitación que me hace sentir relajado y en paz conmigo mismo.

—Es toda una cocina —dijo Mitch, sonriendo—. Me parece que no he visto nunca nada parecido fuera de un gran hotel.

—Ni nunca lo verá —apuntó Zearsdale, moviendo la cabeza hacia la cocina que se extendía prácticamente a todo lo ancho de la habitación—. Aquí pueden trabajar tres cocineros al mismo tiempo. Podría servir cinco mil comidas en un día si tuviera que hacerlo.

—Ya lo creo. Recibirá a muchos invitados, supongo.

—Prácticamente a ninguno —contestó Zearsdale, sacudiendo la cabeza—. Resulta que me gusta la cocina grande y bien equipada. Me gusta verla y estar en ella. Pero no estoy casado, y cualquier invitación suelo hacerla en el club. Pero, aún, así… bueno, quizá todo se remonta a mucho tiempo atrás. Hábleme de usted, Corley. ¿Qué clase de hogar tuvo cuando era pequeño?

Mitch dijo que no había tenido hogar en el sentido habitual de la palabra.

—Siempre vivíamos en hoteles. Mi padre vendía varias clases de cosas intangibles, y mi madre trabajaba con él.

—Darían con la suerte en algún lugar de su recorrido.

—Me parece que no —dijo Mitch con menosprecio—. No sé demasiado porque entonces yo era un niño. Pero sé que invirtieron montones de dinero en negocios que nunca funcionaron.

Zearsdale le sirvió más cerveza, y señaló que sus pasados no diferían demasiado.

—Nosotros llevábamos el tenderete de comidas para las cuadrillas de perforación. En realidad lo llevábamos mi madre y yo; mi padre, por lo general, conseguía algún trabajo de servidumbre del equipo. Un equipo de perforación funciona las veinticuatro horas del día, por supuesto, lo que significa que nosotros teníamos que servir comidas a cualquier hora. No creo que ni mi madre ni yo consiguiéramos dormir jamás más de dos horas seguidas.

Sacudió la cabeza, mientras recordaba y miraba aquella habitación extravagantemente equipada con ojos interrogantes.

—Lo hacíamos todo en una cocina de cuatro fuegos, y dormíamos y vivíamos en la misma habitación en la que cocinábamos. Nos…, bueno, qué más da. En el trabajo pesado no hay nada demasiado interesante.

—Es una buena historia —dijo Mitch—. Me gustaría escucharla.

—Bien. —Zearsdale se encogió de hombros—. Entonces se la contaré en pocas palabras…

El propietario de un contrato de arrendamiento de un sondeo de exploración para el que trabajaban, continuó, se había endeudado profundamente con ellos. Tanto, que para cuando estuvo perforado el pozo (un surtidor) ellos ya poseían una gran proporción de la propiedad. Pidiendo prestado dinero a los amigos, trató de pagarles por la cantidad real de su deuda. Cuando ellos lo rechazaron, se las arregló para llegar a un acuerdo secreto con la compañía de conducción.

La compañía contrató la toma del petróleo, y en ese acuerdo no había nada ilegal. Pero el pago debía hacerse contra entrega; esto es, en el momento en que fuera conectado el oleoducto al pozo. Pronto fue evidente que ese momento no iba a llegar, ya que los Zearsdale retenían su parte. Había un retraso tras otro. Demoras que eran una estratagema evidente en un juego de exclusión. Pero no tenían dinero para llevarlo a los tribunales y demostrarlo.

—Mi padre lo intentaba todo para llegar a un acuerdo…, me temo que no era un hombre muy fuerte… —Un tono de tristeza invadió la voz de Zearsdale—. Pero mi madre tenía otras ideas. No iba a permitir que jugaran con nosotros, así que ella y yo tomamos las cosas en nuestras manos. Teníamos que hacerlo, ¿sabe, Corley? Se estaba cometiendo un abuso, y la ley no iba ni a tocar a los que lo estaban cometiendo. Así que
tuvimos
que hacerlo. Yo tenía entonces catorce años, pero es una lección que no olvidaré nunca: la gente fuerte del mundo tiene una obligación para con ese mundo. Ésa es la razón por la que han sido hechos fuertes, ¿comprende? Para tomar medidas enérgicas cuando ven que alguien se sale del lugar…

—Mmmm, sí. Muy interesante —dijo Mitch—. ¿Pero, qué es lo que hicieron, en realidad, usted y su madre?

—Bueno… —dijo Zearsdale, riéndose entre dientes—. Nadie podría probar que hicimos algo, Corley. Ni siquiera sugirieron que lo hubiéramos hecho. Fue achacado a un accidente, aunque había provocado un infierno. Ya se lo puede imaginar, todo aquello que es territorio de ranchos. Prados rotativos con el ganado paciendo tan lejos como alcanza la vista. Cuando estalló el incendio, naturalmente, mi madre y yo estábamos muy lejos de allí…

—¿
Fuego
? —dijo Mitch con la mirada fija en él—. Quiere decir que… ustedes…, ustedes…

—Fuego. De las filtraciones de alrededor del pozo. No hubiera ocurrido de haber estado el oleoducto conectado como tenía que estar, así que fueron declarados culpables de los daños. Diez millones de dólares, más otros cien mil por apagar el fuego. Por si fuera poco, cobramos nuestra parte proporcional del coste de cada barril de petróleo que había ardido. —Zearsdale volvió a reír entre dientes, con ferocidad—. Después de eso no hubo más entorpecimientos. No hubo más problemas. Ni por su parte, ni por la de nadie.

Había hecho que Mitch le acompañara en su paseo hacia el refrigerador para que le ayudara a seleccionar los chuletones para la cena. Los cocinó y los sirvió con pericia. Afortunadamente, Mitch tenía mucha hambre; de no ser así, no habría podido evitar la imagen que aquel olor despertaba en su cabeza: un cuadro de pastos chamuscados, cubiertos hasta donde la vista podía alcanzar, de carcasas humeantes de ganado que había sido asado vivo.

Después de la cena, Zearsdale lavó y secó los platos, declinando la oferta de ayuda de Mitch con educación, pero con firmeza.

—Se me da bien este trabajo desde hace muchos años, Corley, y me gusta seguir en activo. Sabe Dios la de ayuda que habría contratado si no hubiera elegido hacerlo yo mismo.

Mitch supuso que había dado la noche libre a los sirvientes. Pero Zearsdale dijo que nunca se quedaban.

—Necesitan tiempo para sí mismos tanto como yo. Aparte de que la mayoría de ellos están entrados en años, ya que llevan conmigo desde la época de mi madre, y no quisiera hacerles trasnochar.

Se quitó el delantal y se secó las manos en él, sacudiendo la cabeza ante la indicación de Mitch de que era muy generoso con sus sirvientes.

—No. No. Mucho me temo que no, Corley. Cuando un hombre tiene medio billón de dólares, no le es posible ser generoso, y ése es sólo un valor aproximado. Se pierde la capacidad de conmoverse, ¿sabe? Uno no se siente identificado con los demás. No existe sacrificio ni al dar un millón ni al ganarlo. Pero trato por todos los medios de ser justo, y creo que la mayoría de las veces lo consigo. A pesar de esto podrías encontrar un montón de gente que no estuviera de acuerdo conmigo. Como —dijo, haciendo una mueca de desagrado— nuestro tramposo amigo, Birdwell.

El recuerdo del hombre del pelo gris prematuro, de su risa fácil, del evidente agrado de la gente de su alrededor, incomodó a Mitch.

—No sirve de mucho que lo lamente —dijo—. Casi preferiría haber mantenido la boca cerrada sobre la trampa.

—Yo también lo lamento por él —contestó Zearsdale con seriedad—. Ha tirado por tierra una buena carrera. Ha arrastrado a su familia con él. Pero fue él quien lo hizo, no usted ni yo. No podemos ignorar las equivocaciones, Corley, y no podemos recompensar a la gente por ellas.

—Pero tenía una buena relación con usted, ¿no es así? Había estado con usted durante mucho tiempo.

—Tenía un historial muy bueno —dijo Zearsdale, asintiendo— y había sido recompensado por ello con largueza. Ahora bien, si recompenso a un hombre por hacer bien las cosas, y créame que lo hago (he ofrecido ayudas anónimas a mucha gente que no tiene conexión con mi compañía), también tengo que castigar a quien las hace mal. ¿O no está usted de acuerdo conmigo?

Mitch vaciló y miró al rostro de labios gruesos y ojos de fría y penetrante mirada, ojos completamente sinceros. Volvió a alejar la mirada.

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