La puerta principal estaba abierta de par en par. El interior hervía con la actividad de la gente de limpieza, hombres y mujeres con escobas, fregonas y aspiradoras. En vez de ofrecerle a Mitch una educada mirada o una inclinación de cabeza, no mostraron por él el más mínimo interés. No era su problema. Ya le tendría en cuenta quien tuviera que preocuparse por él.
Mitch se encontró con esa persona rápidamente. Estaba empezando a bajar por un pequeño corredor lateral que conducía a la oficina de Downing cuando salió de entre las sombras un hombre delgado de aspecto cansado.
—¿Vende algo, señor…? —Se calló, con un brillo de reconocimiento en los ojos—. ¿Qué te cuentas, Mitch?
—¿Qué hay? —dijo Mitch. Se dieron la mano. Mitch la derecha y el otro hombre la izquierda, ya que tenía metida la derecha en el bolsillo—. ¿Está el jefe, Ace?
—Tú sabrás —contestó Ace—. Debe de haberte dicho si estaría o no estaría aquí.
—Pues, siento no tener una cita. Estoy en Dallas por casualidad.
—Tss, tss —Ace hizo un ruido en tono de reproche—. Entonces, sé bueno.
Cogiendo a Mitch por el codo, lo condujo por el corredor hasta la oficina de Downing. Allí llamó a la puerta de una forma especial, esperó un momento y después entró con Mitch.
El jugador estaba sentado a la mesa del despacho; vestido con la severidad de siempre, con las mangas de la camisa recogidas, el pelo liso y el afeitado reciente. Había una pila de libros de cuentas y otros libros mayores frente a él, así como una pequeña calculadora. Estaba visándola cuando entraron Mitch y Ace, y no levantó la cabeza hasta que hubo acabado.
Entonces, sin una palabra de saludo o el menor signo de sorpresa, preguntó a Mitch qué tal era en el asunto de impuestos.
—¿Quieres decir que si sé sobre ellos? No —dijo Mitch—. Siempre contrato a un gestor.
—Yo contrato tres. ¿Cómo crees que iba a organizármelas en caso contrario? —Downing sacudió la cabeza—. Tres tipos tendrían que ser capaces de organizar el asunto de los impuestos y hacerlo bien.
—Bueno, esa gente tiene que ser terriblemente cuidadosa, Frank. Si intentan reclamar algo a lo que no tienes derecho…
Downing dijo que no era eso lo que tenía entre manos. Su problema era que los contables reclamaban demasiado.
—Yo les digo que no lo hagan, por Dios. Les digo que se pongan en el lugar del Gobierno y que entonces calculen un diez por ciento. ¿Pero crees que lo hacen? ¡No, joder! Vale, Ace.
Ace salió, dándole a Mitch un golpecito de aprobación en la espalda. Mitch aceptó la oferta de servirse él mismo una copa, y Downing se sirvió café de un termo. Después de dar un sorbo, preguntó qué tal estaba Red.
—Me gustó esa criatura. ¡Por Dios, si me gustó! ¿Cómo es que no la has traído contigo?
—Ni yo mismo sabía que iba a venir —explicó Mitch—. Ha sido una de esas cosas que se hacen sin preparar. Ya ves…
Le explicó el asunto de los cheques. Downing escuchó sin ninguna expresión.
—¿Y qué quieres, que los cobre por ti?
—Eso es. O bien, descontártelos a ti.
—Pues continúa pidiendo. Sonreiré cuando te diga que te vayas al infierno.
—Eres demasiado, sólo te preocupas de lo tuyo —dijo Mitch suspirando—. ¿Qué hay de los cincuenta de los grandes que cobraste?
—¿Qué hay de los sesenta de los grandes que gasté para poder cobrar los cincuenta? —dijo Downing encogiéndose de hombros—. Tengo principios, camarada, pero éstos no se extienden a tu pasta.
Mitch estaba decepcionado, pero no sorprendido. Le indicó que sería mejor que se marchara; tenía que coger un avión que iba hacia el oeste.
—Me dejará en Big Spring esta noche y puedo conducir hasta el rancho, adonde llegaré por la mañana.
—Ahórrate el viaje —dijo el jugador—. Yo puedo hacer que te rompan la cabeza gratis.
Mitch argumentó que los Lord no podían ser tan malos.
—Me enfrentaré a ellos, Frank. Esto es todavía Texas, y estamos en el siglo
XX
.
—¿Por qué te iba yo a tomar el pelo? —preguntó Downing—. Te pondrán las amígdalas en el culo, Mitch. Tendrás que quitarte los pantalones para lavarte los dientes.
—Ya veo que me das ánimos —dijo Mitch—. Bueno, gracias de todos modos, Frank, yo…
—Siéntate.
—Ojalá pudiera, pero…
—Siéntate. Tengo algunas preguntas que hacerte.
Mitch se sentó y aceptó la orden aunque no le gustara mientras se hacía preguntas sobre el cambio que se había operado en el jugador. Downing encendió un cigarrillo y lo observó a través del humo.
—Ahora, déjamelo a mí. Los Lord te han hecho saber que no quieren pagar esos cheques. ¿Entonces cómo te imaginas que podrás obligarles? ¿Cómo piensas que lo conseguirás si vas a su propio pequeño reino privado?
—No lo sé —dijo Mitch—. Simplemente, es algo que tengo que intentar.
—¿Por qué?
—¿Por qué?
—¿Eh, que por qué? Tú eres jugador. No aguantas las chapuzas. Llevas años apostando fuerte, y te has dejado un montón de años para poder seguir tirando. Y aquí estás, mandándolo todo a la mierda por una posibilidad de cobrar unos cuantos dólares apestosos.
—¿Apestan treinta y tres de los grandes?
—Ya sabes de qué te estoy hablando —dijo Downing—. Has conseguido tener una gran reserva. Puedes permitirte el lujo de tragarte una pérdida como ésta. Venga, ¿por qué no lo haces en vez de meterte en una trampa para osos?
—Vamos, Frank —contestó Mitch alegremente—. No sabía que te importara.
—Te he hecho una pregunta. Y, en cuanto a ti, no me importas. Pero me gustó esa pelirroja, y sé que está tonta por ti. Me imagino que se le rompería el corazón si te pasara algo. Por eso quiero saber por qué tienes tantas ganas de que te partan la cabeza.
Mitch titubeó, buscando una salida, aunque sabía que no había ninguna. Dijo con calma:
—Estoy sin blanca, Frank. No hay ninguna reserva.
—Me lo imaginaba —respondió Downing, asintiendo—. Y, por supuesto, también me imagino que Red no lo sabe. Ésa es la razón por la que no la has traído. Si supiera la verdad, nunca te hubiera dejado hacer esto.
—Si supiera la verdad posiblemente me mataría.
Downing sacudió la cabeza.
—¿Por qué iba ella a hacer eso, si lo voy a hacer yo? O quizá tienes alguna razón buena y real para timar a la criatura más bonita que he conocido.
—¡Ah, Frank! Por todos los diablos…
—¡Suéltalo! —dijo Downing de golpe—. Empieza a hablar y hazlo rápido o, por todos los diablos, que después no vas a poder hacerlo porque estarás abajo de la Trinidad contándoselo a las tortugas.
Su cara saturnina había empalidecido por el enfado. Mitch empezó a hablar y lo hizo rápido.
Contó la historia completa, comenzando por su matrimonio con Teddy; el nacimiento de su hijo y el descubrimiento de que era una puta. Lo contó todo…, su encuentro con Red, la sincera creencia de que Teddy se había muerto o se había divorciado de él, su inesperada reaparición y los años de extorsión que habían seguido.
—Bien, eso es, Frank —concluyó—. Ésa es la historia. Así es como se fue el dinero.
Downing le miró, ya no tan enfadado como confundido.
—Creo que me debo de haber perdido algo —dijo—. Como el porqué le dejas a esa puta medio seca que te tenga cogido por todas partes, además de por tu dinero.
—Ya te lo he dicho. Para mantenerla callada.
—¿Y ésa es la única manera? ¿No podías encontrar otra forma mejor que quitárselo a la mujer que te ama para dárselo a la que te odia?
—¿Y qué otra cosa…? —Mitch se calló, mirando la mortecina monotonía de los ojos de Downing—. No, Frank —añadió con calma—. No podría hacer eso.
—¿Quién dice que tuvieras que hacerlo? Podrías encontrar alguien que lo hiciera en tu lugar.
—La verdad, no veo ninguna diferencia. Yo no juego así, Frank.
—¿Y por qué diablos no? No tendrías que hacer que la mataran, mierda. Bastaría con que le dieran un aviso.
Mitch volvió a decir que no se veía capaz de hacerlo. Estuvo de acuerdo en que Teddy nunca tendría suficiente, y que el apartarla de su situación presente sólo aplazaba la confrontación final. Accedió a que Teddy se merecía cualquier cosa que pudiera ocurrirle. Pero aun así…
Sería tan sencillo, desde luego; tan sencillo, tan rápido y definitivo. Sólo unas cuantas palabras a la gente indicada, y después se habrían acabado los problemas con Teddy. Sí, existía la oportunidad de que tuviera problemas con las llamadas personas indicadas. Y siempre cabía la posibilidad de que resolver los problemas de esa manera se convirtiera en un hábito. Podías volverte adicto, sustituyendo este sistema, cada vez más a menudo, a la inteligencia y el talento y aquellas otras cualidades que te distinguen de los animales. Hasta que, finalmente, fueras idéntico a ellos.
—Lo siento, Frank —dijo, y posiblemente lo sentía, ya que la cosa hubiera sido tan fácil—. Quizá sea un memo, pero así soy.
Downing le miró frunciendo el entrecejo. Después se echó a reír y le extendió las manos, aceptando aparentemente la rareza de Mitch.
—Bueno, olvídalo. Es tu problema y me imagino que puedes solucionarlo. ¿Necesitas algo para el viaje?
—No. No estoy pelado del todo.
—Entonces, muchísima suerte con los Lord. Puedes utilizar mi nombre con ellos, si quieres.
—Hombre, gracias. Te lo agradezco, Frank.
Se dieron la mano. Downing volvió a inclinarse sobre sus libros, y la calculadora volvió a funcionar y sumar. Mitch salió por la puerta, muy liberado por la genialidad del jugador al considerar la razón que había oculta. Sin saberlo, vio la razón, una doble razón, que se le acercaba mientras salía del corredor lateral y entraba en el principal.
Eran unos jóvenes muy inmaduros y de aspecto afeminado; de pelo negro, piel olivácea, complexión esbelta y cuidada. Vestían chaquetas de lino blanco fresco, pantalones oscuros con una raya perfecta y zapatos de dos colores, blancos y negros. Sus nombres, sus auténticos nombres, probablemente lo único que habían recibido de sus mejores olvidados padres, eran Frankie y Johnnie, y eran gemelos falsos.
Habían empezado a susurrar y a hacerse risitas el uno al otro, nada más ver a Mitch. De repente, cuando sólo estaba a unos cuantos metros (e ignorándolos de la mejor manera posible) fueron hacia él corriendo.
—¡Mitch, amor mío! ¿Cómo estás, nene? Vamos ¡El más maravilloso de todos los hombres!
Se le lanzaron encima, apretándole los brazos, dándole palmadas en la espalda, riendo disimuladamente ante su evidente desconcierto. Mitch metió los codos, y después, de manera abrupta, los lanzó hacia atrás contra la pared.
—¡Ya está bien, hijos de puta! —gritó con enfado—. ¡Como me volváis a poner la mano encima, saldréis bien parados!
—Oh, ¡vamos, nene! Sólo queríamos besarte.
—¡Quitaos de mi vista! —dijo de golpe, y los adelantó empujándolos salvajemente.
Sus risitas le siguieron hasta que hubo dejado el corredor.
Aunque las apariencias dijeran lo contrario, él sabía que la mariconería de los dos era estrictamente una actuación. Una forma de añadir algo más a su odioso aspecto general. En realidad, así es como conseguían su fuerza, Frankie y Johnnie. Haciéndose odiosos a la gente. Otra faceta del sadismo que convertía su trabajo en un placer.
Mitch sabía algo sobre ellos…, y todo era desagradable. En cualquier caso no sabía cómo se las arreglaban para vivir.
Cogió un taxi de vuelta a la ciudad y hacia el aeropuerto. Después de comer y tras telegrafiar a Red explicándole sus planes, cogió un avión para Big Springs, en el oeste de Texas.
Llevaría varias horas llegar al rancho de los Lord desde allí, pero era la única ciudad cercana lo suficientemente grande como para que hubiera alquiler de coches. También tenía un amigo en Big Spring…, un hombre que podía serle de mucha ayuda.
Al haber pasado los cuarenta, Teddy estaba a punto de tener que dejar el negocio. No necesitaba el dinero ya que para sus terribles gastos no iba a deshacerse del chantaje que ejercía sobre Mitch. Por otra parte, más bien quería recobrar el entusiasmo que los excesos del cuerpo le habían producido en otro tiempo. Pero siempre exigía que el comprador de sus favores fuera muy joven y muy guapo. Por desgracia, los hombres jóvenes y guapos que andaban por el mercado de la carne prostituida elegían invariablemente comprar a las jóvenes y guapas. Lo cual, fuera lo que fuese lo que se pudiera decir de ella, no era su caso.
Aún tenía una buena figura; no tan atractivamente extravagante como lo había sido, pero buena. Aún tenía un rostro de aspecto bien conservado. Pero los cuarenta son los cuarenta, incluso son mucho más que cuarenta para una puta, y para los jóvenes eso es la ancianidad. Para su propia generación de machos, o para las precedentes, Teddy aún resultaba una mujer bastante deseable. Pero, al igual que los jóvenes la rechazaban, ella también rechazaba a los viejos, y había que considerar que cualquier hombre que no fuera mucho más joven que ella le parecía un viejo. Esos «viejos» le habían resultado siempre repugnantes. Pero lo que entonces era desagrado, se había convertido al final en una fobia. La llenaban de un terror enfermizo, de un sentimiento de violación incestuosa, y casi se ahogaba de repulsión si uno de ellos se le acercaba.
Las mujeres alcanzan normalmente su apogeo de deseo sexual una vez alcanzados los cuarenta, así que Teddy aún deseaba y necesitaba a los hombres. Pero tenían que ser jóvenes. Eso era todo lo que les pedía, juventud, no dinero. Estaba dispuesta a darles dinero además de su propia entrega, si eran jóvenes y guapos.
Su necesidad la había conducido hacia algunas experiencias extrañas.
Una vez había cazado a un tipo en la calle, un joven de buen aspecto, aunque remilgado, que vestía calcetines blancos con zapatos negros, se lo llevó a casa con ella, y allí, ¡por todos los diablos!, le había rogado que se arrodillara con él y rezara por su alma.
Otra vez había recogido en un bar a un posible cliente, se lo llevó al apartamento, y durante un rato le pareció que todo iba a funcionar bien. Hablaba como un antiguo, y la charla resultaba muy apasionante. Encargó dos jarras de buena cerveza, y eso también pareció estar muy bien; el apetito de Teddy por la bebida había ido incrementándose con los años. Pero las horas pasaban, comenzó a picarle el deseo, y él todavía no iba al asunto. Finalmente, cuando estaba a punto de ser ella la que se lanzara, le dio su tarjeta —incluso Teddy reconoció el nombre de la clínica psiquiátrica— y también le dio cincuenta dólares. Y dijo que habría cincuenta más, dos veces a la semana, cuando fuera a verle a la clínica.